Sir Thomas Doughty, ejecutado en 1578 en la Bahía de San Julián
LE LLEVARON FUERA, a la estéril arena, donde murieran los capitanes rebeldes, donde se levantaban los siniestros patíbulos grises, medio podridos, que Magallanes erigiese, y donde las gaviotas que merodean por los lugares perdidos se lamentaban ante las mareas solitarias. Drake se enfrentó a todos ellos, como un león acorralado, echando hacia atrás su cabeza leonina:
—¿Os atrevéis a desafiar mi palabra que es ley, a decir que este traidor no debe morir?
Y sus capitanes no se atrevieron a mirarle a los ojos, pero todos se mordieron la lengua.
El único que dio un paso al frente fue Solomon Kane, un hombre taciturno, de una raza sombría:
—Muy posiblemente merezca la muerte, pero el juicio que celebrasteis fue una farsa, pues escondisteis vuestro despecho bajo un disfraz, mientras la Justicia escondía su rostro.
»Más digno de hombres habría sido desenvainar a la vista de todos vuestra espada y, con honesta furia, en el puente, abrirle la cabeza desde la coronilla hasta los dientes… antes que escabulliros y ocultaros tras la hueca palabrería de la Ley.
El Infierno llameó en los ojos de Francis Drake.
—¡Bellaco de puritano! —exclamó—. ¡Verdugo, entrégale tu hacha! ¡Que sea él quien corte la cabeza del traidor!
Solomon se cruzó de brazos y dijo, con aire tenebroso y siniestro:
—No soy un esclavo para hacer tu trabajo de carnicero.
—¡Atadle con triple cuerda! —rugió Drake, airado, y los hombres obedecieron, indecisos, como hombres lisiados.
Pero Kane ni se movió cuando le arrebataron su espada y ataron sus manos de hierro.
Obligaron al condenado a ponerse de rodillas, al hombre que iba a morir; vieron curvarse sus labios en una extraña sonrisa; vieron que enviaba una última y larga mirada a Drake, su juez y su amigo de otros tiempos, quien no se atrevió a mirarle a los ojos.
El hacha relampagueó plateada bajo el sol, y un arco rojo ensangrentó la arena. Una voz gritó mientras caía la cabeza, y los espectadores vacilaron, presa de súbito miedo; pero sólo era un pájaro marino, volando bajo sobre la playa solitaria.
—¡Así acabarán todos los traidores! —exclamó Drake, y lo repitió una vez más; lentamente, sus capitanes se dieron media vuelta y se fueron, y la mirada del almirante se posó en otro lugar, para no ver el frío desprecio mezclándose con la cólera en los ojos de Solomon Kane.
La noche cayó sobre las lentas olas; la puerta del almirante estaba cerrada; Solomon yacía en la apestosa cala, y sus hierros chocaban entre sí mientras el navío se balanceaba. Su guardián, excesivamente cansado y demasiado confiado, dejó la pica y echó una cabezada.
Se despertó con una mano que le acogotaba, apretándole como el garrote; temblando, le entregó la llave, y el sombrío puritano se irguió, libre, y sus helados ojos relucieron con fulgor asesino, con esa ira que va creciendo lentamente.
Sin ser visto por la guardia, Solomon llegó hasta la cabina del almirante, en medio de la noche y del silencio del barco, con la afilada daga del guardián apretada fuertemente en su mano; ningún hombre de la soñolienta tripulación le vio deslizarse hasta el interior de la puerta cerrada, pero sin llaves.
Drake seguía en la mesa, con el rostro hundido entre las manos; levantó la mirada, como si volviese del sueño… pero sus ojos estaban vacíos por el llanto, como si no viese deslizándose hacia él, lentamente, las flotantes arenas de la Muerte.
No movió mano alguna para tomar pistola o espada con la que detener la mano de Kane.
Ni siquiera parecía oírle o verle, perdido en las negras brumas del recuerdo, el amor convertido en odio y traición, roído por un dolor amargo.
Durante un instante, Solomon Kane permaneció inmóvil, apuntándole con la daga, como un cóndor dispuesto a lanzarse sobre un ave, y Francis Drake no habló, ni siquiera se movió.
Y Kane salió sin decir palabra y cerró tras de sí la puerta de la cabina.
Título original:
«The One Black Stain»
(The Howard Collector, primavera 1962)