8

El viernes por la noche, después de cenar, fui con Henry a un vivero de Milagro donde vendían árboles de Navidad para ayudarlo a escoger uno, cosa que él se toma muy en serio. Todavía faltaban dos semanas para la Navidad, pero Henry, tratándose de las fiestas, es como un niño. El vivero era pequeño, pero él tuvo la impresión de que los árboles estaban recién cortados y la selección era mejor que la de otros sitios donde había mirado antes. En la altura de metro ochenta, su preferida, tenía varias opciones: el abeto balsámico, el abeto Fraser, la picea azul, el abeto Nordman, el abeto noruego y el abeto noble. Henry y el dueño del vivero se enfrascaron en una larga discusión sobre los méritos de cada uno. La picea azul, el abeto noble y el noruego conservaban mal la pinocha, y los Nordman tenían las puntas débiles. Finalmente optó por un abeto balsámico de color verde oscuro y forma clásica, con agujas suaves y la fragancia de un pinar (o de Ajax Pino, según el marco de referencia de cada cual). El hombre inmovilizó las ramas con un grueso cordel y nosotros lo llevamos hasta el coche familiar de Henry, donde lo sujetamos al techo con una complicada configuración de cuerdas y correas elásticas.

Volvimos a casa por Cabana Boulevard, con el Pacífico a oscuras a nuestra izquierda. Mar adentro, las plataformas petrolíferas titilaban en la noche como los yates de una regata pero con capacidad de vertido. Ya eran casi las ocho, y los restaurantes y moteles en primera línea de playa eran una explosión de luz. Al cruzar State Street, vimos una sucesión de adornos navideños hasta donde alcanzaba la vista.

Henry aparcó en el camino de acceso a su casa y desatamos el árbol. Cargándolo entre los dos, él por la base del tronco y yo por la parte central, lo llevamos hasta la calle, subimos por el breve sendero y entramos. Henry había redistribuido los muebles a fin de dejar un espacio libre para el árbol en un rincón de la sala de estar. En cuanto conseguimos mantenerlo en equilibrio sobre su soporte, apretó los pernos y llenó de agua el depósito al pie. Ya había sacado del desván seis cajas con el rótulo navidad y las tenía apiladas allí mismo. Cinco estaban repletas de adornos cuidadosamente envueltos y la sexta contenía una increíble maraña de luces navideñas.

—¿Cuándo vas a poner las luces y los adornos?

—Mañana por la tarde. Charlotte tiene que enseñar una casa de dos a cinco y pasará por aquí cuando acabe. ¿Por qué no te apuntas? Prepararé ponche para infundirnos el espíritu apropiado.

—No quiero entrometerme en tu cita.

—No seas tonta. También van a venir William y Rosie.

—¿La conocen?

—William sí, y ha dado su aprobación. Tengo curiosidad por conocer la reacción de Rosie. Es dura de pelar.

—¿Y a qué se debe la encuesta de opinión? La cuestión es si a ti te gusta o no.

—Es que no lo sé —contestó Henry—. Hay algo en esa mujer que me molesta.

—¿Y qué es?

—¿No la encuentras un poco monotemática?

—Sólo he hablado con ella una vez y me dio la impresión de que hace bien su trabajo.

—A mí me parece más complicado que eso. Es lista y atractiva, lo reconozco, pero sólo habla de vender, vender y vender. La otra noche dimos un paseo después de la cena y calculó el valor de todas las casas de la manzana. Estaba dispuesta a ir puerta por puerta, buscando clientes, pero me planté. Son mis vecinos. La mayoría están retirados y ya han pagado. Si convence a alguien para que venda, después ¿qué? Acabas con un montón de dinero pero sin un sitio donde vivir y sin poder comprar otra casa por lo altísimos que están los precios.

—¿Y ella cómo reaccionó?

—Se lo tomó bien y lo dejó correr, pero me di cuenta de que seguía dándole vueltas.

—Es de las que no se paran ante nada, eso salta a la vista. De hecho, me preocupaba que te convenciera para que pusieras a la venta esta casa.

Henry descartó la idea con un gesto.

—Por eso no temas. Me encanta mi casa y nunca la dejaría. Sigue presionándome para que invierta en alguna propiedad con la idea de alquilarla, pero a mí eso no me interesa. Ya tengo una inquilina, ¿para qué más?

—Bueno, puede que sea ambiciosa, pero eso no constituye un defecto. Henry, si le das tantas vueltas, lo estropearás todo. Lánzate, y si la cosa no sale bien, pues mala suerte.

—Muy filosófico —dijo él—. Recordaré tus palabras y algún día te las repetiré.

—No lo dudo.

A las nueve y media volví a mi casa. Apagué la luz del porche y colgué la chaqueta. Estaba a punto de acomodarme con una copa de vino y un buen libro cuando oí que llamaban a la puerta. A esa hora, seguramente se trataba de algún vendedor, o algún repartidor de panfletos mal impresos que predecían el fin del mundo. Me sorprendió que alguien se atreviera a llegar hasta mi puerta, teniendo en cuenta que la luz de las farolas no iluminaba el patio ni el jardín trasero de Henry.

Encendí la luz de fuera y eché un vistazo por la mirilla. No conocía a la mujer que estaba en mi porche. De unos treinta y cinco años, tenía el rostro anguloso y pálido, las cejas muy depiladas, los labios pintados de color rojo vivo y una gruesa mata de pelo castaño rojizo que llevaba recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Vestía un traje pantalón negro, pero no vi ninguna carpeta ni maletín de muestras, así que a lo mejor no corría peligro. Cuando vio que la miraba, sonrió y saludó con la mano.

Puse la cadena y entreabrí la puerta.

—¿Sí?

—Hola. ¿Eres Kinsey?

—Sí.

—Me llamo Melanie Oberlin. Soy la sobrina de Gus Vronsky. ¿Te molesto?

—En absoluto. Espera un momento. —Cerré la puerta y retiré la cadena para dejarla entrar—. ¡Vaya, qué rapidez! Hablamos hace dos días. No te esperaba aquí tan pronto. ¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo. Tengo un coche de alquiler aparcado en la calle. Resultó que a mi jefa le pareció una idea estupenda que viniera, así que anoche viajé a Los Ángeles y he estado todo el día reunida con clientes. No he salido hasta las siete, pues pensé que lo más inteligente sería evitar la hora punta, pero al final había atasco por culpa de un choque en cadena de seis vehículos en Malibú. En cualquier caso, siento irrumpir así, pero acabo de darme cuenta de que no tengo llave de la casa del tío Gus. ¿Hay alguna manera de entrar?

—Henry tiene un juego y seguro que aún está levantado. Si quieres pasar y esperar, iré por él. Será sólo un momento.

—Encantada. Gracias. ¿Puedo usar el lavabo?

—Adelante.

La conduje al cuarto de baño de abajo, y mientras ella se dedicaba a lo suyo, crucé el patio hasta la puerta trasera de Henry y llamé al cristal. Las luces de la cocina estaban apagadas, pero vi el parpadeo del televisor en la sala de estar. Al cabo de un momento, Henry apareció en la puerta y encendió la luz de la cocina antes de abrir.

—Creía que ya te habías retirado —dijo.

—Y así era, pero ha venido la sobrina de Gus y necesita las llaves de la casa.

—Un momento.

Dejó la puerta abierta mientras iba a la cocina a buscar el juego de llaves en el cajón de los trastos.

—Por lo que contaste de vuestra conversación telefónica, no creía que fuera a venir, y menos tan deprisa.

—Yo tampoco. Me he llevado una grata sorpresa.

—¿Hasta cuándo se quedará?

—Todavía no se lo he preguntado, pero ya te mantendré al corriente. Es posible que tengas que tratar con ella de todos modos, porque mañana a primera hora pienso ir a mi despacho.

—¿En sábado?

—Me temo que sí. Tengo que ponerme al día con el papeleo y prefiero hacerlo con tranquilidad.

Cuando volví al estudio, Melanie seguía en el cuarto de baño, y al oír el grifo abierto supuse que se lavaba la cara. Saqué dos copas del armario y abrí una botella de Chardonnay del valle de Edna. Serví una generosa copa para cada una y, cuando salió, le di la llave de la casa de Gus y el vino.

—Espero que te guste el vino. Me he tomado la libertad —dije—. Siéntate.

—Gracias. Después de tres horas en la carretera, me vendrá bien una copa. Yo pensaba que en Boston conducían mal, pero aquí la gente está chiflada.

—¿Tú eres de Boston?

—Más o menos. Mi familia se trasladó a Nueva York cuando yo tenía nueve años, pero fui a la universidad en Boston y todavía voy a visitar a mis amigos de aquella época. —Se sentó en una de las sillas plegables y examinó la casa de un rápido vistazo—. Un sitio agradable. Esto sería un palacio en la ciudad.

—Es un palacio en cualquier parte —contesté—. Me alegro de que hayas venido. Henry acaba de preguntarme cuánto tiempo vas a quedarte.

—Si todo va bien, hasta finales de la semana que viene. Para ir ganando tiempo, he llamado al periódico local y puesto un anuncio que aparecerá toda la semana a partir de mañana. Lo incluirán en la sección de «Ayuda a domicilio»… Compañía, enfermeras privadas, esas cosas…, y saldrá también en la sección de «Personales». Como no sabía si el tío Gus tiene contestador, he dado su dirección. Espero no haber cometido un error.

—No veo por qué. En esta época del año no creo que te veas desbordada por los candidatos. Mucha gente aplaza la búsqueda de trabajo hasta pasadas las fiestas.

—Ya veremos. Si voy muy apurada, siempre puedo recurrir a una agencia de colocación temporal. Debo disculparme por mi reacción cuando llamaste. Como no veo a Gus desde hace años, me pillaste desprevenida. En cuanto decidí venir pensé que, ya puestos, mejor hacer las cosas bien. Y hablando del tío Gus, ¿cómo está? Debería haber sido mi primera pregunta.

—Hoy no he ido a verlo, pero Henry sí, y dice que está como era de prever.

—En otras palabras, poniendo el grito en el cielo.

—Más o menos.

—También tiene fama de tirar cosas cuando se pone hecho una furia. O al menos eso hacía antes.

—¿Qué grado de parentesco tienes con él? Sé que es tu tío, pero ¿qué lugar ocupa en tu árbol genealógico?

—Es tío por línea materna. En realidad, era el tío abuelo de mi madre, así que debe de ser mi tío bisabuelo, supongo. En mayo hará diez años que falleció mi madre, y tras la muerte de su hermano, yo soy la única que queda. Me siento culpable por no haberlo visto en tanto tiempo.

—Bueno, no es fácil si vives en la Costa Este.

—¿Y tú? —preguntó Melanie—. ¿Tienes familia aquí?

—No. También soy huérfana, y probablemente es mejor así.

Charlamos durante diez o quince minutos, y ella consultó su reloj.

—Uy, será mejor que me vaya. Tú querrás acostarte. Ya me darás indicaciones para llegar a la residencia por la mañana.

—Saldré temprano, pero siempre puedes pasar por casa de Henry. Él te ayudará encantado. ¿He de suponer que te quedarás a dormir en la casa de al lado?

—Esa era mi intención, a menos que pienses que él vaya a oponerse.

—Seguro que no le importará, pero la casa es un poco tétrica, te lo advierto. Limpiamos cuanto pudimos, pero, en mi opinión, todavía deja mucho que desear. A saber cuándo fue la última vez que Gus le dio un repaso.

—¿Tan mal está?

—Da asco. Las sábanas están limpias, pero cualquiera diría que se ha traído el colchón de la calle. Además, como es de los que no tiran nada, las habitaciones no pueden usarse, a menos que andes buscando un sitio donde echar trastos viejos.

—¿No tira nada? Eso es nuevo. Antes no era así.

—Ahora sí. Guarda platos, ropa, herramientas, zapatos. Da la impresión de que tiene periódicos de los últimos quince años. En la nevera había cosas que seguramente podían propagar enfermedades.

Arrugó la nariz.

—¿Crees que es mejor que me vaya a dormir a otra parte?

—Yo que tú, lo haría.

—Si tú lo dices, te creo. ¿Será muy difícil encontrar un hotel a estas horas?

—No debería serlo. En esta época del año no hay muchos turistas. Encontrarás seis u ocho moteles a sólo dos manzanas de aquí. Cuando salgo a correr por las mañanas, siempre veo encendidos los carteles que anuncian habitaciones libres.

Puede que fuera el vino, pero me di cuenta de lo amable que me sentía, posiblemente porque me alegraba de que hubiera venido. O acaso la nuestra fuera una de esas relaciones que empiezan con un topetazo y a partir de ahí van como la seda. Fuera cual fuese la dinámica, dije sin pensar:

—Y siempre puedes quedarte aquí. Al menos por esta noche.

Ella pareció sorprenderse tanto como yo.

—¿De verdad? Sería estupendo, pero no quiero abusar de ti.

Después, como es lógico, me habría mordido la lengua, pero, por cortesía, me sentí obligada a asegurarle que mi ofrecimiento era sincero, mientras ella juraba que no le importaba ponerse a dar vueltas en plena noche en busca de alojamiento, cosa que a todas luces prefería ahorrarse.

Al final, le preparé el sofá cama plegable del salón. Ya sabía dónde estaba el cuarto de baño, así que dediqué unos minutos a enseñarle cómo funcionaba la cafetera y dónde estaban los cereales y los cuencos.

A las once se acostó y yo subí al altillo por la escalera de caracol. Como seguía con el horario de la Costa Este, apagó la luz mucho antes que yo. Por la mañana me levanté a las ocho, y para cuando me hube duchado y vestido, ella ya se había marchado. Como una buena invitada, retiró las sábanas y las dejó pulcramente plegadas encima de la lavadora, junto con la toalla húmeda que había utilizado para ducharse. Había plegado el sofá y colocado los cojines en su sitio. Según la nota que me había dejado, había ido a buscar una cafetería y esperaba estar de regreso a las nueve. Se ofreció a invitarme a cenar si estaba libre esa noche, como así era, casualmente.

Salí camino del despacho a las ocho y treinta y cinco de esa mañana y no volví a verla hasta al cabo de seis días. En eso quedó la cena.