FRANKFURT, 1911
Johann miró a través del escaparate de la tienda. Como a cualquier hora del día o de la noche, la calle estaba abarrotada de carros tirados por caballos, hombres a pie y algún que otro automóvil que trataba en vano de abrirse camino entre el gentío. La ciudad caótica y ruidosa empequeñecía el pueblo cerca del que había pasado casi toda su vida, era la antítesis del bucólico mundo rural que había dejado atrás. Sintió una punzada de nostalgia como siempre que pensaba en su casa. Era pleno verano y los cultivos debían de llegar a la altura de la cintura, balanceándose al unísono con el viento.
Eso, suponiendo que hubiera cultivos. Habían pasado más de ocho años desde la mañana en que al volver a casa encontró a Rebecca junto al establo. Después cayó al suelo, a su lado, y se quedó inmóvil sujetando a su esposa y acariciándole el pelo. Un incontenible torrente de lágrimas le corrió por las mejillas, mezclándose con la tierra y la sangre. Cuando al fin se le secaron los ojos se enderezó. No sabía si habían pasado minutos u horas enteras. Por último se levantó, aunque las piernas apenas podían sostenerlo, y recogió a Rebecca. La llevó a la casa y la tendió en la cama. Puso a calentar agua, llenó el barreño que usaban cada semana y la bañó como a una niña. Una vez seca volvió a dejarla en la cama y miró en el armario. Los vestidos, un lienzo de su vida juntos, desencadenaron una miríada de imágenes. Agarró uno sin mirar y cerró la puerta rápidamente como para silenciar la insoportable cacofonía de recuerdos. La prenda se cayó al suelo y se apresuró a recogerla con manos temblorosas. Era el vestido amarillo pálido que había llevado el día de su boda. Se lo pasó a Rebecca por la cabeza y lo estiró sobre su vientre, acariciando al niño que aún llevaba en su seno y que no llegaría a conocer.
Un hora más tarde, en el bosquecillo que había detrás del establo, se puso a contemplar el montón de piedras que señalaba el enterramiento de Rebecca. Pensó que tenía que haber avisado al rabino para que lo bendijera debidamente, o al menos habérselo notificado a los padres de Rebecca. Se merecían la oportunidad de despedirse de su única hija. No era solo que se sintiera demasiado destrozado y cobarde para enfrentarse a su ira, a la culpa que recaería sobre él cuando lo hicieran responsable en cierto modo de su muerte. No quería atenuar su dolor ni compartir con nadie los últimos minutos juntos.
Levantó la cabeza y contempló los campos. Por una parte quería quedarse, permanecer donde Rebecca había exhalado su último suspiro. La idea de cortar el único vínculo que lo unía a ella le resultaba insoportable, pero no podía imaginarse viviendo en la casa vacía y fría sin la risa y el calor de su mujer. No, allí ya no tenía nada que hacer.
Entonces pensó en el otro reloj, envuelto en muselina y oculto bajo los tablones del suelo del sótano. Había hecho los dos al mismo tiempo, y los dos parecían casi idénticos. Solo alguien experto que los examinara detenidamente se daría cuenta de que el reloj con el que se había quedado era un poco más bonito, con detalles más delicados, de un metal más brillante. Lo había hecho para Rebecca. Era un regalo magnífico, más valioso que todo lo que tenían. Sabía que ella le habría regañado por desaprovechar los materiales y no venderlo. Tenía un gran sentido práctico, siempre lo había tenido, mucho antes incluso de las penurias a las que se había visto sometida por su vida con él. Pero Johann quería que Rebecca tuviera ese reloj que le era tan querido, el mejor que había hecho o visto. Ella se lo merecía.
Pero Rebecca ya no lo sabría. Ojalá le hubiera regalado el reloj antes, ojalá se lo hubiera enseñado a tiempo.
El comprenderlo contribuyó a aumentar su dolor, y se dio cuenta de que si no se marchaba en ese momento no lo haría jamás. Entró en el taller situado detrás del establo y retiró los tablones del suelo. Allí, escondido a tal profundidad que nadie lo habría descubierto de no haberlo buscado a propósito, estaba el segundo reloj. Lo sacó con manos temblorosas, recordando que tenía pensado regalárselo a Rebecca el día antes de que se marcharan. No obstante, eso ya no ocurriría.
Se preguntó si el viajero seguiría en el establecimiento de Hoffel, si sentiría tanto entusiasmo por el segundo reloj y estaría dispuesto a pagar la misma suma. A pesar de todo sabía que no sería capaz de desprenderse de él. El reloj era el último y mejor símbolo de lo mucho que amaba a su esposa, aunque ella no hubiera llegado a verlo ni a tocarlo. No; conservaría el reloj durante el mayor tiempo posible, no lo vendería a menos que su vida dependiera de ello. Lo envolvió en el paño en el que había reposado y lo sacó del establo.
—Lo siento —dijo, dirigiéndose al montón de piedras.
Dio media vuelta con gran esfuerzo y cruzó el establo por última vez antes de abandonar su hogar para siempre.
Desde aquel día habían pasado más de ocho años. Johann había abandonado la granja con la intención de llevar a cabo su plan de irse a América, pero el viaje resultó un desastre: unos hombres sin escrúpulos le cobraron una pequeña fortuna por llevarlo hasta la frontera, y después le robaron y lo dejaron abandonado en Frankfurt.
Al verse desvalido en una ciudad más grande y más ajetreada que ninguna que hubiera visto en su vida, su dolor se tornó desesperación. No había recorrido ni una mínima parte del trayecto y ya no podía continuar. Casi se alegró de que Rebecca no estuviera presente para ver al fracasado con el que se había casado. Miró con desesperación el zurrón en el que llevaba el reloj. Sin duda le darían suficiente dinero por él para seguir adelante.
En la misma calle, un poco más abajo, encontró una tienda con todo tipo de objetos a la venta en el escaparate. Cuando entró tintineó una campanilla.
—¿Qué desea? —preguntó el tendero pelirrojo, que estaba detrás del mostrador, mirando a Johann por encima de las gafas.
Johann vaciló.
—Pues quería…
No tenía valor para proponerle la venta del reloj. Miró a su alrededor. Le llamó la atención un cartel que había en la ventana: «Se necesita dependiente».
—Venía por el trabajo que ofrece.
El propietario lo miró de pies a cabeza, pero no con grosería.
—¿Tiene experiencia en una tienda?
—Sí —mintió Johann—. Y se me da muy bien arreglar cosas, relojes y otros aparatos mecánicos.
Y así se quedó allí. Franz, el dueño, le dejó que durmiera en la trastienda. La primera noche, mientras se preparaba una cama en el suelo con sacos de arpillera y oía el ruido de la cervecería de al lado, a Johann se le vino el mundo abajo. Aquello era lo menos parecido a la clase de vida que había imaginado para él, Rebecca y su hijo. Es una situación temporal, se dijo esa noche y todas las siguientes al acostarse en el suelo de la trastienda. Iré a América. Pero aquella especie de mantra fue perdiendo fuerza, y cuando ganó suficiente dinero para pagar el piso de una habitación encima de la tienda, había dejado de repetirlo.
En un par de ocasiones se planteó fugazmente la posibilidad de volver a la granja. Pero no se sentía capaz de enfrentarse a la vida que había dejado, y el instinto le decía que la tierra ya no estaba allí, que habría caído en manos del primer afortunado que hubiera pasado por la granja abandonada y hubiera solicitado la propiedad al gobierno provincial. O quizá la hubieran vendido los padres de Rebecca.
Pensó que debían de ser casi las once, a juzgar por el tráfico de la calle. Hannah llegaría pronto con el almuerzo, como todos los días. Johann suspiró. Se había casado con la hermana de Franz, feúcha y pecosa, dos años después de su llegada. Cuando la conoció, la idea de estar con otra mujer que no fuera Rebecca le parecía inconcebible, pero Hannah siguió yendo a la tienda pacientemente un día tras otro, y Johann descubrió que disfrutaba con su conversación y después con el calor de su cuerpo.
Justo a los pocos minutos Hannah apareció en la esquina, con movimientos lentos debido a su creciente volumen. No se parecía en nada a la Rebecca que llevaba en su seno al hijo de Johann, algo que hacía más soportable la situación. Mientras que Rebecca había conservado la figura, a excepción de la redondez del vientre, Hannah se había puesto enorme, como un tonel, y el embarazo parecía pesarle en lugar de proporcionarle una sensación de bienestar. Pero quizá esa carga le viniera bien; su corpulencia parecía indicar que sobrellevaría el parto sin problemas.
Hannah entró en la tienda y dejó caer sobre el mostrador la bolsa que, como sabía Johann, contenía un sándwich de gruesas rebanadas de pan con queso, como si fuera más pesada de lo que en realidad era.
—¿Qué? ¿Mucho trabajo esta mañana? —preguntó.
—Como siempre, más o menos.
Era el mismo diálogo de todos los días.
—Bueno, me marcho. Tráete un poco de leche, si puedes.
Johann logró esbozar una sonrisa, que Hannah le devolvió.
—De acuerdo.
Al ver cómo se alejaba, a Johann lo invadió la tristeza. No se sentía desgraciado en su matrimonio. Hannah y él mantenían una amistosa relación de compañerismo, y de no haber conocido la pasión gracias a su vida con Rebecca, él quizá no hubiera sospechado que era posible ir más allá. Pero Hannah se merecía algo mejor, pensó con sentimiento de culpa, y si intuía que podía recibir algo más, no lo demostraba. Por el contrario, aceptaba la compañía que Johann le brindaba y jamás expresaba descontento. Y ahora que estaba en camino el hijo que ella tanto deseaba (Johann había tenido dificultades para engendrar una vez más) parecía importarle menos que él no pudiera entregársele por completo.
El tintineo de la campanilla de la puerta interrumpió los pensamientos de Johann. Entró un hombre corpulento de poblada barba gris. Al instante, Johann advirtió en él algo que le resultaba conocido. Pasó lista mentalmente a los clientes habituales de la tienda, pero no encontró a aquel hombre entre ellos.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó.
—Pues desearía ver al propietario, el señor Litt, por nuestros artículos de ferretería que…
El hombre se calló sin terminar la frase y clavó la mirada en el estante que había encima de Johann. El reloj. Durante los dos primeros años que estuvo trabajando en la tienda, Johann lo tuvo escondido entre sus escasas pertenencias, y lo sacaba todas las noches para limpiar el cristal y pasar un dedo por los delicados mecanismos, recordando. Pero un día, mientras se preparaba para mudarse a la casita que iba a compartir con Hannah, se puso a reflexionar sobre lo que debía hacer mientras lo contemplaba. No estaría bien llevarse el reloj, el último recordatorio de Rebecca, a la nueva casa, donde compartiría cama con Hannah. Le traía demasiados recuerdos. Así que le quitó bien el polvo y lo puso en un estante de la tienda. El reloj parecía exhibirse en todo su esplendor, contento de ver la luz del día tras tanto tiempo escondido. Muchos clientes hacían comentarios sobre él y preguntaban si estaba a la venta.
Pero el hombre que Johann tenía delante estuvo contemplándolo más tiempo de lo habitual. Se tiró de la barba, como perdido en cavilaciones. Entonces Johann se dio cuenta de por qué le resultaba conocido: era el viajante de la Gasthaus del señor Hoffel, el que había comprado el otro reloj. El paso del tiempo lo había cambiado considerablemente: tenía el pelo casi blanco y daba la impresión de haber añadido una papada al mentón por cada año transcurrido.
Johann contuvo la respiración. ¿Lo reconocería? Pero él no había desempeñado un papel importante aquel día, hacía ya tantos años; lo único que recordaría ese hombre sería el reloj.
—Esa pieza —dijo al fin el viajante, aún acariciándose la barba—. Es extraordinaria. ¿Me permite…?
Johann bajó de mala gana el reloj y lo depositó en el mostrador.
—No está a la venta —se apresuró a decir en un tono más brusco del que pretendía usar.
—Yo tengo uno igual —replicó el viajante, como para aclarar sus intenciones—. Pero llevo mucho tiempo tratando de encontrar a quien lo hizo para ver si podría encargarle más. ¿Tiene idea de dónde podría encontrarlo?
Johann negó con la cabeza. Aunque había reparado varios relojes durante los años que llevaba en la tienda, no había hecho ninguno. Lo intentó en una ocasión, pero parecía haber perdido el don para ello. Ya no recordaba las técnicas que le había enseñado su padre y notaba los dedos torpes, demasiado gruesos. Especialmente en ese sentido no había sido capaz de avanzar.
Mejor, pensó. Volver a confeccionar el reloj de aniversario significaría degradar el recuerdo y todo lo que representaba.
—No —contestó al fin—. Lo lamento, pero no conozco a nadie capaz de hacer un reloj así.
—Es una verdadera lástima —dijo el viajante, con un brillo en los ojos que le hizo dudar a Johann de si lo habría reconocido—. Podría ganar una fortuna con tal maestría.
Johann le dio vueltas a la idea unos momentos.
—Suficiente para conseguir cualquier cosa que deseara.
¿Y si precisamente lo que uno quiere no se puede comprar?, le habría gustado decir a Johann. Pero antes de que pudiera hablar se oyó un traqueteo y apareció Franz, que acompañó al viajante a la trastienda. Johann volvió a colocar el reloj en el estante y cogió el sándwich que le había llevado Hannah.