BRESLAU, 1940
Roger se limpió las botas en el felpudo y miró hacia arriba con expectación. Cuarenta y tres, decía el número de la casa adosada. Lo comprobó una vez más con el papelito que llevaba en la mano. La dirección era correcta. Levantó el brazo y vaciló; tal vez fuera demasiado pronto para volver a llamar.
Cuando estaba a punto de hacerlo se abrió la puerta y se quedó con la mano en el aire. En el umbral apareció una mujer menuda de pelo oscuro y piel pálida. Se miraron unos momentos, sin hablar. Roger no conocía a la esposa de su hermano. Había una foto de una boda improvisada en Ginebra, una carta escrita a toda prisa, como eran invariablemente todas las de Hans, disculpándose porque las circunstancias no les habían permitido contraer nupcias como era debido, o al menos ir a Vadovice a hacer las presentaciones a la familia antes de casarse. Siempre dispuesta a encontrar una excusa para la descortesía de Hans, su madre había especulado, con más franqueza de la debida, con la posibilidad de que la novia estuviera encinta. Pero seis meses más tarde, en la esbelta mujer que Roger tenía enfrente no se apreciaban signos de embarazo.
—Debes de ser Roger —dijo, apartándose un poco—. Yo soy Magda. Pasa.
—Vielen Dank.
Era más alta de lo que Roger se imaginaba. En la fotografía parecía más menuda, aferrada al brazo de Hans en la ladera de una montaña, mirándolo con una expresión entre temerosa y aturdida. Allí, en su propio hogar, sin su marido, parecía llenar todo el espacio, moviéndose a sus anchas por la casa inundada de luz.
—Si estás cansado del viaje, te enseño tu habitación —propuso mientras lo llevaba al salón—. O a lo mejor te apetece un té.
—Sí, un poco de té me vendría bien —respondió Roger, dejando la maleta y sentándose en la silla que le indicaba Magda—. Si no es demasiada molestia.
—Ninguna molestia. Hans debería estar aquí, pero ha tenido que marcharse por una cuestión de trabajo.
El trabajo, pensó Roger mientras Magda entraba en la cocina. Nadie sabía con certeza a qué se dedicaba su hermano, y Roger tenía la sensación de que más valía no preguntar. Hans, cinco años mayor que él, había estudiado ciencias políticas, y había preferido no matricularse en la universidad local y marcharse a Berlín. Tras licenciarse había ingresado en el cuerpo diplomático y lo habían destinado al consulado de Breslau, dependencia que no existía desde que Alemania había invadido Polonia y no reconocía su soberanía nacional. Hans mantenía su residencia oficial allí, pero parecía viajar continuamente por todo el país y al extranjero, para reunirse con sus contactos.
Roger echó un vistazo a la casa, amueblada con sencillez y con una escasez de efectos personales que reflejaban el hecho de que Hans y Magda no llevaran allí mucho tiempo. Era más espaciosa de lo que se esperaba, dado el modesto salario de Hans y su negativa a aceptar ayuda de su madre. Claro que el sitio, en el barrio judío y cerca de la sinagoga, no podía considerarse precisamente ideal en vista de la administración alemana del momento, lo que a buen seguro reducía su precio.
La invitación a que se quedara en casa de su hermano, a instancias de su madre, estaba seguro, había pillado por sorpresa a Roger. No porque Hans no fuera hospitalario, sino porque vivía en su mundo y nunca se le habría ocurrido ofrecérselo.
Roger se sentía incómodo, como un intruso entre los recién casados, pero la casualidad de que su hermano viviera en la ciudad era demasiado grande, y un alquiler, demasiado elevado como para que lo pagara su madre cuando no era necesario.
Pero no parecía que su presencia fuera a suponer tanta intromisión, concluyó Roger. Los pocos detalles decorativos de la casa eran de Magda, desde las fundas bordadas de las sillas hasta las escasas fotografías enmarcadas y desperdigadas por la habitación. No se apreciaba ni rastro de su hermano por ninguna parte, ni su pipa, ni sus zapatos, ni ninguno de los trastos que siempre dejaba tirados cuando era más joven. Roger se imaginó a Magda en aquella casa tan grande una noche tras otra y se preguntó, con más empatía de lo normal hacia una mujer que acababa de conocer, si se sentiría sola.
Magda volvió con una bandeja que dejó sobre la mesita frente a Roger. No había azúcar, y Roger pensó si se debería al racionamiento. No le cabía duda de que la escasez no podía ser tan grave como en Vadovice. Cogió una taza.
—Qué reloj tan bonito —comentó, señalando el que estaba en la repisa de la chimenea.
Magda se sentó en la silla de enfrente.
—Era el bien más preciado de mi padre. Cuando murió nos lo encontramos abrazado a él.
Roger esperó a ver si quería añadir algo, pero Magda cogió su taza con expresión indefinible, como perdida en sus pensamientos.
—¿De dónde eres? —preguntó Roger, dándose cuenta de lo poco que sabía de la mujer de su hermano.
—Nací en Frankfurt.
—¿Cómo os conocisteis Hans y tú?
La pregunta sonó más impertinente de lo que hubiera querido Roger, pero Magda no pareció ofenderse.
—Yo trabajaba en un café de Berlín. Tu hermano iba allí cuando era estudiante.
Sus ojos parecieron bailotear al recordarlo. Dando un sorbo de té, Roger se imaginó la escena. Visualizó a Hans sentado a una mesa pontificando ante un círculo de espectadores sobre acontecimientos de actualidad, debatiendo sobre política hasta bien entrada la noche. Debió de impresionar profundamente a Magda. Y ¿qué le habría atraído a él de Magda? Su belleza, para empezar. Con su figura perfecta y sus luminosos ojos azul grisáceo, tenía un discreto atractivo que debía de hacerla centro de atención incluso frente a mujeres más coquetas o mejor vestidas. Ni siquiera su hermano, casi siempre ensimismado, podría haber dejado de fijarse en ella.
—Cuando Hans se licenció, vivimos separados hasta que lo destinaron aquí. Después nos casamos y yo me trasladé a esta casa.
Hablaba con rapidez, manoseando los puños del vestido, dando más información de la necesaria a la pregunta que Roger le había hecho. ¿La pondría nerviosa su presencia? Roger se preguntó si le fastidiaría su intromisión.
—Eres muy amable al recibirme en tu casa. Espero que no sea demasiada molestia.
Por su expresión pensativa, Roger tuvo la certeza de que era la primera vez que alguien le decía algo así.
—En absoluto. —Su tono parecía sincero—. Me vendrá bien tener a alguien más aquí.
Cerró la boca de golpe y se llevó una mano a las mejillas encendidas, como si hubiera hablado más de la cuenta. Se levantó bruscamente, dejó su taza, todavía llena, y con un gesto le indicó a Roger que la siguiera. Había algo que impresionaba en su forma de subir las escaleras, con unos andares tan ligeros y ágiles que daba la impresión de moverse sin el menor esfuerzo.
Al pasar por el rellano de la segunda planta, Roger contó tres habitaciones, que tenían la puerta abierta: un dormitorio, un despacho y otro cuarto que no parecía utilizar nadie.
—El cuarto de baño está aquí —dijo Magda, señalando una cuarta puerta, cerrada. Siguió subiendo hasta el tercer piso y allí abrió la puerta—. Esta es tu habitación.
Se adelantaron al mismo tiempo.
—¡Ay! —exclamó Magda cuando chocaron en la puerta, demasiado estrecha para que pasaran los dos.
Se quedaron inmóviles unos segundos, Magda con su cálido brazo apretado contra el costado de Roger.
—Perdona —dijo Roger al fin, notando que se le ponía la cara colorada al retroceder de un salto para dejar pasar a Magda.
Se riñó a sí mismo, convencido de que a Magda debían de haberle horrorizado sus malos modales.
Pero Magda soltó una alegre carcajada, como si el traspié de Roger hubiera sido una broma intencionada, y su buen carácter lo tranquilizó inmediatamente. Magda entró en la habitación e hizo un gesto que abarcaba el espacio bajo el techo abuhardillado. Por todo mobiliario había una sencilla cama, una silla y una mesa, lo que creaba un ambiente despejado que a Roger le gustó. Olía a detergente de limón fresco.
—Es preciosa —comentó Roger.
Ninguno de los dos dijo nada durante unos momentos.
—Te dejo para que coloques tus cosas —dijo Magda al fin.
Guardó silencio otra vez, aún con la boca abierta, como si quisiera añadir algo. A continuación se dio la vuelta y desapareció escaleras abajo, dejando una sensación de vacío tras de sí.
A la tarde siguiente, Roger estaba ante la puerta de la casa una vez más, sin saber si llamar o entrar sin más. Tomó el camino de en medio: dio un golpecito y abrió un resquicio, sin esperar.
—Hola —dijo.
Algo había cambiado. Lo notó enseguida, en cuanto entró en el recibidor. Se había marchado por la mañana temprano sin ver a Magda y había pasado la mayor parte del día en la universidad, recogiendo los textos y hablando con su tutor. Al empezar a subir las escaleras, cargado con un montón de libros, percibió una inconfundible energía en el aire que no había antes.
—Buenas tardes —le dijo Magda apresuradamente, sin detenerse al bajar las escaleras.
Roger se quedó mirándola, confuso ante su frialdad. ¿Habría hecho algo que la hubiera molestado? Pero ella ya había desaparecido en la cocina. Roger siguió subiendo. Al llegar al rellano del segundo piso oyó una voz masculina, grave y apagada, tras la puerta cerrada del despacho y comprendió la razón del cambio: Hans había vuelto. Subió hasta el tercer piso y de repente la puerta del despacho se abrió de par en par.
—¡Hermano! —Hans subió la escalera a saltos y le dio unos golpecitos en la espalda—. Bienvenido a mi casa.
El tono de Hans denotaba un sentido de la propiedad que no podía pasar inadvertido.
—Gracias —acertó a decir Roger, tratando de que no se le cayeran los libros.
Hans siempre había parecido muy seguro de sí mismo y daba la impresión de tener más de los veinticuatro años que tenía entonces. Y había envejecido en los casi dos años que no se veían. Con sus anchas espaldas, conservaba un aire juvenil, pero el pelo, de un rubio rojizo, empezaba a estar más ralo, y bajo los ojos de color avellana tenía arrugas nuevas. Le quitó los libros a Roger y le dijo:
—Venga, vamos a ponernos al día.
Roger siguió a Hans al despacho de mala gana. La mesa y el suelo estaban cubiertos de papeles, y en el aire flotaba el familiar olor empalagoso a tabaco de pipa.
—Supongo que te encuentras cómodo aquí, ¿no? —Hans pasó sin transición del alemán a su polaco nativo—. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—Desde luego. Magda me ha acogido muy bien.
Mientras hablaba entró Magda, que titubeó como si oír su propio nombre la pillara desprevenida. Dejó dos tazas de té entre los montones de papel de la mesa con manos temblorosas. ¿La pondría nerviosa su marido? El día anterior no parecía estar así.
Cuando Magda se enderezó, Hans la tomó de la mano y sus ojos se encontraron.
—Danke, Liebchen.
Intercambiaron una mirada de verdadero cariño, y a Roger lo invadió una extraña sensación de vergüenza y decepción.
—Bueno, bueno —dijo Hans volviéndose hacia Roger cuando Magda se hubo marchado.
Llevaba la camisa blanca arrugada, con las mangas remangadas y una línea gris claro de suciedad en el cuello. Y en la mandíbula, normalmente bien afeitada, una fina barba de tres días. ¿Dónde habría estado? Roger no se lo preguntó, desde luego; sabía que Hans no se lo contaría.
La sonrisa de Hans era más seductora y sus dientes perfectos más blancos de lo que Roger recordaba. Los dos eran rubios de pequeños, debido a sus raíces escandinavas, pero mientras que la coloración de Roger se había oscurecido con la adolescencia, Hans seguía siendo rubio. Eso, junto con el alemán que hablaba, claro y sin acento, era una baza a su favor que le permitía mezclarse con el resto de la gente, que olvidaba que era extranjero.
Extranjero hasta cierto punto. Breslau, o Breslavia, como también se la llamaba, pasaba como una pelota de ping-pong entre los alemanes, los polacos y sus vecinos desde hacía siglos. Aunque en la ciudad, parte de la Alta Silesia, predominaban entonces los alemanes, se mantenía una clara contracorriente polaca y los signos de la cultura eslava estaban por todas partes, en las tiendas, la gastronomía, a pesar de que se hablaba menos la lengua y en tono más bajo.
—¿Y madre? ¿Está bien? —preguntó Hans, interrumpiendo los pensamientos de Roger.
Su tono y su expresión parecían denotar auténtico interés, contradiciendo la poca frecuencia de sus cartas y la práctica inexistencia de sus visitas. Era lo que tenía Hans, que a pesar de que siempre iba a lo suyo, resultaba imposible que no te cayera bien. No era engreído ni desdeñoso, y conseguía ganarse a la gente y que creyeran que tenían las mismas ideas. Lo peor que se podía decir de él era que su trabajo, fuera cual fuese exactamente, lo consumía con una especie de pasión que lo absorbía y le impedía prestar plena atención a otros asuntos.
El carisma de Hans se reflejaba bien en su mundo profesional. Era diplomático en toda la extensión de la palabra, y lograba mantener buenas relaciones con la administración alemana del momento a pesar de que, según sospechaba Roger, trabajaba contra ellos en secreto. Más aún: sin duda era la influencia de Hans lo que había permitido que Roger fuera a Breslau a estudiar en la universidad, en una época en la que los polacos no eran precisamente bien recibidos en la ciudad.
—Siento no haber estado aquí a tu llegada —se disculpó Hans sin esperar respuesta a su pregunta—. La situación actual… —Movió la mano, señalando hacia la ventana—. Es terriblemente mala, y mucho me temo que va a empeorar.
Hans hablaba como si Roger supiera a qué se refería, lo que hasta cierto punto era verdad. Alemania llevaba más de siete años bajo el control del Reich. Allí los cambios habían sido quizá menos bruscos que en los países que habían ocupado los nazis en fecha más reciente, como Polonia. Roger estaba en Vadovice cuando los nazis invadieron la ciudad, con sus tanques disparatadamente grandes por las estrechas calles, como elefantes que irrumpieran en una cacharrería. Suponía que en Breslau la transformación se había producido de una forma gradual: el cierre de tiendas, una tras otra; personas que llevaban décadas entremezclándose tranquilamente, obligadas a ponerse un brazalete y a tratar solo con los suyos.
Roger recordó que la mañana del día anterior, al llegar a la estación de ferrocarril, vio a una familia con cuatro niños pequeños, todos arracimados alrededor de un montón de maletas. La madre tenía el rostro demacrado de puro agotamiento, los labios apretados, y apenas pudo darle las gracias cuando Roger les abrió la puerta. Iba cargada con un crío ya de buen tamaño que llevaba un brazalete en miniatura con la estrella de David, y Roger observó que no tenían cochecito de niño. No sabía cómo habrían llegado hasta su destino, ya que a los judíos les tenían prohibida la entrada en los tranvías. En aquel momento la mujer le pareció simplemente una madre atosigada que viajaba con sus hijos, pero después empezó a plantearse si no sería algo más. ¿Adónde iban? ¿Se marchaban por su propia voluntad?
—Bueno, se está haciendo tarde —dijo Hans poniéndose en pie, una señal para que Roger siguiera su ejemplo. Cuando salieron al pasillo se encontraron con Magda, que iba a recoger las tazas.
—¿Cenamos a las seis? —preguntó, mirando a Hans con expresión radiante—. He encontrado un poco de carne para hacer unos escalopes.
Pero Hans negó con la cabeza.
—Yo me conformo con algo en una bandeja. —Se volvió hacia Roger—. Perdona por no estar con vosotros, pero es que mañana tengo que volver a marcharme a primera hora y me quedan un montón de cosas por hacer.
A Magda le cambió la cara al ver que su marido pasaba por su lado sin más, y Roger se dio cuenta, aún sin querer. Contuvo la respiración, esperando a que Magda lo invitase a cenar con ella, pero la mujer salió en silencio del despacho.
Sintiéndose rechazado, Roger recogió sus libros, subió al tercer piso y se sentó a leer. Miró por la ventana el cielo gris de la tarde y las chimeneas ennegrecidas por el hollín. Su mirada recayó en el patio de abajo, contiguo a la sinagoga de la Cigüeña Blanca. El edificio neoclásico de tres plantas con sus altas ventanas abovedadas contrastaba con la modesta casa de oración de su ciudad natal. Era magnífico, o se notaba que lo había sido, antes de que lo arrasara la muchedumbre que había tomado las calles en la Noche de los Cristales Rotos, hacía casi dos años, destrozando los cristales y quemando los libros de oración. Pero no lo habían destruido por completo, y debía de ser la única sinagoga que seguía funcionando en la ciudad.
Era viernes, el comienzo del sabat, y un pequeño grupo de hombres hablaba a la puerta de la sinagoga profanada. A Roger lo dejó pasmado que parecieran tan despreocupados, como si nada hubiera cambiado y su sola presencia allí no pusiera en peligro sus vidas. Pero quizá fuera el único sitio donde podían sentir que la vida, tal y como la habían conocido, aún existía reflexionó Roger.
Un rayo de sol atravesó las nubes e iluminó los vestigios de las vidrieras multicolores de la sinagoga. Roger alcanzó a ver la zona reservada a las mujeres, una galería elevada en el segundo piso, separada del santuario principal por una fina cortina de encaje que por alguna razón seguía intacta. Esa noche estaba vacía, pero se la imaginó cobrando vida en las vacaciones, con los bancos llenos de mujeres abrazándose y hablando, los niños correteando a sus pies hasta que conseguían que se quedaran quietos a base de amenazas.
Sus pensamientos volvieron a Magda y a su expresión de decepción. Justo en ese momento la oyó en el piso de abajo, el leve roce de sus zapatos delataba su presencia. Habría cenado con ella, si se lo hubiera pedido, pero, naturalmente, no habría sido correcto que él se lo propusiera. Miró los libros. De todos modos tenía que estudiar el resto de la tarde para prepararse para la primera clase, al día siguiente.
Más tarde apareció una bandeja ante su puerta, pero no oyó a Magda cuando la dejaba. En la casa reinaba un silencio inquietante y abajo no sonaba la gramola, a diferencia de la noche anterior. Qué raro que una casa esté más tranquila con tres personas que con dos, reflexionó.
Cuando se le cansaron los ojos de leer bajó la bandeja a la cocina. Al empezar a subir las escaleras se cruzó con Magda, que salía del baño del segundo piso. Tenía la cara recién lavada, las mejillas sonrosadas. Entonces a Roger le pareció poco más que una niña, con una inocencia y una fragilidad que le llegaron a lo más hondo. Se aclaró la garganta, como si quisiera decir algo, y ella lo miró, expectante. Pero no le salieron las palabras, y Magda abrió la puerta de su dormitorio. Por una rendija apareció un trocito de la habitación, y la intimidad del espacio que compartían su hermano y ella le pareció a Roger poco menos que un insulto. Magda cerró la puerta con un chasquido, sin mirarlo, y lo dejó solo en el rellano.
A la mañana siguiente Roger bajó las escaleras para ir a la universidad. Antes de llegar al descansillo del segundo piso, notó que Hans ya se había marchado por la tranquila atmósfera que parecía haberse restablecido. La visita había sido tan rápida que se diría que no había tenido lugar.
La puerta de la habitación de Hans y Magda estaba entreabierta y Roger alcanzó a ver a Magda. Se acercó, como atraído por los movimientos seguros y espontáneos de Magda, pensando si estaría de mejor humor o si la partida de su marido la habría dejado aún más desolada.
—¿Magda? —Llamó a la puerta y la abrió un poco más—. Esta noche cenaré contigo si…
Se calló. Magda había separado de la pared un enorme armario de caoba. —Roger no acertaba a comprender cómo había conseguido mover un objeto tan pesado— y estaba arrodillada detrás de él. ¿Habría perdido algo? Sobresaltada, se levantó de un salto y se puso a empujar el armario para colocarlo en su sitio.
—¿Te ayudo? —preguntó Roger, aproximándose.
—Ne… nein, danke —logró articular Magda, nerviosa—. Solo estaba quitando el polvo.
Pero no tenía un trapo ni nada para limpiar. Roger se inclinó hacia delante y miró por encima del hombro de Magda. Ella se movió hacia un lado, tratando de impedírselo, pero Roger vio un gran hueco en la pared.
—¿Qué es eso?
Quizá fuera una impertinencia preguntarle algo así a una mujer a la que acababa de conocer, pero con Magda tenía la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. Ella no contestó. Entre los dos empujaron el armario contra la pared; sus dedos se rozaron y Magda los retiró rápidamente. Roger esperaba no haberla molestado.
—¿Qué hay detrás de la pared, Magda?
Ella no contestó, y Roger temió que se hubiera enfadado.
—Un sitio —dijo ella al fin—. Para esconder cosas.
—¿Cosas?
La cara de Magda pareció desencajarse.
—O personas —admitió de mala gana.
Personas. A Roger se le agolparon las ideas de repente. ¿Tendría miedo Magda de que los detuviesen los nazis a consecuencia del trabajo de Hans? Tenía que tratarse de algo más. Había gente que escondía a judíos. Quizá Magda tuviera algo que ver con eso. Miró de nuevo el hueco de la pared. Era estrecho, con capacidad para una sola persona o dos si una era un niño. No, el escondite era demasiado pequeño para que lo usara más gente. Tenía que ser solo para Magda.
Al comprenderlo sintió como si le pegaran un puñetazo en el estómago. Magda no podía ser… Recordó a los judíos que había visto a la puerta de la sinagoga de la Cigüeña Blanca, los hombres tocados con la kipá y sus esposas cubiertas con el chal.
—Magda, ¿eres…?
No acabó la pregunta.
—A mi padre lo mataron la Noche de los Cristales Rotos —dijo Magda con voz monótona—. Cuando empezaron los disturbios se empeñó en ir a la tienda en la que trabajaba a rescatar su querido reloj. Le rogamos que no saliera, pero él se empeñó, y a la mañana siguiente lo encontramos en la trastienda, muerto. —Sus ojos evitaron los de Roger—. Después yo conseguí escapar.
—¿Y el resto de tu familia?
—Mi madre, Hannah, falleció hace unos años de una enfermedad del corazón, y mi hermano mayor, Stefan, se marchó de Alemania antes de la guerra. Tenía intención de ir a Inglaterra, o al menos eso creíamos nosotros. No he sabido nada de él desde que se fue.
Roger la contempló con una mirada distinta. El pelo negro azabache le pareció una desventaja, un indicio de que no encajaba. Lo invadió el deseo de cortarle los rizos, porque incluso afeitada seguiría siendo preciosa.
—¿Lo sabe Hans?
Magda asintió.
—Lo hablamos una vez, hace tiempo, pero no hemos vuelto a hablar. Ya tiene suficientes preocupaciones.
Roger reflexionó sobre lo que acababa de decir Magda. Se imaginó en su lugar, viviendo con ese temor día tras día, sola. Le sobrevino una visión en la que Magda desaparecía y sintió un terror y un vacío que no había experimentado en su vida.
—Magda.
Roger se acercó y Magda cayó en sus brazos sin pronunciar palabra, temblando como un pájaro que podía quebrarse si él apretaba demasiado. Se separó y lo miró; Roger se quedó sin respiración unos momentos.
Sin decir nada más, Magda giró sobre sus talones y se marchó.