UN HOMBRE DORMÍA bajo las inciertas ramas, envuelto en su capa, rodeado por la reptante bruma. Richard Grenville se acercó hasta él y rozó una de sus muñecas.

El viento de la noche no agitaba la profundidad de la foresta, por donde se extendían las sombras del destino. Solomon Kane despertó de su sueño y miró al muerto.

Habló maravillándose, sin asustarse:

—¿Cómo puede caminar el hombre que ha muerto? ¿Qué hacéis aquí, amigo de los viejos tiempos, vos que hace tanto caísteis a mi lado?

—Levántate, levántate —dijo sir Richard—. Los sabuesos del destino están en libertad; se acercan los asesinos para tomar tu cabeza y colgarla del árbol ju-ju.

»Ágiles pies hollan el fango de la jungla, cubierto de sombras siniestras y compactas, y hombres desnudos que suspiran por sangre corren a través de la oscuridad.

Solomon se levantó y desnudó su espada y, con la misma rapidez con que lo cuenta la lengua, la tiniebla vomitó una horda pintarrajeada, como si fueran sombras saliendo del Infierno.

Sus pistolas atronaron la noche, y en aquel estallido de llamas vio ojos rojos que odiaban la luz, pero avanzó hacia aquellas siluetas.

Su espada era como el ataque de la cobra, y tarareaba una canción de muerte; su brazo era de acero y nudosa encina bajo la luna naciente.

Pero junto a él cantó otra espada, y una gran figura rugió y combatió, y abatió como hojas secas a la aulladora horda, que se revolcó en el ensangrentado polvo.

Si su carga fue tan silenciosa como la muerte, igual de silenciosos se marcharon; en el húmedo calvero sólo quedaron los muertos lacerados.

Y Solomon se volvió, con la mano extendida, y se detuvo de súbito, pues ningún hombre se tenía en pie, con la espada desnuda, bajo el árbol iluminado por la luna.

Título original:

«The Return of Sir Richard Grenville»

(Red Shadows, 1968)