MUNICH, 2009
—Así que Roger estaba enamorado de la mujer de Hans —dijo Charlotte en el taxi, que circulaba a gran velocidad por la autopista.
No era la primera vez que hablaban de ello, desde luego. Después de que se marchara Jola, Charlotte y Jack llegaron a la conclusión de que la mejor táctica consistiría en regresar a Munich y encararse a Roger con lo que habían descubierto. Inventariaron el resto de la buhardilla a toda prisa y se llevaron unas cuantas cajas que les parecían más importantes que las demás.
—Pues sí —replicó Jack, tamborileando con los dedos en una rodilla—. Y nosotros queríamos conocer el móvil.
—El hecho de que Roger tuviera una aventura con la mujer de Hans no significa que entregara a su propio hermano a los nazis —replicó Charlotte, respondiendo a su instinto de abogada defensora.
—Ni siquiera sabemos si hubo una aventura —señaló Jack—. Podría haber sido un sentimiento unilateral, o a lo mejor las cosas no llegaron tan lejos.
Charlotte adivinó un deje de agresividad en el tono de Jack que no supo interpretar.
—Sea como sea, estaba enamorado de una judía, y eso parece indicar que no querría colaborar con los nazis —insistió Charlotte, la irritación reflejada en su voz.
A pesar del beso, discutir parecía su única alternativa.
—Pero ¿por qué ni siquiera lo ha mencionado?
—No es algo que se saque así como así en una conversación —repuso Charlotte—. A lo mejor le da vergüenza. Y además, eso pasó hace muchos años. Es posible que lo haya olvidado, o que piense que no tiene importancia.
Pero no se lo creía ni ella. Que ellos supieran, Magda había sido el único amor de Roger, y nadie se olvidaba de hablar de algo así.
—Desde luego, a mí no me gustaría que saliera a relucir el tema ante el tribunal —dijo Jack con gravedad.
Charlotte no podía discrepar en ese punto.
—Tenemos que encontrar algo para limpiar su nombre, y enseguida —dijo Jack.
Charlotte no respondió. Miró al frente, tratando de no moverse; la ponía nerviosa estar en aquella especie de confinamiento incómodamente reducido con Jack. No habían hablado de lo ocurrido la noche anterior, y más de una vez se había preguntado si el fugaz beso habría sido un sueño. Antes, mientras registraban afanosos la buhardilla y hacían los preparativos para marcharse, había resultado más fácil olvidar la tensión entre ellos, pero sentados juntos en el avión y el taxi, había ido aumentado hasta un extremo insostenible. El sonido del teléfono de Jack interrumpió sus pensamientos.
—Ja? —dijo Jack, volviéndose hacia un lado y bajando la cabeza—. Jetz? Aber…
Charlotte se dio cuenta de que quería discutir con quienquiera que estuviera al otro extremo pero no podía.
—Danke schön. —Cerró el teléfono—. Esto se pone cada vez mejor —murmuró.
—¿Qué pasa?
—Era la secretaria del juez ponente —contestó Jack—. El fiscal ha presentado una petición de emergencia para elevar el caso de Roger al Tribunal Supremo. El juez solicita una conferencia telefónica de inmediato.
—¿Ahora?
Parecía demasiado rápido, incluso para los estándares sin miramientos del derecho penal a los que ella estaba acostumbrada.
Jack asintió.
—La secretaria dice que volverá a llamarme dentro de poco para comunicar a las dos partes.
Miró por la ventanilla unos segundos, frotándose el mentón.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Charlotte, más preocupada de lo que le habría gustado parecer.
—Esto va mal —contestó Jack—. Hasta el momento, el caso de Roger estaba ante el Landgericht, el tribunal regional, pero el hecho de que la fiscalía quiera elevarlo a apelación y que el tribunal parezca considerar la idea indica que están pensando en un veredicto de culpabilidad.
Y en una pena mucho más dura, pensó Charlotte.
—¿Un recurso de apelación? Pero si todavía no se ha celebrado el juicio. ¿Apelar a quién?
—La palabra «apelación» es una traducción aproximada —explicó Jack—. En realidad es el tribunal superior siguiente, el Oberlandgericht. Tiene jurisdicción sobre ciertos asuntos más significativos, además de que reciben las apelaciones.
—Y está justo por debajo del Tribunal Supremo, ¿no? —preguntó Charlotte, haciendo acopio de sus escasos conocimientos del sistema jurídico alemán.
Jack asintió.
—¿Qué está impulsando esto?
—Sospecho que la política. El ministro alemán de Asuntos Exteriores acaba de estar en Washington con el secretario de Estado, y los estados están ejerciendo mucha presión para que la canciller demuestre que se toma en serio el procesamiento de los crímenes de guerra. Un caso como el de Roger es una buena oportunidad. Además, la primavera que viene hay elecciones.
Jack guardó silencio y se puso a mirar unas notas que había sacado de su bolsa. Minutos más tarde volvió a sonar su teléfono y dejó los papeles para contestar.
—¿Puedes poner el manos libres? —preguntó Charlotte, que quería enterarse de lo que pasaba.
—Hay demasiado ruido —replicó Jack, ladeando la cabeza hacia la ventanilla.
Subió el volumen y le hizo una seña para que se acercara. Charlotte vaciló, pero se arrimó a él, tratando de aproximarse lo más posible al teléfono sin rozar a Jack. Su ya familiar olor, a algodón, tweed y un leve rastro de sudor tras la noche pasada en la buhardilla le cosquilleó la nariz.
Al otro lado hablaba una mujer en alemán con voz chillona, demasiado rápido para que Charlotte la entendiera.
—La fiscal —articuló Jack en silencio. Su aliento cálido acarició el cuello de Charlotte.
Cuando la mujer terminó, Jack se aclaró la garganta y se puso a hablar a una velocidad y en un dialecto que a Charlotte le resultaron más fáciles de comprender. La moción de la fiscalía carecía de fundamento, alegó Jack, y perjudicaría injustamente a su cliente, que llevaba meses preparándose para el juicio ante ese tribunal. Además, el traslado del caso tendría como inevitable consecuencia un retraso, prolongar sin necesidad la estancia en prisión de un anciano, añadió.
Es increíble, pensó Charlotte mientras escuchaba. Era algo más que la fluidez de Jack en un idioma extranjero. Mantenía un equilibrio perfecto entre defensa y reserva, con un estilo tranquilo que chocaba con el tono agresivo de la fiscal. Y parecía revivir, como si estuviera realmente ante el tribunal, y si tenía dudas sobre el caso de Roger no se le notaba en absoluto. Charlotte había visto docenas, si no centenares de litigantes en acción, y desde luego, Jack se contaba entre los mejores.
—¿Y si el tribunal de apelaciones agilizara el caso? —interrumpió el juez.
Charlotte contuvo la respiración. A Jack le había salido el tiro por la culata con el argumento sobre el posible retraso. A decir verdad, necesitaban el mayor tiempo posible para encontrar pruebas que exculparan a Roger.
—Incluso si el tribunal pudiera garantizar un juicio tan rápido, sencillamente no existe ningún fundamento para elevar el caso. —Hablaba con lentitud, como si tratara de encontrar las palabras justas en alemán, pero Charlotte comprendió que estaba intentando ganar tiempo, ordenar sus ideas—. Aún estamos reuniendo pruebas y creemos que en breve tendremos algo que exculpará a nuestro cliente sin necesidad de importunar más a este tribunal o al tribunal superior.
Charlotte sofocó un grito. ¿Qué estaba haciendo Jack? Acababan de marcharse de la casa donde Roger había pasado su infancia y no tenían nada salvo el hallazgo, discutiblemente perjudicial, de que estaba enamorado de la esposa de Hans.
—¿Qué pruebas? —preguntó el juez.
—Con todos mis respetos, preferiría no decir nada al respecto hasta que pueda presentar ante el tribunal algo más concreto —respondió Jack.
La fiscal terció, hablando a toda velocidad, y aunque Charlotte no comprendía bien lo que decía, se dio cuenta de que alegaba que Jack había tenido varios meses para presentar pruebas para apoyar la defensa de Roger y no lo había hecho.
—Wie lange? —le preguntó el juez a Jack. ¿Cuánto tardaría?
En esta ocasión Jack no vaciló.
—Una semana.
—Una semana —repitió el juez, aplacándose—. Si no existen pruebas nuevas para apoyar la defensa del acusado, procederemos a admitir la petición de la fiscalía de elevar el caso.
—¿Una semana? —dijo Charlotte con incredulidad después de que Jack colgara—. ¿Cómo vamos a trabajar tan deprisa?
—No creo que nos quede otra opción. Volvemos a hablar con Roger y examinamos las últimas cajas. O encontramos algo que demuestre su inocencia o no.
Estaba poniendo toda la carne en el asador, como en la última mano de una partida de póquer. Hasta el momento solo se habían marcado un farol. Era una apuesta, la clase de juego arriesgado para el que ella casi nunca tenía valor. Pero Jack no le había preguntado. Estaba muy enfadada. También era su caso. Durante unos momentos pensó en llamarle la atención, pero no tenía sentido. Ya había presentado la petición oficialmente ante el tribunal y ella tendría que aguantarse.
Una semana, repitió para sus adentros. Cuando Brian la invitó a ir allí, una semana era todo lo que estaba dispuesta a dedicarle, pero de repente le parecía como el chocolate del loro, no bastaba para hacer todo lo que tenían que hacer.
—¿Se lo vas a decir a Roger? —preguntó Charlotte.
—De momento, no —contestó Jack—. No veo para qué. Si encontramos lo que estamos buscando, el caso se quedará aquí y no tendrá mucho sentido.
—¿Y si no?
Jack apretó los labios.
—Prefiero no pensarlo.
Veinte minutos más tarde entraban en la cárcel. Al llegar a la puerta de la sala de reuniones, el brazo de Charlotte rozó el de Jack.
—Después de ti —dijo él, retrocediendo sin mirarla a los ojos.
Roger estaba sentado en un extremo de la habitación, y al verlos se levantó.
—¿Han estado en la casa de Polonia? No es porque yo lo diga, pero la restauración es preciosa, ¿verdad?
Charlotte venció el imperioso deseo de dirigirle una andanada de preguntas directas como lo haría con un testigo en la sala de un tribunal. Pero para intentar ganarse su confianza, contestó:
—Ha hecho una labor magnífica.
—Señor Dykmans —empezó a decir Jack, y Charlotte percibió cierta impaciencia en su voz—. ¿Puede contarnos algo sobre Magda?
A la cara de Roger asomó una indescriptible mezcla de dolor y dicha. A Charlotte se le encogió el estómago. Reconoció la emoción, como la que había sentido con Brian a lo largo de los años, la paradoja de conciliar un recuerdo tan feliz con el trágico final.
—Magda era la esposa de mi hermano —dijo Roger lentamente, haciendo un gran esfuerzo.
Charlotte se identificó sin palabras con lo difícil que debía de resultarle a Roger aceptar ese matrimonio, con más legitimidad que su relación con Magda, al margen de cuál hubiera sido. Como cuando ella tuvo que admitir que Brian y Danielle estaban casados. Ya está bien, pensó. Esto no va conmigo. Se obligó a centrarse en el anciano sentado frente a ella.
—Señor Dykmans, pensamos que Magda podría haber sido algo más para usted —dijo con dulzura.
—No, no —replicó Roger.
Era la primera vez que reaccionaba tras tantos años y seguía negándolo. Jack sacó la carta y la empujó hasta el otro lado de la mesa. Cuando Roger la examinó, los años parecieron desplegarse en su cara, la pesadumbre por haber confiado al papel una cosa así, las fuertes emociones que le habían movido a correr el riesgo.
—Eso no fue nada —insistió Dykmans, levantando los ojos de la carta—. Solo las divagaciones absurdas de un joven. Ni siquiera llegué a enviarla.
—Señor Dykmans —continuó Charlotte—, sabemos por una persona que conocimos en Vadovice que lo que hubo entre Magda y usted fue algo más que sentimientos, que hubo una relación.
Trató de adoptar una expresión neutral, con la esperanza de que Roger no descubriera el farol.
—Pero eso es imposible…
La voz de Roger se elevó y al instante se apagó. Charlotte le sostuvo la mirada.
—Pero es verdad, ¿no?
La recorrió una sacudida de energía. Eso era lo que mejor se le daba, ahondar en los testigos. Dykmans se echó hacia atrás, resignado, sujetando la carta.
—Sí —reconoció débilmente.
Charlotte miró a Jack para darle a entender la importancia de la confesión.
—Estábamos muy unidos.
Una aventura con la mujer de su hermano que lo había llevado a arriesgarlo todo. Estar unidos era quedarse corto, pero Charlotte sabía que Roger no sería más explícito, que no deshonraría el recuerdo de la mujer amada.
—¿Qué ocurrió?
—Cuando yo estudiaba en la Universidad de Breslau vivía en casa de mi hermano y su mujer, pero Hans pasaba la mayor parte del tiempo viajando, por su trabajo, y Magda y yo llegamos a estar muy unidos. Un día desapareció. Se la llevaron los nazis. No llegué a averiguar qué había sido de ella.
—¿Era judía? —preguntó Jack, para confirmar lo que ya sabían.
—Sí. Cuando los nazis empezaron a acorralar a los judíos en Breslau, hablé con Hans para rogarle que la ayudara. Aunque nadie conocía bien los orígenes de Magda y el ser la esposa de Hans le ofrecía cierta protección, a mí me preocupaba que los alemanes no se detuvieran ante nada, que fuera solo cuestión de tiempo. Pero Hans dijo que no podía hacer nada sin poner en peligro la suerte de miles de personas. —Roger se mordió el labio, furioso al recordar—. Mi hermano era un hombre de principios en ese sentido. Yo quería ayudarla, pero no era más que un estudiante, y no podía hacer nada. Y un día desapareció.
—¿Qué le ocurrió?
Roger encorvó la espalda.
—Sinceramente, no lo sé. Traté de averiguarlo durante años, buscando documentos desde Berlín hasta Moscú. Recuperé la esperanza de descubrir algo cuando acabó la Guerra Fría y se pudo acceder a los archivos que estaban ocultos en la antigua Unión Soviética.
A Charlotte se le ocurrió una idea.
—Señor Dykmans, ¿por eso volvió tantas veces a Polonia?
Roger hizo un leve asentimiento de cabeza.
—Sí, pero no encontré nada.
—¿Qué hizo? Quiero decir, después —preguntó Jack.
—Poco después de que Magda desapareciera, me llegó la noticia de que también habían detenido a mi hermano.
Charlotte contuvo la respiración. En esa frase iban engastadas las respuestas que necesitaban. ¿Cómo habían apresado los nazis a Hans? ¿Había tenido Roger algo que ver y, en tal caso, qué? Se inclinó hacia delante, deseando con todas sus fuerzas que continuara.
—Pensé que yo también podía correr peligro y me fui al Este —añadió Roger, a punto de tocar el meollo del asunto—. Intenté ponerme en contacto con los aliados de Hans en la resistencia.
¿Para qué exactamente? ¿Para redimirse por haber traicionado a su hermano o para avisar a los demás antes de que fuera demasiado tarde?
—Pero no lo conseguí.
Una expresión culpable invadió su rostro, y sin poder remediarlo, Charlotte se preguntó qué habría hecho realmente. Roger no era Hans, no tenía su valentía ni su fortaleza.
—No soportaba la idea de volver a la casa de Breslau sin Magda allí y tampoco quería arriesgarme a volver a casa de mi madre por miedo a ponerla a ella en peligro. Así que viví en varios sitios hasta el final de la guerra, sin quedarme mucho tiempo en ninguno.
—No huyó al Oeste —comentó Jack.
—No, hasta unos años después.
Hasta que ya no le quedaba piedra por remover, comprendió Charlotte. Podría haber huido a un país de Sudamérica u otro sitio libre de extradición, pero no lo hizo. Se quedó en Europa, corriendo grandes riesgos, con la esperanza de encontrar información sobre Magda, o incluso a Magda.
¿Qué había hecho durante todos estos años?, le habría gustado preguntar. No para ganarse la vida; eso ya lo sabían, y también que no se había casado. Pero ¿había vuelto a amar? No parecía muy probable. Quizá lo hubiera intentado y le hubiera resultado imposible, o tal vez se hubiera dado por vencido después de Magda. Examinó el rostro de Roger como tantas veces hacía con sus clientes menores de edad, como si estudiara un mapa, buscando indicios de los sitios en los que él había estado y de las cosas que había visto. Pero Dykmans mantenía una expresión impasible y resuelta, que tal vez explicara la inexistencia de arrugas: no se había permitido reír, vivir y hacer las cosas que dejan huellas en la cara de los demás, como el agua que corre incesante por un cañón a lo largo del tiempo.
—¿También buscó información sobre Hans? —preguntó Jack.
—Sí, sí, claro —se apresuró a contestar Roger—. Pero nos enteramos enseguida de lo que había ocurrido con Hans. El gobierno polaco notificó a mi madre su muerte en una prisión nazi y le devolvieron efectos personales que no dejaban duda sobre la veracidad de la explicación que le habían dado.
Mientras que de Magda no tenía nada, reflexionó Charlotte, ningún dato sobre su paradero, sobre la suerte que había corrido.
—Sentimos lo de Magda —dijo con dulzura.
La boca de Roger se curvó un poco hacia arriba. Era la primera vez que Charlotte lo veía esbozar algo remotamente parecido a una sonrisa.
—Pero nuestra prioridad sigue siendo defenderlo de estas gravísimas acusaciones —terció Jack, y la brusquedad de su tono le puso los pelos de punta a Charlotte—. ¿Puede contarnos algo que sirva de ayuda?
Roger vaciló, mirándose los dedos, y pareció ablandarse un poco.
—Cuando volví al Este, además de restaurar la casa y tratar de averiguar algo sobre Magda, estuve buscando una cosa.
—¿Una cosa? —repitió Jack, esforzándose por disimular su frustración.
Charlotte pasó revista mental a lo que había en la buhardilla.
—¿Una carta? —Roger negó con la cabeza—. ¿Una fotografía?
Roger apretó los labios.
—Un reloj.
Charlotte reflexionó unos momentos y, al recordar la fotografía de Hans y Magda, metió la mano en su bolso. Plantó la foto ante el anciano con tal brusquedad que él se echó hacia atrás.
—Perdone. —Señaló el reloj sobre la repisa de la chimenea, en segundo plano—. ¿Es este?
Por el rostro de Roger pasó una expresión de pena mientras contemplaba a la pareja de la foto. ¿Era dolor o celos, al cabo de tantos años?, pensó Charlotte.
—Sí.
Charlotte intercambió una mirada con Jack por encima de la cabeza de Roger y adivinó que el abogado estaba intentando visualizar todas las cajas que se habían quedado en la buhardilla.
—¿Estaba en la casa de su familia? —preguntó.
—No, en Breslavia.
Parecía hablar con más libertad, como si ya no tuviera motivos para guardar silencio, puesto que ellos conocían la historia. Su negativa a colaborar en su defensa, ¿se debía a su lealtad a Magda, al deseo de no manchar su nombre?
—Fui a la antigua casa de mi hermano, pero los nuevos propietarios no sabían nada de él.
—¿Qué relación tiene el reloj con las acusaciones contra usted? —insistió Jack.
—He encontrado una pista que podría llevarme a una relojería de Salzburgo —añadió Roger, sin hacer caso a Jack—. Estaba a punto de ir allí cuando…
Levantó los tobillos con grilletes.
—¿Qué tiene que ver el reloj con el caso?
Charlotte percibió la creciente irritación en la voz de Jack, a punto de estallar.
—Contiene la prueba de que… —Roger titubeó—. Contribuye a explicar lo que ocurrió con Hans.
Charlotte se inclinó hacia delante.
—Ese reloj, ¿tiene algo que ver con Magda?
—¿Puedo hablar contigo un momento, Charley? —preguntó Jack antes de que el anciano pudiera contestar—. En privado. —La llevó al pasillo—. ¿Te parece conveniente? Quiero decir, atosigar a Roger con Magda. Es que no sé muy bien adónde quieres ir a parar, y con el poco tiempo que nos queda, tenemos que centrarnos en los cargos contra Roger.
—No fui yo quien le dijo al juez que podíamos presentar pruebas en el plazo de una semana —replicó Charlotte.
—No tenía otra elección, y lo sabes.
Charlotte se retiró el pelo de la frente, exasperada.
—De todos modos, Magda es el punto débil de Roger, posiblemente una manera de ganarnos su confianza.
—Pero tenemos que hacer que se centre.
La frustración de Charlotte estalló.
—Maldita sea, Jack, soy yo la que tiene maña con los testigos, ¿o ya no te acuerdas?
—¿Y yo no?
Charlotte percibió el tono de enfado en la voz de Jack.
—Lo único que estoy diciendo es que Brian me pidió ayuda para eso.
Jack apretó las mandíbulas.
—¿Crees que fue una equivocación?
—En absoluto —se apresuró a responder Jack.
Pero Charlotte no se ablandó.
—Nunca te he caído bien, y piensas que no valgo para nada.
—No es eso —protestó Jack—. Pero esto no es asunto de Brian. Ni tuyo. Esta causa la llevo yo.
Charlotte se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Durante todo el tiempo que ella había pensado que formaban un equipo, Jack había considerado su participación una intromisión en su terreno.
—Bueno, pero estoy aquí, así que, ¿por qué no me dejas hacer mi trabajo?
—Porque parece que no paras de salirte por la tangente. Primero, el viaje a Polonia por lo de la casa…
—Que resultó ser una buena pista.
Jack se encogió de hombros.
—Nos facilitó cierta información anecdótica sobre la vida personal de Roger, nada más.
Para Charlotte, la información sobre la aventura amorosa de Roger era mucho más que algo anecdótico, pero sin darle tiempo a rebatírselo, Jack añadió:
—Y ahora el dichoso reloj. ¿También quieres ir a Salzburgo?
—Pues sí.
—¡Que no estamos en un viaje con Eurail! —exclamó Jack levantando las manos.
La estaba tratando como si fuera una principiante. La furia de Charlotte se puso al rojo vivo.
—O a lo mejor ni siquiera se trata de eso —añadió Jack, echando más leña al fuego.
—¿Se puede saber qué quieres decir?
Pero antes de hacer la pregunta ya conocía la respuesta.
—Lo único que quiero decir es que tener que recorrer medio mundo deprisa y corriendo… —La miró a los ojos—. En fin, que no es algo que se haga por cualquiera, ¿no?
Naturalmente, estaba dando a entender que ella había ido allí movida por sus sentimientos hacia Brian.
—¿Cómo te atreves? Si crees que vas a hacerlo mejor tú solo, adelante.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la cárcel.
Una vez fuera se detuvo y aspiró el aire fresco, tratando de calmarse. Tenía la sensación de que pelearse con Jack no estaba bien. Ni siquiera sabía por qué habían discutido, y desde luego no estaba ayudando en el caso, pero Jack podía llegar a sacarla de quicio. Pensó si debía volver a entrar y arreglar las cosas.
Entonces vio el coche esperando en un extremo del aparcamiento. Se aproximó al chófer, que estaba inclinado sobre el guardabarros fumando un cigarrillo.
—¿Puede llevarme al hotel? —le preguntó.
El chófer parecía desconcertado.
—Und Herr Warrington?
—Él va a quedarse un rato más.
Se arrellanó en el asiento trasero, aún echando chispas. Las palabras de Jack resonaban en su cabeza: «no es algo que se haga por cualquiera». ¿Lo había dicho por incordiar? Recordó su expresión, sin el menor indicio de sarcasmo ni maldad. No, estaba del todo convencido de que ella se había subido a un avión y había recorrido miles de kilómetros porque seguía sintiendo algo por su hermano. ¿Y era así? No, concluyó inmediatamente. Ya no era eso.
Una vez en el hotel, se desplomó sobre la cama, hecha con esmero. El jet lag y el incesante viajar empezaban a pasarle factura. Sacó el móvil y pensó en llamar a Jack. Pero ¿para decirle qué exactamente? No es que tuviera nada por lo que pedir perdón, y si él seguía en la cárcel con Roger tendría el teléfono desconectado. No, mejor dejar que las cosas se enfriaran un poco.
Sus pensamientos se dirigieron a la información que habían recogido en Vadovice, un cuadro más completo tras las reticentes confesiones de Roger. Su único y verdadero amor había sido la esposa de su hermano. ¿Qué habría sido de Magda? Quizá si ella pudiera enterarse de la verdad, o de una parte, la información proporcionaría a Roger cierto alivio y contribuiría a que se ganase su confianza. Pero ¿cómo?
Repasó mentalmente la lista de personas conocidas que trabajaban en el tema del Holocausto, con la mayoría de las cuales había perdido el contacto en el transcurso de los años. Había una mujer polaca, Alicja Recka, que trabajaba en el recinto de Auschwitz-Birkenau y que le había servido de gran ayuda en su investigación. Recordó haber leído años después que Recka era directora de investigaciones del Instituto Histórico Judío de Varsovia. Naturalmente, de eso hacía años; no podía saber si Recka se dedicaba a otra cosa, pero merecía la pena intentarlo.
Se conectó a internet con el móvil y buscó el Instituto Histórico Judío. Marcó el número de la centralita. «Alicja Recka, prosze», dijo cuando contestó la operadora. Hubo un momento de silencio y después oyó un clic cuando la conectaron con otra línea. La esperanza de Charlotte se acrecentó y se esfumó enseguida, cuando el teléfono sonó cuatro veces y saltó el contestador.
«Hola, Alicja», dijo cuando acabó el saludo grabado. Recka hablaba bien inglés, y Charlotte no se molestó en dejar el mensaje en polaco. «Soy Charlotte Gold. No sé si te acordarás de mí, pero me ayudaste en una investigación sobre el Holocausto en Auschwitz hace muchos años». Empezó a hablar más rápido, para que le diera tiempo a grabar el recado. «Estoy intentando averiguar qué le ocurrió a una mujer internada en los campos de concentración llamada Magda Dykmans. Te agradecería mucho cualquier información que pudieras darme». Acabó dejando el número de su móvil y su dirección de correo electrónico.
Cerró el teléfono y se tumbó sobre el edredón, con los ojos cerrados. No tenía prácticamente ninguna posibilidad de encontrar información sobre Magda. Roger había dicho que había buscado por todas partes, y sin duda contaba con la ventaja de otros datos, como la fecha de nacimiento de Magda y su apellido de soltera. Pero tenía que intentarlo.
De repente se oyó un fuerte golpe en la puerta. Charlotte se levantó, atontada. ¿Cuánto tiempo había pasado? Las gruesas cortinas envolvían la habitación en la semioscuridad, y resultaba imposible calcular la hora. Abrió la puerta. Y allí estaba Jack, cargado de carpetas.
Charlotte se preparó para continuar la discusión o al menos para escuchar un comentario sobre su airada salida de la cárcel.
—Roger estaba cansado y pidió permiso para marcharse —dijo, como si eso lo explicara todo—. Mañana podremos volver a verlo.
Si ya habían acabado la jornada de trabajo, ¿qué había venido a hacer Jack? Cambió el peso de su cuerpo torpemente de un pie a otro.
—¿Puedo pasar?
—Claro.
Charlotte se apartó y lo observó mientras dejaba las carpetas en el borde de la cama, toda arrugada. Jack se volvió hacia ella, mordiéndose los labios.
—No quiero seguir peleándome.
Ni ella tampoco, se dijo Charlotte. Pero Jack no le había pedido disculpas. Al menos en ese sentido, los hermanos Warrington eran iguales.
—Ha sido un día muy largo —concluyó.
Charlotte rebobinó mentalmente y le pareció imposible que esa misma mañana hubieran estado en la buhardilla registrando las cajas… y que se hubieran despertado el uno junto al otro.
—He traído varios archivos de Vadovice. ¿Por qué no pillamos algo para cenar? —sugirió Jack—. Después podemos echarle un vistazo a todo esto, organizarlo otra vez y ver qué hacemos. ¿O quieres descansar un poco más?
A Charlotte la invadió el agotamiento, en pugna con el hambre. Con su compañera de cuarto en la universidad siempre bromeaba sobre la batalla entre la pereza y la gula, pero no estaba dispuesta a reconocer ante Jack que estaba cansada, por si acaso él lo interpretaba como una señal de debilidad.
—Voy a meterme en la ducha, a ver si me espabilo —dijo—. ¿Por qué no llamas al servicio de habitaciones para que nos traigan algo de comer y miramos los documentos? —Notó que se ponía colorada por cómo podía sonar su sugerencia—. Quiero decir, sería más fácil dejar los papeles aquí.
Salió del cuarto de baño a los veinte minutos, con una camiseta de los Philadelphia Eagles, secándose el pelo. Jack estaba sentado en el borde de la cama, con una serie de papeles delante de él.
—He pedido algo de cenar y…
Levantó la vista y titubeó. ¿Qué pasa?, se preguntó Charlotte. Con los pantalones de chándal arrugados y el pelo mojado y enredado, difícilmente podría encontrarla atractiva. Jack se aclaró la garganta.
—Nos traerán la comida dentro de unos minutos —concluyó Jack.
—Estupendo. —Charlotte se sentó en el otro extremo de la cama—. Bueno, cuando nos despedimos dijiste que no considerabas necesario que fuéramos a Salzburgo.
Jack asintió.
—Es que parece algo tan absurdo… que siga existiendo el reloj que anda buscando Roger, o que lo tenga ese relojero, o que, incluso si sigue allí, sirva de ayuda para este caso. Quiero decir, ¿qué puede probar un reloj?
—Roger no ha dicho que el reloj sea la prueba, sino que contiene la prueba.
—¿La prueba de qué?
—No lo sé —reconoció Charlotte.
Roger no había dicho que el reloj contuviera la prueba determinante de su inocencia.
—A mí me parece como buscar una aguja en un pajar.
—¿Tienes alguna idea mejor?
Jack señaló con un gesto vago los papeles que tenía ante él.
—Quedarnos aquí y seguir presionando a Roger. Revisar lo que tenemos una vez más para ver si hemos pasado algo por alto.
—Ya lo has hecho mil veces, pero lo del reloj es algo nuevo.
—Es que no acabo de verlo claro, Charley.
La voz de Jack se había suavizado un poquito. Se miraron fijamente unos segundos, sin que ninguno de los dos cediera.
—Bueno, a lo mejor deberíamos separarnos. Tú te vas a Salzburgo y yo me encierro aquí con los documentos.
A Charlotte se le encogió el estómago. No se lo esperaba, y se sintió molesta al darse cuenta de que en realidad no estaba preparada para separarse de Jack.
—¿Y Breslavia? —preguntó, buscando una alternativa—. Si Roger vivió allí con Hans y Magda durante la guerra, ¿no tenemos que registrar también esa casa?
—Ya lo he mirado. Después de la detención de Hans, los nazis confiscaron la finca. Todo lo que pudiera quedar allí de valor ha desaparecido.
Antes de que Charlotte pudiera replicar llamaron a la puerta. Se levantó de un salto, agradecida por la interrupción.
—Qué rapidez.
—Como no sabía qué querías, he pedido un montón de cosas —se disculpó Jack, mientras Charlotte firmaba.
—Vamos a ver. —Charlotte examinó la media docena de bandejas apiñadas en el carrito. Levantó la tapa de la primera y apareció una chuleta de ternera bañada en apetecible salsa—. ¿Por qué no? El bufete de Brian corre con los gastos.
Alcanzó uno de los botellines de vino que acompañaban la comida.
—Por cierto, espero que vayan a pagarte bien —dijo Jack al tiempo que se sentaban con sus respectivos platos, ella en la silla junto al tocador, él en el borde de la cama—. O sea, no es asunto mío, pero en cierto modo dejaste tu vida para hacer esto por él.
Charlotte reflexionó sobre este último comentario, tratando de ver indicios de censura o reproche, pero no los encontró.
—Pues no, que no me pagan nada, quiero decir.
Jack ladeó la cabeza.
—¿En serio?
Charlotte se encogió de hombros.
—Supongo que lo habrían hecho si lo hubiera pedido, pero llegué a un acuerdo para que Kate Dolgenos lleve el caso de Marquan mientras estoy fuera.
Eso equivalía a más de lo que ganaba ella en un mes, pensó. Pero también pensó en el tejado que tenía que poner en su adosado y en los intereses de las becas, que se iban acumulando, y se maldijo por no haber impuesto condiciones más duras.
—Supongo que me pilló desprevenida.
—Brian puede ser muy convincente —concedió Jack, masticando—. La verdad, no fue fácil tener un hermano así, tan imponente.
Charlotte guardó silencio unos momentos. Siempre había pensado que era al revés, que Jack era el mayor y el que más miedo inspiraba, pero empezó a considerarlo desde su punto de vista, tener que vivir a la sombra de Brian, tan desmedido y seguro de sí mismo.
—¿Por eso…? —Titubeó, tal vez fuera una pregunta demasiado personal—. ¿Por eso dejasteis de hablaros?
Jack soltó una carcajada a medio camino entre el bufido y la risa.
—¿Rivalidad de hermanos? Difícil lo veo.
Charlotte no sabía si debía enfadarse por el tono despectivo. En ese momento parecía el Jack de los viejos tiempos, sin la cordialidad que había surgido entre ellos en el transcurso de los últimos días. Pero Charlotte enseguida comprendió que no tenía mala intención. Por el contrario, el tema le dolía, y con su pregunta ella había metido el dedo en la llaga.
—¿Y tu familia? ¿Qué piensan de que Brian y tú no os habléis?
Jack se encogió de hombros.
—Ni idea. Se puede decir que Brian se los ganó en la disputa por la tutela. Yo sigo en contacto con ellos, nos mandamos postales en vacaciones y demás, pero como Brian vive mucho más cerca geográficamente hablando, es normal que sea el que está más unido a ellos.
—O sea que no estás con nadie.
Jack asintió. Y estás tan solo como yo, pensó Charlotte.
—No sabía… Quiero decir… Siempre me he preguntado por qué no te has…
Se interrumpió, dándole vueltas en la cabeza a la pregunta.
—¿Por qué sigo soltero?
—Sí, supongo. —Terminó las patatas asadas de la guarnición y dejó el plato en el carrito—. Desde luego, no es asunto mío.
Jack se frotó el mentón.
—Yo no salía con muchas chicas. Es que cuando éramos adolescentes era difícil, y a Brian se le daba tan bien… A mí me costaba menos trabajo quedarme en casa con un libro. Y luego supongo que se mantuvieron los papeles… —Se rio, una especie de resoplido que pareció rebotar en las paredes—. Brian me preguntó una vez si era gay.
—¿En serio?
Charlotte trató de fingir sorpresa.
—Sí, y lo hizo de una manera que daba entender que no le preocupaba, pero le daba miedo la respuesta.
Charlotte sonrió, imaginándose la conversación.
—Sé muy bien qué quieres decir.
—Pero no lo soy —se apresuró a añadir Jack—. Te lo digo por si lo piensas.
Charlotte no supo qué contestar. Nunca se había planteado en serio esa posibilidad, y si le quedaba alguna duda, el beso en la buhardilla la había disipado.
—Pero el amor nos llega a todos, aunque no lo busquemos. Una vez hubo alguien que… —La voz de Jack se apagó lentamente, envuelta en las silenciosas elipsis del dolor que Charlotte reconoció por su propia experiencia—. Aquí es tan difícil conocer gente…
Charlotte asintió, comprensiva. Salir con alguien en su país ya era complicado, con tanto bar cutre y tanta pose. En su momento había pensado que Europa, con su sofisticación, podría ser mejor, pero resultaba difícil ser la extranjera, tener que enfrentarse a los matices de otra lengua e intentar encajar en las normas culturales, que en Polonia no habían cambiado desde los años cincuenta. Y siempre con la incertidumbre de si a una persona le interesabas de verdad o si solamente quería algo de ti. En una ocasión un hombre quedó con ella y a mitad de la cena le pidió que fuera a la embajada haciéndose pasar por su prima para tener más posibilidades de que le concedieran un visado para Estados Unidos. Después Charlotte ya no volvió a intentarlo.
—¿Y tú? ¿Ha habido alguien después de mi hermano? —preguntó Jack.
—Sí, sí —contestó Charlotte sin vacilar. No soportaba que Jack pensara que se había pasado todos esos años suspirando por Brian.
Y en realidad no era así; ya apenas pensaba en él, al menos hasta que se presentó en su despacho unos días antes. Había acudido a las citas a ciegas que le habían ofrecido, había formado parte de un club que se reunía una vez a la semana para correr a orillas del río Schuylkill, incluso había probado uno de esos absurdos servicios de citas a través de internet que todo el mundo recomendaba, donde te hacían toda clase de preguntas para ver la compatibilidad. Después, los primeros encuentros con las consabidas copas, y en un par de ocasiones incluso una segunda cena con final de sexo desmañado. Pero nunca llegó a establecerse conexión, y enseguida se refugió en casa con su gata. Mejor sola que mal acompañada.
—Pero no he encontrado a la persona… —buscó la palabra— adecuada.
Jack le sostuvo la mirada unos segundos, sin pestañear. Hasta ahora, pensó Charlotte, sin poder creérselo. A pesar de la opinión que tenía del Jack de antes y de sus frecuentes peleas actuales, se sentía más a gusto con él que con nadie. Pero ¿por qué seguía mirándola? No era posible que estuviera pensando lo mismo.
—¿Lamentas haber venido? —preguntó Jack, cambiando de tema de golpe.
La pregunta la pilló desprevenida y lo miró. ¿Lo decía por las características del caso de Roger o por haberse marchado de Filadelfia? ¿O se refería a algo completamente distinto? Esperó una aclaración, y como no se produjo, se decidió por la interpretación más sencilla.
—No. Es un caso fascinante. Es divertido volver a Europa. —Tragó saliva, y antes de decidir si soltaba esas palabras o no, añadió—: Y me alegro de volver a verte después de tantos años.
Contuvo la respiración, preguntándose cómo se tomaría Jack el último comentario. Hubo unos momentos de silencio.
—Sí, es estupendo verse lejos de la sombra de mi hermano —replicó Jack con sarcasmo.
Charlotte lo miró, desconcertada. Se dio cuenta de que estaba de broma cuando a su cara asomó una sonrisa. Después Jack se rio entre dientes, un sonido solitario y chirriante que parecía ajeno a su forma de ser, y entonces, al comprender la ironía de la situación, ella también se echó a reír, agradeciendo la indescriptible sensación de haberse liberado de la tensión que se había ido acumulando durante los últimos días, en su interior y entre ellos. Dejaron de reírse pasados unos momentos. Jack se aclaró la garganta.
—Antes, cuando dijiste que no me caías bien…
Apartó la mirada.
—Y es así, o lo era —insistió Charlotte, envalentonada con el vino.
Una expresión de confusión se apoderó de la cara de Jack, tan auténtica, tan espontánea, que Charlotte pensó que se equivocaba.
—No es eso. —Jack movió la cabeza—. Bueno, da igual. Se está haciendo tarde. Debería marcharme —dijo levantándose.
—Vale.
Charlotte se puso en pie, molesta por la brusquedad de la actitud de Jack.
Jack recogió sus carpetas y sin mirar atrás dijo:
—Buenas noches.
Charlotte cerró la puerta. Al oír sus pisadas alejándose por el pasillo, notó con sorpresa la oleada de decepción que le causaba la marcha de Jack. Bueno, ¿y qué se esperaba? No estaban en la Polonia rural; el piso de Jack, en el denso centro de la ciudad, estaría a apenas unos minutos de allí. No había razón para que se quedara.
¿Qué me pasa?, se preguntó. Jack le producía una sensación extraña, inesperada. Llegó a la conclusión de que no era más que la historia, su parecido con Brian y los recuerdos que despertaba su presencia. Pero ¿qué era exactamente para ella? Reflexionó. Un colega, para los objetivos concretos de ese caso. Y en un momento dado, en los días o las semanas próximas, cada cual se iría por su lado. Pero mientras se lavaba los dientes no dejó de sentir una desazón en el estómago.
Cuando iba a meterse en la cama, llamaron a la puerta.
—Jack —dijo, sorprendida al verlo. Volvió la cabeza a ambos lados para comprobar si había olvidado algo.
—Perdona que vuelva a molestarte —dijo Jack tartamudeando—. Pero es que antes cuando dijiste que no me caías bien, quería decirte que, bueno, que nada más lejos de la verdad.
Se produjo una pausa que pareció durar un segundo y una eternidad, y de repente los labios de Jack se pegaron a los de Charlotte, sin la vacilación ni la extrañeza de la buhardilla de Polonia. Más tarde Charlotte no pudo recordar quién había besado a quién ni cómo se había cerrado la puerta, pero sí que estaban en la cama, y en esta ocasión era imposible parar.
Cuando la boca de Jack empezó a recorrer el cuello de Charlotte, ella le acarició una mejilla. Jack se estremeció, emitió un profundo suspiro y le tembló el labio inferior. En ese momento Charlotte comprendió qué difícil debía de resultarle, hasta qué punto debía de asustarlo dejar que alguien entrara en él. Lo comprendió porque se dio cuenta de que a ella le pasaba lo mismo, como si se hubiera asomado al abismo y hubiera visto por primera vez lo alto que estaba, la enormidad de la caída.
Después ninguno de los dos dijo nada. Charlotte se quedó apoyada en el brazo de Jack, mirando el techo, dejando que las emociones —el placer, la confusión, el aturdimiento, la duda— la inundasen como olas, esperando a ver cuál cuajaba. Y de pronto la invadió el miedo. ¿Qué estaba haciendo? Era precisamente lo que no quería que ocurriera. Se apartó, rígida, dominando el deseo de saltar de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack, volviéndose hacia ella.
—Nada —contestó Charlotte, pero las palabras le salieron a borbotones, como si surgieran de unas profundidades insondables—. Es que volver a estar aquí… Yo escapé, Jack —confesó—. De todo esto. Huí a casa hace años para esconderme, y es la primera vez que salgo desde entonces.
—Y te da miedo —concluyó Jack.
Charlotte lo miró.
—¿Te sorprende? —preguntó Jack—. Pues no debería. Yo también escapé, aunque supongo que sería más acertado decir que me retiré.
—¿Quién? ¿Tú? —Charlotte estaba perpleja—. ¿Cómo puedes decir eso? Tú sigues ahí fuera, en el mundo, viviendo y trabajando.
Jack sonrió con tristeza.
—Charley, retirarse es algo más que una cuestión geográfica. Hace años conocí a una mujer. La baronesa.
Charlotte contuvo la respiración, deseando oír al fin esa historia.
—Era guapa y culta, pero también algo más. Caroline era genial, me hizo ver el mundo de una manera que no había visto hasta entonces. Pero estaba casada, y me tuvo embobado durante años con promesas de un futuro juntos. No es que yo esté libre de culpa. Sabía lo que me hacía, que con mi egoísmo estaba comprometiendo la vida de otros. —Se pasó una mano por el pelo—. El caso es que su hijo murió de repente cuando tenía siete años, de un virus raro, una de esas desgracias que ni todo el dinero del mundo ni los mejores médicos pueden evitar. Ella llegó a la conclusión de que era un castigo de Dios por sus transgresiones conmigo. Regresó con su marido, y no volví a verla.
Al notar el vacío de su voz, Charlotte intentó imaginarse su dolor, el sentimiento de culpa y el sufrimiento que no había podido compartir con nadie.
—Después volví al trabajo e intenté funcionar, pero bebía demasiado y las cosas cayeron en picado. Llevaba un proceso importante en La Haya y… la cagué, Charley —añadió con expresión desolada—. Traté con torpeza a una testigo fundamental y puse en peligro su testimonio, de modo que un criminal de guerra que había asesinado a docenas de personas inocentes quedó libre.
Así que esa es la historia, pensó Charlotte al encajar la última pieza del rompecabezas. No solo de la baronesa, sino de cómo había llegado Jack a donde estaba.
—Naturalmente, después de eso ni me planteé seguir —continuó Jack—. Aceptaron mi dimisión y conseguí un puesto en el bufete. Es más seguro. No se arriesga tanto.
Al menos hasta ahora, reflexionó Charlotte. Ahora volvía a tener en sus manos la vida de una persona.
—Y también dejé de beber, por si acaso lo estabas pensando —añadió Jack.
Charlotte cayó en la cuenta de que Jack no había probado el vino que acompañaba a la cena.
Pero ¿y su primera noche juntos en la buhardilla de Vadovice? Ella había supuesto que el beso era consecuencia de la embriaguez de los dos, pero ahora, al considerar lo ocurrido entre las brumas del vodka, no recordó que Jack hubiera tomado ni un solo chupito durante la cena. Y de repente cambió la imagen de la noche: ella borracha; él observando, perplejo.
—Así que, como ves, yo también me retiré —concluyó Jack.
—Me siento tan cobarde… —dijo Charlotte sin pensar, sin intención de incluirlo a él en la misma categoría.
Pero Jack no pareció ofenderse.
—Lo dudo —dijo—. Sigues en primera línea, defendiendo la vida de las personas. Por el hecho de que hayas decidido hacerlo en Filadelfia en lugar de en La Haya no es menos admirable. Quizá incluso más, porque no hay tantos buenos abogados dispuestos a hacer lo que tú haces.
Charlotte se sonrojó, halagada.
—Claro que los hay —protestó, pensando en sus colegas.
Por supuesto, estaba la típica panda de funcionarios hartos de todo, pero los abogados de oficio con los que ella trabajaba se contaban entre los juristas más brillantes que había conocido en su vida.
—Aun así, debo preguntártelo… ¿No te aburres nunca?
—No, en absoluto —contestó Charlotte sin vacilar.
—No lo decía por molestar. Es que después de viajar por el mundo, con un trabajo tan fascinante…
—Me gusta vivir allí —insistió Charlotte. Y se dio cuenta de que era verdad al sentir una inesperada nostalgia—. Tengo mi trabajo, mi casa, mis amigos… —Hablaba de una manera que hacía parecer su solitaria vida en Filadelfia mucho más excitante de lo que en realidad era—. Supongo que siempre he sido contradictoria, como si estuviera dividida entre mis dos personalidades, la de trotamundos (o gitana, como decía mi madre, pero supongo que ese término ya no es aceptable), y la de persona casera. Me encanta estar aquí, viajar en avión, la libertad de ir a sitios desconocidos donde nadie me conoce, pero la otra vida también es bonita.
—Entiendo lo que quieres decir —respondió Jack.
Charlotte volvió a sorprenderse. Jamás lo había considerado sino un viajero.
—Caroline y yo hablábamos de sentar la cabeza algún día, de tener una casa junto a uno de los canales de Amsterdam.
Parecía desvalido, los recuerdos lo habían despojado de su fría fachada.
A Charlotte le habría gustado decirle que lo comprendía, pero no sabía con qué palabras. Se limitó a acariciarle el pelo y a continuación entrelazó los dedos con los de él, dos seres heridos en comunicación. De pronto todo encajaba: el laconismo de Jack, su forma de distanciarse… Seguía en el mundo, pero se había construido tal barrera de protección que nadie podía acercarse a él lo suficiente para herirlo.
Pero si era así, ¿qué significaba lo que acababa de suceder entre ellos? ¿Era una simple aventura entre dos seres solitarios, producto de haber pasado demasiado tiempo juntos? Porque la forma en que la miraba Jack daba a entender algo más, si eso era posible.
Agobiada, se quedó profundamente dormida, sujetando la mano de Jack, y no tuvo sueños. La despertaron unos crujidos, y al darse la vuelta vio que a su lado la cama estaba vacía.
—Voy a mi casa a ducharme y a cambiarme de ropa —dijo Jack, envuelto en la oscuridad.
Charlotte intentó percibir en el tono de voz algún indicio de que Jack se sentía incómodo, pero no lo encontró.
—De acuerdo —dijo.
Jack le rozó un hombro con la mano y salió de la habitación. Charlotte volvió a dormirse y la despertó un golpe en la puerta.
—Sííí —logró articular.
Se levantó y recogió su ropa. Por las cortinas se filtraba una luz débil. Jack debía de haber vuelto. ¿Habría dormido demasiado? Como era una madrugadora compulsiva, raramente se molestaba en poner el despertador o en pedir que la llamaran para despertarla, a menos que tuviera que ir corriendo al aeropuerto. Pero cayó en la cuenta de que no habían dicho si se verían allí o en la cárcel, ni a qué hora.
—Jack, yo… —dijo, abriendo la puerta.
Se quedó boquiabierta, sin terminar la frase.
Allí, en el pasillo, estaba Brian.