LAS RAMAS QUE N’LONGA había echado en el fuego crepitaron y se partieron. Las llamas que brincaban hacia lo alto iluminaron los rasgos de dos hombres. N’Longa, el hechicero vudú de la Costa de los Esclavos, era muy viejo. Su figura nudosa y retorcida era frágil y estaba cargada de espaldas, y su rostro surcado de infinidad de arrugas. La roja luz del fuego bailoteaba sobre los huesos humanos que formaban su collar.
El otro hombre era inglés y se llamaba Solomon Kane. Alto y de anchas espaldas, iba vestido con ropas negras que se ceñían a su cuerpo, el atavío de un puritano. Sobre sus tupidas cejas llevaba muy calado un sombrero de ala ancha y sin plumas, que cubría de penumbra su sombrío y pálido rostro. Sus ojos, helados y profundos, se ensimismaban en el fuego.
—Has vuelto, hermano —rezongó el hechicero, hablando en la jerga que se había convertido en lengua franca de negros y blancos a lo largo de la Costa Oeste—. Muchas lunas ardieron y murieron desde que hacer pacto de sangre. Fuiste hacia el ocaso, pero ahora volver.
—En efecto —la voz de Kane era profunda y casi espectral—. La tuya es una tierra cruel, N’Longa. Una tierra roja, atrasada a causa de la negra tiniebla del horror y de las sangrientas sombras de la muerte. Y sin embargo, he vuelto…
N’Longa atizó el fuego, sin decir nada, y, tras una pausa, Kane siguió hablando.
—Allí, en la vastedad desconocida —su largo índice apuntó hacia la silenciosa jungla negra que se agazapaba al otro lado del espacio iluminado por el fuego—, allí se encuentran el misterio, la aventura y el terror sin nombre. Una vez desafié a la jungla… y faltó bien poco para que se quedara con mis huesos. Algo se mezcló con mi sangre, algo penetró en mi alma, como el murmullo de un pecado innominado. ¡La jungla! Oscura y amenazante… me ha hecho recorrer muchas leguas de azul mar salado. Al alba debo adentrarme hasta su corazón. Quizá encuentre extrañas aventuras… quizá me aguarde el fin. Pero mejor la muerte que esta urgencia incesante y permanente, este fuego que ha quemado mis venas con su amargo anhelo.
—Es su llamada —murmuró N’Longa—. Por la noche enroscarse como una serpiente alrededor de mi cabaña y susurrar cosas extrañas. Ai ya! La llamada de la jungla. Nosotros hermanos de sangre, tú y yo. ¡Yo N’Longa, poderoso hacedor de magia sin nombre! Tú irás a jungla, como todos los hombres que oyen su llamada. Quizá vivas, aunque más probable mueras. ¿Creer en mis obras de magia?
—No la comprendo —dijo Kane, sombrío—, pero he visto cómo enviabas tu alma fuera de tu cuerpo para animar a un cadáver sin vida.
—¡Ser cierto! ¡Yo soy N’Longa, sacerdote del Dios Negro! ¡Ahora atender, voy a hacer magia!
Kane miró al viejo hombre del vudú que se inclinaba sobre el fuego, mientras hacía con las manos movimientos que se repetían y murmuraba encantamientos. Según le observaba, sintió que se iba quedando dormido. Una bruma ondeó ante él, a través de la cual vio tenuemente la forma de N’Longa, recortándose de negro contra las llamas. Después, todo se desvaneció.
Kane se despertó con un estremecimiento y dirigió rápidamente una mano a la pistola que llevaba al cinto. N’Longa le miró con una mueca, a través de las llamas, mientras sentía en el aire el aroma de la cercana aurora. El brujo tenía entre las manos un largo bastón de una extraña madera negra. Aquel bastón había sido labrado de manera singular y una de sus puntas estaba aguzada.
—Este bastón vudú —dijo N’Longa, dejándolo en las manos del inglés—, salvarte cuando pídolas y cuchillo largo no servir. Si necesitarme, poner sobre el pecho, coger con tus manos y dormir. Yo ir a ti en sueños.
Kane sopesó el bastón en una de sus manos, sospechando su brujería. No era pesado, pero parecía tan duro como el hierro. Por lo menos era una buena arma. Mientras tanto, la aurora había comenzado a insinuarse furtivamente sobre la jungla y el río.
Solomon Kane descolgó el mosquete de su espalda y apoyó su culata en el suelo. El silencio le envolvía como si fuese niebla. El rostro de Kane, lleno de arañazos, y sus ropas, hechas jirones, mostraban los efectos de un largo viaje a través del sotobosque. Miró a su alrededor.
Detrás de él, a cierta distancia, aparecía la verde y espesa jungla que se iba aclarando a medida que se acercaba a los arbustos, a los árboles raquíticos y a la hierba alta. Delante de él, no muy lejos, se levantaba la primera de una serie de colinas desnudas y sombrías, en donde sólo crecían las piedras, que espejeaban bajo el despiadado calor del sol. Entre las colinas y la jungla se extendía una amplia pradera de hierba tupida y ondulada, salpicada aquí y allá de grupos de espinos.
Un silencio completo dominaba aquel paisaje. El único signo de vida lo daban unos pocos buitres que planeaban pesadamente sobre las distantes colinas. Durante los últimos días, Kane había sido consciente del número creciente de aquellas aves repugnantes. El sol vacilaba hacia el Oeste, pero su calor aún no había disminuido.
Cogiendo el mosquete, avanzó lentamente. No tenía ningún objetivo preciso. Aquel país le era desconocido, por lo que cualquier dirección le parecía tan buena como las demás. Muchas semanas antes se había adentrado en la jungla con la confianza que nace del coraje y la ignorancia. Después de haber sobrevivido milagrosamente durante las primeras semanas, se había hecho aún más duro y animoso, y ya era capaz de plantar cara a cualquiera de los siniestros habitantes de la vastedad que estaba atravesando.
Mientras avanzaba, observó unas huellas diversas de león, aunque nada parecía indicar que hubiese animales en la pradera… o al menos, ninguno que dejase pistas. Los buitres se habían posado, como amenazantes ídolos negros, en uno de los árboles raquíticos. De repente, Kane observó cierta actividad entre los que se encontraban un poco más lejos. Varias de aquellas aves oscuras volaban en círculos alrededor de un corro de hierba alta, bajando hasta el suelo y elevándose después. Alguna fiera salvaje estaba defendiendo su presa, pensó, y se extrañó de no haber oído los gruñidos y rugidos que, usualmente, acompañaban aquel tipo de escenas. Impulsado por la curiosidad, dirigió sus pasos hacia aquella dirección.
Moviéndose entre la hierba que le llegaba hasta los hombros, Kane no tardó en observar a través del pasillo que formaba la ondeante vegetación una escena espantosa: el cadáver de un hombre negro boca abajo. Mientras lo estaba mirando, una gran serpiente oscura se apartó de aquel cuerpo y se deslizó entre la hierba, moviéndose con tanta rapidez que el inglés no pudo distinguir su especie. Pero, sin saber cómo, le pareció sentir en ella algo humano.
Kane se detuvo junto al cadáver. Aparte del hecho de que sus miembros yaciesen desmadejados, como si hubiesen sido descoyuntados, no le faltaba nada de carne, lo que no habría sido el caso de ser atacado por un león o un leopardo. Echó una mirada a los buitres que seguían volando en círculo y le sorprendió ver que algunos de ellos daban varias pasadas en la dirección en que había huido la cosa que, presumiblemente, había matado al hombre negro. Kane se preguntó qué estarían cazando en medio de la pradera aquellas aves carroñeras que sólo comen cosas muertas. Pero África está llena de misterios inexplicados.
Se encogió de hombros y alzó nuevamente el mosquete. Había corrido numerosas aventuras desde que dejara a N’Longa, varias lunas atrás, pero aquel innominado impulso paranoide había seguido empujándolo más y más hacia el interior, por caminos inexplorados. Si hubiese intentado analizar esa llamada, Kane la habría atribuido a Satanás, que empuja a los hombres hacia su destrucción. Pero, en realidad, no era más que el espíritu turbulento e inquieto del aventurero, del viajero… El mismo impulso que empuja las caravanas de gitanos alrededor del mundo, que lanzó las naves de los vikingos sobre mares desconocidos y que guía el vuelo de los gansos salvajes.
Kane suspiró. En aquella tierra desolada no parecía haber agua ni alimento, pero estaba mortalmente cansado del veneno húmedo y maloliente de la jungla tropical. Incluso la aridez de unas colinas desnudas era preferible, al menos durante un tiempo. Miró hacia ellas, que se veían torvas bajo el sol, y reanudó su marcha.
Llevaba el bastón mágico de N’Longa en la mano izquierda. Aunque su conciencia no estuviese muy tranquila por el hecho de haberse quedado con un objeto de naturaleza tan claramente diabólica, no había podido decidirse a deprenderse de él.
En aquellos momentos, mientras se dirigía hacia las colinas, una súbita conmoción cobró forma en la hierba que se encontraba ante él, en algunos lugares más alta que un hombre. Sonó un grito agudo y después un tremendo rugido que hizo temblar la tierra. La hierba se abrió y una figura delgada se dirigió, corriendo, hacia él, como una brizna de paja impulsada por el viento… Era una joven de piel tostada, vestida sólo con una especie de falda. Tras ella, a unas cuantas yardas, pero ganando terreno rápidamente, llegaba un león enorme.
La joven cayó a los pies de Kane, gimiendo y sollozando, y se abrazó a sus rodillas. El inglés dejó caer el bastón vudú, se llevó el mosquete a los hombros y apuntó fríamente al feroz rostro del felino que cada vez estaba más cerca. ¡Bang! La joven gritó nuevamente y escondió el rostro. El enorme felino dio un salto tremendo y feroz y se derrumbó sin vida.
Kane se apresuró a recargar su arma antes de reparar en la forma que se hallaba a sus pies. La joven yacía tan inmóvil como el león que acababa de matar, pero después de un rápido examen comprobó que sólo se había desmayado.
Mojó su rostro con un poco del agua de la cantimplora y ella no tardó en abrir los ojos y sentarse. El miedo ocupaba su rostro mientras miraba a su salvador y hacía ademán de levantarse.
Kane alzó una mano para detenerla. La joven se hizo un ovillo y comenzó a temblar. El rugido del mosquete de gran calibre era suficiente para aterrorizar a cualquier indígena que no hubiese visto jamás a un hombre blanco, pensó el inglés.
La joven era delgada y bien formada. Su nariz era recta y estrecha. El color de su piel era marrón oscuro, debido quizá a una fuerte aportación de sangre beréber.
Kane habló en uno de los dialectos del río, una lengua sencilla que había aprendido en sus vagabundeos, y ella le respondió con titubeos. Las tribus del interior intercambiaban esclavos y marfil con la gente del río, y estaban familiarizadas con su lenguaje.
—Mi poblado está por ahí —dijo, contestando a una pregunta de Kane, y apuntó al Sur, hacia la jungla. Sus brazos, perfectamente torneados, eran delgados—. Me llamo Zunna. Mi madre me azotó por romper una olla y yo me escapé porque estaba enfadada. Tengo miedo. ¡Déjame que vuelva con mi madre!
—Claro que puedes volver —dijo Kane—, pero yo iré contigo, pequeña. Supon que apareciese otro león. Hiciste una locura al escaparte.
Ella lloriqueó un poco.
—¿No eres un dios?
—No, Zunna. Sólo soy un hombre, aunque el color de mi piel no sea como el tuyo. Vamos, guíame hasta tu poblado.
Ella se levantó, dudando, mirándole con aprensión a través de su desordenada cabellera. A Kane le recordaba algún animal espantado pocos años. Abrió la marcha y Kane la siguió. Como su poblado se encontraba hacia el Sudeste, la ruta que tomaron les fue acercando a las colinas. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte y el rugido de los leones reverberaba sobre la sabana. Kane miró hacia el cielo de Poniente. En aquel terreno abierto no había ningún lugar donde guarecerse. Echó un vistazo a las colinas y vio que la más próxima se encontraba a unos pocos cientos de yardas. Distinguió algo que podría ser una cueva.
—Zunna —dijo, deteniéndose—, no podremos llegar a tu poblado antes de que anochezca. Si nos quedamos aquí nos cogerán los leones. Más allá hay una caverna donde podremos pasar la noche…
Ella se apartó, temblando.
—¡Las colinas, no, amo! —imploró—. ¡Antes los leones!
—¡Tonterías! —su tono era de impaciencia; ya estaba harto de las supersticiones de los indígenas—. Pasaremos la noche en esa cueva.
La joven no insistió y le siguió. Superaron una ligera pendiente y llegaron a la entrada de la caverna, que era más bien pequeña, con paredes de roca sólida y suelo cubierto de arena fina.
—Recoge un poco de hierba seca, Zunna —ordenó Kane, apoyando el mosquete en la pared de la entrada—, pero no te alejes, y estate atenta a los leones. Voy a encender un fuego que nos mantendrá a salvo de las fieras por esta noche. Sé buena chica y trae un poco de hierba y todas las ramas que puedas encontrar. Después cenaremos. En la bolsa tengo carne seca y también agua.
Ella le miró durante un largo instante, de manera un tanto extraña, y se alejó sin decir nada. Kane cogió un poco de la hierba que tenía cerca, comprobó que estaba reseca y quebradiza por el sol y la acercó al eslabón y el pedernal que había sacado. La llama no tardó en brotar y en devorar rápidamente la hierba. Cuando se estaba preguntando de qué modo podría recoger la suficiente hierba para dejar encendido el fuego toda la noche, se dio cuenta de que tenía visita.
Kane había visto muchas cosas grotescas, pero al primer vistazo que echó, un escalofrío le recorrió el espinazo. Ante él había dos hombres que permanecían en silencio. Altos y muy delgados, estaban totalmente desnudos. Su piel era de color negro sucio, como si estuviese manchada con el tono gris ceniza de la muerte. Sus rostros eran diferentes de todos los que había visto hasta entonces. La frente era alta y estrecha; la nariz, enorme, como la de un animal; los ojos, inhumanamente grandes y rojos. Mientras permanecían inmóviles, a Kane le pareció que sólo aquellos ardientes ojos estaban animados de vida.
Les habló, pero no le contestaron. Los invitó a comer con un gesto de la mano, pero ellos se sentaron en cuclillas cerca de la entrada de la cueva, en silencio y tan lejos como podían de las moribundas brasas.
Kane cogió su bolsa y comenzó a extraer de ella trozos de carne seca. En cierta ocasión que miró de soslayo a sus silenciosos invitados, le pareció que más que mirarle a él, estaban pendientes de las cenizas de su fuego, aún parpadeantes.
El sol estaba a punto de desaparecer por Poniente. Un resplandor rojo se extendió sobre la sabana, convirtiéndola en un ondeante mar de sangre. Kane se arrodilló encima de su bolsa. Al levantar los ojos, vio que Zunna subía por la colina, llevando entre sus brazos gran cantidad de hierba y de ramas secas.
Mientras estaba mirándola, los ojos de la joven perdieron su expresión; las ramas cayeron de sus brazos y su grito, henchido de una terrible advertencia, apuñaló el silencio. Kane giró sobre sus rodillas. Dos grandes formas cayeron sobre él mientras se ponía en pie con el ágil movimiento del leopardo cuando salta. Con una mano cogió el bastón mágico y lo clavó en el cuerpo del agresor que tenía más cerca, atravesándolo de parte a parte con tanta violencia que su aguzada punta sobresalió de sus omóplatos. Mientras tanto, los largos y delgados brazos de otro atacante se cerraron a su alrededor, y ambos cayeron al suelo.
Las uñas del desconocido se clavaron como garras en su rostro, y los infames ojos rojos le miraron fijamente con terrible desafío mientras se debatía. Agarrando las zarpas de su enemigo con una sola mano, Kane empuñó con la otra una pistola. Apretó su boca contra el contado del salvaje y oprimió el gatillo. Tras la detonación, que sonó apagada, el cuerpo del extraño se agitó al recibir la bala, pero sus delgados labios sólo se contrajeron en una hórrida mueca.
Un largo brazo se deslizó bajo los hombros de Kane, mientras tiraba de sus cabellos. El inglés sintió que su cabeza iba hacia atrás de forma irresistible. Agarró las muñecas de su oponente con ambas manos, pero la carne que tocó era tan dura como un leño. Su cerebro comenzó a darle vueltas; sólo un poco más de presión y le partiría el cuello. Echándose hacia atrás con un esfuerzo volcánico, rompió la mortal presa que le sujetaba. El otro se le echó encima y sus garras se clavaron nuevamente en él. Kane encontró la pistola descargada y golpeó con ella a su contendiente, sintiendo que su cráneo se rompía como un huevo cuando concentró todas sus fuerzas en el golpe. Pero una vez más, aquellos labios temblequeantes sonrieron con una mueca burlona.
Entonces, Kane comenzó a sentir pánico. ¿Qué tipo de hombre era aquel que seguía amenazando su vida con sus dedos acerados después de encajar un disparo y un mazazo, por fuerza mortales? ¡Seguramente, ninguno de los engendrados por el hombre, sino alguno de la progenie de Satanás! Nada más pensarlo, Kane se debatió y consiguió levantarse violentamente. Ambos combatientes cayeron rodando por el suelo de la cueva, deteniéndose cerca de las humeantes brasas que aún relucían a la entrada. Kane apenas advirtió el calor, pero la boca de su adversario se desencajó, aquella vez con una mueca de dolor. Sus espantosos dedos aflojaron su presa y Kane se liberó de ellos.
La bestial criatura con el cráneo hundido se levantaba, apoyándose sobre una mano y una rodilla cuando Kane la golpeó, volviendo al ataque como un enflaquecido lobo acosando a un bisonte herido. Saltó desde uno de sus costados, y cayó de lleno encima de la columna vertebral de su adversario. Sus brazos de acero buscaron y encontraron algún punto donde agarrarle, de forma que, mientras se revolcaban por el suelo, pudo romperle el cuello. El odioso rostro quedó colgando de un hombro y, aunque aquel cuerpo no se movió, a Kane le pareció que no estaba totalmente muerto, pues los ojos rojos todavía seguían ardiendo con su resplandor macabro.
El inglés se volvió, y vio a la joven sentada en cuclillas a la entrada de la cueva. Buscó su bastón; yacía en un montón de polvo, en medio de unos cuantos huesos humeantes. Se quedó mirando sin dar crédito a lo que veía. A continuación, agachándose bruscamente, cogió el bastón vudú y se volvió hacia el hombre que estaba en el suelo. Su rostro se cubrió de arrugas funestas mientras lo levantaba, antes de atravesar con él el pecho del salvaje. Ante sus ojos, aquel cuerpo enorme se derrumbó, disolviéndose en polvo, lo mismo que le había sucedido a su anterior adversario.
—¡Gran Dios! —susurró Kane—. ¡Esos hombres estaban muertos! ¡Vampiros! ¡Una manifestación de la obra de Satanás!
Zunna se arrastró hasta sus rodillas y se abrazó a ellas.
—Eran los muertos que caminan, amo —se lamentó—. Habría debido advertirte.
—¿Por qué no saltaron sobre mí nada más llegar? —preguntó.
—Tenían miedo del fuego. Esperaron a que las brasas se apagasen del todo.
—¿De dónde venían?
—De las colinas. Cientos de los suyos se agazapan entre los peñascos y cavernas de estas colinas, alimentándose de almas humanas, pues nada más matar a un hombre devoran su espíritu en cuanto abandona su tembloroso cuerpo. ¡Sí, chupan las almas!
»Amo, en la mayor de estas colinas se encuentra una silenciosa ciudad de piedra donde ellos vivían en tiempos de mis antepasados. Eran humanos, pero no como nosotros, pues habían gobernado esta tierra a lo largo de las eras. Mis antepasados les hicieron la guerra y mataron a muchos, pero sus magos convirtieron a todos sus muertos en lo que has visto. Al final, todos murieron.
»Desde entonces han atacado a las tribus de la jungla, bajando de sus colinas a medianoche o al ponerse el sol, para merodear por los caminos de la jungla y matar una y otra vez. Los hombres y los animales huyen de ellos, pues sólo el fuego puede destruirlos.
—Esto los destruirá —dijo lúgubremente Kane, levantando el bastón-vudú—. La magia negra sólo se combate con magia negra; ignoro qué tipo de encantamiento posee este bastón, pero…
—Tú eres un dios —sentenció Zunna, en voz alta—. Ningún hombre puede vencer a dos de los muertos que caminan. Amo, ¿no podrías librar de esta maldición a mi tribu? No tenemos ningún lugar adonde huir, y los monstruos nos matan cada vez que lo desean, capturando a los viajeros que se aventuran fuera de la valla del poblado. ¡La muerte se ha adueñado de esta tierra, y nosotros morimos indefensos!
En lo más hondo de Kane se agitó el espíritu del cruzado, el ardor del zelota… del fanático que dedica su vida a batallar contra los poderes de las tinieblas.
—Tomemos algo —dijo—; después encenderemos un gran fuego a la entrada de la cueva. El fuego que mantiene alejadas a las bestias, también alejará a los demonios.
* * *
Más tarde, Kane se sentó a la entrada de la cueva, con el mentón apoyado en uno de sus puños, y miró intensamente el fuego, ensimismándose en él. A su espalda, en las sombras, Zunna le observaba, atemorizada.
—¡Dios de los Ejércitos —murmuró Kane—, ayúdame! A mi mano incumbe extirpar la antigua maldición que pende sobre esta tenebrosa tierra. ¿Cómo habré de combatir a esos demonios muertos, que no ceden ante las armas mortales? El fuego los destruye… Si se les rompe el cuello se quedan inermes… El bastón vudú, al penetrar en sus cuerpos, los reduce a polvo… Pero ¿de qué me sirve todo eso? ¿Cómo podré prevalecer contra los centenares que merodean por estas colinas, para quienes la esencia vital del hombre es Vida? ¿No fueron contra ellos en el pasado, como afirma Zunna, los guerreros, y sólo consiguieron descubrir que habían huido a su ciudad fortificada, contra la que nada puede ningún hombre?
La noche fue pasando. Zunna dormía con la mejilla apoyada en su torneado brazo de muchacha. El rugido de los leones sacudía las colinas, pero Kane aún seguía sentado delante del fuego, pensativo. Fuera, la noche rebosaba de vida y de susurros, de roces y de furtivos pasos mullidos. En varias ocasiones en que Kane se distrajo de su meditación, le pareció ver el resplandor de unos grandes ojos rojos más allá de la titubeante luz del fuego.
La aurora gris comenzaba a insinuarse sobre la sabana cuando Kane tocó a Zunna en el hombro, para despertarla.
—Que Dios se apiade de mi alma, por ahondar en magias bárbaras —dijo—, pero es más que posible que los demonios sólo puedan ser combatidos con otros demonios. Atiende al fuego y avísame si te ocurre cualquier percance.
Kane se echó de espaldas sobre el suelo de arena y dejó encima de su pecho el bastón vudú, que agarró con ambas manos. Al instante se quedó dormido. Y al dormirse, soñó. A su yo adormilado le pareció caminar a través de una niebla espesa, y que en medio de ella se encontraba con N’Longa, como si aquello ocurriera realmente. N’Longa habló, y sus palabras fueron claras y vividas, y se imprimieron profundamente en su subconsciente, como si tuvieran que vencer el abismo que separa el sueño de la vigilia.
—Envía a la joven de vuelta a su poblado poco después de salir el sol, cuando los leones hayan regresado a sus madrigueras —dijo N’Longa—, y ordénale que vuelva a la cueva con su enamorado. Después haz que se eche a dormir, sin soltar de sus manos el bastón vudú.
El sueño se desvaneció y Kane se despertó de repente, maravillado. ¡Cuán extraña y vivida había sido la visión, y lo extraño que le parecía oír a N’Longa hablando en un inglés perfecto, y no en su jerga! Kane se encogió de hombros. Sabía que N’Longa afirmaba poder enviar su espíritu a través del espacio, y sabía que era cierto, porque él mismo había visto al hombre del vudú animar el cuerpo de un muerto. Sin embargo…
—Zunna —dijo Kane, dejando de lado aquellas divagaciones—, te acompañaré hasta donde comienza la jungla; te dirigirás a tu poblado y después volverás a esta cueva con tu enamorado.
—¿Kran? —preguntó ella, con ingenuidad.
—Kran o como se llame. Come algo y nos iremos.
* * *
El sol iba poniéndose una vez más hacia el Oeste. Kane esperaba sentado en la cueva. Había dejado a la joven, sana y salva, en el lugar donde la jungla comenzaba a perder su espesura y se convertía en sabana. Aunque le remordiese la conciencia al pensar en los peligros que quizá tendría que afrontar, la dejó sola y regresó a la cueva. Y allí seguía sentado, mientras se preguntaba si no sería condenado al fuego eterno por coquetear con la magia de un brujo negro, fuese o no su hermano de sangre.
Escuchó unos pasos ligeros y mientras echaba mano al mosquete, entró Zunna, acompañada de un joven alto y espléndidamente proporcionado, cuya piel marrón mostraba su pertenencia a su misma raza. Sus tranquilos ojos soñadores miraron fijamente a Kane con una especie de temor reverencial. Era evidente que Zunna, al contarle lo sucedido, no había escatimado la gloria de aquel nuevo dios.
Ordenó al joven que se echase y le puso entre las manos el bastón vudú en la manera apropiada. Zunna se sentó en cuclillas a su lado, con los ojos muy abiertos. Kane retrocedió, medio avergonzado por tener que rodearse de tanto misterio y sin dejar de preguntarse si, a fin de cuentas, aquello serviría para algo. Entonces, para su espanto, el joven gimió y se quedó rígido.
Zunna se levantó de un salto.
—¡Has matado a Kran! —exclamó, y se abalanzó sobre el inglés, que se había quedado sin habla.
Pero, de repente, se detuvo, vaciló, se pasó ligeramente una mano por la frente… y se dejó caer al suelo, para rodear con sus brazos el cuerpo inmóvil de su enamorado.
Entonces, aquel cuerpo se movió, hizo unos gestos sin intención aparente con manos y pies, y se sentó, desembarazándose de los brazos exánimes de la joven, que acababa de perder el conocimiento.
Kran alzó la mirada hacia Kane y sonrió con una astuta mueca de malicia, que parecía fuera de lugar en su rostro. Kane se sobresaltó. La expresión de los ojos tranquilos había cambiado, pues en aquellos momentos eran duros, chispeantes y reptilianos… ¡los ojos de N’Longa!
—Ai ya! —dijo Kran, con una voz grotescamente familiar—. Hermano de sangre, ¿tú no saludar a N’Longa?
Kane no rompió su mutismo. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, se le había puesto carne de gallina. Kran se levantó y le estrechó la mano de un modo extraño, como si sus miembros le resultasen ajenos. Se golpeó en el pecho con gesto de aprobación.
—¡Yo N’Longa! —dijo, con su acostumbrado modo rimbombante—. ¡Poderoso hombre ju-ju! Hermano de sangre no conocerme, ¿eh?
—Tú eres Satanás —le contestó Kane, con toda sinceridad—. ¿Quién dices ser, Kran o N’Longa?
—Yo N’Longa —aseguró el otro—. Mi cuerpo dormir en cabaña ju-ju en costa, muchas jornadas de aquí. Yo tomo prestado cuerpo de Kran por poco tiempo. Mi espíritu marcha diez días en un respiro; veinte días marcha en mismo tiempo. Mi espíritu salir de mi cuerpo y sacar fuera el de Kran.
—¿Y Kran ha muerto?
—No, él no muerto. Yo enviar su espíritu a Tierra de las Sombras durante un poco… enviar también el de la joven para hacerle compañía; pronto volver.
—Esto es obra del Demonio —dijo Kane con franqueza—, pero te he visto hacer magia aún más infame… ¿Debo llamarte N’Longa o Kran?
—¡Kran… no! Yo N’Longa… ¡Cuerpos como vestidos! ¡Yo N’Longa, aquí dentro! —y se golpeó el pecho—. Dentro de poco, Kran vivir aquí dentro… entonces él ser Kran y yo ser N’Longa, igual que antes. Kran no vivir dentro ahora; N’Longa vivir ahora en cuerpo de este amigo. ¡Hermano de sangre, yo soy N’Longa!
Kane asintió. Realmente, aquella tierra estaba llena de horrores y encantamientos; cualquier cosa era posible, incluso que la voz sutil de N’Longa le hablase desde el fuerte pecho de Kran y que los ojos de reptil de N’Longa le hiciesen un guiño desde la juventud y belleza de aquel rostro.
—Conozco esta tierra desde hace mucho —dijo N’Longa, cambiando de conversación—. ¡Poderoso ju-ju, gente muerta! No hay que perder tiempo, lo sé, yo hablé contigo en sueño. Mi hermano de sangre quiere exterminar a esas criaturas muertas, ¿eh?
—Son algo contra natura —dijo, sombríamente, Kane—. En mi tierra se los conoce como vampiros… pero jamás esperé encontrarme con toda una nación de ellos.
—Ahora nosotros encontrar esta ciudad de piedra —dijo N’Longa.
—¿Sí? ¿Y por qué no mandas tu espíritu para que termine con esos vampiros? —preguntó Kane, un tanto ociosamente.
—Espíritu debe tener cuerpo en condiciones para trabajar bien —contestó N’Longa—. Ahora dormir. Mañana partir.
El sol se había puesto; el fuego ardía a la entrada de la cueva, bailoteando inquieto. Kane miró la figura inmóvil de la joven que yacía en el mismo lugar en que cayese al suelo, y se dispuso a echar una cabezada.
—Despiértame cuando sea medianoche —le advirtió—, y montaré guardia hasta que amanezca.
Pero cuando, finalmente, N’Longa le dio un golpecito en el brazo, Kane se despertó y vio la primera luz de la aurora tiñendo de rojo la tierra.
—Tiempo de marchar —dijo el hechicero.
—Pero la joven… ¿estás seguro de que sigue viva?
—Ella vivir, hermano de sangre.
—Entonces, en el nombre de Dios, no podemos dejarla aquí a merced de cualquier depredador que pueda caer sobre ella. Quizá algún león podría…
—Ningún león venir. Olor de vampiro aún fuerte, mezclado con olor de hombre. Ningún león gusta olor hombre y él temer a hombres muertos que andan. Ninguna bestia venir, y —en ese momento, levantó el bastón vudú y lo dejó en el suelo de la entrada de la cueva, cruzándolo transversalmente— ahora, no venir tampoco ningún hombre muerto.
Kane le miró, sombrío y sin entusiasmo.
—¿De qué modo la protegerá esa vara?
—Ella poderoso ju-ju —dijo N’Longa—. ¿Tú ver cómo vampiro hacerse polvo con ese bastón atravesado? Ningún vampiro atreverse a tocar o acercarse. Yo dar a ti porque cerca Colinas de Vampiros algún hombre encontrar, en ocasiones, un cadáver vagando en jungla cuando las sombras estar negras. No todos los muertos que caminan estar aquí. Y todos deben chupar Vida de hombres… si no, pudrirse como madera muerta.
—Entonces haz más varas como esa y arma a la gente con ellas.
—¡No poder! —N’Longa movió enérgicamente la cabeza—. ¡Esa vara ju-ju ser poderosamente mágica! ¡Vieja! ¡Vieja! Ningún hombre vivir hoy que poder decir lo viejo que ser bastón ju-ju. Yo hacer dormir a mi hermano de sangre y realizar magia con él para protegerle, aquella vez que hacer pació en poblado de cosía. Hoy exploramos y corremos; no necesitarlo. Dejar aquí para proteger muchachas.
Kane se encogió de hombros y siguió al hechicero, después de volverse para mirar la delgada figura que yacía inmóvil en la cueva. Jamás habría estado de acuerdo en abandonarla de esa manera si no hubiera creído en el fondo de su corazón que estaba muerta. La había tocado, y su carne estaba fría.
Cuando el sol comenzaba a salir, se pusieron en marcha hacia las áridas colinas. Subieron cada vez más por pendientes arcillosas, siguiendo un recorrido tortuoso entre quebradas y enormes piedras. Las colinas estaban acribilladas, como un panal, de oscuras y amenazantes cuevas, por las que pasaron con mucha precaución, aunque a Kane se le puso la carne de gallina al pensar en sus macabros ocupantes. Además, N’Longa dijo:
—Estos vampiros dormir en cuevas casi todo el día, hasta pueda de sol. Estas cuevas llenas de hombres muertos.
El sol subió más, quemando las pendientes desnudas con un calor intolerable. El silencio se agazapaba sobre aquella tierra como un monstruo maléfico. Aunque no habían visto nada, Kane habría podido jurar en varias ocasiones que, al acercarse, una sombra negra se escondía detrás de un peñasco.
—Estos vampiros estar ocultos de día —dijo N’Longa con una risita—. ¡Asustarse del amigo buitre! ¡No tonto el buitre! ¡Conocer la muerte cuando verla! ¡Atacar amigo muerto y destrozar y comer si él caminar o estar tumbado!
Un escalofrío recorrió a su compañero.
—¡Gran Dios! —exclamó Kane, golpeándose en el muslo con el sombrero—. ¿Es que no hay límite para el horror en esta tierra espantosa? ¡En verdad toda ella parece consagrada a las potencias de las tinieblas!
Sus ojos brillaron con una luz peligrosa. El terrible calor, la soledad y el hecho de conocer los horrores que les acechaban a cada momento, sacudían de continuo sus nervios de acero.
—Ponerte el amigo sombrero, hermano de sangre —le reconvino N’Longa, con un gorjeo divertido—. Amigo sol darte en la cabeza si tú no atento.
Kane se colgó a la espalda el mosquete que se había empeñado en llevar y no respondió. Finalmente, llegaron a una elevación del terreno y vieron debajo una especie de meseta. En el centro de aquella meseta se levantaba una silenciosa ciudad de piedra gris que se desmoronaba. Mientras miraba, a Kane le asaltó la sensación de que veía algo increíblemente antiguo. Las murallas y las casas estaban construidas con grandes bloques de piedra, y sin embargo se caían, de puro viejas. La hierba crecía en la meseta, y en medio de las calles de aquella ciudad muerta. Kane no observó ningún movimiento entre las ruinas.
—Si esa es su ciudad… ¿por qué prefieren dormir en las cuevas?
—Quizá porque las buenas piedras caer del techo encima de ellos y aplastar. Esas chozas de piedra derrumbarse a veces. Quizá porque no agradar estar juntos… posible que también comerse unos a otros.
—¡El silencio —susurró Kane— lo cubre todo!
—Estos vampiros no hablar ni gritar: estar muertos. Ellos dormir en cuevas, vagar atardecer y de noche. Quizá cuando hombre de la pradera venir con lanzas, vampiros ir a fanal de piedra y luchar detrás murallas.
Kane asintió. Las vacilantes murallas que rodeaban la ciudad muerta eran lo suficientemente altas y sólidas para resistir el embate de las lanzas… sobre todo si aquellos demonios de hocico de animal se encontraban detrás de ellas.
—Hermano de sangre —dijo, solemnemente, N’Longa—. ¡He pensado poderosa magia! Estar callado un poquito.
Kane se sentó sobre una gran piedra y miró pensativamente hacia las pendientes y precipicios desnudos que los rodeaban. Lejos, hacia el Sur, vio el océano de hojas verdes que era la jungla. La distancia confería cierto encanto a la perspectiva. Las manchas oscuras que eran las bocas de aquellas cuevas de espanto estaban al alcance de la mano.
N’Longa se había sentado en cuclillas y trazaba algún motivo extraño sobre la arcilla con la punta de un puñal. Kane le miró, mientras pensaba con cuánta facilidad podrían caer víctimas de los vampiros si sólo a tres o cuatro de aquellos demonios se les ocurriese salir de sus cavernas. Mientras lo pensaba, una sombra negra y horripilante cayó encima del hechicero.
Kane reaccionó sin pensarlo. Saltó desde el peñasco donde se encontraba, como una piedra lanzada por una catapulta, y su mosquete hundió el rostro de la cosa repugnante que se había acercado furtivamente hasta ellos. Kane comenzó a empujar a su inhumano contendiente, sin darle ocasión de detenerse o lanzar un contraataque, golpeándolo con la ferocidad de un tigre enfurecido.
El vampiro vaciló en el mismísimo borde del precipicio y se precipitó por él, estrellándose cien pies más abajo, entre las rocas de la meseta. N’Longa se había puesto de pie y apuntaba con el dedo: las colinas habían comenzado a vomitar sus muertos.
Las terribles figuras, negras y silenciosas, salían de las cuevas y comenzaban a trepar; las que subían por las pendientes llegaban a la carga; las que tenían que franquear los peñascos, iban a gatas; los rojos ojos de todas ellas estaban vueltos hacia los dos humanos que se encontraban encima de la ciudad silenciosa. Y las cuevas seguían eructándolas, como en un impío Día del Juicio.
N’Longa señaló hacia un picacho, que se hallaba a cierta distancia más adelante, y con un gritó echó a correr hacia él. Kane le siguió. Detrás de los peñascos salían manos como garras que se aferraban a ellos y desgarraban sus ropas. Pasaron corriendo delante de otras cuevas, y los monstruos momificados de su interior salieron titubeando de las tinieblas, respirando ruidosamente, para unirse a la persecución.
Las manos de los muertos rozaban sus espaldas cuando subieron la última pendiente y se detuvieron sobre una cornisa que había en la cima. Los demonios se quedaron en silencio durante un momento y después subieron a gatas hacia ellos. Kane utilizó su mosquete como una maza, hundiendo aquellos rostros de ojos rojos y golpeando las zarpas que intentaban cogerles. Eran como una marea entre la que, una y otra vez, sepultaba su mosquete con una furia silenciosa que igualaba la suya. La marea se detuvo y comenzó a retroceder; después volvió.
¡No… conseguía… matarlos! Aquellas palabras resonaban en su cerebro como un martillo sobre el yunque, mientras lanzaba golpes furibundos sobre carnes tan duras como la leña y huesos podridos. Les hacía morder el polvo, conseguía que retrocedieran, pero ellos se levantaban y volvían. Aquello no podía durar… ¡En nombre de Dios…! ¿Qué estaba haciendo N’Longa? Kane echó un rápido vistazo por encima del hombro. El hechicero estaba de pie en la parte más alta de la cornisa, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos levantados, como si realizase alguna invocación.
La vista de Kane era confusa ante aquella marea de cosas horrendas de ojos rojos. Las que iban al frente ofrecían un aspecto horrible, pues tenían el cráneo partido, el rostro hundido y los miembros descoyuntados. Pero seguían avanzando. Las que llegaban detrás extendían sus brazos por encima de ellas, para agarrar al hombre que se atrevía a desafiarlas.
Kane estaba cubierto de sangre que procedía enteramente de él, pues las resecas venas de aquellos monstruos no habrían podido manar ni una sola gota de sangre caliente. De repente, a su espalda se elevó un lamento, largo y penetrante… ¡N’Longa! Venciendo el clamor del ondeante mosquete que aplastaba tanto hueso, su voz sonaba alta y clara… la única voz de aquel horrendo combate.
La marea de vampiros llegó hasta los pies de Kane, arrastrándole con ella en su reflujo. Las férreas garras abrieron sus carnes y los fláccidos labios succionaron sus heridas. Consiguió soltarse, vacilante y ensangrentado, y abrirse camino gracias a los golpes que aún lanzaba con lo que le quedaba de mosquete. Pero los vampiros cerraron filas y le hicieron retroceder de nuevo.
«¡Esto es el fin!», pensó; y en aquel mismo instante, su avance se detuvo y el cielo se llenó súbitamente del batido de grandes alas.
Después volvió a tener espacio libre ante sí, y se lanzó a la carga, corriendo, sin mirar, dispuesto a continuar la lucha. Pero se detuvo atónito. Por debajo de donde se encontraba, la horda de vampiros huía, y sobre sus cabezas y sus hombros volaban unos buitres colosales que los estaban descuartizando con avidez, hundiendo sus picos en la carne muerta y devorando las criaturas que huían.
Kane rio como un loco.
—¡Desafiáis al hombre y a Dios, pero no podéis engañar a los buitres, hijos de Satanás! ¡Ellos saben cuándo un hombre está vivo o muerto!
N’Longa se erguía como un profeta encima del pináculo, y las grandes aves negras se cernían y daban vueltas a su alrededor. Sus manos se movían, y su voz todavía resonaba a través de las colinas. Del horizonte seguían viniendo hordas interminables de buitres… de más y más buitres, que acudían al festín que durante tanto tiempo se les había negado. Oscurecían el cielo con su número, eclipsaban el sol; una extraña oscuridad cayó sobre la región. En largas filas oscuras, penetraron en las cavernas, entre agitar de alas y estruendo de picos. Sus garras desgarraban los malignos horrores vomitados por las cuevas.
Todos los vampiros emprendieron la huida hacia su ciudad. La venganza que habían conseguido apartar de sí durante eras se desplomaba sobre ellos, por lo que su última esperanza se encontraba entre las pesadas murallas que habían resistido los ataques de sus desesperados enemigos humanos. Bajo aquellos techos a punto de derrumbarse podrían encontrar refugio. Y N’Longa vio cómo confluían hacia la ciudad, y rio hasta que los picos le devolvieron el eco de sus risas.
Ya habían entrado todos. Las aves se cernieron como una nube sobre la ciudad condenada, posándose en sólidas filas a lo largo de sus muros y afilándose picos y garras en sus torres.
Entonces, N’Longa cogió pedernal y eslabón y un haz de ramas secas. Cuando estas comenzaron a arder, cogió la cuerda que las mantenía juntas y arrojó el haz lo más lejos que pudo. Cayó como un meteoro a la meseta que se extendía debajo, entre una lluvia de chispas, y prendió en la hierba crecida.
Como una niebla blanca, el miedo se agitó en ondas invisibles por la ciudad silenciosa que se extendía debajo. Kane sonrió torvamente.
—La hierba está marchita y reseca a causa de la sequía —dijo—; esta estación ha llovido menos de lo usual; arderá fácilmente.
Como una serpiente carmesí, el fuego corrió entre la hierba alta y seca. Comenzó a extenderse, y Kane, que miraba desde arriba, sintió la espantosa intensidad de los cientos de ojos rojos que espiaban desde la ciudad de piedra.
La serpiente escarlata había llegado a las murallas y se retorcía como si quisiese saltar sobre ellas. Los buitres alzaron el vuelo, agitando sus pesadas alas, casi a regañadientes. Una racha de viento cayó sobre las llamas, haciéndolas ondear como una enorme gola roja que rodease las murallas, de suerte que la ciudad quedó ceñida por una sólida barricada de llamas. El rugido llegó hasta los dos hombres que se encontraban sobre el pico elevado.
Las chipas cruzaron las murallas y prendieron en la hierba alta de las calles. Una veintena de llamas cobró cuerpo con velocidad increíble. Un velo rojo vistió calles y edificios. A través de aquella bruma carmesí que se arremolinaba, Kane y N’Longa vieron cientos de formas oscuras huir y retorcerse para desvanecerse súbitamente en una explosión de llamaradas, que suscitó la intolerable pestilencia de la carne podrida al arder.
Kane contemplaba la escena, sobrecogido. Aquello sí que era el Infierno en la tierra. Como en una pesadilla, miró hacia el hirviente caldero rojo donde unos insectos negros luchaban contra su destino y morían. Las llamas se elevaron hasta cien pies y, de repente, sobre sus rugidos, pudo oírse un grito bestial e inhumano, que parecía llegar a través de los innominados golfos del espacio cósmico, como si un vampiro, al morir, rompiese las cadenas del silencio que le habían retenido durante siglos sin cuento. Se elevó alto y obsesivo, el grito de muerte de una raza que se extinguía.
Después, las llamas comenzaron a apagarse. Había sido uno de los típicos incendios de la sabana, breve pero violento. La meseta mostraba una extensión ennegrecida, mientras que la ciudad se había convertido en una masa carbonizada y humeante de piedras derruidas. No se veía ni un solo cadáver, ni siquiera un hueso carbonizado. En lo alto volaban las oscuras formaciones de buitres, que ya habían comenzado a dispersarse.
Kane miró enfurecido hacia el límpido cielo azul. Y le recordó el mar, como si un fuerte viento marino lo hubiese limpiado de las nieblas del horror. De algún lugar le llegó el lejano y débil rugido de un león. Los buitres se alejaban en negras filas irregulares.
Kane se sentaba en la entrada de la cueva donde yacía Zunna, mientras dejaba que el hechicero le vendase.
Las ropas del puritano colgaban de su cuerpo hechas jirones; su tórax y extremidades estaban surcados de profundos cortes y de moratones, pero no había sufrido ninguna herida mortal en aquella espantosa lucha en las alturas.
—¡Nosotros ser hombres poderosos! —declaró N’Longa, muy contento consigo mismo—. ¡Ciudad de vampiros ahora bastante silenciosa! Ningún muerto que camina por estas colinas.
—No consigo comprenderlo —dijo Kane, apoyando el mentón en una mano—. Dime, N’Longa, ¿cómo pudiste hacer todo eso? ¿Cómo hablaste conmigo en sueños? ¿Cómo entraste en el cuerpo de Kran, y cómo llamaste a los buitres?
—Hermano de sangre —comenzó a explicar N’Longa, olvidándose de su manía por hablar en la jerga que había estado utilizando hasta entonces y expresándose en la lengua del río, que Kane conocía bien—. Soy tan viejo que me llamarías mentiroso si te dijera mi edad. Durante toda mi vida he hecho magia, primero sentándome a los pies de los poderosos hombres ju-ju del Sur y del Este y, después, siendo esclavo de los Buckra y aprendiendo más. Hermano, ¿tengo que resumir todos estos años en un momento, y hacer que comprendas en pocas palabras lo que tanto me ha costado aprender? Ni siquiera podría conseguir que aprendieras el modo en que esos vampiros mantuvieron apartados sus cuerpos de la corrupción al beber la vida de los hombres.
»Cuando duermo, mi espíritu vaga sobre la jungla y los ríos para charlar con los espíritus dormidos de mis amigos. Hay una poderosa magia en el bastón vudú que te entregué… una magia proveniente del País Antiguo que atrae mi espíritu, lo mismo que el imán del hombre blanco atrae el metal.
Kane le escuchó en silencio, viendo por última vez en los brillantes ojos de N’Longa algo más vivido y más profundo que el ávido destello de quien opera con la magia negra. Y casi llegó a tener la sensación de contemplar los ojos de mirada premonitoria y misteriosa de uno de los profetas de antaño.
—Hablé contigo mientras dormías —proseguía N’Longa—, e hice caer un sueño profundo sobre las almas de Kran y de Zunna, enviándolos a una tierra tenebrosa, de donde no tardarán en volver sin acordarse de nada. Todo se pliega a la magia, hermano de sangre, y tanto las bestias como las aves obedecen las palabras del maestro. Operé un fuerte vudú, la magia de los buitres, y el pueblo alado de los aires acudió a mi llamada.
»Conozco esas cosas y soy parte de ellas, pero ¿cómo podría explicártelas? Hermano de sangre, eres un guerrero poderoso, pero en los senderos de la magia serías como un niño perdido. Lo que me ha llevado tantos años conocer, no puedo revelártelo de manera que puedas comprenderlo. Amigo mío, sólo piensas en los malos espíritus, pero si mi magia fuese maligna… ¿no crees que me quedaría con este cuerpo joven y bien formado en lugar del mío, viejo y apergaminado? No temas. Kran no tardará en volver a él, sano y salvo.
»Conserva el bastón vudú, hermano de sangre. Posee un gran poder contra los brujos, las serpientes y todas las cosas malignas. Ahora regreso al poblado, en la costa, donde descansa mi auténtico cuerpo. ¿Tú qué harás, hermano de sangre?
Kane señaló en silencio hacia el Este.
—La llamada no ha enmudecido. Proseguiré.
N’Longa asintió y tendió una mano. Kane la estrechó. La expresión misteriosa había abandonado el rostro del hechicero, y sus ojos chineaban como los de una serpiente, con una especie de alegría reptiliana.
—Yo ir ahora, hermano de sangre —dijo el hechicero, volviendo a la jerga que tanto le gustaba, y cuyo dominio era mayor motivo de orgullo que todos sus trucos y conjuros—. Tú tener cuidado… ¡esa amiga jungla, todavía poder dejar limpios tus huesos! Recordar ese bastón vudú, hermano. ¡Ai ya, terminar de hablar!
Cayó de espaldas sobre la arena, y Kane vio cómo se borraba la expresión astuta e inteligente de N’Longa del rostro de Kran. Volvió a ponérsele carne de gallina. En algún lugar de la Costa de los Esclavos, el cuerpo de N’Longa, encogido y lleno de arrugas, se agitaba en el interior de la cabaña ju-ju, como si despertase de un sueño. Kane sintió un escalofrío.
Kran se incorporó en el suelo, y se sentó, estirándose y sonriendo. A su lado, Zunna se puso en pie, restregándose los ojos.
—Amo —dijo Kran, en tono de disculpa—, hemos debido de quedarnos dormidos.
Título original:
«Hills of the Dead»
(Weird Tales, agosto 1930)