La muerte es una llama azul bailando sobre los cadáveres.
Solomon Kane
LAS ESPADAS CHOCARON entre sí con un maligno estruendo de acero, que hizo saltar chispas azules. A través de aquellas hojas se enfrentaban dos miradas ardientes… la dureza de unos ojos negros contra la frialdad volcánica de unos ojos azules. El resuello se escapaba silbando entre los dientes apretados; los pies labraban el suelo, avanzando, retrocediendo.
El hombre de ojos negros hizo una finta y lanzó una estocada, tan rápida como el ataque de la serpiente. El otro, más joven, la paró, con media vuelta de su férrea muñeca y el golpe que devolvió fue como el resplandor del trueno en verano.
—¡Deteneos, caballeros! —las espadas apuntaron al cielo. Un hombre corpulento fue a situarse entre ambos combatientes, con un estoque cuajado de gemas en una mano y un tricornio en la otra.
—¡Todo ha terminado! ¡El asunto ha sido zanjado y el honor satisfecho! ¡Sir George está herido!
El hombre de ojos negros, con un gesto impaciente, ocultó detrás de la espalda su brazo izquierdo, del que había comenzado a manar sangre.
—¡Apartaos! —exclamó furiosamente, y añadió, con un juramento—: ¿Una herida…? ¡Un arañazo! ¡Eso no significa nada! ¡No tiene importancia! ¡Este duelo debe ser a muerte!
—Cierto, haceos a un lado, sir Rupert —dijo, tranquilamente, el vencedor; pero sus ojos azules eran chipas de acero—; el asunto que nos enfrenta sólo podrá ser zanjado con la muerte.
—¡Envainad vuestros aceros, jóvenes gallitos! —dijo secamente sir Rupert—. ¡Os lo ordeno como magistrado! ¡Señor médico, acercaos y echad un vistazo a la herida de sir George! ¡Jack Hollinster, guardad vuestra hoja, pardiez! ¡En este distrito no habrá crímenes de sangre, tan cierto como me llamo Rupert d’Arcy!
El joven Hollinster no dijo nada, ni obedeció la orden del colérico magistrado, pero dejó caer hacia el suelo la punta de su espada, y, un tanto cabizbajo, permaneció silencioso y taciturno, observando a la concurrencia bajo sus fruncidas cejas negras.
Sir George había estado indeciso, pero cuando uno de sus testigos le musitó algo al oído, al parecer con urgencia, obedeció al punto, tendió su espada a quien había hablado y aceptó el examen del médico.
Aquel lugar desierto se prestaba a ese tipo de lances. Un terreno bastante llano, escasamente cubierto de una hierba rala y por aquel entonces marchita, se extendía hasta una ancha banda de arena blanca, surcada por los restos que dejaba en ella la marea. Más allá de la playa, el mar gris se movía incesantemente, como un ente muerto en cuyo desolado seno el único signo de vida fuera una única vela rondando en la distancia. Hacia dentro, al otro lado de las lúgubres landas, podía verse a lo lejos las apretadas casitas de un pueblo.
En semejante paisaje, desnudo y desolado, el estallido de color y el interés humano de lo que ocurría en la playa venían a marcar una extraña novedad. El pálido sol otoñal refulgía sobre las brillantes hojas, los enjoyados puños, los botones de plata de las casacas de algunos de los hombres y los adornos dorados del tricornio de sir Rupert.
Sir George recibió la ayuda de sus testigos a la hora de vestirse la casaca; el de Hollinster, un joven robusto vestido con ropas modestas, urgía a este último a que se pusiese la suya. Pero Jack, todavía resentido, la apartó hacia un lado. De repente, se lanzó hacia delante, con la espada aún en la mano y habló con voz que poseía un timbre de ferocidad y que vibraba de pasión.
—¡Sir George Banway, no bajéis la guardia! ¡Un arañazo en el brazo no podrá borrar el insulto que bien conocéis! ¡La próxima vez nos encontraremos donde no haya ningún magistrado que pueda salvar vuestra repugnante piel!
El noble se volvió como un torbellino y lanzó un improperio, mientras sir Rupert daba un paso adelante y rugía:
—¡Pardiez! ¿Cómo os atrevéis…?
Hollinster se rio en sus barbas y, dando media vuelta, se fue a grandes pasos, después de envainar su espada con golpe seco. Sir George hizo amago de seguirle, con el oscuro rostro congestionado, pero su amigo volvió a decirle nuevamente algo al oído y apuntó al mar. Los ojos de Banway se posaron en la única vela que se divisaba, que parecía hallarse suspendida en el cielo, y asintió con una mueca.
Hollinster caminaba en silencio a lo largo de la playa con la cabeza descubierta, el sombrero en una mano y la casaca colgada del brazo. El viento helado, que enfriaba los rizos de su cabello, pegados por el sudor, no conseguía bajar la temperatura de su cerebro excitado.
Su ayudante, Randel, le seguía en silencio. A medida que avanzaban a lo largo de la playa, el decorado se hizo más salvaje y escarpado; rocas gigantescas, grisáceas y recubiertas de musgo, asomaban la cabeza por la costa y, dispersándose de manera caótica, corrían al encuentro de las olas. Un poco más lejos, un arrecife de aspecto amenazante dejaba oír su lamento grave y continuo.
Jack Hollinster se detuvo, volvió el rostro hacia el mar y maldijo larga, ferviente y coléricamente. Randel, que le escuchaba asustado, comprendió que el motivo de tanta palabrota debía buscarse en el hecho de que Hollinster no había podido hundir en el negro corazón de aquel cerdo, de aquel chacal, de aquel maldito canalla de sir George Banway, su hoja hasta la empuñadura.
—Y ahora —dijo, con un gruñido—, seguro que después de probar mi acero, el villano jamás se enfrentará conmigo en un combate limpio… ¡pero por Dios…!
—Cálmate, Jack —le aconsejó el honesto Randel, a pesar de sentirse igual de incómodo que él; aunque era el amigo más íntimo de Hollinster no comprendía los accesos de negro furor que, en ocasiones, asaltaban a su camarada—. Te has batido excelentemente; él se llevó la peor parte. A fin de cuentas, creo que no se puede matar a un hombre por lo que él hizo.
—¿Tú crees? —exclamó Jack, apasionadamente—. ¿Crees que no podría matar a un hombre por un insulto tan grave? ¡Quizá a un hombre no, pero sí a un vil canalla aristócrata, cuyo corazón he de ver antes de que cambie la luna! ¿Comprendes la mala fama que eso supondrá para Mary Garvin, la joven a quien amo? ¿Comprendes que haya mancillado su nombre mientras se tomaba una copa en la taberna? ¿Por qué…?
—Eso sí lo comprendo —musitó Randel—, después de haber oído todos los detalles por lo menos veinte veces. Y también sé que le echaste en la cara una copa de vino, que le abofeteare, que le tiraste la mesa encima y que, por último, le propinaste dos o tres puntapiés. ¡De veras, Jack, lo que hiciste sería más que suficiente para cualquier hombre! Sir George se relaciona con las altas esferas… mientras que tú sólo eres el hijo de un capitán de navío retirado… a pesar de que te hayas distinguido en el extranjero por tu valor. Bueno, después de todo, Jack, sir George no tenía ninguna necesidad de batirse contigo. Muy bien podría haberse acogido a su título y haberte enviado a sus domésticos para que te diesen una buena lección.
—Si lo hubiera hecho —dijo Hollinster con acento sombrío, mientras hacía castañetear sus dientes con un chasquido seco—, le habría metido una bala de pistola entre sus malditos ojos negros… Dick, déjame con mi locura. Tú predicas el camino recto que conozco demasiado bien… el camino de la tolerancia y la mansedumbre. Pero yo he vivido en lugares donde un hombre sólo cuenta como guía y ayuda con la espada que lleva al cinto; y la sangre de la que procedo es muy ardiente. En este preciso momento, el hervor de esa sangre me llega hasta la médula a causa de ese cerdo aristócrata. Sabía que Mary era mi amada, y se atrevió a sentarse cerca de mí y a insultarla en mi presencia… ¡Sí, en mi propia cara!, mientras me miraba con sorna. ¿Y por qué? Pues porque él tiene dinero, tierras, títulos… contactos con las familias importantes, y sangre noble. Yo soy un hombre pobre, hijo de otro hombre pobre, que lleva su fortuna en la vaina que le cuelga del cinturón. Si yo o Mary hubiésemos sido de alta cuna, él nos habría respetado…
—¡Psé! —le interrumpió Randel—. ¿Cuándo ha respetado George Banway a alguien? En verdad que le cuadra su mal nombre[1]. Sólo respeta sus propios deseos.
—Y desea a Mary —rezongó el otro, de mala gana—. Bueno, quizá quiera llevársela como se llevó a muchas otras jóvenes de la región. Pero antes tendrá que matar a Jack Hollinster. Dick… no quiero parecer grosero, pero creo que sería conveniente que no nos viésemos durante algún tiempo. No soy un compañero muy adecuado para nadie; necesito soledad y el frío aliento del mar para enfriar mi sangre ardiente.
—No irás a buscar a sir George… —dijo Randel, indeciso.
Jack hizo un gesto de impaciencia.
—Seguiré el otro camino, te lo prometo. Sir George habrá vuelto a su casa para lamerse las heridas. No dará la cara durante quince días.
—Pero Jack, sus sicarios tienen una pésima reputación. ¿Es prudente por tu parte?
Jack hizo una mueca lupina.
—No tengas miedo; si devuelve el golpe de esa manera… será en medio de la oscuridad de la noche… y no en pleno día.
* * *
Randel se fue hacia el pueblo, moviendo la cabeza con aire de duda, y Jack siguió caminando por la playa; cada uno de sus pasos le alejaba de los lugares habitados por el hombre y le acercaba a un reino incierto de tierras baldías y aguas estancadas. El viento gemía a través de sus ropas, cortándole como un cuchillo, pero, a pesar de eso, no se cubrió con su casaca. La fría aura gris del día caía sobre su alma como una mortaja, haciéndole maldecir aquella tierra y aquel clima.
Su alma ansiaba las lejanas y cálidas tierras del Sur, que había conocido en sus vagabundeos… Un rostro desvaneció sus visiones… el rostro sonriente de una joven, enmarcado por rizos dorados, en cuyos ojos había un calor que trascendía la calidez dorada de las lunas de los trópicos y convertía aquellos parajes desolados en cálidos y placenteros.
Entonces, en medio de sus ensoñaciones surgió otro rostro… sombrío y burlón, con duros ojos negros y una boca cruel, curvada en un rictus amargo bajo un delgado bigote negro. Jack Hollinster maldijo con convicción.
Una voz profunda y vibrante interrumpió sus invectivas.
—Joven, vuestras palabras me recuerdan el resonar de los bronces y el tintineo de los címbalos, repletos de furia y de sonido, pero vacíos de significado.
Jack se volvió rápidamente, con la mano en la empuñadura de su espada. Un hombre se sentaba encima de un peñasco gris. Se levantó mientras Jack se daba la vuelta, desojándose de una gran capa negra que dobló y colgó en uno de sus brazos. Le sacaba unas cuantas pulgadas a Hollinster, que era considerablemente más alto que la media. No había una onza de grasa, o de exceso de carne en aquella enjuta carcasa, pero no por ello el hombre parecía frágil o demasiado delgado. Al contrario, sus anchas espaldas, su pecho robusto y sus largos miembros revelaban fuerza, velocidad y resistencia… delatándolo como un espadachín, si es que ya no lo hubiera hecho el largo y sobrio estoque que llevaba al cinto. Aquel hombre le recordó a Jack, más que cualquier otra cosa, uno de los nervudos lobos grises que había visto en las estepas siberianas.
Pero fue su rostro lo que primero atrajo la atención del joven, para cautivarla después. Era más bien alargado, estaba afeitado recientemente y tenía una extraña palidez sombría, que unida a unas mejillas algo hundidas le daba en algunos momentos la apariencia de un cadáver… hasta que se le miraba a los ojos, que relucían con energía ardiente y vitalidad dinámica, profundamente contenida o, más bien, tenida a raya con ironía. Al mirar de frente a aquellos ojos, Jack Hollinster sintió el frío choque de su extraño poder y fue incapaz de definir su color. En ellos veía el color gris del hielo muy antiguo, pero también el frío azul de los abismos más profundos de los mares del Norte. Los enmarcaban unas cejas negras y tupidas, acabando de dar en conjunto a aquel rostro una apariencia claramente mefistofélica.
El atavío del extranjero era de una severidad austera, en consonancia con él. Su sombrero era negro, flexible y de ala ancha, desprovisto de plumas. Desde los talones hasta el cuello llevaba ropa poco holgada, de tonos sombríos, que no aliviaba aderezo ni joya alguna. Ningún anillo adornaba sus dedos poderosos; ninguna gema parpadeaba en la empuñadura de su estoque, y su larga hoja estaba enfundada en una sencilla vaina de cuero. Sobre su casaca no había botones plateados, ni hebillas brillantes en su calzado.
Curiosamente, la triste monotonía de su atavío era rota de manera original y novedosa por un ancho fajín anudado alrededor de la cintura, a la manera de los gitanos. El fajín era de seda elaborada en Oriente, de color verde esmeralda; de él sobresalían la empuñadura de un puñal y las culatas de dos pistolas enormes.
La mirada de Hollinster se aventuró sobre aquella aparición extraña, mientras se preguntaba cómo habría llegado hasta allí aquel hombre de tan extraña indumentaria, armado hasta los dientes. Su apariencia hacía pensar en un puritano, pero…
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó Jack de sopetón—. ¿Y cómo es que no os vi hasta que no me dirigisteis la palabra?
—Llegué hasta aquí como habría hecho cualquier hombre honesto, joven señor —contestó aquella voz profunda, mientras aquel a quien pertenecía volvía a echarse sobre los hombros su amplia capa negra y se sentaba nuevamente encima de la gran piedra—, andando sobre mis piernas… En cuanto a lo otro… los hombres absortos en sus propios asuntos, hasta el punto de tomar Su nombre en vano, no suelen ver a sus amigos, para vergüenza suya, ni a sus enemigos… para su perdición.
—¿Quién sois?
—Me llamo Solomon Kane, joven señor, un hombre sin tierra… antaño del condado de Devon.
Jack frunció las cejas, inquieto. En algún lugar, váyase a saber por qué motivo, el puritano había perdido, de eso no había duda, el inconfundible acento del Devonshire. A juzgar por su voz, podría provenir de cualquier región del norte o del sur de Inglaterra.
—¿Habéis viajado mucho, señor?
—Mis pasos me han llevado a muchos países lejanos.
Una luz se hizo en el interior de Hollinster mientras contemplaba a su extraño compañero con renovado interés.
—¿No fuisteis capitán del ejército francés durante algún tiempo, y no estuvisteis en…? —y nombró una ciudad.
—En efecto. Mandé una compañía de hombres sin Dios, para mi oprobio, debiera decir, aunque la causa fue justa. En el saqueo de la ciudad que mencionasteis, se llevaron a cabo grandes y numerosas infamias con el pretexto de la causa, y mi corazón sufrió gran congoja… Desde entonces han pasado muchas cosas y he conseguido ahogar en el mar algunos malos recuerdos…
»Y hablando del mar, joven, ¿qué sabéis de ese barco que no hace más que acercarse y alejarse de la costa desde que ayer amaneciera?
Y apuntó hacia el mar con uno de sus delgados dedos. Jack hizo un movimiento de negación con la cabeza.
—Se mantiene muy lejos. Nada sé de él.
Los ojos sombríos sondearon los suyos, y Hollinster no puso en duda que aquella fría mirada fuese capaz de franquear grandes distancias y distinguir sobre el costado de un buque hasta su nombre. Con aquellos ojos extraños todo era posible.
—Realmente está demasiado lejos para poder ver algo —dijo Kane—, pero por la disposición del mástil creo que lo reconozco. Nada me gustaría más que encontrarme con el capitán de ese barco.
Jack no dijo nada. No había ningún puerto por la región, pero, con buen tiempo, un barco podía acercarse a la costa y anclar al otro lado del arrecife. Quizás aquel barco fuese de unos contrabandistas. Siempre se había dado a lo largo de aquella costa alejada mucho comercio ilegal, ya que los oficiales de aduanas no solían aparecer con frecuencia.
—¿Habéis oído hablar de un tal Jonas Hardraker, a quien se conoce con el sobrenombre de El Halcón Pescador?
Hollinster tuvo un sobresalto. Aquel nombre siniestro era conocido en todas las costas del mundo civilizado, y en otras muchas del que no lo era, pues quien lo llevaba era temido y aborrecido en muchos mares, ya fuesen fríos o cálidos. Jack intentó leer el rostro del extranjero, pero aquellos ojos soñadores eran inescrutables.
—¿El pirata sanguinario? La última vez que oí hablar de él, se decía que navegaba por el Caribe.
Kane asintió.
—Las mentiras viajan más deprisa que un buen barco. El Halcón Pescador navega por donde lo hace su barco, y dónde está su barco… eso es algo que sólo sabe Satanás, su amo.
Se levantó y se cubrió mejor con la capa.
—Por caminos ciertamente singulares, el Señor ha conducido mis pasos hasta muchos lugares extraños —dijo, sombrío—. Algunos fueron buenos, pero la mayoría abyectos; en ocasiones me parecía que vagaba sin propósito ni guía, pero siempre que buscaba con más ahínco acababa por descubrir algún sentido. Aprended esto, joven, que, aparte de los fuegos del Infierno, no hay fuego más ardiente que la llama azul de la venganza, que, sin descanso, quema el corazón de un hombre día y noche, hasta que se apaga con sangre.
»En anteriores ocasiones me he visto obligado a aliviar a algunos hombres malvados del fardo de sus vidas… En verdad, el Señor es mi bastón y mi guía, y tal parece que haya dejado un enemigo a mis cuidados.
Y diciendo esto, Kane se fue con su larga zancada de felino, mientras Hollinster, con la boca abierta y sin saber qué pensar, veía cómo se alejaba.
Jack Hollinster se despertó de un sueño poco profundo, poblado de pesadillas. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Todavía no había salido la luna, pero en la ventana, contra la luz de las estrellas, se recortaba la negrura de una cabeza y de unos hombros. Un susurro de advertencia llegó hasta sus oídos como el silbido de una serpiente.
Desenvainando su espada de la funda que colgaba de una de las patas de la cama, Jack se levantó y se acercó a la ventana. Un rostro barbado, con dos ojillos chispeantes le miraba; el hombre respiraba profundamente, como si hubiese corrido mucho.
—¡Coge la espada, muchacho, y sígueme! —dijo, en un susurro acuciante—. ¡Se la ha llevado!
—¿Qué dices? ¿Quién se ha llevado a quién?
—¡Sir George! —dijo aquel susurro, subiendo de tono—. Le envió un escrito con tu nombre, diciéndole que fuese hasta Las Rocas, y sus esbirros la han cogido y…
—¿A Mary Garvin?
—¡Es la verdad, señor!
La habitación le dio vueltas. Había esperado que le atacasen a él; no había supuesto que la villanía de sir George fuese tan grande que se atreviese a raptar a una joven indefensa.
—¡Que su negra alma se pudra en los Infiernos! —masculló entre dientes, mientras se vestía—. ¿Dónde está ella ahora?
—Se la llevaron a la casa, señor.
—¿Y tú quién eres?
—Sólo soy el pobre Sam, el que atiende el establo que está junto a la taberna. Vi cómo se la llevaban.
Ya vestido, y con la espada desnuda en la mano, Hollinster se deslizó por la ventana.
—Te estoy muy agradecido, Sam —dijo—. Si vivo, siempre lo recordaré.
Sam hizo una mueca, que dejó al descubierto sus dientes podridos y amarillentos.
—Iré contigo, mi señor; tengo uno o dos asuntos que arreglar con sir George —y enarboló un feo garrote.
—Entonces vámonos. Iremos directamente a casa de ese cerdo.
* * *
La mansión de sir George Banway, una antigua casa señorial en la que vivía solo, con excepción de un puñado de criados malencarados y bastantes más esbirros de peor facha, se levantaba a dos millas del pueblo, cerca de la playa, pero en dirección opuesta a la que Jack había seguido en su caminata de la víspera. Era un gran edificio sombrío, que necesitaba algunas reparaciones, por ejemplo en el revestimiento de madera de roble, manchado por los años. De la casa se decían muchas cosas, y sólo los crápulas y los rufianes del pueblo que gozaban de la confianza de su inquilino habían puesto un pie en ella. No la rodeaba ninguna valla, sólo unas cuantas hayas en mal estado y unos pocos árboles desperdigados. Los páramos corrían por detrás de la casa; la fachada que daba a una cinta de playa arenosa, de unas doscientas yardas de ancho, se extendía entre la casa y el arrecife batido por las olas. Las rocas que se encontraban exactamente enfrente de la casa, al borde del agua, eran inusualmente altas, desnudas y erosionadas. Se decía que bajo ellas había unas cuevas muy raras, pero eso era algo que nadie había comprobado personalmente, ya que sir George consideraba aquella zona de la playa propiedad privada suya y porque, además, tenía la costumbre de disparar su mosquete a quienes mostrasen excesiva curiosidad al respecto.
Mientras Jack Hollinster y su extraño partidario proseguían su avance a través de la humedad del páramo, no se veía ninguna luz en la casa. Una ligera bruma había ocultado prácticamente todas las estrellas, de suerte que la enorme construcción oscura se recortaba sombría y ominosa, rodeada de fantasmas tenebrosos que se inclinaban sobre ella, las hayas y los demás árboles. Hacia el mar, todo aparecía velado por un sudario gris; en cierta ocasión, a Jack le pareció escuchar el tintineo apagado de la cadena de un ancla. Se preguntó si un barco podría anclar al otro lado de la peligrosa línea de rompientes. El mar gris gemía incesantemente, como un monstruo dormido en medio de su sueño.
—Las ventanas, señor —dijo Sam, con un susurro feroz—. Ha debido apagar las luces, pero seguro que está al acecho.
Prosiguieron su avance silencioso hasta la casa rodeada de sombras. Jack tuvo tiempo de extrañarse por la aparente falta de vigilancia. ¿Tan seguro de sí mismo estaba sir George, que no se había tomado la molestia de apostar centinelas? ¿O es que estos habían descuidado su obligación y se habían quedado dormidos? Con mucha precaución, probó con una ventana. Aunque parecía cerrada, se abrió con sorprendente facilidad. Una sospecha cruzó por su mente, tan rápida como el rayo… ¡todo había sido demasiado fácil! Se volvió en el momento preciso en que el garrote de Sam caía sobre él. No tuvo tiempo de atacar o de esquivar. Incluso en aquel instante fugaz, pudo ver un brillo de triunfo en aquellos ojillos… y el mundo voló hecho añicos a su alrededor, y todo fue una negrura absoluta.
Jack Hollinster fue recobrando poco a poco el conocimiento. Un resplandor rojizo saturaba su vista, haciéndole parpadear continuamente. La cabeza le dolía hasta producirle náuseas, y aquel resplandor le hacía daño en los ojos. Los cerró, con la esperanza de que desapareciese, pero aquella radiación implacable atravesó sus párpados… y llegó hasta el cerebro, que no dejaba de palpitar, o eso le pareció. Una confusa mezcolanza de voces llegaba débilmente hasta sus oídos. Intentó llevarse una mano a la cabeza, pero no pudo moverse. Entonces todo le vino de golpe y fue plena y dolorosamente consciente de ello.
Estaba atado de pies y manos, y yacía sobre un suelo oscuro y sucio. Se encontraba en una amplia bodega, llena hasta el techo de toneles rotos y de barriles y barriletes oscuros y manchados de materias viscosas. El techo de la bodega era muy alto, sostenido por pesadas vigas de roble. De una de ellas pendía una linterna, de la que emanaba el resplandor que tanto daño le hacía en los ojos. Aquella luz iluminaba la bodega, llenando sus rincones de sombras vacilantes. Una especie de piedra de grandes peldaños se elevaba de uno de los extremos de la bodega, y un pasadizo sombrío salía del otro.
En la bodega había muchos hombres; Jack reconoció los rasgos sombríos y burlones de Banway, el rostro del traidor Sam subido de color por el vino, y los de dos o tres canallas que repartían su tiempo entre la casa de sir George y la taberna del pueblo. A los demás, unos diez o doce hombres, no los conocía. No había duda de que todos eran gente de mar; hombres fuertes de pelo en pecho, con anillos en las orejas y en la nariz y pantalones manchados de alquitrán. Pero sus tocados eran inusuales y grotescos. Algunos llevaban pañuelos de colores chillones alrededor de la cabeza, y todos estaban armados hasta los dientes. Podía ver chafarotes, con grandes guardas de latón, así como puñales de empuñadura enjoyada y pistolas con nielados de plata. Aquellos hombres jugaban a los dados, bebían y juraban con terribles blasfemias, mientras sus ojos relucían espantosamente bajo la luz de la linterna.
¡Piratas! Realmente aquellos individuos con tan extraños contrastes de elegancia y rufianería no podían ser honestos marineros. Llevaban pantalones manchados de alquitrán y camisas de marinero, pero también fajines de seda alrededor de la cintura; iban sin medias, pero muchos calzaban zapatos con hebillas de plata, y de oro eran los pesados anillos que adornaban sus dedos. Grandes gemas relucían sobre los numerosos aros de oro que les servían de pendientes. No llevaban encima ningún cuchillo de marino honesto, sino costosas dagas españolas e italianas. Su ramplonería, sus rostros feroces, sus modales salvajes y blasfemos denotaban en ellos el origen de su sangriento comercio.
Jack se acordó del barco que había visto antes de la puesta de sol y del tintineo de la cadena del ancla entre la bruma. Recordó de repente a ese hombre extraño, Kane, y pensó en sus palabras. ¿Sabía que aquel barco estaba lleno de bucaneros? ¿Cuál era su relación con aquellos hombres feroces? ¿No sería su puritanismo una máscara para ocultar sus siniestras actividades?
Un hombre que jugaba a los dados con sir George se volvió súbitamente hacia el cautivo. Era alto, fuerte y de anchos hombros… el corazón le dio un brinco a Jack. Después se recuperó. Al primer vistazo había pensado que aquel hombre era Kane, pero después pudo comprobar que el bucanero, aunque parecido en líneas generales al puritano, era su antítesis en muchos aspectos. Sus ropas no eran excesivas, pero sí chillonas, y se adornaba con un fajín de seda, hebillas de oro y borlas sobredoradas. Su ancho cinturón estaba erizado de empuñaduras de dagas y de culatas de pistolas, que relucían por sus joyas. Un largo estoque, resplandeciente por sus gemas y sus nielados de oro, pendía de un rico tahalí, finamente trabajado. De cada uno de los aros de oro que adornaban sus orejas colgaba un chispeante rubí rojo, cuyo brillo carmesí contrastaba extrañamente con el oscuro rostro de quien lo llevaba.
Era delgado, de rasgos de halcón, y cruel. Coronaba la frente alta y estrecha un tricornio que el pirata llevaba calado hasta unas cejas negras, pero no lo suficiente para ocultar el pañuelo de colores chillones que cubría su cabeza. A la sombra del tricornio, un par de fríos ojos grises se movían inquietos, con cambiantes estallidos de luz y de sombra. Una nariz tan estrecha como la hoja de un cuchillo se curvaba sobre la sutil hendidura que era su boca, y el cruel labio superior aparecía adornado por unos bigotes largos y lacios, similares a los que usaban los mandarines manchúes.
—¡Jo, George, nuestro huésped se despierta! —exclamó aquel hombre, imprimiendo un cruel latigazo de sorna a sus palabras—. ¡Por Zeus, Sam, creía que le habías administrado correctamente la dosis, pero debe tener una mollera más dura de lo que pensábamos!
Los piratas cesaron en sus juegos y miraron hacia Jack, ya fuese con curiosidad o con burla. El rostro de sir George se ensombreció y señaló su brazo izquierdo, donde bajo la manga remangada de su camisa de seda podía verse un vendaje.
—Estabas en lo cierto, Hollinster, cuando dijiste que en nuestro próximo encuentro no estaría presente ningún magistrado. Sólo que ahora me parece que será tu repugnante piel la que lo sufra.
—¡Jack!
Mucho más que las intimidaciones de Banway, aquella voz que fue acallada al momento le hirió como un cuchillo. Jack, con la sangre helándosele en las venas, se retorció frenéticamente hacia un costado y estiró el cuello, consiguiendo ver algo que a punto estuvo de pararle el corazón. Una joven estaba encadenada a un gran grillete hincado en un soporte de roble… una joven arrodillada en el frío y húmedo suelo, que tendía sus brazos hacia él, pálido el rostro, los ojos dilatados de espanto, los dorados bucles en desorden…
—¡Mary! ¡Oh, Dios mío…! —la exclamación brotó de los angustiados labios de Jack. Un coro de brutales carcajadas acogió sus frenéticas palabras.
—¡Echemos un trago por nuestro par de enamorados! —rugió el tipo alto, el capitán de los piratas, alzando un vaso espumeante—. ¡Bebamos a su salud, compañeros! Pero me parece que nuestra compañía no le agrada. ¿Quizá preferirías estar a solas con esa jovencita, eh, chaval?
—¡Maldito seas, cerdo asqueroso! —le espetó Jack, poniéndose en cuclillas con un esfuerzo sobrehumano—. ¡Cobardes, infames, viles, diablos sin sangre en las venas! ¡Oh, dioses del Infierno… si tuviese libres las manos! ¡Soltadme, si es que entre todos vosotros aún queda algo de humanidad! ¡Soltadme y retorceré vuestros cuellos de cerdo con las manos desnudas! ¡Y si no os convierto en carroña de chacales… entonces motejadme de flojo y de cobarde!
—¡Por Judas! —exclamó uno de los bucaneros, con admiración—. ¡El tío es capaz de sujetarse las tripas en una situación como esta! ¡Vaya retahíla de palabras, no he tenido más remedio que agacharme! ¡Arrancadme si queréis los ojos y el hígado, capitán, pero no…!
—Cállate —le interrumpió rudamente sir George, pues el odio le roía el corazón como una rata—. Hollinster, malgastas tu saliva. No me enfrentaré a ti esta vez con una hoja desnuda. Tuviste tu oportunidad y no la aprovechare. Ahora lucharé contra ti con armas más en consonancia con tu rango y condición. Nadie sabe adonde fuiste, ni con qué fin. Ni nadie lo sabrá jamás. El mar ha ocultado cuerpos mejores que el tuyo, y lo seguirá haciendo después de que tus huesos hayan vuelto al fango del fondo del mar. En cuanto a ti —se volvió hacia la joven horrorizada que no hacía más que sollozar e implorar a sus verdugos—, permanecerás algún tiempo conmigo, en mi casa. En esta misma bodega, presumiblemente. Y cuando me haya cansado de ti…
—Mejor que te hayas cansado de ella cuando esté nuevamente de vuelta, dentro de dos meses —le interrumpió el capitán pirata, con una especie de demoníaca jovialidad—. Si esta vez tengo que llevar un cadáver en el barco —¡bien sabe Satanás que es un cargamento que no me agrada!—, la próxima vez me gustaría embarcar un pasaje más agradable.
Sir George tuvo una sonrisa torva.
—Que así sea. En dos meses será tuya… a menos que tenga la suerte de morir antes. Zarparás exactamente antes de la aurora, con un saco que contendrá la roja ruina de lo que antes fuera un hombre… ¡Hollinster, después de que haya acabado con él!… y lo arrojarás por la borda en alta mar, para que la marea no lo devuelva a la cosía. ¿Entendido?… y dos meses después podrás volver por la joven.
* * *
Al escuchar tan espantosos preparativos, a Jack por poco no se le parte el corazón.
—Mary, amada mía —dijo, con voz débil—, ¿cómo viniste a parar aquí?
—Un hombre me llevó una misiva —explicó entre susurros, demasiado asustada para hablar alto—. Había sido escrita por alguien que debió imitar tu caligrafía y firmar con tu nombre. Decía que habías sido herido y que me esperabas en Las Rocas. Fui hasta ellas; esos hombres me atraparon y me condujeron hasta aquí a través de un largo túnel.
—¡Lo que yo te había dicho, jefe! —exclamó el hirsuto Sam, con una alegría perversa—. ¡Confía en el viejo Sam para engañarlos! ¡Y él vino, tan dócil como un corderito! ¡Oh, fue una trampa poco corriente… lo mismo que él, que es un necio poco corriente!
—¡Un momento! —dijo un pirata moreno de piel, delgado y de aspecto saturnal, evidentemente, el primer oficial—. Ya hemos corrido demasiado peligro al fondear en esta bahía y dejar en ella el botín. ¿Qué pasaría si encontrasen a la joven y ella lo contase todo? ¿Dónde encontraríamos a este lado del canal otro mercado parecido para pasar lo que sacamos de nuestras actividades en el mar del Norte?
Sir George y el capitán se rieron.
—Tranquilízate, Allardine. Siempre has sido un tipo melancólico. Pensarán que la chica y el muchacho se fugaron juntos. El padre de ella está en contra de él, según dice George. Nadie de la gente del pueblo volverá a verlos o a oír hablar de ellos. Te sientes abatido porque cálamos demasiado lejos de las cosías de América. Ten confianza, hombre, ¿no hemos atravesado antes el canal, y no hemos capturado en el Báltico barcos mercantes, delante de las mismísimas narices de las naves de guerra que los escoltaban?
—Puede que tengáis razón —rezongó Allardine—. Pero me sentiré más seguro cuando haya dejado bien atrás estas aguas. Los días de la Hermandad tocan a su fin por estas latitudes. Mejor estamos en el Caribe. Siento el mal en los huesos. La muerte merodea a nuestro alrededor como una nube negra, y no veo ningún claro para mirar a través de él.
Los piratas se removieron, incómodos.
—Ya basta, hombre, ese tipo de comentarios trae mala suerte.
—Peor suerte es tener como lecho el fondo del mar —contestó el otro, con aire sombrío.
—¡Anímate! —exclamó el capitán, riéndose, mientras daba una fuerte palmada en la espalda de su abatido lugarteniente—. ¡Echate un trago de ron a la salud de la novia! Estoy de acuerdo contigo en que el sitio donde hemos fondeado, el Muelle de la Ejecución, no suena nada bien, pero dentro de poco estaremos lejos de él, con viento a favor. ¡Bebe por la novia! La de George y la mía… aunque la muy golfa no parece loca de alegría…
—¡Escuchad! —la cabeza del segundo se estiró de pronto—. ¿No habéis oído de repente un grito apagado?
Se hizo el silencio mientras todas las miradas se dirigían hacia la escalera y los pulgares acariciaban furtivamente el filo de las espadas. El capitán encogió con impaciencia sus poderosos hombros.
—No he oído nada.
—Yo sí. Un grito, y después un cuerpo que caía… os lo aseguro. La Muerte camina esta noche…
—Allardine —dijo el capitán, con una especie de cólera reprimida, mientras daba unos golpecitos en el cuello de una botella—, cada vez te pareces más a una vieja a punto de diñarla, que se asusta de las sombras. ¡Fíate de mí! ¿Me has visto asustado alguna vez o preocupado por algo?
—Mejor haríais en estar más atento a lo que os rodea —contestó el otro, sin ocultar su franqueza ni abandonar su aire siniestro—. Estar apurando continuamente la suerte… mientras un lobo humano os sigue la pista de día y de noche, como a vos… ¿o es que habéis olvidado el mensaje que os envió hará ahora dos años?
—¡Bah! —el capitán se rio y se llevó la botella a los labios—. El rastro es demasiado complicado incluso para…
Una sombra negra cayó sobre él, la botella se deslizó y se estrelló en el suelo. Como si hubiese tenido una premonición, el pirata palideció y se volvió lentamente. Todos los ojos se dirigieron hacia la escalera de piedra que bajaba hasta la bodega. Nadie había oído ninguna puerta abrirse o cerrarse, pero allí, en los escalones, había un hombre alto, vestido todo de negro, con excepción de un fajín de color verde brillante que ceñía su talle. Bajo sus espesas cejas oscuras, sobre las que caía la sombra de un sombrero de ala baja, los ojos helados refulgían como el hielo que espejea. En cada mano llevaba amartillada una pistola de gran calibre. Era… ¡Solomon Kane!
—¡No te muevas, Jonas Hardraker! —dijo Kane, con voz átona—. ¡Quieto ahí, Ben Allardine! George Banway, John Harker, Mike El Negro, Bristol Tom… ¡echad las manos hacia adelante! ¡Que nadie toque la espada o la pistola, si no quiere morir al instante!
Aunque en la bodega había unos veinte hombres, aquellas negras bocas eran la muerte segura para dos de ellos. Por eso nadie deseó ser el primero en morir y ninguno se movió. Sólo el segundo, Allardine, con el rostro más blanco que una hoja de papel, exclamó, ahogándose:
—¡Kane! ¡Lo sabía! ¡La muerte está en el aire cuando él está cerca! ¡Ya te previne hace dos años, cuando te envió ese mensaje, Jonas, y tú te reíste! ¡Te dije que vendría como una sombra y mataría como un fantasma! ¡Los pieles rojas de las Indias Occidentales no son nada comparados con él en astucia! ¡Oh, Jonas, deberías haberme escuchado!
Los sombríos ojos de Kane le escalofriaron, obligándole a guardar silencio.
—Tú me conoces de mucho antes, Ben Allardine… Me conoces desde antes de que la Hermandad de los Bucaneros se convirtiese en una banda sangrienta de piratas asesinos. Tuve cierta relación con quien era tu capitán por aquel tiempo, como ambos recordamos… primero en la isla de la Tortuga y después rodeando el cabo de Hornos. Era un hombre malvado, alguien a quien, sin duda, ya habrán devorado los fuegos del Infierno… y a cuyo final contribuí con una bala de mosquete.
»En cuanto a mi astucia… es cierto que he vivido en el Darién, donde pude aprender algo de cautela, de destreza en la caza y de estrategia, pero el tipo de pirata al que pertenecéis es el adocenado y no cuesta nada sorprenderle. Los que vigilan fuera de la casa no me vieron mientras me deslizaba amparado en la espesa niebla, y el fiero pirata armado de espada y mosquete que guardaba la puerta de la bodega, ni siquiera se enteró de que yo había entrado en la casa; murió súbitamente y con un breve chillido, como un cerdo apuntillado.
Hardraker lanzó una blasfemia y preguntó:
—¿Qué has venido a hacer aquí?
Solomon Kane le echó una mirada que heló su sangre con la fría certeza de la muerte.
—Algunos de tus hombres me conocen hace tiempo, Jonas Hardraker, a quien llaman El Halcón Pescador —la voz de Kane era monocorde, pero bajo ella subyacía una fría cólera—, y tú bien sabes por qué te he seguido desde la coda de América hasta Portugal y desde Portugal hasta Inglaterra. Hace dos años hundiste un barco en el Caribe, El Corazón Volante, que había salido de Dover. En él iba una joven, la hija de… ¡Bueno, el apellido no importa, no la habrás olvidado! Su padre, un hombre ya mayor, era íntimo amigo mío, y antaño, en muchas ocasiones, a ella la tuve sobre mis rodillas… sin saber que crecería para ser mancillada por tus manos impuras… ¡perro sangriento! Cuando capturasteis el barco, la joven cayó entre tus garras y murió al poco tiempo. La muerte se apiadó de ella más que tú. Su padre, que se enteró de su suerte por los supervivientes de la masacre, enloqueció y en ese estado continúa hasta el día de hoy. Ella no tenía hermanos, no tenía a nadie, salvo a aquel anciano. Nadie para vengarla…
—¿Exceptuándoos a vos, sir Galahad? —le interrumpió, sarcástico, El Halcón Pescador.
—¡Sí, maldito cerdo sangriento! —rugió Kane, sin que nadie se lo esperase. El estruendo de su poderosa voz estuvo a punto de romper los tímpanos de quienes le escuchaban; los encallecidos piratas se sobresaltaron y se quedaron lívidos. Nada es más espantoso ni terrible que ver a un hombre de nervios helados y férreo control que, de repente, pierde el control y estalla en una llama devoradora de furia asesina. Durante un breve instante, mientras profería violentamente aquellas palabras, Kane fue el espantoso asiento de una pasión primitiva hecha carne. Después, la tormenta pasó en un instante y él volvió a ser el de siempre… tan frío como el helado acero, tan mortal como la cobra.
Un negro hocico apuntaba al pecho de Hardraker, mientras el otro amenazaba al resto de la banda.
—Haz las paces con Dios, pirata —dijo Kane, sin levantar la voz—, pues dentro de un instante será demasiado tarde.
Entonces, por primera vez en su vida, el pirata retrocedió.
—¡Gran Dios! —dijo, tragando saliva, mientras el sudor perlaba su frente—. ¿No me matarás como a un chacal, sin darme una oportunidad?
—Eso voy a hacer, Jonas Hardraker —contestó Kane, sin ninguna vacilación en la voz o en su mano de acero—, y con el corazón alegre. ¿No has cometido en este mundo todos los crímenes posibles? ¿No eres una pestilencia para el olfato de Dios y un borrón en los libros de los hombres? ¿Acaso perdonaste a los débiles o te apiadaste de los indefensos? ¿Tendrás miedo del destino que te aguarda, pobre cobarde?
Con un esfuerzo terrible, el pirata consiguió recuperarse.
—¿Por qué iba a tener miedo? El cobarde no soy yo, sino tú.
Durante un instante, la amenaza y la furia se confabularon para cubrir con una nube aquellos ojos deshielo. Kane pareció reconcentrarse en sí mismo… para preservarse aún más de cualquier contacto humano. Seguía allí en la escalera, como una criatura que meditase… como un gran cóndor negro dispuesto a herir y a matar.
—Eres un cobarde —prosiguió el pirata, con temeridad, comprendiendo, pues no era ningún estúpido, que había tocado el único punto débil de la coraza de Kane… el orgullo. Aunque jamás se vanagloriase de nada, Kane sentía un profundo orgullo por el hecho de que nadie le hubiese llamado nunca cobarde, a pesar de todo lo que sus enemigos pudieran decir de él.
»Quizá merezca ser muerto a sangre fría —seguía diciendo El Halcón Pescador, sin dejar de vigilarle—, pero si no me das la oportunidad de defenderme, los hombres te llamarán cobarde.
—La alabanza o la injuria del hombre no es sino vanidad —dijo Kane, sombríamente—. Y los hombres bien saben si soy o no un cobarde.
—¡Pero yo no! —exclamó Hardraker, triunfante—. ¡Y si disparas sobre mí, entraré en la Eternidad sabiendo que eres un vil cobarde, a pesar de lo que los hombres digan o piensen de ti!
Aunque Kane fuese un fanático no dejaba de ser humano. Intentó convencerse a sí mismo de que no le importaba lo que aquel desgraciado dijera o pensara, pero en el fondo de su corazón sabía que por profundo que se hallase aquel orgullo del que brotaba su valor, si aquel pirata moría con una mueca de desprecio en los labios, él, Kane, sentiría su escozor durante el resto de sus días. Por eso asintió con talante sombrío.
—Así sea. Tendrás tu oportunidad, aunque el Señor sepa que no te la mereces. Elige tus armas.
Los ojos de El Halcón Pescador se convirtieron en simples fisuras. La habilidad de Kane con la espada era proverbial entre los fuera de la ley y los piratas que vagaban por el mundo. Con las pistolas, Hardraker no tendría ninguna oportunidad de hacer trampas ni de utilizar su fortaleza de hierro.
—¡El cuchillo! —exclamó, mientras entrechocaba sonoramente sus fuertes dientes blancos.
Kane le miró un instante con aire de pesar, sin que la pistola oscilase lo más mínimo, y el aire de una lúgubre sonrisa se fue dibujando en sus rasgos sombríos.
—No está mal; el cuchillo no es, que digamos, un arma de caballero… pero puede dar una muerte que en absoluto es rápida o indolora.
Se volvió hacia los piratas.
—Arrojad vuestras armas —ordenó.
Aunque a regañadientes, todos le obedecieron.
—Ahora soltad a la joven y al hombre.
También cumplieron aquella orden. Jack estiró sus miembros entumecidos, palpó la herida de su cabeza, que se había convertido en un grumo de sangre seca, y tomó en sus brazos a Mary, que sollozaba.
—Dejad salir a la joven —susurró.
—No, la cogerían los guardias de fuera de la casa —dijo Kane, negando con la cabeza.
E hizo una seña a Jack para que se apartase y se fuese a lo alto de la escalera, llevando a Mary consigo. Entregó sus pistolas a Hollinster, se despojó rápidamente del cinturón que sujetaba su espada y de la casaca, y dejó ambos sobre el primer peldaño. Hardraker hizo lo propio con sus armas y se quito la ropa, quedándose sólo con los pantalones.
—Vigílalos a todos —musitó Kane—. Yo me ocuparé de El Halcón Pescador. Si cualquier otro intenta coger un arma, dispara rápido y a la cabeza. Si caigo, huye por la escalera con la joven. ¡Pero mi cráneo arde con la llama azul de la venganza, y venceré!
Los dos hombres se acercaron el uno al otro, Kane en camisa y con la cabeza descubierta, Hardraker con su pañuelo multicolor todavía anudado a la cabeza y desnudo de cintura para arriba. El pirata estaba armado con una larga daga turca, cuya punta miraba hacia arriba. Kane esgrimía un puñal que proyectaba hacia delante, como si se tratase de un estoque. Como combatientes experimentados, ninguno de ellos apuntaba hacia abajo su arma, a la manera convencional… que resulta poco ortodoxa y desmañada, salvo en casos especiales.
* * *
Era una escena extraña, como de pesadilla, iluminada por el siniestro resplandor de la linterna colgada de la viga: el pálido joven que apuntaba desde la escalera con las pistolas, manteniendo tras de sí a la sobrecogida joven, los rostros hirsutos y feroces apostados a lo largo de las paredes, con ojos que relucían con feroz intensidad, el reflejo de aquella luz en las hojas azul oscuro, las dos altas siluetas en el centro, dando vueltas cada una alrededor de la otra, al mismo tiempo que sus sombras, que atacaban y retrocedían, según que las primeras recuperasen terreno o lo cediesen.
—Ven y pelea, puritano —le intimó el pirata, que no dejaba de retroceder ante los rápidos avances de Kane—. ¡Piensa en la chica, metomentodo!
—¡En ella estoy pensando, desecho del Purgatorio! —dijo Kane, sombrío—. Hay muchos tipos de fuego, escoria, unos más ardientes que otros —¡cuán mortalmente azules relucieron las hojas bajo la luz de la linterna!—, pero, salvo los del Infierno…, todos pueden ser apagados… ¡con sangre!
Y Kane atacó como lo habría hecho un lobo. Hardraker paró la estocada que le llegaba de frente y, saltando hacia delante, lanzó un golpe hacia arriba. La punta del puñal de Kane que apuntaba hacia abajo desvió la trayectoria de la hoja de su contrincante; entonces, con un impulso de sus músculos, tan potentes como resortes de acero, el pirata saltó hacia atrás, quedando fuera de alcance. Kane se acercó de nuevo, como las interminables olas, pues siempre llevaba la iniciativa en todos los combates. Golpeó como el rayo hacia cabeza y tórax y, durante un instante, el pirata estuvo demasiado ocupado, parando los golpes que silbaban a su alrededor, para lanzar un ataque. Aquello no podría prolongarse, pues un combate a cuchillo es, forzosamente, breve y mortal. La naturaleza de las armas impide cualquier exhibición prolongada del virtuosismo de la esgrima.
Hardraker, que estaba esperando su oportunidad, atrapó con una presa de hierro la muñeca de la mano de Kane que aferraba el puñal y, en el mismo instante, asestó una puñalada hacia su vientre. Kane, a costa de un feo corte en la mano, aferró el puño que caía y detuvo la punta de la daga a una pulgada de su cuerpo. Durante un momento ambos permanecieron tan inmóviles como estatuas, mirándose a los ojos y desplegando toda su energía.
A Kane no le agradaba aquel estilo de lucha. Hubiera preferido con diferencia el otro que daba la muerte con más rapidez, el estilo propio de la esgrima… saltar adelante y atrás, lanzarse a fondo y parar… donde todo dependía de lo rápidos que fuesen la mano, el pie y el ojo, donde se daban y se recibían golpes abiertos. Pero, dado que, en fin de cuentas, aquello era una prueba de fuerza… ¡tenía que aceptarla!
Hardraker ya había comenzado a albergar serias dudas. Jamás había encontrado un hombre que pudiese igualarle en fuerza bruta, pero estaba descubriendo que aquel puritano era tan inamovible como el hierro. Concentró todas sus fuerzas, que eran inmensas, en las muñecas y en sus poderosas piernas. Kane cogía el puñal de manera distinta a la de antes, como resultado de la emergencia que había tenido que solventar. Al principio, Hardraker había obligado a Kane a mantener el puñal hacia arriba. En aquellos momentos, Solomon tenía su arma encima del pecho del pirata, con la punta hacia abajo. Todo su empeño consistía en bajar la mano que retenía su muñeca hasta que pudiese clavar el puñal en el pecho de Hardraker. La mano de El Halcón Pescador que tenía la daga seguía baja, con la punta hacia arriba; luchó contra la mano izquierda de Kane que la retenía, estirando el brazo todo lo que podía para alcanzar el vientre de Kane y destriparlo.
De tal suerte se enfrentaron ambos hombres, hasta que sus músculos se contrajeron en torturados nudos a lo largo de sus cuerpos, y el sudor frío corrió por sus frentes. Las venas de las sienes de Hardraker sobresalían tensas como cuerdas. Del corro de hombres que los contemplaban, se elevaban retiraciones entrecortadas, que se escapaban de entre los apretados dientes.
Durante un momento, ninguno de los dos disfrutó de ventaja alguna. Después, lenta pero inevitablemente, Kane obligó a Hardraker a retroceder. Las manos unidas en su presa de ambos hombres no cambiaron de posición, pero todo el cuerpo del pirata comenzó a inclinarse. Sus delgados labios se contrajeron en un espantoso rictus que ya no expresaba alegría, sino un esfuerzo sobrehumano. Su rostro parecía la mueca de una calavera, los ojos se le salían de las órbitas. Tan inflexible como la Muerte, la energía de Kane, superior a la suya, iba prevaleciendo. El Halcón Pescador se iba plegando lentamente, como el árbol cuyas raíces se quedan sin tierra, que va cayendo lentamente. Su retiración, entrecortada, se llenaba de silbidos mientras luchaba con todas sus fuerzas para levantarse, para oponer una resistencia férrea y para recuperar el terreno perdido. Pero seguía inclinándose hacia atrás, pulgada a pulgada, y en poco tiempo, que a todos les pareció que durase horas, su espalda se apoyaba con fuerza contra una de las mesas de madera de roble, y Kane se inclinaba sobre él, como un heraldo del Destino.
La mano derecha de Hardraker aún aferraba su daga, y su mano izquierda todavía seguía soldada a la muñeca derecha de Kane. Sin embargo, este, teniendo a raya con su mano izquierda la punta de la daga de Hardraker, conseguía, poco a poco, bajar la suya. Debido al esfuerzo, las venas de sus sienes parecieron a punto de estallar. Pulgada a pulgada, de la misma forma que había obligado a El Halcón Pescador a doblarse hacia atrás y caer encima de la mesa, fue adelantando la mano que tenía el puñal. Los músculos se hinchaban y se retorcían, como atormentados cables de acero, en el brazo izquierdo del pirata, que, lentamente, iba cediendo. Poco a poco, el puñal iba bajando. En ocasiones, El Halcón Pescador conseguía detener su inflexible avance… pero sólo durante unos instantes, pues jamás pudo conseguir que se moviese en sentido contrario, ni aunque fuese una fracción de pulgada. Hizo esfuerzos desesperados con su mano derecha, que todavía sostenía la daga turca, pero la mano izquierda de Kane, cubierta de sangre, no cejó en su presa de acero.
La punta implacable del puñal se encontraba en aquellos momentos a dos pulgadas del angustiado pecho del pirata. Los helados y mortales ojos de Kane rivalizaban con el helado frío del azulado acero. De repente, la punta se detuvo, contenida por la desesperación del hombre que se sabía condenado. ¿Qué estaban viendo sus dilatados ojos? En ellos había una mirada lejana y vidriosa, a pesar de que estuviesen concentrados en la punta del cuchillo, que para ellos era el centro del universo. Pero, aparte de eso, ¿qué veían?… ¿Barcos hundiéndose en el negro mar, que se los bebía en medio de un gorgoteo? ¿Pueblos costeros, ardiendo con roja llama, donde gritaban las mujeres y en medio de cuyo rojo resplandor bailaban y blasfemaban unas figuras sombrías? ¿Negros mares, azotados por los vientos e iluminados por los racheados relámpagos de un cielo ultrajado? ¿Humo, llama y roja ruina… formas negras balanceándose en el extremo de las vergas… siluetas retorciéndose y cayendo de una pasarela que sobresale de la borda… una forma blanca de muchacha, cuyos pálidos labios musitan súplicas angustiadas…?
De los labios cubiertos de baba de Hardraker brotó un grito terrible. La mano de Kane bajó bruscamente… y la punta de su puñal se hundió en el pecho de El Halcón Pescador. Desde la escalera, Mary Garvin volvió el rostro y lo apoyó contra la pared húmeda para no ver… y se tapó los oídos para no oír.
Hardraker había dejado caer su daga; intentó soltar su mano derecha para librarse de aquel puñal fatal, pero Kane no aflojó su presa en ningún instante. Sin embargo, el pirata seguía retorciéndose y no soltaba la muñeca de Kane. Enfrentándose a la muerte hasta su amargo final, la seguía conteniendo, y como Kane hacía fuerza para que la punta de su puñal se clavase en el corazón del pirata, este, al no soltar su muñeca, iba acompañándola en el movimiento que la llevaba a clavarse, pulgada a pulgada, en su corazón. Aunque aquella escena hizo que las frentes de todos los que la contemplaban se llenasen de sudor frío, los helados ojos de Kane no pestañearon. También él había visto en su imaginación a una joven indefensa que pedía gracia en vano.
Los aullidos de Hardraker aumentaron en intensidad hasta hacerse insoportables, transformándose en un chillido espantoso; no eran los gritos del cobarde que se asusta de la oscuridad, sino el aullido ciego de un hombre en la agonía de la muerte. Cuando faltaba bien poco a la empuñadura del cuchillo de Kane para tocar su pecho, el aullido se convirtió en un horrible gorgoteo estrangulado y él murió. La sangre brotó de los labios del color de la ceniza, y la muñeca que Kane sujetaba con su mano izquierda quedó sin fuerza. Sólo entonces, los dedos de la mano izquierda que apretaban la muñeca de la mano de Kane donde estaba el cuchillo se aflojaron por la muerte que tan neciamente había intentado evitar.
* * *
El silencio lo cubrió todo como un sudario blanco. Kane extrajo su cuchillo de un tirón, arrastrando un poco de sangre que comenzó a brotar de la herida, pero que cesó al poco tiempo. Mecánicamente, el puritano sacudió la hoja en el aire, para limpiarla de las gotas de sangre que se adherían al acero; y mientras reflejaba la luz de la linterna, a Jack Hollinster le pareció que en ella brillaba una llama azul… una llama que había sido apagada con sangre.
Kane tendió la mano para coger su estoque. En ese instante, Hollinster, que acababa de vencer su estupor, vio que Sam levantaba rápidamente una pistola y apuntaba con ella al puritano. Verlo y actuar fue todo uno. A la detonación del disparo de Jack fue a unirse el grito de Sam, quien se levantó convulsionándose, al tiempo que su pistola disparaba al aire. Y como se encontraba exactamente debajo de la linterna, al extender los brazos en los estertores de la agonía, el cañón de su pistola chocó contra la linterna y la hizo añicos, sumiendo la bodega en la negrura.
En el mismo instante, la oscuridad se llenó de sonidos estridentes y blasfemos. Se volcaron cajas, los hombres tropezaron unos con otros y juraron violentamente, mientras los aceros chocaban entre sí y las pistolas lanzaban su plomo al azar.
Alguien aulló, con una blasfemia entre los dientes, lo que mostraba que alguna de aquellas balas, disparadas a ciegas, había encontrado un blanco. Jack tenía cogida a la joven por el brazo y la estaba ayudando a subir a oscuras por la escalera. Entre resbalones y tropezones, llegó hasta arriba y abrió bruscamente la pesada puerta. Una débil luz se filtró por la abertura, por lo que pudo ver que un hombre iba justo detrás de él. Más abajo, había observado un incierto tumulto de siluetas subiendo a gatas los escalones.
Hollinster apuntó la pistola que aún seguía cargada de las dos que le diera Kane, y escuchó una voz que le decía:
—Soy Kane, joven amigo. Salgamos rápidamente de este lugar con tu dama.
Hollinster obedeció, y Kane, saliendo de la bodega tras él, se volvió y cerró violentamente la puerta de roble en las mismísimas narices de la horda aulladora que subía rápidamente las escaleras. La aseguró con una sólida tranca y caminó unos pasos hacia atrás. Al otro lado de la puerta todo fueron aullidos apagados, golpes y disparos, que consiguieron artillar en algunos lugares la madera de la puerta. Pero ninguna de las balas fue capaz de atravesar del todo sus espesas planchas.
—¿Y ahora qué haremos? —preguntó Jack, volviéndose hacia la alta figura del puritano. En aquel momento acababa de darse cuenta de que a sus pies yacía una extraña figura… la de un pirata muerto, con aros en las orejas y pañuelo en la cabeza, que tenía al lado una espada y un mosquete. Sin duda, el centinela con cuya guardia acabara la silenciosa espada de Kane.
Con el pie, el puritano empujó descuidadamente hacia a un lado el cadáver e hizo señas a los enamorados de que le siguieran. Los condujo hacia una corta escalera de peldaños de madera y después, tras pasar por un pasillo oscuro, hasta una habitación ante la cual se detuvo. Aquella estancia estaba iluminada por la gran vela que reposaba sobre una mesa.
—Esperadme aquí un momento —rogó—. La mayor parte de esos malvados están encerrados abajo, pero fuera aún quedan guardias… unos cinco o seis hombres. Cuando llegué me deslicé entre ellos, pero ahora que ha salido la luna debemos tener cuidado. Miraré por una de las ventanas que dan afuera e intentaré ver si todavía hay alguno.
* * *
Después de quedarse a solas en la habitación, Jack miró a Mary con amor y lástima. Aquella noche habría resultado terrible para cualquier muchacha. Y la pobre Mary jamás había sufrido violencias ni ningún tipo de malos tratos. Su rostro estaba tan pálido que Jack se preguntó si el color volvería alguna vez a sus rosadas mejillas. Sus ojos estaban dilatados y atemorizados, aunque expresaron confianza al mirar a su amante.
La tomó tiernamente entre sus brazos.
—Mary, mi niña… —comenzó a decirle con dulzura. En aquel mismo instante, al mirar por encima de su hombro, ella gritó, con ojos espantosos ante un nuevo terror. Al momento les llegó el chirrido de un picaporte oxidado.
Hollinster se volvió. Donde antes sólo hubiera un simple lienzo de pared, se había abierto una boca sombría. Ante ella se encontraba sir George Banway, con los ojos llameantes, las ropas en desorden, las pistolas alzadas.
Jack echó a Mary hacia un lado y levantó su arma. Los dos disparos sonaron al tiempo. Hollinster sintió que la bala le rozaba la mejilla y le quemaba como la hoja de una navaja al rojo. Un trozo de tela salió volando de la camisa de sir George, quien, sofocando una maldición, cayó al suelo. Pero cuando Jack se volvió hacia la aterrorizada joven, Banway se levantó, titubeando. Bebía el aire a grandes bocanadas, como si le faltase el aliento, pero no parecía herido y sobre su pecho no se apreciaba ninguna mancha de sangre.
Estupefacto y extrañado, porque sabía que la bala le había acertado de lleno, Jack se quedó boquiabierto, sosteniendo en su mano la pistola humeante hasta que sir George le tiró al suelo con un violento puñetazo. Hollinster se levantó rabiosamente de un salto, pero, mientras tanto, Banway había capturado a la joven, a la que mantenía cogida con una presa brutal, y entraba de un salto en el hueco, cerrando de golpe la entrada secreta. Solomon Kane, que volvía todo lo deprisa que se lo permitían sus largas piernas, se encontró con un Hollinster que golpeaba y arañaba con los puños una pared desnuda.
Unas cuantas palabras entrecortadas, mezcladas con blasfemias espantosas y reproches ardientes contra sí mismo, pusieron a Kane al corriente de la situación.
—La mano de Satanás le protege —exclamó el joven, enloquecido—. Le di en mitad del pecho… ¡pero no le hice nada! ¡Oh, qué loco, qué estúpido y qué imbécil he sido…! ¡Me quedé quieto, como una estatua, en vez de lanzarme sobre él y golpearle con el cañón de mi pistola…! ¡Me quedé como un idiota ciego y sordo, mientras que él…!
—El idiota soy yo, por no haber pensado que la casa debía de estar llena de pasadizos secretos —dijo el puritano—. Por supuesto que esa puerta secreta ha de conducir a la bodega. No insistas… —Hollinster se disponía a hacer palanca en la pared con el chafarote del pirata muerto que Kane había cogido—. Si consiguiéramos abrir esa puerta y bajar hasta la bodega, o incluso si llegáramos a ella después de abrir la puerta que da a la escalera, los de ahí abajo nos matarían como a conejos, y nuestra muerte no serviría para nada. Mantén la calma durante un momento y atiende:
»¿Recuerdas ese pasadizo oscuro que salía de la bodega? Bueno, pues estoy seguro de que debe tratarse de un túnel que conduce a las rocas que bordean la playa. Banway lleva mucho tiempo compinchado con contrabandistas y piratas. Y sin embargo, supongo que jamás nadie vio que entrara o saliera de la casa nada que fuese sospechoso. De lo que se deduce que por fuerza debe haber un túnel que conecta la bodega con el mar. Y también se deduce que esos criminales, junto con sir George —que jamás podrá vivir en Inglaterra después de esta noche—, huirán por el túnel y se dirigirán al barco. Así que vamos a la playa a encontrarnos con ellos a medida que vayan saliendo.
—¡Entonces démonos prisa, en nombre de Dios! —suplicó el joven, secándose el sudor frío de la frente—. ¡Una vez a bordo de aquel navío infernal, no volveremos a ver a Mary!
—Tus heridas sangran de nuevo —murmuró Kane, echándole una mirada inquieta.
—No importa. ¡Vayámonos, por el amor de Dios!
Hollinster siguió a Kane, quien se dirigió hacia la puerta de la fachada principal de la casa, la abrió y salió precipitadamente por ella. La niebla había desaparecido, y la luna brillaba en el cielo, mostrando las negras rocas de la playa, doscientas yardas delante; detrás de ellas, el navío, de apariencia maligna, oscilaba, sujeto por el ancla, al otro lado de la espumeante línea de rompientes. De los guardias de fuera de la casa no había ni uno, ya fuese porque se alarmaran al oír ruido en el interior de la casa y salieran huyendo, porque recibieran alguna orden, o porque se les hubiese ordenado volver a la playa a una hora determinada… lo cierto es que Kane y Jack jamás supieron el motivo ni vieron a nadie. A lo largo de la playa, las rocas se levantaban negras y siniestras, como casas destartaladas y lúgubres, disimulando lo que pudiera estar ocurriendo sobre la arena que se encontraba al borde del agua.
Los dos camaradas recorrieron a la carrera, en muy poco tiempo, el espacio que los separaba de ella. Kane no mostraba signos de fatiga que dieran a entender que acababa de librar un terrible combate a vida o muerte. Parecía que estuviese hecho de resortes de acero, pues aquella carrera extra de doscientas yardas no tuvo ningún efecto sobre sus nervios o su retiración. Pero Hollinster no hacía más que tropezar mientras corría. Estaba muy débil por las preocupaciones, la excitación y la pérdida de sangre. Sólo su amor por Mary y una fría determinación le mantenían en pie.
Mientras se acercaban a Las Rocas, como las llamaban por la comarca, un ruido de voces roncas les aconsejó ser precavidos en sus movimientos. Hollinster, presa del delirio, quiso cruzar por encima de las rocas y caer sobre quienes se encontraban al otro lado, pero Kane se lo impidió. Continuaron su avance juntos, agachados todo el rato sobre el terreno; al llegar a un saliente rocoso, se asomaron a él, reptando sobre el vientre, y miraron hacia abajo.
La claridad lunar les permitió ver que los bucaneros, a bordo de su navío, se disponían a levar anclas.
Debajo de ellos se encontraba un pequeño grupo de hombres. Una barca llena de malhechores se dirigía hacia el buque, mientras otra esperaba para partir. Sus ocupantes, que empuñaban los remos, comenzaban a dar muestras de impaciencia mientras sus jefes discutían en la playa. Era evidente que la fuga por el túnel había sido realizada sin pérdida de tiempo. Si sir George no se hubiese entretenido para capturar a la joven en un golpe de mano afortunado, por aquel entonces todos los piratas se hubieran encontrado a bordo. Quienes los espiaban pudieron ver la pequeña cueva que se abría al mover una gran piedra que tapaba la boca del túnel.
Sir George y Ben Allardine estaban frente a frente, enzarzados en una violenta discusión. Mary, atada de pies y manos, se encontraba a sus pies. Nada más verla, Hollinster intentó levantarse, pero la mano de acero de Kane se lo impidió.
—¡Me llevo la chica a bordo! —decía la voz airada de Banway.
—¡Y yo digo que no! —fue la ronca respuesta de Allardine—. ¡De esto no saldrá nada bueno! ¡Fíjate! ¡Ahora Hardraker yace bañado en sangre dentro de la bodega, por culpa de la chica! ¡Las mujeres siempre son causa de disputas y tensiones entre los hombres…! ¡Sube esa golfa a bordo y tendremos una docena de gaznates rajados antes de que salga el sol! Córtale aquí mismo la garganta, te digo, y…
Hizo un ademán señalando a la joven. Sir George apartó la mano y desenvainó su estoque, pero Jack no esperó hasta entonces, porque soltándose de la mano de Kane que le retenía, se puso en pie de un brinco y saltó temerariamente del saliente. Al verle, los piratas de la barca gritaron al unísono, y pensando, según todas las evidencias, que eran atacados por un grupo más nutrido, se afanaron en los remos, dejando al segundo y al patrón del navío que se enfrentaran solos a su propio destino.
Hollinster, aunque cayó de pie sobre la blanda arena, tuvo que arrodillarse para no perder el equilibrio, a causa del impacto; levantándose de un salto, cargó contra los dos hombre que le miraban boquiabiertos. Allardine se derrumbó, con el cráneo partido en dos, antes de que pudiese levantar su acero, pero sir George pudo parar el segundo de sus feroces golpes.
Un chafarote resulta incómodo y nada apropiado para realizar un trabajo rápido y limpio. Jack había probado su superioridad sobre Banway con una hoja recta y ligera, pero no estaba acostumbrado a aquella pesada arma curva; además se sentía débil y cansado, mientras que Banway se hallaba fresco.
No obstante, durante unos pocos segundos, Jack obligó al aristócrata a permanecer a la defensiva, debido a la tremenda furia de sus asaltos… después, a pesar de todo su odio y determinación, comenzó a desfallecer. Banway, con una fría sonrisa en su sombrío rostro, le alcanzó una y otra vez, en mejillas, pecho y piernas… No eran heridas profundas, sino arañazos que escocían y, sobre todo, sangraban, empeorando su estado general de debilidad.
Sir George fintó hábilmente y lanzó el golpe definitivo. Pero su pie resbaló en la arena suelta y perdió el equilibrio, lo que le hizo romper la guardia y lanzar cuchilladas al aire. Jack, viendo aquella oportunidad, a pesar de la sangre que casi le cegaba, hizo acopio de fuerzas y las concentró en un último ataque desesperado. Saltó hacia adelante y golpeó de lado. El filo alcanzó el cuerpo de sir George a medio camino entre la cadera y la axila. Aquel golpe habría bastado para abrirle en canal, pero en lugar de ello la hoja se partió como si fuera de vidrio. Jack, aturdido, retrocedió titubeando, mientras la empuñadura inservible resbalaba de sus manos inertes.
Sir George se recobró y atacó con un feroz grito de triunfo. Pero mientras la hoja cantaba al hender el aire, derecha hacia el indefenso pecho de Jack, una gran sombra se interpuso entre ambos combatientes. La hoja de Banway fue desviada hacia un lado con increíble facilidad.
Hollinster se alejó, arrastrándose como una serpiente con las vértebras rotas, y vio a Solomon Kane irguiéndose, como una nube negra, por encima de sir George Banway, mientras el largo estoque del puritano, tan inexorable como el destino, obligaba al aristócrata a ceder terreno y a parar desesperadamente sus golpes.
* * *
Bajo la luz de la luna, que rielaba de plata las largas hojas que volaban, Hollinster siguió el combate, mientras se inclinaba sobre la joven desvanecida e intentaba quitar, con manos débiles y desmañadas, sus ligaduras. ¿No había oído hablar de la notable esgrima de Kane?… Pues iba a tener ocasión de verla por sí mismo. Como un apasionado incondicional de la esgrima que era, no tardó en lamentar que el contrincante de Kane no demostrase mayor habilidad.
Pues aunque sir George fuese un excelente espadachín y se hubiese hecho un nombre como duelista, Kane simplemente jugaba con él. Además de contar a su favor con la ventaja que le daban estatura, peso, fuerza y envergadura, Kane poseía otras más… destreza y velocidad. A pesar de su tamaño, era más rápido que Banway. En lo concerniente a la destreza, el aristócrata era un novicio, comparado con él. Kane luchaba con una economía y una falta de ardor que robaban a su juego algo de vistosidad… No hacía amplias paradas espectaculares o arremetidas capaces de quitar el aliento. Pero cada movimiento que realizaba era el correcto; jamás era cogido en falta, jamás se excitaba… era una combinación de hielo y acero. Tanto en Inglaterra como en el continente, Hollinster había conocido a espadachines más fogosos y brillantes que Kane, pero jamás a ninguno que fuese tan perfecto desde el punto de vista de la técnica, tan astuto y tan letal como el puritano de elevada estatura.
Estaba seguro de que Kane podría haber traspasado a su adversario desde el primer momento, pero que aquella no era la intención del puritano. Se mantenía cerca de él, amenazando constantemente su rostro con la punta de su espada. Mientras obligaba al joven aristócrata a permanecer a la defensiva, comenzó a hablarle con voz tranquila y desprovista de pasión, sin dejar de batirse ni un segundo, como si lengua y brazo trabajasen independientemente.
—No, no, joven señor, no tenéis necesidad de exponer así vuestro pecho. Vi la hoja de Jack romperse contra vuestro flanco y no arriesgaré mi acero, por flexible y resistente que sea. Bien, bien, no os avergoncéis, señor. Yo también he llevado en ocasiones una malla de acero bajo la camisa, aunque dudo que fuese tan recia como la vuestra, al punto de desviar una bala disparada tan de cerca. Sin embargo, el Señor en su infinita justicia y misericordia hizo al hombre de tal suerte que no todos sus órganos quedaran encerrados en su pecho. Tened la amabilidad de ser más diestro con el acero, sir George; me avergonzaría mataros… pero, a decir verdad, cuando un hombre pisa una serpiente nunca se preocupa de lo que mide.
Aquellas palabras fueron pronunciadas con tono serio y sincero, y no sardónico. Jack comprendió que Kane no quería que pareciesen bravatas. Sir George era pálido de rostro; en aquellos momentos, a la luz de la luna, se le había puesto de color ceniza. El brazo le dolía de cansancio y le pesaba como el plomo; sin embargo, aquel enorme demonio vertido de negro le acosaba más que nunca, consiguiendo, con facilidad sobrehumana, que sus esfuerzos más desesperados acabaran convirtiéndose en humo.
Repentinamente, la frente de Kane se ensombreció, como si tuviese que realizar alguna labor ingrata y quisiese hacerla cuanto antes.
—¡Basta! —exclamó, con aquella voz suya tan vibrante, que helaba de miedo y daba escalofríos a quienes la oían—. ¡Las hazañas infaustas… deben ser hechas cuanto antes!
Lo que entonces sucedió fue demasiado rápido para poder ser apreciado a simple vista. Hollinster jamás había puesto en duda que la esgrima de Kane pudiera ser brillante cuando él lo desease. Atisbó el relampagueante rastro de una finta, a la altura del muslo… un vendaval súbito y cegador de brillante acero… y sir George Banway quedó muerto a los pies de Solomon Kane, sin un solo espasmo. Un tenue hilillo de sangre rezumaba de su ojo izquierdo.
—Entró en el cerebro a través del globo ocular —dijo Kane, con aire triste, limpiando la punta de su espada, donde brillaba una gota de sangre—. No se enteró de lo que le pasaba; ha muerto sin sufrir. ¡Quiera Dios que los demás conozcamos una muerte tan dulce! Pero siento pesado el corazón en lo más hondo de mi pecho, pues era poco más que un joven, aunque habitado por el Maligno, y no era mi igual con la espada. No dudo que cuando llegue el Día del Juicio Final, el Señor elegirá entre él y yo.
Mary, que acababa de recobrar el conocimiento, sollozaba entre los brazos de Jack. Un extraño fulgor se estaba extendiendo sobre la región; Hollinster escuchó un crujido característico.
—¡Mirad! ¡La mansión está ardiendo!
Las llamas brotaban del oscuro tejado de la casa señorial de los Banway. Los piratas que huían habían prendido fuego a la casa, que ardía por sus cuatro costados, haciendo palidecer la claridad lunar. El mar espejeaba siniestramente, bajo el relumbrón escarlata, y el barco pirata que se dirigía a mar abierto parecía cabalgar sobre un mar de sangre. Sus velas se volvieron rojizas al reflejar el arrebol del cielo.
—¡Navega sobre un océano de sangre! —exclamó Kane, mientras afloraban en él su superstición latente y su vena poética—. ¡Navega en el horror y sus velas son brillantes por la sangre! ¡La muerte y la destrucción van tras él y, más atrás, el Infierno! ¡Roja será su ruina y negra su condenación!
Después, cambiando súbitamente de talante, el fanático se inclinó hacia Jack y la joven.
—Me gustaría curar tus heridas y vendarlas, amigo —dijo, cortésmente—, pero no creo que sean serias. Oigo el golpeteo de los cascos de muchos caballos a través de los páramos: han de ser vuestros amigos y no tardarán en llegar. Al acabar la tarea vuelven de nuevo la fortaleza, la paz y la felicidad.
Quizá después de esta noche de horror vuestros caminos corran más rectos.
—¿Pero quién sois vos? —preguntó la joven, acercándose a él—. No sé cómo podría daros las gracias…
—Creo que ya me las has dado con creces, pequeña —dijo, con ternura, aquel hombre extraño—. Pues me basta con ver que te encuentras bien y que has escapado de quienes te perseguían. ¿Puedes prosperar, casarte y criar varones fuertes e hijas de mejillas rosadas?
—¿Pero quién sois vos? ¿De dónde venís? ¿Qué buscáis? ¿Adónde vais?
—Soy un hombre sin tierra —un extraño fulgor intangible, casi místico, relampagueó en sus ojos helados—. Vengo del ocaso y voy hacia el amanecer, a cualquier lugar donde el Señor quiera guiar mis pasos. Busco… la salvación de mi alma, quizá. He llegado siguiendo un rastro de venganza. Ahora debo dejaros. La aurora no está lejos y no quisiera que me encontrase inactivo. Es muy posible que jamás vuelva a veros. Aquí ya terminó mi trabajo; el largo rastro rojo moría en este lugar. El hombre responsable de tanta sangre ha muerto. Pero quedan otros, y otros rastros de venganza y de cuentas pendientes. Yo hago el trabajo de Dios. Mientras el mal florezca y las injusticias crezcan, mientras los hombres sean perseguidos y las mujeres vejadas, mientras los seres débiles, ya sean hombres o animales, sean maltratados, no habrá descanso para mí bajo los cielos, ni paz en la mesa o en el lecho. ¡Adiós!
—¡Quedaos! —exclamó Jack, levantándose, con los ojos cubiertos súbitamente de lágrimas.
—¡Oh, esperad, señor! —dijo Mary, tendiendo sus delicados brazo.
Pero la alta silueta se había desvanecido en la oscuridad y ya no se escuchaba ni el sonido de sus paso.
Título original:
«Blades of the Brotherhood»
(Red Shadows, 1968)
* * *
En 1964, August Derleth, co-director, junto con Donald Wandrei, de la prestigiosa editorial Arkham House, decidió publicar en la antología Over the Edge este relato inédito de REH. Pero como no tenía ningún elemento fantástico, encargó a John Pocsik que lo reescribiese. Pocsik aprovechó aproximadamente la mitad, reescribiendo el resto y cambiando su título por el de «The Blue Flame of Vengeance» («La llama azul de la venganza»), ya que, precisamente, la venganza de Kane es lo que constituye el motivo argumental del episodio. ¿A qué se reducen los cambios? Pues a convertir a sir George Banway en un adepto de la magia negra que secuestra a Mary, y a hacer que Solomon Kane se enfrente a un monstruoso hombre-pez que el aristócrata mantiene encerrado en una cueva que se comunica con el mar. Apuntemos que esta adaptación del relato original está bien conseguida —algo que no es muy frecuente— y que se lee con agrado.