LAS BLANCAS GAVIOTAS revoloteaban sobre los acantilados, el aire estaba salpicado de espuma y las largas olas gemían a lo largo de la playa, cuando Solomon Kane regresó a su tierra.
Caminó en un silencio extraño y turbado a través de la pequeña ciudad de Devon; su mirada, como la de un fantasma que vuelve a la vida, recorría las calles de un extremo a otro.
La gente, que le seguía con asombro al notar su mirada espectral, se agrupó silenciosamente en la taberna, a su alrededor.
Solomon oyó como en sueños el crujido de las viejas vigas gastadas, alzó su jarra y habló como si fuese un fantasma:
—Allí se sentaba antaño sir Richard Grenville. Se fue en medio del humo y de las llamas: éramos uno contra cincuenta y tres, pero les devolvimos golpe por golpe. Desde la aurora escarlata hasta la aurora escarlata mantuvimos a raya a los hidalgos. Los muertos alfombraban nuestros puentes, y el enemigo había volado nuestros mástiles a cañonazos. Les hicimos retroceder con nuestras hojas rotas, hasta que las olas se volvieron carmesíes; la muerte atronó entre el humo del cañón cuando sir Richard Grenville perdió la vida. Deberíamos haber volado su navío, hundiéndonos con él en el océano.
Entonces, aquella gente contempló en sus muñecas las cicatrices dejadas por el potro de la Inquisición.
—¿Dónde está Bess? —dijo Solomon Kane—. ¡Qué pena que llorase por mi culpa!
—Hace ya siete años que duerme en el tranquilo cementerio que está al borde del mar.
El viento del mar gimió en la contraventana, y Solomon agachó la cabeza.
—Cenizas a las cenizas y polvo al polvo… Hasta lo más hermoso se desvanece.
Sus ojos eran profundos abismos de misterio que ocultaban cosas no terrenales. Solomon alzó el rostro y habló de su vagar.
—Mis ojos han contemplado brujerías en tierras oscuras y desoladas, horrores nacidos de la jungla, y muertes en las arenas vírgenes.
»He conocido a una reina inmortal en una ciudad tan vieja como la muerte, cuyas imponentes pirámides de calaveras daban testimonio de sus hazañas. Su beso, que era como el colmillo de una víbora, poseía la dulzura de Lilith, y sus vasallos de ojos rojos aullaban clamando por sangre en aquella ciudad de locura.
»He aniquilado a una forma vampírica que chupaba la sangre de un rey negro, y he vagado entre colinas tétricas, donde los muertos caminaban de noche.
»He visto rodar cabezas como frutos maduros en el barracón de los traficantes de esclavos, y he contemplado a demonios alados volar desnudos bajo la luna.
»Mis pies están cansados de tanto viajar, y la vejez llega deprisa; ahora me gustaría quedarme en Devon, en mi sitio, para siempre.
El aullido de la manada del océano llegó silbando a lomos de la brisa, y Solomon Kane levantó la cabeza como un sabueso que olfateara una pista.
Mezclado con el viento, como si llegase a la carrera, Solomon Kane escuchó el aullido de los sabuesos del océano; se levantó nuevamente y se ciñó su hoja española. En sus ojos extraños y fríos, un resplandor vagabundo fue abriéndose paso, cegador y brillante.
Solomon hizo a un lado a la gente y salió en mitad de la noche.
Una luna salvaje cabalgaba las cerriles nubes blancas, y las olas estaban adornadas de níveas crestas cuando Solomon Kane se fue de nuevo, sin que nadie supiese adónde.
Vislumbraron su figura recortándose contra la luna, donde las nubes se adelgazaban en la cumbre de la colina, y oyeron una llamada sobrenatural de sibilantes ecos que se fundió con el viento.
Título original:
«Solomon Kane’s Homecoming»
(Fanciful Tales of Space and Time, otoño 1936)