MUNICH, 2009
Charlotte miró en silencio a Brian, con emociones encontradas clamando en su interior y el nudo de costumbre en el estómago. Pero al mismo tiempo le habría gustado darle una bofetada, y bien fuerte, por haberla dejado plantada en el aeropuerto. Todo lo que le había hecho años antes se le vino encima de golpe, magnificado por su atropello más reciente. Bajo la superficie seguía ardiendo una pequeña llama de deseo; ni el tiempo ni el dolor habían debilitado la atracción que sentía por él. Y con la misma rapidez que habían surgido, los sentimientos retrocedieron como una marea, dejándola vacía y agotada. Sintió que se desmoronaba por dentro.
—Buenos días —dijo Brian, como si no tuviera nada de insólito su inesperada aparición, ni las circunstancias que los habían reunido allí.
Brian entró en la habitación. Charlotte se dio cuenta de que estaba despeinada y de que llevaba pantalones de chándal, además del olor como a almizcle que seguía flotando en el aire. Brian fue hasta la ventana, corrió las cortinas y la brillante luz del sol iluminó la cama deshecha. No se ha cruzado con su hermano de milagro, pensó Charlotte con alivio. ¿Qué habría pasado si se hubiera presentado un poquito antes?
—¿Cuándo has llegado?
—Hace como una hora.
Sin embargo, recién afeitado y con el traje planchado, no mostraba indicios de haber pasado la noche en un avión.
—¿Esperabas a Jack?
—Yo… o sea, es que no habíamos concretado dónde íbamos a vernos esta mañana.
Los restos de comida de las bandejas seguían en el carrito, en un rincón, y parecían una especie de prueba incriminatoria. Pero Brian no debió de reparar en ello. En lugar de sentir inquietud, Charlotte empezó a sentir rabia. Era él quien le había dado plantón, quien la había enviado sola a hacerse cargo de un caso. Era él quien tenía que dar explicaciones.
—¿Por qué no te duchas? —sugirió Brian antes de que Charlotte pudiera decir nada—. Yo voy a por café al vestíbulo y te espero allí.
Noventa minutos más tarde entraban en la sala de reuniones de la cárcel. Cuando Jack vio a Charlotte sonrió, pero cuando vio a su hermano se le ensombreció el rostro y arrugó la frente. Su mirada volvió a recaer en Charlotte y le cambió la expresión… Charlotte no habría sabido decir cómo exactamente. ¿Era vergüenza, deseo, arrepentimiento?
Jack se levantó.
—Hola, Brian —dijo con calma, sin alterar la voz, sin hacer la menor alusión a los diez años de resentimiento existente entre ellos.
No se estrecharon la mano.
—Acabo de llegar —dijo Brian—. Me retrasé por culpa de una vista urgente.
Como de costumbre, no se disculpó.
—Habéis estado en Polonia, ¿no?
—Sí. Es una larga historia y…
Pero Brian siguió a lo suyo sin darle la posibilidad de terminar.
—Roger —dijo afablemente, tendiéndole la mano como si estuvieran en el campo de golf.
Era la primera vez que Charlotte oía a alguien dirigirse a Dykmans por su nombre. Entonces Brian vio las cadenas en los tobillos de Roger, se dio la vuelta y, como si Charlotte y Jack fueran los responsables de su encarcelamiento, preguntó:
—¿Qué es esto? Mi cliente es un respetado empresario, una personalidad de la industria. No deberían tratarlo como a un delincuente común.
Su cliente, repitió Charlotte en silencio, molesta.
—Voy a llamar por teléfono al juez —dijo Brian con bravuconería—. Esto es un escándalo.
—No vas a hacer semejante cosa —replicó Jack en tono glacial—. No estás en Nueva York. Estás en un país extranjero con sus reglas y costumbres, y si te pones chulo solo conseguirás empeorar la situación.
Brian abrió la boca, y Charlotte se preparó para una réplica festoneada de barbaridades, pero el abogado se sentó, aparentemente calmado por el rapapolvo de su hermano.
—Y entonces, ¿qué hacemos?
—Charley y yo… —Jack vaciló, azorado por haber utilizado el diminutivo, tan íntimo.
Brian miró ceñudo a Jack, después a Charlotte y por último otra vez a Jack.
—Ayer el señor Dykmans nos habló de un reloj que tal vez contenga información de provecho —terció Charlotte—. Cree que podría estar en Salzburgo, y yo había pensado que deberíamos ir allí a investigar esta pista.
—Y yo pienso que es como buscar una aguja en un pajar —intervino Jack.
—Pues no se puede decir que tengamos una pista mejor —contraatacó Charlotte, con la sensación de estar exponiendo un caso ante el juez.
—Yo estoy de acuerdo con Charlotte —proclamó Brian, como si le hubieran pedido opinión.
Charlotte tuvo que reconocer para sus adentros que su voto era decisivo para el desempate, pero ¿estaba realmente de acuerdo con ella o solo tratando de ganarle la partida a su hermano?
Vio por el rabillo del ojo la expresión de furia en la cara de Jack, la frustración de la que le había hablado antes: el caso lo llevaba él, y en el último momento aparecía Brian, tan fresco, y tomaba las riendas. Pero era algo más que eso. Notó los dardos de recriminación que le lanzaba Jack. Él se lo tomaba como una traición, lo que le parecía injusto, teniendo en cuenta que la idea de ir a Salzburgo era de ella y que Jack había sacado a relucir su desacuerdo. De todos modos, no quería que pensara que estaba tomando partido por Brian. Lo siento, intentó decirle sin palabras, solo moviendo los labios.
Pero Jack desvió la mirada.
—Muy bien —dijo al fin—. Voy a reservar los billetes de tren.
—Tú no tienes por qué ir —replicó Brian—. Puedes quedarte aquí preparando el caso y nosotros iremos a Salzburgo.
Charlotte se apartó, y al verlos discutir empezó a sentir miedo. No le apetecía estar a solas con Brian, incluso menos que separarse de Jack, y la combinación de ambas posibilidades le parecía sencillamente impensable. La avalancha de emociones que había estado conteniendo se le vino encima de repente, y poco le faltó para perder el equilibrio.
—No —dijo Jack, tajante—. Vamos todos. —Charlotte suspiró con alivio—. Además, soy el que mejor habla alemán.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —preguntó Brian.
Charlotte se quedó horrorizada. Tenía la esperanza de que Brian se desligara de esa parte del viaje.
—Pero tu caso en Nueva York… ¿No tienes que volver?
Brian hizo un gesto de desdén con la mano.
—Tonterías. Acabo de llegar. Y para mí no hay asunto más importante que el de Roger —dijo, en voz suficientemente alta como para que lo oyera Dykmans.
No obstante, Charlotte sabía que se trataba de algo más que preocupación por su cliente. Brian quería lo que tenía Jack y punto, estaba empeñado en asumir el mando. Era la misma tensión entre los dos hermanos que había percibido hacía unos años, solo que, en lugar de relajarse con el paso del tiempo, la astucia en el juego se había intensificado, había quedado al descubierto. Y no se trataba solo del caso; el hecho de ver la intimidad que había surgido entre Jack y ella durante los últimos días había avivado el espíritu competitivo de Brian. La idea no le sirvió precisamente de consuelo. No era que Brian la quisiera a ella, sino que no quería que su hermano ganara.
Pero si entre Jack y yo no hay nada, pensó, quejándose para sus adentros. ¿O sí? De todos modos, daba igual; los celos de Brian poco tenían que ver con la realidad o con ella, y sí mucho con la rivalidad entre los hermanos y con la necesidad de Brian de vencer. Nada lo disuadiría de ir a Salzburgo.
Miró la mesa de la sala de reuniones. El señor Dykmans estaba observando la disputa de los hermanos, con un curioso destello en los ojos. Charlotte se puso furiosa. ¿Acaso le parecía divertido que se pelearan los miembros del grupo que intentaba salvarle la vida? No, era otra cosa. Empatía. Yo también he formado parte de un triángulo amoroso, parecía indicar con la mirada.
A Charlotte le habría gustado decirle que la situación no era esa, que no era igual que la que había vivido él. Pero en cualquier caso, estar atrapada en la lucha de poder entre los dos hermanos no era una posición que le gustara.
—De acuerdo —dijo, aclarándose la garganta. Había llegado el momento de hacerse cargo de la situación—. Vamos a reservar los billetes —añadió, sin que su mirada se cruzase con la de Roger—. Vamos los tres a Salzburgo.
—Ya me he ocupado de tu cliente —le dijo Brian cuando subieron al tren una hora más tarde, unos pasos por delante de Jack.
Habían dejado a Roger en la cárcel y se habían dirigido directamente a la estación; ninguno de los tres habló durante el breve trayecto en coche. Cuando localizaron un compartimento vacío con tres asientos mirando hacia delante y otros tres hacia atrás, Brian no mostraba el menor indicio de la chulería de antes. Estaba callado, compungido, como un niño al que hubieran castigado. Yo siempre conseguía ponerlo en su sitio, sencillamente esperando con paciencia a que se le pasara el arrebato, reflexionó Charlotte.
—En este momento Kate Dolgenos está en Filadelfia —aseguró Brian.
Charlotte asintió.
—Ya lo sé.
Sin embargo, el hecho de que Brian hubiera cumplido esa promesa de ningún modo compensaba todo lo demás, el dolor que le había causado hacía años y que no apareciera en el aeropuerto como le había asegurado hacía unos días.
Brian ocupó el asiento más cercano al pasillo, y Jack se desplomó en el de enfrente, pero al lado de la ventanilla, lejos de su hermano. Charlotte vaciló. Elegir dónde sentarse parecía en cierto modo simbólico, como si tuviera que escoger entre los dos. Algo ridículo, teniendo en cuenta que los tres estaban del mismo lado, al menos desde el punto de vista jurídico.
—Voy a tomar café —dijo, sin decidirse por ninguno de los dos—. ¿Queréis algo?
Jack abrió la boca como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Brian le lanzó una mirada desvalida, como pidiéndole que no lo abandonara. Era la primera vez que los dos hermanos se veían desde hacía años y no querían quedarse a solas.
Pero no era problema suyo, pensó Charlotte minutos después, mientras se sentaba a una mesa en la cafetería. Era abogada, no psicoterapeuta. Removió el capuchino, abrió el International Herald Tribune que había comprado en la estación y se puso a ojear los titulares para distraerse. Momentos después levantó la vista con indolencia. El tren había salido del centro urbano de Munich y de la periferia residencial, y a lo lejos se extendían las ondulantes colinas verdes del sur de Baviera.
Suspiró, sintiéndose sorprendentemente relajada. Siempre había disfrutado de una especie de libertad y de anonimato allí, de una sencillez que había perdido al volver a su país. Podría continuar sin más, pensó de repente. Olvidarme de este teatro de Brian y Jack, subirme a un tren y después a otro, a ver dónde acabo. Casi se mareó ante la audacia de la idea. Ya vivía sola, llevaba una vida sin ataduras. ¿Por qué no aprovechar algunos de los beneficios de esa soledad?
Pero se le vino encima toda una serie de consideraciones de tipo práctico: en Filadelfia tenía una vida, una casa, clientes que contaban con ella. Y también estaba Roger. A pesar de su actitud fría y de su misteriosa negativa a colaborar, había algo en él que le resultaba extrañamente irresistible. No es que fuera demasiado comprensivo, pero mostraba una callada resignación con la que ella podía identificarse. Además, que le cayera bien o mal carecía de importancia. Había aceptado el caso y Roger era su cliente, y lo representaría hasta el final con la misma entrega que a Marquan o a cualquiera de los chavales que defendía en Filadelfia.
Y eso significaba seguir trabajando con Jack, pensó al visualizar su cara. De repente le vino a la cabeza una imagen de la noche anterior, de Jack moviéndose encima de ella. ¿Qué había pasado? Parecía todo tan irreal…, como un sueño. No obstante, sintió un ardor inconfundible en su interior que vino a confirmar que el encuentro había sido real y que le hizo preguntarse qué significaba todo aquello. Llegó a la conclusión de que el causante de todo era el estrés: dos personas solitarias trabajando juntas muchas horas que se habían dejado llevar por la situación.
Sin embargo, no podía librarse de la sensación de malestar. Ella no actuaba así normalmente; podría haberlo frenado o haberle dicho que no. Había habido otros hombres desde Brian, por supuesto, encuentros fortuitos que tras unas cuantas veces la habían dejado más vacía que otra cosa. Pero en esta ocasión había sido distinto, como si se hubiera abierto una diminuta grieta en la armadura que se había construido durante años, una fisura que la había dejado desprotegida, desnuda.
Qué más da, concluyó, terminándose el café. Había ocurrido y se acabó. Con Brian allí no volvería a pasar. Se levantó, tiró la taza al cubo de la basura, dobló el periódico y se dispuso a regresar al compartimento. Justo en ese momento vibró su BlackBerry, indicando que había recibido un mensaje. Miró hacia abajo con sorpresa. El contacto con el mundo exterior le parecía algo ajeno. Sacó el aparato, entró en internet y a continuación en su cuenta de Gmail. La página web se fue cargando lentamente, sin duda obstaculizada por la falta de cobertura en aquel terreno montañoso.
Un mensaje nuevo, de Alicja Recka. A Charlotte le dio un vuelco el corazón cuando abrió el correo electrónico y empezó a desplazarse por la pantalla. No se esperaba recibir respuesta tan rápidamente.
Encantada de tener noticias tuyas. He revisado nuestros archivos y lamento decir que al parecer Magda Dykmans murió en la cámara de gas en Belzec en 1943. Saludos, Alicja.
A Charlotte se le cayó el alma a los pies. De repente era como si hubiera conocido a Magda y la pérdida de un ser querido la afectara tanto como a Roger. Bueno, ¿qué se esperaba al cabo de tantos años? ¿Un final feliz?
Volvió al compartimiento de mala gana, para darles la noticia a Jack y a Brian. Al aproximarse a la puerta y oír voces se detuvo. Los dos hermanos estaban hablando, una agradable sorpresa. A lo mejor habían conseguido romper el hielo. Esperó, porque no quería interrumpir una posible reconciliación. Pero el volumen de la conversación fue en aumento. Se inclinó un poco, aplicando los oídos. Aunque no podía distinguir lo que decían, por el tono acalorado era evidente que no se trataba de una conversación amistosa.
Debería marcharme, pensó. Pase lo que pase entre ellos, no es asunto mío. Pero pudo más la curiosidad. ¿Cuál era la manzana de la discordia? Incapaz de resistirse, se acercó un poco más.
—Brian, déjala en paz —oyó que decía Jack lacónicamente.
Están hablando de mí, comprendió Charlotte. Se escurrió tras el marco de la puerta.
—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Brian—. ¿O es que hay algo entre vosotros dos?
—Nada en absoluto —se apresuró a contestar Jack, como si fuera una pregunta absurda.
Charlotte reprimió una exclamación, dolida por el tono despectivo de Jack.
—Lo único que digo es que no deberías jugar así con ella, meterla a la fuerza en este caso y después…
—Yo no… —protestó Brian elevando la voz.
Charlotte se echó hacia atrás, con los ojos ardiéndole. Le dolía algo más que el hecho de que Jack hubiera negado lo que había ocurrido entre ellos; pensaba que durante los últimos días habían llegado a ser iguales, que trabajaban bien juntos, pero al oírlo, que la considerase indigna de que su hermano le dedicase tiempo, o de que se lo dedicase él…
Jack volvió a hablar.
—Y ahora, con Danielle embarazada…
Charlotte sintió una puñalada en el pecho. Aunque sabía lo del matrimonio de Brian y Danielle desde hacía casi diez años, la idea de que un hijo lo legitimara era más de lo que podía soportar. Dio media vuelta y echó a correr por el pasillo; se dio un golpe en el codo contra la puerta entreabierta de un compartimiento pero apenas sintió dolor. Corrió a toda velocidad, sorteando a pasajeros y maletas, como si estuviera desfogándose tras un día especialmente duro en los tribunales, recorriendo el circuito de quince kilómetros de Kelly Drive, en Filadelfia.
Minutos más tarde llegaba de nuevo a la cafetería, en la cola del tren. Aflojó el paso y se dirigió a la ventanilla rajada al final del vagón. Se quedó inmóvil unos minutos, jadeante, contemplando las colinas que iban quedando atrás. ¿Qué hago aquí?, pensó. De repente se le vino el mundo encima. Europa, Brian, suscitaban sentimientos que había enterrado casi diez años antes, y la herida, aunque seguía allí, al menos había cicatrizado, y el tiempo había puesto como en sordina el dolor. ¿Cómo podía haber sido tan imbécil para dejarlos brotar otra vez?
Las lágrimas se desbordaron como no lo habían hecho desde años atrás, quizá desde nunca, ni siquiera cuando murió Winnie y Charlotte se quedó a la entrada del cementerio, dándose cuenta por primera vez de lo sola que estaba en el mundo. Después se puso las pilas: había que vender la casa, asegurarse el trabajo. Más adelante, cuando las cosas volvieron a su sitio y podría haber tenido tiempo para el duelo, simplemente decidió no reabrir esa puerta, no dejar que volvieran a entrar los sentimientos. Eran irrelevantes, como el libro de texto de un curso que ya había estudiado y que no volvería a utilizar. Pero de pronto el dolor irrumpió con toda su fuerza y Charlotte lloró sin disimulos, sin importarle que la vieran o la oyeran, y sus sollozos resonaron en la cafetería vacía.
El tejido de su vida era magnífico, cuajado de personas, lugares y experiencias. Y sin embargo había dejado que Brian —y ahora Jack— le hiciera perder los papeles, que la afectara como ninguna otra persona.
—Hola.
Charlotte se volvió bruscamente. Brian estaba detrás de ella, haciendo malabarismos con dos tazas de café. Se quedó mirándolo, como si hubiera olvidado durante unos momentos que estaba allí o no se esperase que la encontrara en el tren. Brian le tendió una taza sin pronunciar palabra y ella la aceptó, desplomándose en un asiento ante la mesa que Brian indicó. Observó agradecida que no le había preguntado si se encontraba bien. ¿La habría visto cuando salió corriendo por el pasillo?
—Perdona, es que… —tartamudeó, buscando una explicación.
—Estar aquí otra vez después de tantos años —terminó la frase Brian—. Trae muchos recuerdos, ¿verdad?
Charlotte titubeó; la aparente comprensión de Brian la había pillado por sorpresa. Era el hombre al que había olvidado, despojado de su chulería, benévolo y auténtico, cuando resultaba más peligroso.
—Os he oído hablar a Jack y a ti —confesó. Observó la expresión de Brian, pero si estaba enfadado no lo dejó traslucir—. Felicidades, por el niño y demás.
A Brian se le iluminó la cara.
—Muchas gracias. Yo estoy encantado.
Charlotte advirtió que no había dicho «estamos encantados».
—Y Danielle también estará entusiasmada.
A los ojos de Brian asomó un extraño brillo.
—Sí, creo que sí. Pero es que quizá no sea el momento más adecuado.
Charlotte asintió con la cabeza, comprensiva. Danielle, ya socia del bufete, podía encarar con confianza una asociación con más reparto de beneficios, y la baja por maternidad la apartaría de la promoción de clientes y eliminaría las horas facturables, lo que sin duda mermaría sus posibilidades.
—No estoy seguro de que esté preparada para anteponer nada a su trabajo —añadió Brian.
Viniendo de otro, confesar la falta de instinto maternal de su esposa a una exnovia podría haber parecido desleal, reflexionó Charlotte. Pero el tono de Brian no denotaba censura; era simplemente objetivo. No daba a entender que lo lamentara, ni que hubiera preferido que Charlotte ocupara el lugar de su esposa.
—Desde luego, te cambia la vida —concedió Charlotte—. ¿Ya sabéis qué va a ser?
—Todavía no, y no sé si vamos a averiguarlo. A Danielle le gustaría saberlo para decorar la habitación, pero yo creo que es uno de los auténticos misterios de la vida. Además, no me importaría tener una hija.
Charlotte lo miró con sorpresa. Habría dado por sentado que Brian quería un hijo, por los partidos de fútbol y demás. De repente cayó en la cuenta de lo extraordinario de la conversación, no por el hecho de estar hablando con su exnovio del hijo que iba a tener con la mujer por la que la había dejado, sino por el hecho de que a ella no la molestara. Rememoró la conversación entre los dos hermanos que había oído hacía unos momentos. No era tanto la idea de que Danielle y Brian fueran a tener un hijo lo que la había alterado, sino que Jack pareciera considerarla insignificante.
El cielo se había oscurecido; alrededor de las cimas de las montañas se arracimaban densas nubes.
—¿Quieres volver? —preguntó Charlotte—. Quiero decir, me alegro de que hayas venido a buscarme, pero estoy segura de que tienes trabajo.
—Qué va —repuso Brian, sonriendo—. Seguramente Jack estará dormido, y es imposible trabajar con sus ronquidos.
Charlotte titubeó, sin saber cómo reaccionar ante el comentario, porque Brian tenía razón y además era gracioso, pero al mismo tiempo demasiado íntimo. Tus ronquidos son mucho peores, le habría gustado decirle. Lo de Jack era más bien un leve silbido, el aire atravesando un pasadizo estrecho, no el tren de mercancías que parecía su hermano.
—Lo siento —dijo Brian bruscamente.
Charlotte sintió una especie de puñetazo en el estómago. Era la primera vez que oía a Brian pedir perdón. Quizá si lo hubiera dicho diez años antes habría resultado más fácil aceptar las cosas.
—¿Qué? —preguntó Charlotte, al tiempo que pensaba que quizá no debería preguntar; tal vez esperaba demasiado.
—Por como acabaron las cosas entre nosotros.
No, no sentía lo que había hecho, ni haberle hecho tanto daño a ella. Lo que lamentaba era el desbarajuste, la incomodidad de la situación que había dejado, con la que no podía sentirse a gusto.
—Que no pudiéramos estar como estáis Jack y tú ahora.
A Charlotte le dio la sensación de que el corazón le dejaba de latir. ¿Sabía Brian lo que había ocurrido entre su hermano y ella? ¿Le habría dicho algo Jack?
—Quiero decir, que sois amigos.
Charlotte suspiró, aliviada. Brian tenía envidia de que su hermano hubiera llegado a mantener una clase de relación con Charlotte que él no había logrado, pero no sospechaba nada más. Daba igual, de todos modos. Por los comentarios que ella había oído, Jack no la consideraba una persona importante.
No podríamos haber quedado como amigos, en primer lugar porque nunca lo fuimos, pensó.
—Amigos. No sé yo si Jack piensa lo mismo —dijo al fin.
—Es muy difícil llegar a conocer a mi hermano —repuso Brian—. Es tan melancólico…
A Charlotte la sorprendió la observación, con la que podría haber coincidido unos años antes. Pero ahora veía a Jack de una manera distinta, no triste, sino profundo y reflexivo, todo lo contrario que Brian. Ese comentario sobre su hermano le parecía injusto, y le habría gustado recordarle la amonestación que habían recibido en la facultad de derecho, que los ataques personales al oponente minan tu credibilidad ante los tribunales.
Miraron por la ventanilla, los dos en silencio, contemplando los picos nevados de la Obersalzberg envueltos en la neblina y bajo las primeras gotas de lluvia.
—¿Te acuerdas del monumento de Jefferson por la noche? —preguntó Brian, interrumpiendo los pensamientos de Charlotte.
Charlotte asintió, encuadrando mentalmente el recuerdo. Sucedió durante un viaje que hicieron a Washington a finales del invierno, una tentativa por parte de Brian cuando aún le importaba, antes de que las cosas se torcieran, de que Charlotte se olvidara un poco de su madre moribunda. Una noche, ya tarde, después de que hubieran cerrado los bares de Georgetown por los que habían estado de marcha, Brian la despertó, aunque no estaba del todo dormida, y la convenció para que salieran de la habitación del hotel. «¿Adónde vamos?», preguntó Charlotte mientras se dirigían a la Explanada Nacional, rodeando el puerto de Washington y el Centro Kennedy en medio del gélido aire nocturno, con el aliento saliéndoles en vaharadas. Las calles estaban extrañamente silenciosas, y Charlotte pensó preocupada si no sería peligroso andar por allí. Subieron las escaleras del monumento de Lincoln, contemplándolo impresionados, en silencio. Después continuaron. Charlotte no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, y si habían dado un largo paseo no notaba el cansancio. Siguieron por la orilla del estanque hasta el monumento a Jefferson y el Dique de Marea, que parecían iluminados bajo el cielo gris claro.
El recuerdo, que no se permitía revivir desde hacía años, era tan claro como si acabara de ocurrir. Pero ¿por qué lo sacaba a relucir Brian en ese momento?
—Es lo que me recuerda estar aquí —dijo Brian.
Charlotte abrió la boca para decir que la bulliciosa metrópoli de Washington, incluso de noche, era lo menos parecido a ese remanso de paz alpino, pero decidió callarse. A su torpe manera, Brian estaba intentando relacionar los dos momentos de soledad y recogimiento. Y Charlotte comprendió que eso era lo más parecido a una relación de amistad que podrían tener. No iba a estropearlo corrigiendo a Brian.
—Resulta difícil imaginarse la guerra aquí, ¿verdad? —comentó.
Las montañas nevadas parecían serenas, como si nada las hubiera alterado durante el último milenio. Era casi imposible imaginarse los tanques y las demás máquinas de guerra que habían rodado por allí hacía sesenta y tantos años causando insoportables sufrimientos.
En ese momento apareció Jack en la puerta de la cafetería.
—Casi hemos llegado —anunció con brusquedad.
Charlotte miró por la ventanilla, incapaz de distinguir signos de civilización entre la cadena ininterrumpida de montañas. Pero entre las dos ciudades había menos de unos cuantos centenares de kilómetros, y Jack había hablado con la seguridad de quien ha recorrido ese trayecto muchas veces. Y efectivamente, minutos más tarde avistaron el campanario de una iglesia entre dos picos, y a continuación las montañas se abrieron y dejaron al descubierto un sinfín de agujas y tejados rojos.
Charlotte se dio la vuelta. Aún notaba la hinchazón alrededor de los ojos que delataba que había estado llorando. Jack no pareció darse cuenta; miró su reloj y volvió a mirar por la ventanilla, impaciente. Charlotte se enfureció aún más al recordar el tono de Jack cuando le negó a Brian que hubiera algo entre ellos. El hombre que ella había vislumbrado la noche anterior en el hotel, delicado y abierto, había desaparecido. ¿Había fingido o algo había cambiado después?
Minutos más tarde el tren se detenía entre chirridos. Bajaron al andén y se dirigieron a la salida de la estación. El correo electrónico de Alicja, recordó de pronto Charlotte. Debería haber dicho algo antes, pero pensó que no estaría bien contárselo a Brian sin la presencia de Jack.
—Esto… un momento.
Los dos hermanos se volvieron hacia ella y la miraron con interés.
—Tengo noticias. Cuando Roger nos habló de Magda pedí información a uno de mis contactos de hace años, cuando estaba investigando en Polonia. —Miró a Jack para ver si se había enfadado porque lo había hecho sin consultarle, pero la expresión de Jack seguía impasible—. Acabo de recibir un correo electrónico. Resulta que Magda murió en un campo de concentración en 1943.
—Ya nos lo esperábamos, ¿no? —dijo Brian—. Que Magda hubiera muerto, quiero decir.
Charlotte asintió.
—Pero saber… Bueno, creo que para Roger va a ser más duro que ninguna otra cosa.
—Si se lo contamos —terció Jack.
—¿Cómo que si se lo contamos? —repitió Charlotte con incredulidad—. ¿Y cómo no vamos a hacerlo?
—Lo único que digo es que no es el momento más oportuno. Quizá deberíamos esperar.
Charlotte abrió la boca para protestar. ¿No era siempre mejor saber? Pero Jack levantó una mano.
—Ya discutiremos eso al volver. Lo que tenemos que hacer ahora es ir a la relojería.
La tormenta había cesado y había dejado charcos en la cuneta. Sortearon los aparcamientos de bicicletas y una pequeña cola de taxis y se dirigieron al centro de la ciudad sin hablar. Cuando llegaron al barrio barroco de la zona antigua empezó a lloviznar. Brian sacó un paraguas para proteger a Charlotte.
Se detuvieron unos momentos ante la catedral de Salzburgo, a cuya sombra se cobijaron mientras Jack consultaba un mapa, y continuaron hasta una tienda cercana para preguntar. Desde uno de los cafés al aire libre, vacíos en esos momentos, Charlotte contempló el castillo de Hohensalzburg, una impresionante fortaleza en lo alto de una colina que domina la ciudad. Salzburgo la había dejado indiferente en sus anteriores visitas. Como el resto de Austria, parecía demasiado perfecta, un decorado de película que encarnaba la idea de cómo debía ser Europa. Y el sereno e impoluto entorno no ofrecía ningún indicio de la barbarie que se había producido allí apenas medio siglo antes.
Vio a Jack enfrente, observándola en el escaparate de la tienda. Suponía que él volvería a mirar para otro lado, pero le mantuvo la mirada. Se estremeció y comprendió que no era ella la única que sentía algo, pero de pronto recordó los comentarios que le había hecho Jack a Brian sobre ella en el tren. ¿Cómo conciliar al hombre que parecía tan despectivo cuando hablaba de ella con su hermano con el que la miraba anhelante en ese momento?
Jack volvió segundos después y se los llevó de la plaza sin pronunciar palabra. Entraron en un estrecho callejón adoquinado.
—Debe de ser esto —dijo, deteniéndose ante un escaparate abarrotado de relojes de cuco un tanto burdos.
Cuando abrieron la puerta, tintineó apenas una campanilla invisible. Por dentro la tienda era igual de deslucida. Las hileras de relojes de cuco prácticamente idénticos, destinados a los turistas, se mezclaban sin orden ni concierto con figuritas de porcelana con la vestimenta tradicional austríaca. Un cartel descolorido de la pared anunciaba en inglés el circuito de Sonrisas y lágrimas. Charlotte observó que todo estaba cubierto de una fina capa de polvo, como si nada se hubiera cambiado de sitio ni vendido durante años. ¿Cómo se podía uno ganar la vida con un negocio así?
Intercambió una mirada de incertidumbre con Jack, pero Brian dijo en voz muy alta, impertérrito, haciendo suyo el cliché de la chulería del estadounidense:
—¡Eh! ¿Hay alguien?
Charlotte se quedó horrorizada.
Por una puerta situada detrás del mostrador apareció un hombre. Calvo y acartonado, debía de rondar los noventa años. Casi la misma edad que Roger, calculó Charlotte, pero parecía veinte años mayor que su cliente. Parpadeó, como incrédulo al ver que alguien había entrado en la tienda.
—¿Desean algo?
Chapurreaba el inglés con vacilación, pero se le entendían nociones elementales que debía de necesitar para su clientela de turistas, supuso Charlotte.
—Venimos por un reloj —anunció Brian con brusquedad.
—Naturalmente. Si no ven nada que les guste aquí, tengo otros de cuco más grandes que les puedo enseñar.
—Perdone —dijo Jack, adelantándose unos pasos—. Puede que no nos hayamos expresado bien.
Sin necesidad de mirar, Charlotte notó la mirada asesina que le lanzaba Brian a su hermano, furioso por que lo hubiera rectificado. Se mordió los labios, rogando para que Brian no dijera nada que interrumpiera lo que estaba intentando hacer Jack.
—Estamos buscando un reloj muy concreto. ¿Es usted el señor Beamer?
Charlotte no recordaba que Roger les hubiera dicho el nombre del relojero, pero el anciano hizo un leve asentimiento con la cabeza. Venimos de parte del señor Dykmans.
El relojero vaciló, y por su cara cruzó una expresión extraña. Saltaba a la vista que le sonaba el nombre de Roger, pero ¿cuánto sabía del caso, o hasta qué punto le interesaba? Habría sido imposible no saber nada del asunto, a no ser que no se tuviera ninguna fuente de información, ningún contacto con el mundo exterior.
—¿Conoce usted al señor Dykmans? —preguntó Jack en tono más apremiante.
Por toda respuesta, el relojero les indicó con un gesto que lo siguieran por una puerta que daba a la trastienda. Fue como entrar en otro mundo, quizá del siglo anterior, muy lejos del ajetreo de las calles turísticas. Era un taller, discretamente iluminado, con un intenso olor a serrín y trementina flotando en el aire. Las paredes, el banco de trabajo y el mostrador estaban cubiertos de relojes de todos los tamaños y clases, en diversas fases de producción y reparación, cuyo incansable tictac se oía por todas partes.
El relojero despejó una parte de uno de los bancos e indicó que era para Charlotte. Ella estaba a punto de sentarse cuando pegó un salto, reprimiendo un grito. Allí mismo había un pájaro muerto, rígido, inmóvil. El relojero se inclinó y lo recogió, y cuando volvió a ponerlo en su sitio, dentro de uno de los relojes, Charlotte se dio cuenta de que no estaba muerto, sino que era una imitación, pero parecía muy real.
Se sentó desmañadamente en el borde del banco, examinando la habitación. Había relojes de todo tipo, pero ninguno se parecía al de la foto.
—Entonces, el señor Dykmans… —insistió.
El anciano arrugó la frente.
—No conozco al señor Dykmans en persona, pero se puso en contacto conmigo hace unos meses por un asunto. —Hablaba crípticamente, como si se tratara de secretos de estado y no de unas indagaciones sobre un reloj—. Pero no he vuelto a saber nada de él.
—Ha sido… retenido de forma inesperada —repuso Charlotte.
Se alegró de que no lo hubiera relacionado con el acusado de crímenes de guerra de los titulares. Aunque a lo mejor no le habría importado, pensó con cierto cinismo. Austria se había alineado voluntariamente con los nazis y no parecía haber hecho gran cosa por expiarlo desde la guerra.
—Pero venimos de su parte —aclaró Charlotte—. ¿Tiene usted el reloj que estaba buscando?
El señor Beamer los miró con recelo, como sopesando si podía fiarse de ellos. Se dirigió a la estantería y hurgó entre los relojes, tan apretujados que Charlotte no sabía cómo podía distinguirlos. Pero el señor Beamer sacó una bolsa de arpillera de la parte de atrás. La puso sobre la mesa, y cuando quitó con cautela la cubierta apareció un pequeño reloj de sobremesa con fanal de cristal.
—Es este —dijo, con un brillo en los ojos que indicaba que se trataba de una pieza especialmente rara y única en su oficio—. ¿Conocen este tipo de reloj?
Ninguno de los tres respondió.
—Se llama reloj de aniversario o de cuatrocientos días, porque está hecho de modo que solo hay que darle cuerda una vez al año.
Charlotte pudo examinar el reloj con más detalle que en la fotografía. Tenía cuatro brazos curvos de bronce suspendidos bajo la esfera, péndulos circulares que, según pensó Charlotte, debían de rotar hacia un lado y después hacia el otro cuando el reloj estuviera funcionando.
—El diseño original es de Estados Unidos —continuó el anciano.
Charlotte lo miró sorprendida. El reloj parecía de origen europeo, muy en su sitio en aquel mundo de relojes.
—Sin embargo, a principios de siglo un viajante de comercio lo trajo a Alemania, y fue aquí donde empezó a tener éxito, tanto que los soldados estadounidenses lo compraban como recuerdo para llevárselo a su país cuando acabó la guerra.
—Entonces, no se puede decir que haya pocos relojes como este, ¿no? —preguntó Jack.
El relojero movió la cabeza.
—En absoluto.
Charlotte se desanimó. Si ese tipo de reloj era tan corriente, ¿por qué pensaba Roger que ese en concreto era el que estaba buscando?
—Pero el reloj por el que preguntó su amigo era único —añadió el señor Beamer, como si le leyera el pensamiento—. Fue el primer reloj de aniversario del que se sabe que se confeccionó en Europa. Lo hizo a principios de siglo un agricultor bávaro. Más adelante empezaron a fabricarlos en serie, pero he indagado sobre este y está hecho a mano y es especial.
Señaló una marca en la parte delantera que a primera vista parecía una grieta debida a un golpe. Al examinarla con mayor detenimiento, Charlotte vio que eran unas iniciales, JJR, grabadas en la base.
—Estas letras distinguen el reloj de los demás.
—¿Puedo verlo?
El relojero asintió. Levantó el reloj, mucho más pequeño de lo que se había imaginado Charlotte por las fotografías, menos de medio metro de altura, si bien la base de bronce le daba cierto peso. Los detalles eran más delicados de lo que parecían en la foto; las patas sobre las que descansaba la esfera eran elegantes conos curvos de oro. Observó que los péndulos no se movían; estaban quietos, como las manecillas, detenidas a las seis menos diez. ¿Cuándo habría dejado de funcionar? ¿Se le habría acabado la cuerda o se habría parado de repente por alguna razón?
—¿Podría decirnos dónde lo encontró? —preguntó Charlotte.
El señor Beamer se mordió los labios. Charlotte sabía que existía cierta susceptibilidad entre los que compraban y vendían objetos de la guerra, incluso si se los habían procurado honradamente, una especie de sentimiento de culpa por beneficiarse de las pertenencias de los muertos. El relojero fue hasta un archivo que parecía de una biblioteca antigua y sacó una ficha.
—Este reloj nos vino de Heidelberg. Nos lo vendió una persona que lo había comprado en el mercado negro hace muchos años, a una joven que dijo que antes de la guerra pertenecía a una familia judía de Berlín y que se lo había encontrado.
—Berlín —lo interrumpió Jack—. No puede ser. El reloj de los Dykmans estuvo en Breslau durante toda la guerra.
El relojero se encogió de hombros.
—No siempre se puede uno fiar de los documentos.
Jack se acercó y señaló una marca pequeña y redonda en la parte trasera.
—¿Qué piensa de esto?
Charlotte pasó los dedos por el extraño orificio. No era experta en armas de fuego, pero por su trabajo había visto las suficientes para reconocer el contorno del agujero.
—Una bala —dijo con seguridad—. Debió de rozar el reloj, pero no llegó a atravesarlo.
—La persona a la que iba dirigida tuvo suerte —reflexionó Jack en voz alta.
—Y el reloj también —replicó el anciano—. Si la bala hubiera dado en el cristal, lo habría destrozado todo.
Jack se dirigió a la mesa y se acercó al reloj. Estaba a escasos centímetros de Charlotte, que por poco se puso a temblar. Jack le dio la vuelta a la pieza con cuidado.
—Perdone, pero este reloj es muy valioso —dijo el señor Beamer—. Lo siento, pero le ruego que…
—No le voy a hacer daño —prometió Jack, como si hablara de un ser vivo.
Al fondo había un trozo de tela marrón. Al quitarla apareció una base de bronce. Con una tarjeta que había en el banco intentó separar la base del reloj.
—Cuidado… —susurró implorante el señor Beamer.
Charlotte se dio cuenta de que era un doble fondo. En la auténtica base había una puertecita, el hueco que contenía la información.
El relojero sofocó un grito.
—¿Cómo lo ha sabido? Yo no tenía ni idea.
Jack siguió intentando abrir la puertecita, sin responder. En la habitación reinaba el más absoluto silencio, salvo por los relojes que gorjeaban como una bandada de pájaros. Se oyó un minúsculo estallido cuando la puertecita cedió. Jack metió un dedo y se puso a hurgar, pero movió la cabeza con gesto contrariado.
—¿Puedes intentarlo? —le preguntó a Charlotte—. Tú tienes los dedos más pequeños.
Le tendió el reloj y Charlotte tanteó dentro del pequeño hueco. Sacó la mano y mostró la palma vacía.
—No hay nada —dijo. La oquedad que supuestamente albergaba la verdad sobre Roger estaba vacía.