FILADELFIA, 2009
—Sabes que va de veinticinco años a cadena perpetua, ¿no?
Charlotte miró por encima del borde del expediente al chico de diecisiete años con trencitas en el pelo que estaba repantigado al otro lado de la mesa llena de pintadas, con la mirada clavada en sus zapatillas.
La vista preliminar no había ido bien. Charlotte esperaba que al ver la cara aniñada de Marquan, sus anchas mejillas imberbes y sus ojos almendrados, que te miraban fijamente, la juez comprendería que no representaba un peligro para nadie, que no tenía que estar donde estaba. Pensaba que la juez Annette D’Amici, que en su momento también había sido abogada de oficio, podría sentir cierta debilidad por un adolescente sin antecedentes de delitos violentos de la misma edad que sus nietos. Pero la mala suerte había querido que la juez D’Amici estuviera de baja por enfermedad y que la sustituyera Paul Rodgers, un hombre con ambiciones políticas que consideraba la judicatura un peldaño más hacia una posición más elevada en la administración y que se había ganado la fama de implacable durante su primer período en el cargo. Apenas miró a Marquan antes de golpear con el mazo y volver a enviarlo al ala juvenil de la cárcel municipal.
Normalmente Charlotte habría considerado la vista un tanto negativo y habría pasado al expediente y a la sala siguiente para acabar con los casos que tenía asignados aquella mañana, pero Marquan era diferente. Se habían conocido hacía casi dos años, cuando era un chico asustado de quince años acusado de un delito menor de drogas. Había algo en él que convenció a Charlotte de que tenía inteligencia, una serenidad y una dignidad que se reflejaban en su actitud y en su forma de mirar con aquellos sombríos ojos marrones que parecían traspasarte. Era un chico que prometía. Charlotte había hecho todo lo que no solía hacer con sus miles de casos anuales: conseguir que lo considerasen delincuente sin antecedentes penales y meterlo en un programa de tutelaje extraescolar en su barrio. Entonces, ¿por qué estaba allí sentado, con la mirada inexpresiva y endurecida, enfrentándose a una acusación de robo de automóviles a mano armada que había acabado mal?
Sencillamente porque no era suficiente. Los programas extraescolares solo ocupaban unas cuantas horas a la semana, una gota de agua en el mar de pobreza, drogas, violencia y aburrimiento por el que tenían que nadar esos chavales todas las noches. La persecución policial había terminado con un coche aplastado contra los escalones de una casa adosada y dos niños pequeños mortalmente atrapados bajo las ruedas. Marquan no tenía intención de hacer daño a nadie; Charlotte estaba segura. Tenía un hermano pequeño de la misma edad que aquellos niños, al que acompañaba al colegio todos los días y recogía y llevaba a casa por la tarde. No, sencillamente estaba dando una vuelta cuando a alguien se le ocurrió el absurdo plan y no tuvo la fortaleza o el sentido común de negarse.
Charlotte tamborileó sobre el borde de la mesa y recorrió con los dedos el contorno de un corazón que alguien había grabado a cuchillo en la madera.
—Si testificas… —empezó a decir. En el coche iban tres chicos, pero únicamente Marquan no había huido del lugar de los hechos—. O sea, si estás dispuesto a decir quién estaba contigo…
No acabó la frase: sabía que sería inútil proponérselo. Donde había nacido Marquan no hablaba nadie. «¡No seas chivato!», proclamaban las descaradas camisetas de los chavales junto a los que pasó por la zona de comidas de la galería, chavales que pasaban del colegio, sin hacer absolutamente nada, a la espera de meterse en el primer lío que se les pusiera por delante. Ser un chivato significaba no volver a casa jamás, no poder cerrar los ojos ni saber si tú o los tuyos estaríais a salvo. Marquan prefería aceptar la sentencia.
Charlotte emitió un profundo suspiro mientras miraba el techo manchado de humedad.
—¿Quieres contarme algo? —preguntó, cerrando el expediente y observando la casi imperceptible negación de Marquan con la cabeza—. Si cambias de idea o necesitas algo, que me avise el trabajador social que lleva tu caso.
Apartó la silla de la mesa, se levantó y llamó a la puerta para que la dejasen salir.
Minutos más tarde salía del ascensor y cruzaba el vestíbulo de los Juzgados de lo Penal, atestado de potenciales jurados, familiares de las víctimas y acusados que pasaban por el detector de metales y se acercaban al mostrador de seguridad en busca de información. Una vez en la calle atravesó la nube de humo de tabaco que habían dejado los funcionarios de los juzgados antes de empezar su jornada y se detuvo, dirigiendo la mirada hacia la izquierda, ante el gigantesco mercado de Reading Terminal. Darse una vuelta entre los puestos, una feria de la gastronomía mundial que ofrecía desde delicatessen amish hasta filete con queso al estilo de Filadelfia pasando por fideos chinos, habría sido lo ideal para aclararse las ideas, pero no tenía tiempo.
Al llegar al abarrotado cruce bajo la sombra del ayuntamiento, con William Penn contemplando benignamente la escena desde su atalaya de la torre, Charlotte volvió a pararse y aspiró el tonificante aire de finales de septiembre. En Filadelfia solo había unos cuantos días así en otoño, antes de que la persistente humedad del verano diera paso al frío del lluvioso invierno.
Aún pensando en Marquan, entró en el edificio de oficinas. Bajó del ascensor en la sexta planta y recorrió el sombrío pasillo. Por una puerta abierta oyó vociferar a Mitch Ramírez, jefe de sección, que discutía con un fiscal: «Pero ¿qué cojones me estás diciendo…?». Sonrió. Mitch era una leyenda entre los abogados, un dinosaurio de setenta y dos años que había participado en las protestas a favor de los derechos civiles de los sesenta y aún era capaz de enfrentarse cara a cara con los mejores cuando pensaba que a su cliente se la estaban jugando.
Charlotte se paró ante la puerta de su despacho, indistinguible de las demás. No era gran cosa, poco más que un cuartucho con una mesita y un par de sillas encajonadas, nada que ver con el despacho de dos habitaciones de mármol y caoba que tenía cuando era becaria en prácticas en un gran bufete de Nueva York. Pero era todo suyo. Había tardado dos años en conseguirlo, en salir del foso del piso de abajo, con abogados novatos que compartían una infinidad de cubículos, y tener una puerta que cuando se cerraba no se oía ni el vuelo de una mosca.
Al ir a coger el picaporte se detuvo y se quedó observándolo. La puerta estaba entreabierta. Estaba segura de haberla cerrado cuando salió para ir a los juzgados esa mañana, pero quizá hubiera pasado alguno de los abogados a dejar un expediente. Al entrar se le cortó la respiración.
Sentado en la estrecha silla enfrente de la mesa estaba su exnovio.
—¿Brian? —dijo Charlotte con voz ronca, como si no recordara bien el nombre.
Brian descruzó las piernas y se levantó. Alto y de hombros anchos, tenía el físico que tan bien pagaban las casas de moda, con el pelo castaño que le caía sobre la frente formando un flequillo indomable por mucho que se lo cortara para darle un aire más serio. A pesar de los brazos musculosos que sugerían una amenaza en una cancha de baloncesto, transmitía una sensación de vulnerabilidad que indicaba que podía echarse a llorar a la primera de cambio y que hacía que las mujeres quisieran protegerlo.
Al mirarlo le resultó casi imposible no recordar que él le había partido el corazón.
—Hola, Charlotte —dijo Brian.
Que la llamara por su nombre completo era un recordatorio de los años que habían pasado desde su último encuentro. Se inclinó para darle un beso, y el leve aroma de la colonia Burberry, tan familiar para Charlotte, le acarició la nariz, transportándola a sitios a los que no habría querido volver jamás.
—Tienes buen aspecto.
Se sacudió las perneras de los pantalones de un traje carísimo que no pegaba nada en aquel reducido despacho gris, y de repente Charlotte sintió vergüenza de su traje de chaqueta y pantalón de punto negro, práctico pero poco favorecedor. La mujer de Brian, tan de Chanel y zapatos de tacón ella, ni muerta se habría puesto semejante ropa. Brian esperó a que dijera algo, y como Charlotte no abría la boca, se decidió a romper el silencio.
—No quería asustarte. Me ha dejado entrar tu secretaria.
Si yo no tengo secretaria, pensó Charlotte. Brian debía de referirse a Doreen, la administrativa, que normalmente estaba demasiado ocupada actualizando su página de Facebook para atender a los clientes, pero no le costó imaginarse cómo él la habría convencido con sus encantos de que le abriera la puerta y lo dejara esperar dentro.
Respiró hondo e intentó centrarse.
—¿Qué haces aquí?
La expresión de Brian cambió al digerir las nuevas reglas del juego: dejarse de cortesías e ir directo al grano.
—He venido por cuestiones de trabajo y quería hablar contigo sobre un asunto.
Has dejado a Danielle, fue lo primero que pensó Charlotte. Después de todos estos años te has dado cuenta de que cometiste un lamentable error. De repente, le vino la escena a la cabeza: la profusión de disculpas y lágrimas de Brian, la aceptación y el perdón de ella. Sería un lío, naturalmente. El divorcio, la cuestión de vivir allí o en Nueva York…
—Es sobre un caso en el que estoy trabajando —añadió.
La visión se evaporó rápidamente como una gota de agua en un día caluroso y húmedo, como un ensueño. Así que no es por nosotros; si seré idiota, pensó. Brian quería algo, pero no a ella.
—¿Te puedo invitar a comer? —le preguntó Brian.
Charlotte negó con la cabeza. Treinta segundos con Brian y ya la estaba volviendo loca. Tenía que alejarse lo más posible de él.
—No puedo. Tengo que volver a los juzgados dentro de media hora.
—Claro, claro. ¿Y a cenar? ¿Te iría bien a las seis?
Charlotte comprendió que Brian estaba calculando cuánto tiempo podría llevarles cenar, si llegaría al tren de las nueve para volver a Manhattan. Para volver con Danielle. Sintió que se le revolvía el estómago, la amargura concentrada de tantos años.
Durante unos segundos consideró la posibilidad de recuperar una pizca del control que le habían arrebatado hacía tantos años y declinar la invitación de última hora de Brian. También ella podía tener sus planes, que por lo general no consistían más que en llevarse comida tailandesa a casa y pasar una noche fascinante con reposiciones de CSI y con su gata Mitzi; sin embargo, Brian no tenía por qué saberlo. Y de todos modos, le había picado la curiosidad. ¿De verdad tenía Brian asuntos que resolver en Filadelfia o había ido hasta allí solo para verla? ¿Y por qué demonios lo hacía?
—De acuerdo —contestó fingiendo no darle mayor importancia.
—¿En Buddakan?
Saltaba a la vista que lo había elegido alguien que no vivía en la ciudad, uno de los caros restaurantes de fama nacional de la cadena Stephen Starr, reproducción clónica de su homólogo neoyorquino. Lo menos parecido a los tranquilos restaurantes a los que llevabas tu propia bebida y que tanto le gustaban a ella, como el italiano de Greenwich Village al que iban los dos con frecuencia cuando eran estudiantes y cuyo nombre se había borrado de su memoria con los años.
Pensó en proponer otro ambiente, como el de Santori, un restaurante griego de su barrio, con su riquísimo hummus y el chupito obligado al final de la comida. Pero no era una invitación de carácter personal y no quería que Brian invadiera esa parte de su mundo.
—Muy bien.
—Bueno, pues te dejo con tu trabajo —dijo Brian, y salió del despacho sin mirar atrás.
Así era Brian. Trataba la vida como si fuera un plató de cine; cuando abandonaba un escenario se apagaban las luces y la vida simplemente dejaba de existir.
Se habían conocido cuando estudiaban derecho y hacían prácticas en el Tribunal de Crímenes de Guerra de La Haya, como ayudantes de la acusación en los procesos por genocidio de la antigua Yugoslavia. Charlotte todavía recordaba la primera vez que vio a Brian al entrar en el minúsculo bar holandés. Era el centro de atención en un semicírculo de estudiantes, la mayoría chicas. Charlotte se quedó unos momentos observándolo, sin poder evitarlo. Aunque no oía lo que estaba diciendo, había algo en su forma de hablar que la cautivó, una actitud de seguridad fuera de lo común. Brian volvió la cabeza hacia donde estaba ella, y Charlotte, avergonzada, estuvo a punto de mirar hacia otro lado, pero sus miradas se encontraron y se quedó paralizada, incapaz de moverse.
Momentos después Brian se separó de sus acólitos y se dirigió hacia Charlotte, tendiéndole otra cerveza como si hubiera estado esperándola.
—Brian Warrington.
—Charlotte Gold —logró articular ella, tratando de no tartamudear.
—Ya lo sé. Eres la becaria de la Root Tilden de la Universidad de Nueva York, ¿no?
Charlotte vaciló, desconcertada. No se esperaba que Brian supiera quién era ella ni que le hubieran concedido la prestigiosa beca de interés público.
—Yo estoy en Columbia. Creo que nos han asignado el caso Dukovic. Tu memorándum sobre la cuestión probatoria es impresionante.
Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para no desmayarse.
—Me gustaría conocer tu punto de vista sobre uno de mis testigos.
Justo en ese momento empezó a tocar el grupo de jazz que se había estado preparando en un rincón, y las voces a su alrededor se hicieron ensordecedoras.
—Hay un pequeño restaurante más tranquilo un poco más abajo. ¿Quieres que vayamos a comer algo?
Demasiado sorprendida para contestar, Charlotte asintió y salió del bar detrás de él, consciente de las miradas de los demás estudiantes en prácticas.
A partir de entonces se hicieron inseparables. Se enamoraron con cerveza belga y acalorados debates sobre la eficacia del futuro Tribunal Penal Internacional. Cuando volvieron a Manhattan aquel otoño, Charlotte aceptó la invitación de Brian de trasladarse a su apartamento del Upper West Side y dejó su habitación de la residencia universitaria.
Una vez en Estados Unidos, Charlotte no tardó en darse cuenta de que Brian tenía dinero, algo que no saltaba a la vista en Holanda, donde sus respectivos alojamientos eran muy parecidos. Empezó a disfrutar de cálidos fines de semana otoñales en los Hamptons, de vacaciones en la finca de los padres de Brian en Chappaqua… Cada vez pasaba menos tiempo en la facultad e iba al centro solo para las clases. Hicieron planes para cuando se licenciaran, solicitar becas en las Naciones Unidas y tener un noviazgo breve.
El idílico mundo de Charlotte se vino abajo en diciembre, cuando viajó a Filadelfia, en principio para pasar unas cortas vacaciones con su madre, Winnie, profesora de matemáticas jubilada. La primera mañana, durante el desayuno, su madre le dio la noticia que quería ocultarle hasta que Charlotte hubiera hecho los exámenes finales: un cáncer de pulmón de células pequeñas, producto, según sospechaba Winnie, del consumo de tabaco, hábito que había abandonado años atrás. Cuando se hizo una radiografía de tórax por la persistente tos que ella había tomado por alergia, era demasiado tarde: estaba en la fase cuatro y le quedaban pocos meses de vida.
Como Winnie se negó a que su hija dejara a medias el semestre, Charlotte iba y volvía todos los fines de semana en tren y observaba incrédula el rápido deterioro de su madre, hasta entonces tan fuerte. Brian se ofreció a acompañarla, como es natural, pero Charlotte siempre rechazó el ofrecimiento; le daba vergüenza que viera la diminuta vivienda de las afueras, con sus muebles destartalados y sus paredes amarillentas. En lugar de insistir, Brian se quedó discretamente al margen, pero contento de no verse arrastrado a la sordidez de una vida ajena. El tiempo que vivían separados y la continua preocupación de Charlotte empezaron a pasarle factura a su relación, y en marzo, cuando ingresaron a Winnie en una residencia para enfermos terminales, un día que volvió a Nueva York, Charlotte encontró una barra de labios que no era suya debajo del armario del baño. Más adelante se plantearía si Brian la habría dejado allí a propósito, en un último acto de comportamiento pasivo-agresivo destinado a precipitar la situación hacia su inevitable final.
Se enfrentó a él aquella tarde gris, esperando que lo negara todo o al menos que le diera una explicación, dispuesta a perdonar. Era un día lo bastante húmedo y helado como para considerarlo aún invernal, y el aliento de los dos formaba nubecitas en el aire mientras aferraban unas tazas de plástico con un café que no llegaron a tomarse. Brian miró el banco de la esquina sureste de Washington Square Park que habían compartido en épocas más felices, ahora envilecido porque siempre sería recordado por eso. Su cara parecía una caricatura, demacrada y decaída. Cuando empezó a hablar, Charlotte se preparó para los tópicos, que si se habían distanciado, que si son cosas que pasan…
—He conocido a alguien —soltó Brian a bocajarro.
Charlotte sintió una patada en el estómago.
—Se llama Danielle. Fue a Harvard, dos años antes que nosotros.
Naturalmente. No podría haber sido alguien normalito. Le vino una imagen a la cabeza, de la fiesta de verano en el bufete en el que Brian trabajaba ese año, de asistente jurídico. Entre la bruma de la preocupación y la desesperación por su madre, Charlotte recordó a una letrada asociada de brillante pelo rubio y una conversación sobre casas de campo en la que ella no tenía nada que decir.
—Lo siento —concluyó Brian.
Charlotte habría querido hacerle miles de preguntas, el porqué, el cuándo, el cómo, pero Brian ya estaba tirando su taza a la papelera y alisándose el abrigo, deseoso de pasar al nuevo capítulo de su vida.
Al cabo de tres semanas Charlotte se enteró del resto de la historia. Un domingo por la mañana abrió el Times mientras desayunaba y vio la noticia del compromiso, la feliz pareja que le devolvía la mirada, la sonrisa de Danielle más amplia y perfecta de lo que ella recordaba. No podía dar crédito. Durante las semanas después de que Brian le contara lo de su nueva relación se había consolado con kilos de Häagen-Dazs y botellas de vino, diciéndose que no era nada serio, que Danielle no era sino un paréntesis hasta que Brian se aclarase. Sin embargo, en ese momento comprendió la verdad con todas sus consecuencias: Brian y Danielle estaban prometidos. ¿Cuánto tiempo habían estado viéndose a sus espaldas?
Incapaz de apartar la vista, continuó leyendo. Y al enterarse de que el abuelo de Brian había sido director ejecutivo de una de las doscientas cincuenta empresas más importantes del mundo y de que la novia iba a conservar su apellido, de repente se sintió liberada, como cuando se deja escapar el aire de un globo. Sintió alivio por no haberse metido en un mundo con el que no tenía nada que ver, como un estudiante al que se le permite cambiar de especialidad o abandonar una asignatura demasiado difícil.
Después de eso le resultó fácil dejar atrás todo lo demás y rechazó la beca para La Haya con la que tenía previsto empezar tras la licenciatura. Solicitó y obtuvo plaza de abogado de oficio, volvió a Filadelfia y se adaptó a la ciudad como quien se calza un par de zapatos viejos y cómodos.
Esa tarde, a las seis menos cinco, se bajó de un taxi en la esquina de la Tercera con Chestnut y miró en ambas direcciones. El Barrio Antiguo, en su momento feudo de Benjamin Franklin y los Padres Fundadores, se había transformado en la Filadelfia de moda, y ella raramente se aventuraba a entrar en los innumerables restaurantes y bares de marcha que afeaban la arquitectura de estilo federalista del barrio. A dos manzanas al oeste, los turistas estallaban en carcajadas al salir del edificio de la Independencia y del campanario de la Libertad y subirse a los autocares para volver a casa. Al otro lado de la calle se extendía una franja de verdor en la inestable quietud de las últimas horas del día, y la luz del sol se filtraba oblicua por entre las hojas susurrantes.
Se detuvo, pensando que ojalá hubiera vencido su tendencia natural y hubiera llegado un poco tarde. Consideró la posibilidad de dar la vuelta a la manzana y ganar tiempo para tranquilizarse, pero no tenía sentido retrasar lo inevitable, y cuanto antes viera a Brian, antes podría ponerlo a él y sus demoníacos ojos verdes en el tren de vuelta a Nueva York.
Al acercarse al restaurante contempló su reflejo en el escaparate de la tienda de al lado y se alisó la media melena de color castaño. No había tenido tiempo de ir a su casa, el modesto adosado en Queen Village que había comprado antes de que el barrio se pusiera de moda y que estaba a treinta y cinco minutos andando desde la oficina, un paseo agradable cuando hacía buen tiempo, pero que quedaba demasiado lejos y en la dirección opuesta para llegar a tiempo a cenar. Así que después del trabajo había entrado en Macy’s, los únicos grandes almacenes que sobrevivían en la ciudad. Resistiéndose a la tentación de comprarse un atuendo completo, se conformó con una blusa de seda de color crema para sustituir el top de punto que llevaba y con unas muestras de maquillaje y perfume del mostrador de Clinique.
Una vez dentro se quedó en el vestíbulo, adaptándose a la tenue luz, sin saber qué hacer. El restaurante asiático de comida de fusión era un tenebroso piélago de mesas, con las paredes revestidas de seda roja y un lateral presidido por un enorme Buda dorado. Doce chefs o más trajinaban tras nubes de vapor en la cocina abierta. A la izquierda, en la barra, unos veinteañeros competían entre sí por impresionarse con cócteles de vivos colores a diez dólares la copa.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó la recepcionista sin gran interés.
En lugar de contestar, Charlotte recorrió la sala con la mirada y divisó a Brian en una mesa de la parte de atrás. Se llevó una sorpresa; no era el estilo de Brian llegar antes de tiempo, porque le resultaba insoportable esperar a los demás. Al aproximarse, Charlotte se levantó y se guardó a toda prisa la BlackBerry en un bolsillo.
—Gracias por acompañarme —dijo Brian en un tono que parecía sincero.
Charlotte examinó la carta que le presentó la camarera, agradeciendo el momento de respiro.
—Martini con Grey Goose y varias aceitunas —dijo.
No solía tomar bebidas fuertes si tenía que trabajar al día siguiente, pero las circunstancias obligaban a hacer una excepción.
—Lo mismo para mí —dijo Brian, volviendo a sorprenderla. Brian bebía única y exclusivamente cerveza, o al menos antes.
—Entonces, ¿has venido a Filadelfia por un caso? —preguntó Charlotte cuando volvió la camarera con las copas y tomó nota para la cena, langosta rellena a la tailandesa para ella y atún con sésamo para él.
Charlotte observó que Brian no pedía nada de aperitivo, una prueba más de la prisa que tenía por volver a Nueva York con Danielle. Sintió una punzada de dolor en el estómago al revivir el rechazo de diez años atrás. Pero recordó que ella no había pedido ese encuentro; era él quien quería verla.
—¿Declaraciones?
De repente se dio cuenta de su acento de Filadelfia, de que en los años transcurridos desde su regreso había vuelto a hablar como una nativa.
—Estoy de paso —contestó Brian con una pronunciación desprovista de distintivos geográficos—. He tenido una reunión en Washington esta mañana.
Normalmente era muy preciso, pero la vaguedad de sus palabras en ese momento hizo dudar a Charlotte de si estaría diciendo la verdad. ¿Había venido desde Nueva York solo para hablar con ella?
—¿Cómo te va? —añadió Brian, y si la pregunta era pura cortesía, un paso necesario para llegar a donde quería, no lo dio a entender; su rostro y su voz reflejaban verdadera curiosidad.
Brian siempre había tenido la habilidad de hacer creer a todos que estaba de su parte, sinceramente preocupado por sus intereses, y por eso era tan peligroso. Charlotte no había sospechado que pasara nada hasta el mismo momento en que él le dijo que la dejaba por otra.
—Muy bien —contestó Charlotte, quizá con demasiada rapidez. De repente se sintió desnuda, desprotegida—. Estoy trabajando con menores…
Siguió hablando y estuvo a punto de desconectar de lo que decía, protegiéndose con su trabajo como con un manto; su trabajo, que normalmente la apasionaba, de repente parecía provinciano, sin la menor sofisticación.
—¿Y a ti? —preguntó Charlotte.
—Bien. Acabo de terminar con un pleito de valores bursátiles que ha durado dos meses y hemos pensado, es decir, Danie… —Vaciló, como si hubiera olvidado momentáneamente que no procedía hablar de su esposa con la mujer a la que había abandonado por ella, como si Charlotte fuera cualquiera—. Bueno, que estaría bien tomarse unas vacaciones. A lo mejor en Aspen.
Charlotte se los imaginó a los dos deslizándose por el polvo blanco en perfecta armonía. Ella siempre había sido un desastre con los esquís, un peligro para los demás y para sí misma.
—Pero de repente me ha surgido este otro asunto —añadió Brian mientras Charlotte tomaba un largo trago de su copa para armarse de valor—, y por eso quería verte.
—¿A mí? —le espetó Charlotte en un tono más alto del debido y a punto de atragantarse.
Brian se dedicaba a defender a las sociedades bursátiles más importantes del país en los litigios, así que ¿de qué querría hablar con ella?
—Es un trabajo voluntario.
A Charlotte la pilló desprevenida y titubeó. El trabajo voluntario nunca había sido el punto fuerte de Brian; sentía empatía por los menos afortunados, pero en un plano abstracto, por una cuestión táctica, una especie de «nobleza obliga» inherente a su educación liberal de clase alta, pero no era capaz de enfrentarse a la turbiedad que rodeaba a los clientes reales, a la ambigüedad de los casos individuales. ¿En qué se habría metido? Debía de ser algo de muy altos vuelos, tal vez un caso de pena de muerte. Su irritación fue en aumento. Los bufetes se hacían cargo de ese tipo de casos cada día con más frecuencia, porque normalmente les daba buena prensa. Pero a pesar de sus recursos estaban mal equipados para ocuparse de asuntos que requerían tanta experiencia y especialización. Y Brian le estaba pidiendo consejo gratuito.
La camarera volvió y colocó un plato delante de Brian. Charlotte recordó de su visita anterior que servían la comida al estilo familiar, de acuerdo con el código de «aquí ponemos las cosas cuando y como queremos». Negó con la cabeza cuando Brian señaló su plato para ofrecerle un poco.
—Empieza tú.
Pensaba que Brian cogería el tenedor y atacaría la comida con el entusiasmo que recordaba, pero no fue así. Por el contrario, preguntó:
—¿Te suena de algo Roger Dykmans?
Charlotte repitió el nombre para sus adentros.
—No sé. El apellido, a lo mejor.
—Roger es cliente mío por una cuestión de valores bursátiles. Su hermano era Hans Dykmans.
Hans Dykmans. Charlotte cayó en la cuenta de inmediato.
—¿El diplomático?
Como al diplomático sueco Raoul Wallengberg y al industrial alemán Oskar Schindler, a Hans Dykmans se le atribuía la salvación de miles de judíos en el Holocausto. Como Wallengberg, fue detenido y desapareció misteriosamente casi al final de la guerra.
—Sí. Roger es el hermano menor de Hans y director de una importante sociedad bursátil, pero lo han detenido y está acusado de crímenes de guerra por presunta colaboración con los alemanes.
Brian se calló, observaba la cara de Charlotte para ver si reaccionaba ante la posibilidad de que el hermano de un héroe de guerra hubiera colaborado con los nazis, pero ella no se llevó una sorpresa tan grande como la que él se esperaba. Había aprendido hacía años que las circunstancias extremas de la guerra provocaban reacciones muy diversas, incluso en las familias más unidas.
Brian esperó a que la camarera colocara el plato de Charlotte y continuó.
—Unos historiadores han sacado a la luz recientemente unos documentos que parecen implicar a Roger. Aseguran que traicionó a su hermano durante la guerra, a consecuencia de lo cual detuvieron a Hans y mataron a varios cientos de niños judíos a los que estaba intentando salvar.
Charlotte se quedó de piedra, con la mirada clavada en el mantel escarlata. Era descendiente de supervivientes del Holocausto o de una superviviente, para ser exactos. Su madre había huido de Hungría cuando era pequeña: la enviaron a Londres en un Kindertransport y después a Estados Unidos, a casa de unos familiares, pero el resto de la familia de su madre, los padres y hermanos de esta, murieron en los campos de concentración. En los últimos y solitarios días de Winnie, Charlotte se había planteado lo diferente que podría haber sido su vida si su madre hubiera crecido rodeada por una familia cariñosa y no por unos primos lejanos que la acogieron por obligación. Sospechaba que la frialdad de esos parientes era lo que había arrojado a su madre en brazos del primer hombre que le hizo un poco de caso y que al poco tiempo le partió el corazón y la dejó sola y embarazada.
Miró a Brian, que la observaba expectante, esperando una respuesta.
—Así que Dykmans colaboró con los nazis —dijo al fin—. Y tú estás tratando de defenderlo.
—Lo han acusado de haber colaborado. —Se encogió de hombros y tomó un bocado de atún—. Es mi cliente. Y en el bufete me han pedido que me encargue del caso.
—Y has venido para que yo te ayude —concluyó Charlotte, enfadada. ¿Acaso no recordaba Brian la historia de su familia o simplemente le traía sin cuidado lo que pudiera significar para ella el carácter de lo que le pedía?—. ¿Por qué yo?
Brian parpadeó varias veces, como si no estuviera acostumbrado a semejante franqueza. Y no lo estaba, por supuesto. Había pasado los últimos años moviéndose en los círculos de los eternamente bien educados, entre las formalidades de las salas de juntas de las grandes empresas y las fiestas que a Charlotte le provocaban ganas de gritar y de que se la tragara la tierra. Él no había vivido las asperezas del sistema judicial en los barrios pobres, donde nadie tenía tiempo para finuras.
—Pues en primer lugar por cómo te criaste —dijo Brian con parsimonia.
Charlotte asintió y miró hacia un lado, como para comprobar que nadie podía oírlos. El hecho de que hubiera preparado su doctorado en historia antes de dedicarse al derecho era, si bien no exactamente un secreto, un dato que no sabía nadie en Filadelfia. Había pasado tres años en Europa del Este con una beca Fulbright y otras becas investigando el Holocausto. Su trabajo, centrado en cuestiones que habían surgido después de la guerra, como la restitución de propiedades a los judíos y la conservación de los campos de concentración, fue tremendamente innovador en su momento, y Charlotte publicó varios artículos que le reportaron cierta notoriedad, aparte de numerosos contactos muy valiosos. En principio había estudiado en la facultad de derecho con la intención de compaginar su interés por la política exterior con el ejercicio de la abogacía, pero de repente se le vino el mundo abajo con la muerte de Winnie y el abandono de Brian, y solicitó una plaza de abogado de oficio en Filadelfia, sin mencionar sus investigaciones sobre el Holocausto porque allí no le importarían a nadie, y además no se creerían que le interesaba un trabajo social y mal pagado y encima con semejantes referencias.
—Pero lo cierto es que es más que eso —se apresuró a añadir Brian—. Quiero decir, cuento con los recursos del bufete. Puedo contratar a los mejores expertos, hablar por teléfono con quien necesite. Joder, si tenemos dos miembros del antiguo gabinete. —Bajó la cabeza, entrelazó las manos detrás y se reclinó—. Pero como investigadora tú eres buena de la hostia, siempre lo has sido.
Charlotte había olvidado la manía de Brian de soltar tacos sin parar cuando quería subrayar algo. Debía de pensar que le aportaba cierta hombría, que le daba un aire de dureza, pero a ella siempre le había parecido algo forzado e indicio de falta de creatividad.
—¿Te acuerdas del caso Dukovic? —preguntó Brian.
Charlotte asintió. Dukovic era un criminal de guerra acusado del asesinato de docenas de croatas. En el último momento la única testigo que había contra él, una chica de doce años que había logrado sobrevivir a meses de cautividad, torturas y violaciones, tuvo demasiado miedo para testificar. Todo parecía indicar que Dukovic se libraría por falta de pruebas, pero Charlotte había pasado días enteros estudiando minuciosamente los documentos, atando cabos para vincularlo con aquellas atrocidades mediante pruebas de indicios, y acabó convenciendo a la chica de que testificara. Dukovic fue condenado a cadena perpetua.
—Y a ti te importa —continuó Brian—. Quiero decir, mira dónde estás.
Con un gesto de la mano señaló el restaurante, pero Charlotte sabía que no se refería literalmente a Buddakan, sino al valor que demostraba en su trabajo, al hecho de estar en las trincheras, luchando por personas que tenían pocos recursos.
—Te importa que la gente tenga un buen abogado, que los inocentes no sean condenados por error.
Pero Dykmans no tiene nada que ver con mis clientes, pensó Charlotte. Es un hombre con recursos.
—¿Dónde lo tienen retenido?
—En Alemania.
—No sabía que los alemanes estuvieran persiguiendo a sus criminales de guerra.
—Así era hasta hace más o menos un año, pero el Centro Wiesenthal y el Ministerio de Justicia han estado insistiendo hasta que la presión ha sido excesiva.
—Ojalá pudiera ayudarte… —dijo Charlotte, empezando a poner reparos.
Brian levantó una mano para interrumpirla.
—Un hombre viejo va a pasar el resto de su vida en la cárcel —dijo, abriendo mucho los ojos—. Se merece un juicio justo.
La irritación de Charlotte se desbordó y se enfadó de verdad. ¿Se creía Brian que las cosas eran tan fáciles, que si apelaba a su sentido de la justicia ella se sometería a su voluntad así por las buenas? Era como si él considerase su compasión una debilidad que podía explotarse. Las palabras de Brian resonaron en sus oídos: «un juicio justo». Yo tengo una docena de chavales en la cárcel al otro lado de la ciudad que ni siquiera van a conseguir eso, le habría gustado decir. Pero como Brian no lo entendería, preguntó:
—¿Y qué es lo que quieres que haga? No estoy suficientemente cualificada para litigar en Alemania.
—Claro que no. Tenemos al mejor bufete de Europa ocupándose de eso.
Al rostro de Brian asomó brevemente una expresión que Charlotte no supo interpretar.
—No, lo que necesito de ti son tus dotes de investigadora. Necesitamos ayuda para averiguar lo que nos falta, lo que no nos cuenta Dykmans.
—No te entiendo.
—No quiere hablar con nosotros.
—¿Quieres decir que no quiere colaborar en su propia defensa? —Brian asintió—. Entonces, ¿reconoce haberlo hecho?
—No. Simplemente no dice que no lo hiciera, ni nos ayuda a encontrar pruebas que lo demuestren.
Porque no quiere incriminarse, pensó Charlotte. Estuvo a punto de preguntar si Brian consideraba inocente a Dykmans, pero venció su instinto de abogada defensora y se lo pensó mejor.
—Pero ¿por qué te importa tanto? —preguntó, y levantó una mano cuando Brian abrió la boca—. Y no me sueltes otro discurso sobre la verdad y la justicia. Quiero conocer la historia real.
Por el rostro de Brian pasó una expresión de indignación, y Charlotte pensó que objetaría que era por el bien común. Entonces le cambió la cara. Charlotte siempre había sido capaz de atravesar la coraza de Brian mejor que nadie (sospechaba que incluso mejor que su mujer).
—Es por pasar a ser socio del bufete —contestó al fin Brian en voz baja.
Claro, pensó Charlotte, mientras empezaba a encajar las piezas del rompecabezas. Brian llevaba casi nueve años ejerciendo la abogacía, tiempo suficiente para que lo tomaran en consideración como posible socio.
—Dykmans es un cliente muy importante —añadió Brian—. Prácticamente me han dicho que si consigo que lo declaren inocente, el puesto es mío. Y si no…
No tuvo que terminar la frase. Los abogados que no llegaban a socios en uno de los grandes bufetes tenían fecha de caducidad, uno, dos años. Después se suponía que entraban en plantilla en otro bufete o se buscaban otra ocupación, opciones menos prometedoras, y para Brian, inconcebibles.
Charlotte cogió un poco de langosta con los palillos, se la metió en la boca y reflexionó mientras masticaba. La situación era del todo surrealista. Brian necesitaba su ayuda para defender a un colaborador de los nazis. Presunto colaborador de los nazis. No era una cuestión personal ni especialmente halagadora. Había recurrido a ella por la sencilla razón de que era la persona que tenía lo que él necesitaba, como un fontanero cuando se atasca un retrete o un mecánico cuando se estropea un coche.
Pero aún quedaba por plantear y por responder la verdadera pregunta: ¿por qué tendría que hacerlo ella? Brian la había destrozado, se lo había arrebatado todo. Ella no le debía nada.
Sin embargo, cuando estaba a punto de negarse, algo se removió en su interior. Recordó los días pasados en los polvorientos archivos europeos, cuando trataba de reconstruir lo que había sucedido, de hacer justicia a quienes ya no podían hablar por sí mismos. Le encantaba el tema, pero le frustró su carácter abstracto, remoto. Trabajar en el caso de Dykmans podría brindarle la oportunidad de aunar su interés por el derecho con los asuntos internacionales, como le hubiera gustado hacer diez años antes. Y empezó a picarle la curiosidad.
—Dentro de poco tengo unos días de vacaciones —dijo al fin—. Podría organizarlas para el próximo mes y…
—Eso no serviría —interpuso Brian, interrumpiéndola casi con grosería—. El juicio de Roger es dentro de cuatro semanas. Tenemos que encontrar pruebas que lo absuelvan, y ya mismo.
A Charlotte se le cayeron los palillos estrepitosamente sobre el plato.
—¿Cuatro semanas?
Dentro de cuatro semanas tendrían que estar puliendo las declaraciones de los testigos, ensayando argumentos en un juicio simulado, no buscando pruebas.
—Sí, ya lo sé. No es la situación ideal —dijo Brian.
Charlotte se quedó mirándolo, esperando una explicación del porqué de su petición de última hora, pero él le devolvió la mirada en silencio, sin pestañear. De modo que Brian esperaba que lo dejara todo y fuera tras él.
—No puedo.
—Dykmans es un hombre muy rico. Puedes poner tú el precio.
Charlotte titubeó. No se le había ocurrido pedir dinero.
—Quiero a Kate Dolgenos.
—¿Cómo dices?
Saltaba a la vista que no era la respuesta que Brian preveía.
—Es la mejor abogada penalista de tu bufete, ¿no?
Y del país, pensó Charlotte, y Brian asintió.
—Quiero que se encargue de la vista preliminar de uno de mis clientes la semana próxima. Es un caso de delincuencia juvenil.
Solo así podía animarse a abandonar a Marquan: dejándolo en manos de alguien mejor que ella.
—Pero Dolgenos se ocupa de delitos de guante blanco. No va a…
—Y quiero que se lo prepare a fondo, no que se limite a cubrir el expediente —insistió Charlotte—. Lo primero, que vea a mi cliente.
Brian abrió la boca como para protestar, pero volvió a cerrarla.
—De acuerdo.
Charlotte se mordió el labio inferior, titubeante. Era como pedirle peras al olmo, y no se esperaba que Brian se tragara su farol y accediera al trato. Sus pensamientos volvieron a todos los casos que tenía pendientes.
—Puedo dedicarte una semana —dijo.
La verdad era que podía dedicarle más tiempo. Llevaba casi dos años sin tomarse vacaciones, algo que era casi objeto de bromas en el bufete. A pesar de la cantidad de trabajo, su jefe le daría tiempo libre de buena gana y sus colegas cubrirían cualquier eventualidad. Pero necesitaba contar con una salida de emergencia, una manera de escapar en el caso de que trabajar con Brian le resultara excesivo. Y una semana era incluso más de lo que él se merecía.
Brian suspiró, visiblemente aliviado.
—Estupendo. —Con un gesto de la mano le indicó a la camarera que le trajera la cuenta—. Nos vemos mañana por la noche en el aeropuerto de Newark. El vuelo sale a las ocho y cuarto.
Charlotte decidió no enfadarse por el hecho de que Brian hubiera dado por sentado que accedería ni por qué, faltaría más, ya hubiera reservado los billetes.
—¿Adónde vamos? —preguntó al tiempo que Brian le daba a la camarera una tarjeta de crédito platino sin mirar la cuenta.
Brian sacó una tarjeta de visita de la chaqueta y se la tendió a Charlotte.
—A Alemania. Tenemos que ir a Munich a hablar con los abogados de Dykmans.
—Vale. —Charlotte apuró su copa y se levantó, dejando su plato casi intacto—. Hasta mañana —dijo en voz baja, y se dirigió a la puerta.
No soportaba la idea de ser ella la que se quedara atrás, de ver cómo él se marchaba otra vez.