UN JINETE BAJABA CANTANDO por el sendero del bosque, a la luz del creciente crepúsculo, ajustando el ritmo al paso desenvuelto de su caballo. Era un hombre alto y nervudo, ancho de espaldas y robusto de pecho, con ojos inquietos y penetrantes que, al mismo tiempo, parecían lanzar un desafío y una burla.
—¡Hola! —tiró de las riendas de su caballo, que se detuvo súbitamente, y miró con curiosidad al hombre. Este acababa de levantarse de la roca en donde se había sentado, al borde del sendero. Era incluso más alto que el jinete… un hombre enjuto y sombrío, vestido con ropajes sencillos, de tono oscuro, cuyo rostro reflejaba una palidez siniestra.
—¿Inglés? Y puritano, a juzgar por el corte de ese traje —comentó el jinete—. Me alegra encontrar a un compatriota en esta tierra extranjera, aunque sea un tipo tan melancólico como tú, pues eso es lo que pareces. Me llamo John Silent y me dirijo a Génova.
—Yo soy Solomon Kane —contestó el otro, con voz grave y serena—. Vago por la faz de la tierra y no tengo ningún destino.
John Silent miró perplejo al puritano. Los ojos fríos y profundos le devolvieron la mirada sin pestañear.
—En nombre del Diablo, amigo… ¿no sabes adónde te diriges en este momento?
—Voy allí donde mi espíritu me impulsa a ir —contestó Kane—. Por el momento me encuentro en esta región salvaje y desolada por la que viajo, impelido, sin duda, por algún propósito que aún me es desconocido.
Silent suspiró y movió la cabeza.
—Monta detrás, amigo, e intentaremos encontrar una posada donde pasar la noche.
—No querría sobrecargar vuestro caballo, buen amigo, pero, si me lo permitís, caminaré a vuestro lado y conversaré con vos, pues desde hace muchos meses no he oído hablar en buen inglés.
Mientras iban siguiendo sin prisa el sendero, John Silent no dejó de mirar a Kane ni de comprobar que, a pesar de su complexión delgada, avanzaba con pasos largos y felinos y que de uno de sus costados pendía un largo estoque. La mano de Silent tocó instintivamente el largo espadón curvo que llevaba al cinto.
—¿Quieres decir que viajas por cualquier país del mundo sin un motivo preciso, sin importarte dónde te encuentres?
—Señor, ¿qué importa eso, si el hombre que viaja de esa manera cumple, dondequiera que se encuentre, el plan que Dios ha previsto para él?
—¡Por Júpiter! —juró John Silent—. Todavía eres más excéntrico que yo, ya que, aunque también recorra el mundo, siempre tengo algo in mente. Aquí donde me ves, acabo de licenciarme del mando de una tropa de soldados y me dirijo a Génova para embarcarme en un navío que va a atacar a los corsarios turcos. Acompáñame, amigo, y aprende a surcar los mares.
—Ya los he surcado, y poco encontré en ellos que fuera de mi agrado. Muchos que se llaman a sí mismos mercaderes honestos no son más que piratas sanguinarios.
John Silent disimuló su sonrisa y cambió de conversación.
—Entonces, puesto que tu espíritu te ha impelido a atravesar esta región, habrás encontrado en ella algo que haya sido de tu gusto.
—No, buen caballero, sólo encontré en ella campesinos a punto de morir de hambre, señores crueles y hombres sin ley. Sin embargo, creo haber hecho algo de provecho, pues sólo hace unas horas di con un pobre diablo que pendía de una horca, y corté su soga antes de que hubiese exhalado su último suspiro.
Poco faltó a John Silent para no caerse de la silla.
—¿Cómo? ¿Has salvado a un hombre de la horca del barón Von Staler? ¡En nombre del Diablo, acabarás consiguiendo que nos cuelguen a los dos!
—No debierais maldecir con tanto ardor —le reconvino Kane, amistosamente—. No conozco personalmente al tal barón Von Staler, pero considero que colgó a ese hombre injustamente. La víctima sólo era un niño y en su rostro no había nada de malvado.
—Y claro —dijo John Silent, airado—, tenías que arriesgar nuestras vidas para salvar a ese tipo despreciable, que, por lo demás, ya estaba condenado.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —preguntó Kane, a punto de perder la paciencia—. Os lo ruego, cesad en vuestras vejaciones y decidme de quién es ese castillo que veo asomar por encima de los árboles.
—De alguien a quien quizá acabes conociendo demasiado bien, si no nos damos prisa —contestó Silent, enfadado—. Es el bastión del barón Von Staler, a quien robaste la presa que había ahorcado, el señor más poderoso de la Selva Negra. Allí está el camino que lleva a su puerta; y aquí el que nosotros tomaremos… el que antes nos pondrá fuera del alcance del buen barón.
—Me parece que es ese castillo del que habían hablado —dijo Kane, hablando para sí—. Lo llamaron con un nombre un tanto desabrido… el castillo del Diablo. Venid, echémosle un vistazo.
—¿Tienes intención de subir hasta el castillo? —exclamó Silent, atónito.
—Cierto, señor. No creo que el barón rehúse dar acomodo a dos viajeros. Además, podremos darnos una idea del tipo de hombre que es. Me gustaría conocer a ese señor que cuelga a los niños.
—¿Y si no te cae bien? —preguntó Silent, con sarcasmo.
Kane suspiró.
—De vez en cuando me sucede, aquí y allá, a lo largo de mis viajes a través del mundo, que me veo en la necesidad de aliviar a algunos hombres malvados del fardo de sus vidas.
Tengo la sensación de que bien podría ocurrir lo mismo con el barón.
—¡Por todos los diablos! —juró Silent, estupefacto—. Hablas como si fueses el juez de un tribunal, y el barón Von Staler yaciese inerme ante ti, en lugar de lo contrario… pues tú sólo tienes una espada, mientras que el barón está rodeado de vigorosos hombres de armas.
—La verdad está de mi parte —dijo Kane, sombrío—. Y es más poderosa que mil hombres de armas. Pero ¿a qué viene tanta palabrería? Todavía no he vi si o al barón, y no soy quién para emitir juicios sin verlo. Quizá el barón sea un hombre justo.
Silent sacudió la cabeza, maravillado.
—¡No sé si eres un loco inspirado, un necio o el hombre más valiente del mundo! —y rompió a reír—. ¡Adelante! Esta aventura no tiene pies ni cabeza, y estoy por asegurar que acabará en muerte; pero su despropósito me atrae. ¡Que nadie llegue a decir que John Silent se niega a ir adonde pueda conducirle el valor de otro hombre!
—Tu discurso es alocado e impío —dijo Kane—, pero comienzas a caerme bien.
Título original:
«The Castle of the Devil»
(Red Shadows, 1968)
De tal suerte, Kane y su excéntrico amigo tomaron el camino que los conduciría al castillo del barón Von Staler. A medida que se acercaban a él, iba siendo más empinado. Y como los árboles eran cada vez más frondosos, el camino que recorrían se estrechaba por momentos, dando la impresión de que apenas era transitado. En un momento dado, sucedió todo lo contrario. Los árboles fueron escaseando hasta desaparecer, con lo que se encontraron ante una amplia explanada en la cumbre de la colina que habían estado subiendo.
Aquel castillo sobrecogió a Kane. No se trataba sólo de lo imponente de su tamaño, sino de su antigüedad. Varias partes de su muralla eran de época romana, y otras del tiempo de las invasiones. Ceñido por un foso lleno de agua, tenía planta cuadrangular, de unos ciento cincuenta pies de lado, con una torre de sección cuadrada en cada una de sus murallas orientadas a los cuatro puntos cardinales, y otras cuatro, de sección circular, en los vértices del cuadrado sobre el que se asentaba. Su altura alcanzaba los sesenta pies. Por su forma, le recordó vagamente el castillo de Bodiam, que había visto en Sussex, siempre que este se hubiese asentado sobre la tierra firme, perdiendo la isla, la barbacana y los puentes. Había sido construido con una extraña piedra negro-azulada, que parecía rielar en la lejanía, como si el castillo fuese un espejismo o la obra de algún genio.
El jinete y su acompañante lo contemplaron en silencio y prosiguieron su avance hacia la puerta principal.
—¡Alto! ¿Quién vive? —preguntó a voces un centinela desde la puerta principal, apuntándolos con su mosquetes.
—Dos caballeros ingleses que desean hablar con su excelencia el barón Von Staler —contestó Silent.
Los soldados de la guardia se quedaron mudos al contemplar la extraña pareja que hacían Silent y Kane, con las ropas cubiertas de polvo y disparejos, uno de ellos a pie y el otro a caballo; además, aunque el altivo porte del puritano y la desenfadada expresión de su acompañante fuesen impropios de salteadores o de gente de mala vida, sus trazas no eran las que se suponía que debían cuadrar a unos gentileshombres.
Tras unos momentos de espera, el puente que permitía el acceso al interior rechinó bajo sus cadenas y quedó tendido sobre el foso.
Apenas penetraron en el estrecho pasillo, los hombres de la guardia se interpusieron entre ellos y la salida que daba al patio. Un individuo fornido, que vestía coraza y casco de acero, se abrió paso y los apuntó con una pistola.
—Vuestras armas —ordenó.
Kane y Silent, que había descabalgado para entrar, se miraron el uno al otro y, con un gesto de inteligencia, se despojaron de sus armas de fuego, entregándoselas por la culata al bigotudo teutón, sin lugar a dudas, el capitán de la guardia.
—También las espadas —insistió, con sonrisa burlona.
La rapidez con que Kane desenvainó su estoque y lo apoyó contra el desnudo cuello del alemán dejó a este sin habla, trocando su sonrisa en una mueca de estupor.
—Mi espada es como mi alma —objetó el puritano, clavando en el oficial una mirada más fría que su acero, capaz de helar el corazón a cualquiera—. Jamás pidáis su espada a un hombre de honor, a menos que deseéis matarlo a traición o tengáis los redaños suficientes para arrebatársela con la vuestra si se niega a entregároslas.
—La mía es como mi novia, muchacho. No me separo de ella ni de día ni de noche —comentó Silent, añadiendo su chanza a la amenaza de Kane.
El capitán, indeciso entre cumplir con su deber y salvar su vida, pues aquel inglés siniestro parecía estar muy seguro de lo que decía, no supo qué decisión tomar. En aquel momento, una aparición velada por una negra gasa que parecía cubrirle hasta los pies se dejó ver a la izquierda del pasillo. Los guardias, que habían roto cualquier tipo de formación, perdiendo al mismo tiempo toda compostura militar, se quedaron rígidos y recobraron cierto carácter de marcialidad. Una voz femenina sonó claramente entre el tintineo de las corazas y las demás piezas del equipo de los soldados.
—Capitán Steiner, un hombre que defiende con tanto valor el derecho a llevar espada sólo puede ser un caballero. Que él y quien le acompaña conserven sus aceros.
Aquella voz, tan cortante como el filo de su estoque, pensó Kane, estaba acostumbrada a mandar. Pero, al mismo tiempo, su timbre era profundamente musical y femenino, y sonaba acariciante al oído. El puritano salió de su ensoñación y miró a la dama velada que se acercaba a él. En otras circunstancias, aquella sombra enlutada habría bastado para ponerle en guardia, pero ya que le permitía entrar en el castillo del barón Von Staler, en la guarida del lobo, sólo sentía por ella agradecimiento.
—Soy la baronesa Von Staler. Tened la amabilidad de comunicarme vuestros nombres y vuestras intenciones —dijo la voz.
Kane envainó su estoque con una leve inclinación de cabeza. John Silent se descubrió e hizo una elaborada reverencia con su sombrero.
—Somos los capitanes Kane —y señaló a su compatriota— y Silent. John Silent, mylady. Soldados de fortuna e ingleses, a pesar de que mi camarada aquí presente siga empeñado en afirmar que es un hombre sin tierra. En cuanto a nuestras intenciones —se aclaró la voz y prosiguió—, el capitán Kane desea informar al barón…
—Que colgar de una soga —le interrumpió bruscamente Kane— a los niños, es algo que ni siquiera los salvajes de África se atreven a hacer. Encontré a un joven que pendía de una soga, casi un niño, y lo descolgué de ella por mi cuenta y riesgo. Aún vivía cuando lo dejé —hizo una pausa amenazante y llevó una mano al pomo de su espada—. Estoy dispuesto a aceptar la justicia de vuestro esposo siempre que él acepte la mía. Es un punto que me gustaría tratar con él. Por eso estoy aquí.
Tras sus palabras se hizo un silencio tenso que pareció durar una eternidad. Aquella escena resultaba un tanto irreal. En primer plano, la enigmática dama vestida de negro… joven o anciana, bella o repelente… aunque había algo en su compostura y en su forma de hablar que sugería la flexibilidad de una pantera al acecho y una energía inaudita. Si la suavidad acerada de aquella voz iba acorde con su cuerpo, la baronesa debía ser, entonces, una mujer bellísima. Frente a ella, los dos ingleses que, sin ser invitados, se atrevían a dar órdenes e imponer su ley en tierra extranjera. Y, al fondo, los guardias atónitos, que se veían desbordados por unos acontecimientos que jamás hubiesen supuesto que iban a encontrar en el normal ejercicio de las armas.
De repente, la misteriosa dama se despojó de su velo y se acercó a Kane. Era casi tan alta como el inglés y, en efecto, su rostro era bellísimo, aunque nada en él se relacionaba con las brumas que recorrían aquellas tierras germánicas. De tez tan blanca como la leche, sus rasgos alargados mostraban su pertenencia a alguna etnia mediterránea. Al perfecto óvalo de su rostro, levemente marcado por unos pómulos salientes, venían a unirse unos labios plenos y sensuales, muy rojos, una nariz delgada y recta, y unos dientes blancos y menudos, como perlas. Todo su rostro, rematado por una flotante melena negra de cabellos lisos, era un portento de belleza digno de la mano del más sublime de los artistas.
Pero lo que más atrajo la atención al puritano fueron sus ojos. Bajo unas cejas largas y estrechas que se abrían como la copa de una palmera sobre el tronco de su nariz, eran grandes y almendrados y desbordaban a raudales poder hipnótico. Parecían mirarle desde otro mundo, más allá de los abismos insondables del Tiempo y del Espacio, y leer su mente, penetrando todos sus secretos y miserias, compartiendo sus dolores y alegrías y esa ansia irrefrenable que le impulsaba a vagar continuamente por la tierra, venciendo el mal y restaurando la justicia.
—Estoy segura de que mi esposo aceptará las disculpas… ¡perdón! Explicaciones que tengáis que darle, capitán Kane —dijo, con una sonrisa enigmática, y miró a Silent, bebiendo ansiosamente su rostro—. Nos sentiremos honrados si esta noche os dignáis ser nuestros huéspedes.
—Hablando en mi nombre y en el de mi camarada, aceptamos vuestro ofrecimiento en lo que vale, mylady —se apresuró a decir Silent, cuyo corazón, después de la mirada de la baronesa, había comenzado a latir con más fuerza que el de un caballo de batalla lanzándose a la carga en medio de la refriega; y apoderándose de una de sus manos, la besó largo y tendido, durante más tiempo del permitido por el protocolo y las buenas costumbres, mientras no dejaba de mirarla con ojos emocionados.
Finalmente, la baronesa se fue, aunque no sin ordenar a dos de los hombres de la guardia que se preocupasen de llevar el caballo al establo y de conducirlos a ellos hasta una de las habitaciones para los invitados que se encontraban en el ala sur. Según les anunció, durante la cena podrían hablar a sus anchas con el barón.
Acompañados por uno de los guardias, que no despegó los labios, cruzaron diametralmente el patio del castillo, y tras pasar por una amplia sala que hacía las veces de comedor en las grandes celebraciones, separada de las cocinas por unas salas más pequeñas, especie de reservados, subieron por una escalera y llegaron a las habitaciones que les habían sido destinadas.
Ambas estaban juntas y eran gemelas, comunicándose entre sí con una gruesa puerta de madera de roble. Sus ventanas, amplias y cubiertas de barrotes, mantenían la habitación poco iluminada, por estar orientada al Sur. Un amplio lecho con baldaquín, una mesa tosca y pesada, y un enorme armario completaban el mobiliario. En la mesa podía verse un gran candelabro de nueve velas, que debía proporcionar una buena luz de noche.
En cuanto su silencioso acompañante se fue, Silent entró por la puerta que unía ambas habitaciones, silbando una cancioncilla, y palmeó el hombro de Kane.
—¡Amigo mío, vaya aventura! ¡Qué mujer! ¿No viste cómo me miró?
—Sólo vi una mirada que no parecía de este mundo, y un rostro tan seductor como el de la mismísima Eva —contestó Kane, molesto por la mundanalidad de su camarada.
—¡Bah! Eres un puritano incorregible —se quedó pensativo unos instantes y después volvió a la carga—. Claro, seguro que su marido la tiene encerrada en el castillo, sin ver a nadie. Debe ser muy celoso y por eso la obliga a ir velada. ¡El muy turco!
A pesar de su severidad, Kane tuvo que hacer esfuerzos para no sonreír por los disparates de su compatriota. Reconocía, en su fuero interno, que aquella hermosa mujer guardaba algún secreto que, aún no sabía cómo, se relacionaba con el siniestro sobrenombre de la imponente fortaleza. Si aquel era el castillo del Diablo, su ocupante debía ser el mismísimo Satanás. Y su esposa…
—… Y si así fuese no me importaría raptarla —decía Silent, concluyendo una alocada perorata que tenía que ver con la baronesa y con la suposición de que su marido la hacía infeliz.
Cuando Kane se disponía a reconvenirle por su poco juicio, una delgada silueta se perfiló en el umbral de su habitación.
Era una doncella muy joven que acudía a informarles de la hora de la cena. Iba cargada con un pesado fardo de ropas que ambos habrían de ponerse por cuestión de protocolo y que dejó sobre la mesa de la habitación.
—Bajando por la escalera, y atravesando las cocinas, o saliendo al patio de armas, encontraréis los baños. Allí os aguardan dos criados que atenderán vuestras necesidades —dijo la joven; y dirigiéndose a Kane, añadió—: Vos debéis ser el caballero que salvó la vida al joven a quien había colgado el barón.
El puritano la miró, sorprendido por el hecho de que la noticia de aquel acto hubiese corrido tan rápida como la pólvora.
—Es mi novio —dijo la joven, y sus mejillas se arrebolaron. De repente, alzándose de puntillas, le dio un beso y echó a correr, desapareciendo por el pasillo.
Kane se quedó sin saber qué decir, acariciándose la mejilla, un tanto avergonzado, mientras Silent esbozaba una sonrisa burlona.
—Jamás me hubiera imaginado, capitán Kane, que vuestra especialidad fuesen las jovencitas.
—¡Salvaje! —exclamó el puritano, y le lanzó a la cabeza una de las prendas que la joven acababa de traerles.
Al poco rato, ambos bajaban por la escalera, entre risas.
El prolongado baño no sólo consiguió quitarles el cansancio y el polvo del viaje, sino, al menos a Kane, cierto embotamiento de mente que había comenzado a sentir desde que entrara en el castillo. No era amigo de los planes preconcebidos, pero en aquel caso la situación parecía diferente. Estaban en el castillo para saber si el barón era o no un satanista, como se decía por la comarca. Durante la cena, Silent intentaría acaparar la atención de la baronesa, por lo que él podría hablar largo y tendido con Von Staler y conocer algo de sus ideas. ¿Y después? Su mueca lobuna resultó elocuente. Seguro que cuando llegase el momento crucial, el Destino, o la Potencia que, según Kane, guiaba sus pasos, le diría lo que tenía que hacer.
Al regresar a sus respectivas habitaciones, los dos ingleses se vistieron con las ropas que les había traído la doncella. Las de Kane eran negras, casi un duplicado de las que llevaba puestas. Le quedaban como si se las hubiesen hecho a medida, y la austeridad de su corte le agradó. Las de Silent eran todo lo contrario. De color azul claro, estaban llenas de galones y encajes. El atavío de un petimetre perfumado, se dijo Kane, aun reconociendo que su excéntrico acompañante sería un formidable guerrero cuando se le presentase la ocasión.
La doncella que agradeciese con un beso a Kane la liberación de su novio Hans, el joven ahorcado por Von Staler, acudió para guiarles a las habitaciones privadas del barón, donde iban a cenar. Se llamaba Senta, y era evidente que el barón nada debía de saber de su relación con el ajusticiado.
—Ambos debéis huir en seguida de aquí, señor. El barón practica la magia negra y no dudará en sacrificaros si piensa que podéis ser un obstáculo para sus planes —dijo entre susurros, nada más llegar.
—No podemos desairar así a nuestros anfitriones, muchacha —comentó Silent—. ¿Qué tipo de hechicerías practica Von Staler?
—Nadie lo sabe, pues ninguno de los que consiguieron verlas volvió para contarlo. De lo único que estamos seguros, nosotros, los humildes, es que hace unos ocho años, desde que llegó de Hungría, los niños comenzaron a desaparecer de la región.
—¿Sólo los niños? —inquirió Kane.
—Sólo ellos, y los jóvenes que aún no habían llegado a ser hombres y mujeres —dijo Senta, mirando nerviosa a uno y otro lado, como si tuviese miedo de que pudiesen oírla, pues las sombras habían comenzado a caer.
Kane reflexionó un instante. En el transcurso de sus viajes por Europa Oriental había oído historias respecto a algunas familias de siniestra reputación. Al parecer, practicaban rituales satánicos en los que la sangre jugaba un papel esencial, pero siempre había creído que eran meras patrañas. En algunos pueblos apartados de Hungría y Transilvania, Dracul, Karnstein o Báthory no sólo eran apellidos de abolengo, sino incitaciones al demonio. Su simple mención era recibida con un supersticioso santiguarse. ¿Procedería de alguna de ellas Von Staler?
Al parecer, el barón sólo parecía servirse de vírgenes para sus actividades, fueran las que fuesen, lo cual cuadraba bien con los sacrificios a Satanás.
—¿Por qué ahorcó el barón a tu novio? —preguntó a la joven.
—No lo sé, señor. Una tarde, cuando anochecía, después de que Hans… —bajó la mirada— estuviese conmigo y volviese a la cabaña de sus padres, unos hombres le cogieron y se lo llevaron. Y ya no recuerda nada más hasta el momento en que se encontró en el suelo, con una soga al cuello que vos habíais cortado, y vio un rostro, el vuestro, inclinado encima de él, que le daba ánimos mientras friccionaba su cuello.
—¿De quién era antes el castillo? —inquirió el puritano, cuyos ojos se habían estrechado por la intensa concentración de su mente, mientras comenzaba a atar cabos.
—Vivíamos bien, eso dice la gente, porque yo era muy pequeña para recordarlo, hasta que el anterior barón Von Staler murió hace diez años, guerreando en el Este contra los turcos. Dicen que era justo y bondadoso con los campesinos. Como no se había casado aún, pues era muy joven, el castillo quedó a cargo de las tropas del Imperio. Pero dos años después, llegó un noble de Hungría que alegó pertenecer a la familia del barón, reclamó sus tierras y se quedó con ellas. Desde entonces, señor, sólo conocemos el terror, y nadie sale de sus casas al ponerse el sol.
La joven había terminado casi histérica. Kane descansó una de sus poderosas manos sobre sus frágiles hombros.
—Tranquilízate, muchacha, pues en verdad el Altísimo ha guiado mis pasos hasta este pozo de iniquidad, y difícil será que lo abandonemos sin haberlo purificado de su podredumbre. ¿Sabes cómo se llama el nuevo barón?
—Batosky… Baroshky… no sé. Es uno de esos apellidos húngaros tan raros —se disculpó la joven, y añadió, con alborozo infantil—: Pero puedo enseñaros su retrato, está aquí mismo… ¡y su nombre está escrito debajo!
—Muy bien, Senta, vayamos a verlo —y mientras hablaba se ciñó el cinto con el estoque—. ¿No te armas, John? —preguntó a su amigo.
—Jamás me separo de mi secretario —dijo Silent, y se sacó de la bota izquierda un sutil estilete de dos palmos de largo.
* * *
No tuvieron que andar mucho. El largo pasillo que se extendía desde sus habitaciones hasta la torre sureste estaba cubierto con los retratos de todos los Von Staler. A medida que lo recorrían les daba la impresión de efectuar un viaje en el tiempo. Nada más salir al pasillo, lo primero que vieron los ingleses y la doncella fueron los fundadores del linaje, poco más que bárbaros germanos, con cabellos en desorden, o peinados en moño, bigotes lacios, barbas muy pobladas y ojos que deprendían fuego. Más adelante tomaban el relevo los guerreros de la época de las Cruzadas, desde los que habían entrado a saco en Jerusalén, emborrachándose en una marea de sangre que había hecho dudar al mundo de los altos principios que impulsaban a Godofredo de Bouillon y sus seguidores, hasta aquel puñado de locos que había seguido hasta Egipto a San Luis, en aquella postrera cruzada. También había muchos miembros de órdenes militares, cubiertos con capas negras y blancas. Las expresiones de los rostros habían ido dulcificándose con el paso del tiempo, como si quisiesen congraciarse con las escasas damas representadas, de suerte que el rosero que finalmente contemplaban, el del barón Ullrich von Staler, anterior ocupante del castillo, unía a la expresión altiva y guerrera de toda la familia la profunda mirada del soñador, del poeta.
¡Pero qué contraste con el cuadro que le seguía y que cerraba la serie! Como si aquello fuese una clara constatación de los tiempos que corrían, en donde la nobleza y la caballería daban paso a la zafiedad y las artimañas, el último retrato era el de un hombre de edad madura. Su rostro y cabeza estaban totalmente afeitados, sus labios eran carnosos y los oscuros ojos negros estaban muy abultados. En su juventud debía de haber sido un hombre atractivo, pero los excesos de una vida disipada le habían dado una inconfundible apariencia de mago negro. Aquellos ojos de mirada profunda parecían extrañamente planos, como si no tuviesen vida propia, como si fuesen de cristal.
El retrato era de cuerpo entero y estaba realizado con un verismo increíble. Mostraba al barón en el campo de batalla, vestido de rojo, con un traje de atamán, rodeado de cadáveres. Con la bota derecha pisaba el cuello de un turco herido, que se contorsionaba con los espasmos de la muerte, mientras que en una larga pica que sostenía en vilo con ambas manos, se encontraba atravesado el cadáver de otro. Si aquella escena, de por sí, era espantosa, el hecho de que aconteciese tras la llegada de la noche y de que bajo la luna rojiza se recortasen unas sombras aladas que se cernían sobre el campo de batalla le añadían una dimensión de blasfema malignidad.
Kane apartó sus ojos del retrato para mirar el nombre que aparecía escrito debajo. Despejadas sus dudas de que aquel lugar estaba habitado por el mal, apenas le sorprendió que el barón que ocupaba la fortaleza de los Von Staler se llamase Alexis Báthory.
El salón privado donde tenía lugar la cena estaba decorado principescamente. Gran número de armaduras de todos los tipos y épocas se alineaban a lo largo de sus paredes. Del techo colgaban espléndidas arañas y lustres, que difundían una luz tan intensa como la de una mañana de junio. En uno de los rincones de la estancia, un quinteto de músicos alternaba gallardas con pavanas, realzando o templando los ánimos. En uno de los extremos de la mesa se había dispuesto todo tipo de postres, mientras que los platos iban llegando uno tras otro, escoltados por excelentes vinos del Rhin y del Mosela, de Borgoña y de Burdeos. Kane sólo probó un poco de verdura y del excelente goulash, acompañándose morigeradamente con un Borgoña; John Silent, sin embargo, comió y bebió por los dos; pero como era hombre habituado a la buena vida, aquello sólo sirvió para que su corazón se rindiese a los encantos de su bella anfitriona, la baronesa Adriana, que seguía vertiendo de negro, con quien estuvo charlando toda la velada.
Por su parte, Kane tuvo que repartir su conversación entre el barón y un hombre muy entrado en años, casi un anciano, que los acompañaba. Se llamaba Luciano y había estudiado alquimia con Paracelso y magia con el controvertido Cornelio Agripa. Pero también era un científico que estudiaba la teoría del color y la transmisión de la luz por el espacio: en su juventud había diseñado varias linternas mágicas para los Sforza de Milán. La charla se encontraba en un momento interesante. Luciano estaba hablando de la inmortalidad.
—… Y si la sangre, al igual que el resto de nuestro cuerpo, está constituida por átomos, como suponían Demócrito y buena parte de los antiguos, y es bien sabido que esos átomos se regeneran y mueren, como os diría cualquier discípulo de Galeno —sobre todo, de la especie proclive a las sangrías, con las que purifican, precisamente, esos átomos corruptos de la sangre de sus pacientes—, entonces, si pudiésemos regenerar continuamente esa sangre, habríamos vencido a la muerte. Por otra parte… —el alquimista hizo un alto en su perorata para recobrar el resuello. Los ojos le brillaban de manera extraña y Kane pensó que no debía estar en su sano juicio—, por otra parte…
—Por otra parte, mi buen Luciano, la sangre, por su color rojo, es un principio activo —le interrumpió la voz levemente nasal del barón, que curiosamente llevaba prendas carmesíes, como en el retrato de la galería—, y sólo con su ayuda se podrá vencer la pasividad y negrura de la muerte y alcanzar el oro de la inmortalidad.
A Kane todo aquel discurso le sonó a perversión y hechicería diabólica, y no pudo reprimir su enfado.
—¡Pardiez! En los tiempos de la decadente Roma, las cortesanas, y entre ellas las impúdicas esposas de algunos emperadores demasiado indulgentes, se bañaban en leche de burra para mantener tersa su piel y seguir complaciendo a sus amantes. ¿Acaso pensáis alterar el procedimiento bañándoos en sangre?
—No hay duda de que os excedéis en vuestras sospechas, capitán Kane, como demuestra vuestra actitud al haber acudido armado a esta cena, cual si formaseis parte del séquito del rey Gunther de Burgundia y yo fuese un nuevo Atila redivivo —comentó con una sonrisa el barón, como si aquel comentario le divirtiese y quisiera quitar importancia al hecho. Pero su mirada hipnótica decía lo contrario—. La oscuridad de vuestros ropajes acabará por opacar vuestra inteligencia. Por supuesto que estaba hablando en hipótesis, pero quizá no sólo se trataría de bañarse en sangre, sino de hacer que esa sangre se incorporase a la de uno.
—Disculpad mis suspicacias, excelencia, pero en la región se cuentan cosas bastante extrañas de este castillo —apuntó Kane.
—¡Habladurías de patanes, querido amigo! Cuando murió mi predecesor, se hicieron a la idea de que estas tierras pasarían al Imperio, con lo cual los impuestos que debían pagar a su señor natural se convirtieron en poco más que un símbolo. Y cuando supieron que llegaba un nuevo barón, la realidad se les hizo tan insoportable que acabaron odiándome —comentó, mientras daba una dentellada a unas costillas de venado asado.
—Nos quitáis un peso de encima, señor barón —dijo un tanto fuera de lugar John Silent, ya que hasta aquel momento no había hecho otra cosa que honrar su peculiar apellido mientras hablaba en voz baja con la baronesa, demasiado baja para los usos de la etiqueta—, pues el capitán Kane pensaba tener que habérselas con un demonio, o poco menos, dado el sobrenombre que esos rústicos, como vos decís, dan a vuestro castillo.
—¡Mentiras! ¡Todo mentiras! —exclamó el alquimista, sin que viniese a cuento. Los demás le miraron incómodos, sobre todo Von Staler. Inconscientemente, Kane chasqueó los dientes. Aquel anciano debía ser cómplice, si no instrumento, de las siniestras maquinaciones del barón.
La baronesa aprovechó la circunstancia para levantarse.
—Querido —dijo—, caballeros, os ruego que me disculpéis, pero se me ha levantado una terrible jaqueca. Capitán Silent…
—¿Sí, baronesa? —al inglés le dio un salto el corazón.
—¿Tendréis la amabilidad de acompañarme? Estos pasillos son tan oscuros…
—Será un placer, mylady. Buenas noches, caballeros. Señor barón…
—Buenas noches, capitán Silent. Espero que sepáis llegar bien a vuestros aposentos —dijo el barón, con sorna y un ápice de amenaza.
Kane fue el único que se levantó de la mesa para saludar a la baronesa, que se marchaba. En cuanto se sentó, Von Staler reanudó la conversación, tras despedir con un displicente movimiento de una de sus enjoyadas manos a los músicos.
—Ese sobrenombre es debido al odio que me profesan. ¿No sabéis que hace tres años tuve que ajusticiar a unos cuantos de esos patanes para impedir su revuelta? —los ojos le brillaron con un placer sádico—. No murieron, precisamente, bendiciendo mi nombre mientras se retorcían entre tormentos.
A Kane le pareció que tenía un aspecto envejecido, detalle aquel que le dejó perplejo, y que los labios se le llenaban de baba, mientras rememoraba los suplicios que había hecho sufrir a aquella gente, y se preguntó si no debería desenvainar allí mismo su estoque y clavárselo al barón en su negro corazón. Silent había dicho que hablaba como un juez; pero un juez, precisamente, jamás condena sin pruebas. Si aquel hombre que había heredado el título de barón Von Staler practicaba la magia negra, debía disponer de una habitación secreta o templo donde realizar sus ritos. Necesitaba, por tanto, descubrir su guarida. Sólo entonces podría erigirse en juez y verdugo.
—Los Báthory —y el barón comenzó a extenderse en un largo discurso sobre los orígenes de su familia—, de quienes desciendo, somos un pueblo guerrero. Llegamos con los magiares y fundamos Hungría, pero antes habíamos cabalgado con Atila y sometido a medio mundo, tanto en Europa como en el lejano Oriente. Los chinos tuvieron que construir su Gran Muralla para defenderse de nosotros. Fuimos los últimos en abandonar la estepa y llegamos hasta Europa pisando los cadáveres de los eslavos y los búlgaros. Somos un pueblo guerrero, ávido de sangre. La sangre nos mantiene con vida. Si dejásemos de derramarla, tanto en la guerra como en la paz, nuestra estirpe desaparecería.
—Interesante hipótesis —comentó Kane—, aunque no lo suficientemente válida para que decidáis acabar con vuestros súbditos.
—¡Bah! No lo creáis. Justamente ahora estoy planeando realizar una incursión contra los turcos que asolan el Imperio. A vos, que sois hombre de acción, lo mismo que yo, ¿no os interesaría mandar una compañía bajo mis órdenes?
—En absoluto. Nunca creí que una buena causa sirviese para santificar una guerra. Al contrario, suelen ser las buenas guerras las que acaban santificando las causas. Y al final, la muerte se encarga de convertir en fútiles todas las buenas causas y de nivelar todas las injusticias.
—Extraña filosofía la vuestra, amigo inglés. ¿No concedéis, entonces, valor a nada en este mundo?
—Sólo a aquello que se hace sin apego y sin buscar beneficio y, quizá, también a la mirada de unos ojos hermosos, a la sonrisa de un niño y al canto de los pájaros en un día de primavera —contestó Kane, y su vena poética se abrió una vez más por obra de algún recuerdo desgarrado.
—Sea —concedió el barón, con una sonrisa—. Me gustaría pensar como vos. Pero este mundo es obra del Diablo, no de Dios, y para vivir en él debemos seguir las leyes de nuestro demiurgo y amo, el Diablo, y no las de la bondad suprema que enseñan los curas, o las que os dicta vuestro peculiar código del honor, que quizá algún día acabe llevándoos a la santidad —hizo un ademán con la mano para acallar a Kane, que se había removido, inquieto, en su asiento—. Quizá si nos hubiésemos conocido antes, habría conseguido convenceros y os habríais pasado a mi bando. ¿Quién sabe? No hay nada imposible. De cualquier modo, presiento que no tardaremos en saber quién de los dos tiene razón.
Un fuerte ronquido del alquimista pareció poner punto final a sus palabras.
—¿Qué os decía? La ciencia duerme. Siempre ha dormido. Ya es hora de que la hagamos despertar y aprovechemos sus descubrimientos para cambiar la faz del mundo. ¡Arriba, Luciano!
El anciano se despertó, pareció dudar y se puso en pie, destemplado. El fuego del hogar también había comenzado a adormilarse.
—Capitán Kane, mejor será que nos vayamos a descansar. Mañana será un día muy agitado.
* * *
Cuando Kane llegó a su habitación en el primer piso del castillo, después de dar un breve paseo por su interior, para familiarizarse con su arquitectura, lo primero que hizo fue intentar ver a Silent. La puerta que comunicaba con su habitación sólo se abría desde el otro lado, por lo que se limitó a dar unos ligeros golpes en ella. Al ver que nadie le contestaba, cogió el candelabro que alguien había dejado encendido, salió de su habitación y se dirigió hacia la de Silent, la cual pudo abrir pues, en su precipitación, había olvidado que, al igual que la suya, no tenía llave.
Estaba vacía y nada encontró en ella que pudiese explicar la ausencia de Silent, a menos que este estuviese haciéndole la corte a la baronesa o hubiese caído en una trampa. La cama estaba intacta y sobre ella se encontraban las ropas que había llevado puestas su camarada, así como las alforjas que contenían sus pertenencias y que había descargado de su caballo. Lo único que faltaba era su espadón. Era evidente que había regresado a su habitación para armarse.
Kane cerró la puerta de la habitación de Silent, poniendo tras ella la pesada mesa, abrió la puerta medianera, entró en su habitación, volvió a repetir el proceso con la mesa, encima de la cual dejó el candelabro, desenvainó su estoque, que quedó cerca de su mano y se sentó en la cama, para meditar en lo sucedido. Si alguien intentaba entrar en cualquiera de las habitaciones, lo oiría y podría hacerse fuerte en la otra. Y si el que volvía era Silent… bueno, ya se daría a conocer. Cuando cogió la almohada para apoyarse en ella, oyó el inconfundible roce de un papel, que alguien había dejado debajo. Levantándose de un salto, lo acercó al candelabro para poder leerlo. Estaba escrito en inglés, en una caligrafía apresurada, y decía así:
Solomon, Adriana me ha contado el secreto del barón. Nos ayudará si la protegemos. Voy a bajar hasta las criptas secretas donde Van Staler lleva a cabo sus brujerías de sangre ayudado por ese demente de Luciano. Pensé que era mejor moverme solo mientras tú hablabas con el barón. Ten confianza en mí. No tardaré en volver.
J. S.
Kane masculló un juramento, furioso por la temeridad de su amigo y por el hecho de que echase a correr tras las primeras faldas que veía. Su plan, cualquiera que fuese, le obligaba a quedarse en su habitación, para no desbaratar el suyo, y eso era, precisamente, lo único que él, que había recorrido el mundo impulsado por un anhelo extraño que le hacía vagar continuamente de un lado para otro, no podía soportar.
Poco a poco fueron pasando las horas y Silent seguía sin volver. De repente, le pareció oír un leve crujido proveniente del armario de su habitación. Se había quedado adormilado durante bastante tiempo, pues las velas del candelabro estaban medio consumidas. Empuñó su estoque y se incorporó en la cama, al acecho. La puerta del armario se movió imperceptiblemente, y una mano se insinuó sobre su marco.
Por un momento, Kane creyó que tendría que vérselas con algún sicario del barón enviado para acabar con él, pero el rostro que asomó por el entreabierto armario, que, sin lugar a dudas, debía comunicarse con algún pasaje secreto, era el de John Silent. Había perdido el sombrero y tenía una fea cicatriz en la mejilla, que le sangraba. El elegante traje azul que aún vestía estaba hecho jirones.
—¡Todo está perdido! —exclamó sin resuello, como si fuesen pisándole los talones varias legiones infernales. Pero seguía asiendo firmemente su espadón.
El puritano le miró con sus fríos ojos, capaces de helar la sangre en las venas, dudando entre ayudarle o recriminarle por su imprudencia. Pero el afecto venció al rigor, y le ayudó a salir del armario.
—¡Debemos liberarla! ¡Hay que matar al barón! —seguía diciendo a gritos Silent, mientras entraba como una exhalación en su habitación y extraía una botella de barro de las alforjas, presumiblemente de ginebra. Tras echarse un largo trago, vació el aire de sus pulmones con un enorme suspiro y se dejó caer pesadamente sobre la cama.
—¿Por qué no pruebas a tranquilizarte y me lo cuentas todo? —preguntó Kane, cuya paciencia estaba llegando al límite.
—Sí, será lo mejor —dijo el otro, y comenzó su narración—: Acompañé a Adriana… la baronesa, pero no a sus aposentos, tal y como me pidiera en la cena, sino a esta habitación, que le parecía más segura. Te confesaré que, en un principio, había creído que se trataba de una de tantas damas desatendidas por maridos demasiado proclives a hacer la guerra, pero mucho menos el amor. Contestó ardientemente a mis avances —Kane hizo una mueca de desagrado, pues no le gustaba aquel tipo de detalles—, y entonces me contó que su marido no era tal y que la había secuestrado siendo niña, obligándola a vivir con él.
—¡He aquí la gota que desborda el vaso de iniquidad que es el barón! —exclamó Kane, presa del acceso de puritanismo que le poseía en ocasiones y que le convertía en el azote de los malvados.
—No es lo que crees —prosiguió Silent, intentando calmar a su interlocutor—, pues Báthory no requiere sus aptitudes en cuanto mujer, sino que, induciéndola a dormir, se entera por ella del futuro y del pasado, siendo capaz de hablar con los espíritus de los muertos. Creo que es eso que llaman médium.
Kane conocía bien las supuestas clarividencias de los médium. Había oído hablar de Edward Kelly, el vidente de John Dee. Pero, al parecer, se trataba de un farsante. En cierta ocasión, un hombre sabio le había dicho que de cien supuestos videntes, noventa y nueve eran un fraude, pero el centésimo… ese valía por todos los demás. Así se explicaba lo penetrante de la mirada de aquella mujer, cuando posó sus ojos sobre él, nada más entrar en el castillo.
—Ella no recuerda lo que dice cuando está en trance, pues siempre acaba desertándose en sus aposentos —prosiguió Silent—. Le gustaría librarse de él. De hecho, ya ha intentado escaparse varias veces del castillo. Pero, sin saber cómo, cuando ya se considera a salvo, una fuerza irresistible la obligaba a volver: el poder hipnótico del barón.
»Y lo que dice es cierto, pues esta noche, mientras me lo estaba contando, se envaró bruscamente y quedó inerte, como si escuchase una llamada misteriosa, echando a andar inexplicablemente hacia la puerta que conducía a tu habitación, con la mirada perdida. Debió ser poco antes de que volvieses. Ya en ella, se dirigió hacia el armario. Cuando, ante mi estupor, parecía que iba a desaparecer por él, la detuve, obligándole a salir fuera; y, entreteniéndome lo justo para dejarte la nota que supongo que habrás visto y ceñirme el espadón, la dejé en libertad y la seguí. El armario debió de cerrarse después de entrar en él, pues el estrecho pasillo por donde nos aventuramos estaba a oscuras. Yo había cogido a Adriana de la cintura, por miedo a que se me escapase. Como no tardé en acostumbrarme a la tiniebla, cada vez que cambiábamos de dirección, o doblábamos una esquina, marcaba con el espadón una señal visible en la pared, por si tenía que volver de nuevo por aquel camino tan intrincado. A los pocos minutos de recorrido, era evidente que el castillo estaba horadado de pasadizos, como si fuese un termitero.
»No tardó en aparecer ante nosotros un tenue resplandor rojizo, que fue haciéndose más pronunciado a medida que avanzábamos. En aquel momento, me encontré en un dilema. Seguir a Adriana, adonde quiera que fuese, o mantenerme a la expectativa y aguardar el momento de actuar.
»No me resultó fácil la elección, ¡por las pezuñas de Belcebú!, pero me decidí por la segunda. El camino pareció terminarse en una rejilla que nos separaba del resplandor rojo. Atraje a Adriana hacia mí, besé sus labios fríos e inertes y dejé que fuese al encuentro de lo desconocido, mientras yo retrocedía unas cuantas yardas, al amparo de la oscuridad, por si acaso había alguien esperándola al otro extremo del pasadizo.
»Después de que hubiera salido, me acerqué hasta la rejilla y miré por ella. Al otro lado, y más abajo, pues Adriana había comenzado a bajar por una escalinata poco elevada, se encontraba una habitación circular y, al parecer, abovedada. Debía de estar profusamente iluminada con velas o fuegos rojos, porque todo aparecía bañado en esa luz… ¡como el mismísimo Infierno! Desde mi escondite pude ver cómo Adriana se dirigía al encuentro de una gran figura cubierta con una especie de capa que terminaba en capuchón. Debía de ser roja, porque no se distinguía bien en medio de aquella luz. A todo esto, la figura tapada no dejaba de golpear un gran parche destemplado que sonaba de manera ensordecedora, viniendo a unirse a un chillido monocorde que me sonó a latín. Después pude ver que debía proceder de alguien que estaba cubierto con una capucha parecida a la de la figura alta, pero de color negro.
»La figura de rojo condujo a Adriana al interior de una circunferencia pintada de blanco en el suelo, con unos símbolos mágicos que no pude distinguir, y ella se quedó allí, inmóvil.
»Entonces, dio una palmada y entraron otras figuras más, vestidas de negro, que llevaban en sus brazos a tres niños. Debían de estar drogados o muertos, porque no se movían. Abrí un poco la rejilla, confiando en que nadie me viera, absortos como todos parecían estar en lo que se desarrollaba, y vi que los niños eran llevados a una especie de altar de forma redondeada, con unas depresiones en su superficie superior. Un canalillo, contorneando su superficie lateral, como el estriado de un tornillo, partía de ella y desaguaba en una especie de bañera de poco fondo, donde se había cincelado el contorno de un cuerpo humano. La figura de rojo se despojó de sus vestiduras —era el barón, pero terriblemente envejecido… casi no podía caminar— y se recostó en la bañera. Entonces, la figura de negro fue degollando a los niños uno tras otro, mientras el tambor, que otro de los esbirros de negro había comenzado a tocar, parecía sonar más fuerte que nunca.
»Supongo que me creerás si te digo que estuve a punto de abandonar mi escondite y clavar mi espadón en el negro corazón del barón. Pero lo que sucedió me dejó atónito. A medida que la sangre de las jóvenes víctimas iba fluyendo, la piel del barón se iba haciendo más flexible y tersa. ¡Ese maldito húngaro parecía un joven de veinte años! El repugnante baño duró un buen cuarto de hora, mientras yo no hacía más que mirar hacia donde se encontraba Adriana.
—La magia de la sangre ya fue practicada por un francés, Gilíes de Rais, que enloqueció y se entregó al mal cuando los ingleses quemamos, para eterno baldón nuestro, a su noble amiga Juana, la Doncella de Orléans. Pero dudo que este infame Báthory siguiera alguna vez la senda del bien, pues su familia brotó de la simiente de la serpiente del Edén. ¡A nosotros incumbe aplastar su ponzoñosa cabeza! —dijo Kane, interrumpiendo la narración de su camarada. Quizá la inminencia del combate cambió su habitual talante taciturno en otro más eufórico, porque desenvainó su estoque, lo cogió por la hoja, puso ante sí la empuñadura y la besó. Y como si fuese un objeto digno de veneración, se hincó de rodillas y pronunció el siguiente juramento, cosa poco habitual en él—: ¡Pongo al Dios de los Ejércitos por testigo de que antes de que salga el sol habremos aplastado a la Serpiente y liberado a tu enamorada! Pero prosigue, hermano Silent.
—Báthory abandonó aquel baño infernal y entró en una pila que le lavó de todo resto de sangre, tras lo cual se vistió con una túnica blanca. Acto seguido, se acercó a un altar cuadrangular, encendió unas velas de color negro, abrió un enorme libro que ocupaba medio altar y pronunció unas palabras bárbaras. Un viento sobrenatural que yo sólo escuché, desde mi escondrijo, apagó la mitad de las velas, mientras una tiniebla más densa que la oscuridad más penetrante, se adueñó del lugar.
»En ese momento, Adriana comenzó a hablar con una voz espantosa que no era la suya, como si estuviera poseída, y contestó a las preguntas que le hacía Báthory acerca de dónde encontrar tesoros y cómo aumentar su poder. Recuerdo exactamente que dijo, con esa voz que parecía contener las resonancias de muchas otras, algo que me dejó helado. Creo que no debo repetir exactamente sus palabras, aunque su voz no se borrará de mis recuerdos mientras viva. Dijo que mejor haría en ocuparse de los enemigos que hospedaba en su castillo y que en ese momento le estaban espiando. Entonces, Adriana señaló hacia mí.
—Su nombre es legión. No era Adriana quien te delataba —explicó Kane, mientras comenzaba a abotonarse la casaca—. Prosigue, no hay tiempo que perder.
—Ya no pude contenerme y salí de mi escondite, a tiempo de enfrentarme con varios de los sayones que se dirigían a mi encuentro. Maté a tres de ellos y puse en fuga al cuarto. Era ese alquimista loco, Luciano. El barón se contentó con mirarme. Me lancé hacia él y le atravesé con mi espadón. Se limitó a reírse, a sacarme la lengua y a comentar que, si todavía seguía gustándome, podía llevarme a su esposa. Me quedé atónito, sin saber por qué no le había matado y conjeturé que debía de haberme lanzado un hechizo.
»Sin perder tiempo, me dirigí hacia donde se encontraba Adriana, que no hacía más que dar vueltas como un torbellino, en un espantoso estruendo de alaridos, risotadas y blasfemias.
»—No puedo irme contigo, amor mío —me dijo con una voz espantosa—. Pero entra dentro de este círculo y ámame: seré tuya_j.
»Y durante todo ese tiempo no dejaba de mirarme de una forma lasciva que me espantó. Es cómplice del barón. Y todo lo demás es una terrible patraña —dijo, y se derrumbó, desconsolado.
—Y supongo —fue el turno de hablar de Kane, quien no había perdido el aplomo ni por un instante— que después de eso, viendo que no podías llevarte a la que ya no sabías si era tu amada, ni acabar con el rejuvenecido barón, volviste corriendo por el pasadizo y regresare hasta aquí.
—En efecto —asintió Silent.
—Bien, mi impulsivo amigo, pues creo que sólo nos queda intentar vender caras nuestras vidas o aventurarnos por esos pasadizos que a estas horas deben estar llenos de guardias del barón… Elige: quedarnos aquí o intentar la fuga por el patio.
—¡Huir por el patio! —contestó Silent, sin dudar.
—De acuerdo, pues. Ayúdame a quitar la mesa.
Pero en cuanto el pesado mueble se hubo desplazado de la posición que ocupaba antes, la acerada lengua de una pica se insinuó por el quicio de la puerta.
—¡Cierra! ¡Están fuera! —exclamó Silent.
En tan difícil situación, mientras los dos ingleses, armados sólo con sus espadas, se disponían a vender caras sus vidas, una tremenda explosión resonó a sus espaldas.
Buena parte del muro donde se encontraba la ventana cubierta de barrotes acababa de saltar por los aires. Entre el acre olor de la pólvora y el humo se recortaba una enorme figura, vestida enteramente de cuero negro. Llevaba en bandolera un pesado mosquete, y su cintura parecía repleta de pistolas. Una gruesa soga que le ceñía el pecho, bajo los hombros, debía haberle permitido bajar desde la muralla hasta el nivel en que se encontraba.
—¡Rápido, señores, no perdáis tiempo! —exclamó, y Kane vio que no estaba sólo. Detrás de él distinguió la silueta de un hombre joven, casi un niño, Hans, a quien salvara, tras ser ahorcado, que también colgaba por los hombros de otra soga—. La única salida libre se halla arriba, donde no os buscan… aún. Cogeos a mí, y vos —el gigante señaló a Silent— cogeos al muchacho.
Así lo hicieron y, tras acercarse a los restos del muro, aún humeante, fueron izados hasta el extremo superior de la torre cuadrada que colindaba con sus habitaciones. Ante sus ojos se extendía un espectáculo inesperado. La torre estaba atentada de hombres vestidos como su hercúleo salvador y armados, también como él, hasta los dientes. Kane oyó que algunos intercambiaban unas palabras en el idioma de los Países Bajos. Los asaltantes ocupaban las tres torres del ala sur, desde las que hacían un nutrido fuego contra las demás. Kane no podía ver lo que sucedía en el ala norte, pero le pareció que los defensores dedicaban más sus esfuerzos a ella que al grupo de asaltantes que se habían hecho fuertes en la sur. Posiblemente rechazaban un ataque contra las puertas del castillo. El patio de armas estaba lleno de soldados del barón que tenían asidos por las bridas una veintena de caballos. Cada dos minutos, aproximadamente, una granada de cañón caía en el patio, o se desplomaba contra el ala norte, sembrando la muerte y el desconcierto.
Más abajo, en la llanura sobre la que se asentaba el castillo, Kane distinguió una línea de antorchas que delimitaban un espacio cuadrado, dentro del cual le pareció distinguir los contornos de las blancas tiendas de un campamento militar. Sus efectivos, según estimó, debían ascender a los de un batallón, medio millar de hombres. Sobre la más alta de las tiendas, y a la incierta luz de la aurora, al puritano le pareció ver ondear el estandarte imperial del águila bicéfala.
—Wunderbar![1] —comentó en alemán aquel individuo, y, dirigiéndose a Kane en inglés, se presentó—. ¡Comandante Otto van Worden, de las tropas imperiales! Espero que no os importará que unos papistas os hayan salvado la piel, ¿eh, capitán Kane? —y ante la sorpresa de este, que no suponía que su presencia en la Selva Negra fuese conocida por nadie, añadió, sonriendo—: Nuestro Servicio Secreto jamás deja de interesarse por un súbdito de su Graciosa Majestad Británica, aunque este súbdito no sea uno de sus hijos predilectos.
En cuanto Hans nos habló de un extranjero que le había liberado de la horca, supimos que se trataba de vos.
—¿Me estabais siguiendo? —preguntó Kane, incrédulo.
—No —sonrió Van Worden—. Al barón. A lo largo de una ardua investigación que nos ha llevado varios años, hemos conseguido demostrar que Alexis Báthory secuestró y mató al barón Ullrich von Staler para quedarse con su título y sus tierras. Sus últimas actividades contra los turcos nunca estuvieron claras, pues se le había dado por desaparecido en combate. Como las Ordenes de la Merced y de Malta no habían podido encontrar su nombre en ninguna lista de cautivos, fuimos reconstruyendo los últimos días de la vida de Von Staler. Así llegamos a descubrir su cadáver encadenado en la mazmorra secreta de una villa del barón Alexis Báthory, quien ya había estado sujeto a anteriores investigaciones por sospecha de prácticas satánicas, aunque nunca pudo probarse nada en su contra. La confirmación de nuestras sospechas vino a unirse a las reiteradas denuncias por abuso de poder que los súbditos del barón habían hecho llegar a Viena, por lo que se impuso una acción directa. Una embajada al barón con la orden de que se rindiera sólo habría servido para hacerle ganar tiempo y permitirle escapar por cualquier pasadizo secreto. Y quizá habría supuesto la eliminación de los desgraciados que deben poblar sus mazmorras. Así que por eso nos enviaron a nosotros.
—Parece que la vuestra es una unidad que utiliza métodos expeditivos…
—Ayer, mientras estábamos ocultos en la espesura —Van Worden sonrió—, os vimos cuando descolgabais al pobre Hans —debo decir que os adelantareis a nosotros por muy poco—, y más tarde asistimos a vuestro encuentro con el capitán Silent. Al oír lo que decíais, no nos cupo duda alguna de que exigiríais una explicación al barón. Se trataba de la maniobra de diversión que estábamos buscando. Y cuando todo el cantillo comenzó a buscar al capitán Silent, despreocupándose de lo que ocurría en el exterior, yo, con cincuenta hombres, y la ayuda de Hans, a quien atendimos después de que vos le dejarais, escalé el ala sur con suma facilidad. Gracias a su enamorada supimos que os alojabais aquí y pensamos que lo mejor era haceros una visita.
—Formáis un extraño grupo, comandante —comentó Kane con admiración, pues comenzaba a sentir simpatía por aquel puñado de locos que se tomaba la guerra como un juego.
—Es muy posible. Mirad —repuso su interlocutor—, aquí hay lansquenetes, ávidos de disputas y cerveza; españoles que dejaron los Tercios, aburridos de cobrar siempre tarde; un puñado de flamencos, como el que os habla, amantes de los viajes largos; bailantes borgoñones, poco amigos de los franceses, pero mucho del vino; unos cuantos irlandeses, que siempre están discutiendo con una docena de escoceses, aunque siempre se emborrachan con ellos; y, para terminar, unos pocos húngaros, algunos suecos, noruegos y daneses y cuatro ingleses a quienes su isla se les quedó estrecha. ¡Ah, y un raso, amante de la intriga… uno de los músicos, el que toca el laúd! No es el único que conseguimos infiltrar en el castillo. Os diré que todos son peculiares en su forma de ser, pero en los golpes de mano olvidan sus diferencias y luchan como un solo hombre.
En la incierta luz del amanecer, el bigote rojizo del flamenco resaltaba contra sus oscuras ropas. Y a Kane le pareció que le habría gustado proponerle que se le uniera. Pero él no era hombre para estar mucho tiempo seguido en el mismo sitio, ni sujeto a más disciplina que la propia.
—Bien —dijo—. Veo que llegamos en el momento preciso. Vuestra misión es tomar el castillo. La mía, rescatar a la enamorada de mi camarada Silent y enviar el alma del barón a visitar a su amo el Diablo. Dadme a varios de vuestros hombres y la llevaré a cabo, con la ayuda de Dios.
—Esperemos que nos ayude a todos, aunque, en ocasiones, más vale confiar en esto —dijo Van Worden, y se llevó la mano a la cintura—. ¡Pacheco! ¡O’Brien! ¡Erikson! ¡Acompañad a los ingleses! Esperad un momento. Que cada uno de vosotros —y se dirigió a los ocho hombres que le acompañaban— me entregue una de sus pistolas.
Así lo hicieron y, de tal suerte, Kane y Silent recibieron cada uno cuatro pistolas, lo que les proporcionaba una excelente potencia de tiro.
—Gracias, comandante —comentó Silent, que comenzaba a recobrar los ánimos con tanta artillería encima—. Muchacho, no te separes de mí —dijo al irlandés, que resultaba inconfundible entre el sombrío español y el pálido nórdico—, y ya verás cómo salimos de esta.
—Señor —dijo Hans, dirigiéndose al flamenco—. Dejadme ir con ellos. Conozco bien el castillo de las veces que he venido a ver a Sentar.
—Claro que sí —concedió el jefe de los invasores; y dirigiéndose a Kane, preguntó—: ¿Cuál es vuestro plan de acción?
—Volver a nuestras habitaciones e introducirnos por el pasadizo secreto que se abre en uno de los armarios y conduce a la cripta mágica del barón. A estas alturas ya habrán echado abajo las puertas. Y como saben que nos hemos unido a vosotros, no supondrán que volvemos a bajar —explicó Kane.
—Me parece acertado. ¡Buena suerte! —y se estrecharon las manos.
* * *
Descolgarse desde lo alto de la torre y entrar nuevamente por el boquete que el explosivo colocado por los Imperiales había hecho en la pared de la habitación de Kane resultó más sencillo que la operación inversa. Nadie les esperaba, como habían supuesto. Sin perder tiempo, avanzaron por los estrechos pasadizos, con Hans a la cabeza, hasta que llegaron a la sala donde antes estuviera Silent. Como era lógico, estaba vacía, a excepción de una figura enjuta que se encargaba de dejar todo en orden. Era Luciano, ya desojado de su capucha, que hacía los preparativos para una nueva sesión, como si ignorase que el castillo estaba rodeado de tropas y a punto de ser tomado. Ningún rastro quedaba del anterior sacrificio. Los cadáveres de los niños habían desaparecido, el altar y la bañera de sangre se hallaban perfectamente limpios.
Como un torrente de lava, Kane y sus hombres parecieron brotar del pasadizo y derramarse sobre el enloquecido alquimista.
—¡Habla, infame! —exclamó Kane, paseando deliberadamente la punta de su estoque sobre los ojos de Luciano, como si, de un momento a otro, fuese a taladrárselos—. ¿Dónde están el barón y su esposa?
—¡Soy inocente! —exclamó el otro—. ¡Me obliga a hacer todo eso! ¡Primero fingió querer aprender mi magia, y cuando le enseñé todo lo que sabía me impidió abandonar el castillo! ¡Lo juro!
—¡Canalla! —Silent no se pudo contener y se arrojó sobre el anciano. Poco le faltó para estrangularle—. Contesta, ¿dónde está Adriana?
—Se la ha llevado a sus aposentos, para invocar al espíritu que le sirve, uno de los Setenta y Dos consignados en la Clavícula de Salomón o Lemegeton, que se manifiesta a través de Adriana. Es él quien le revela los secretos del pasado y del futuro.
—¿No puede invocarlo directamente? —preguntó Kane.
—Sí que podría —contestó Luciano—. Pero, obligándole a entrar en el cuerpo de Adriana, impide que pueda revolverse contra él y hacerle daño con su fuerza, al estar sujeto a las limitaciones de un cuerpo material. El espíritu también depende de su propia mente, pues el barón mantiene a Adriana en un estado hipnótico.
—¡Ya está bien de palabrería! —exclamó Silent, airado—. Condúcenos hasta él.
—La entrada a sus aposentos está guardada por lo más selecto de su guardia —protestó el anciano—. ¡No podréis pasar!
—Eso lo veremos —dijo Silent, y con un empellón le obligó a caminar.
La estancia secreta donde Báthory realizaba sus sangrientos ritos se encontraba debajo de la gran sala donde habían cenado la víspera, pues una puerta disimulada tras un tapiz les condujo hasta ella. A su derecha, a unos cien pies, al otro lado del patio, un grupo de unos diez guardias impedía el acceso a las cámaras privadas del barón.
Todo era confusión. Desde la fachada sur, los hombres de Van Worden mantenían inmovilizados a los soldados del barón. Un cañonazo había alcanzado de lleno la gran puerta del castillo. Los defensores habían formado una barricada con todo tipo de muebles y vigas. El patio estaba lleno de cadáveres de hombres y de caballos. Nada costó, por tanto, en medio de aquella barahúnda a los hombres de Kane, acabar con la práctica totalidad de los guardias de Báthory, al descargar sobre ellos sus pistolas. Los tres que sobrevivieron se pusieron a cubierto.
* * *
—… Nuestro Señor, de venir aquí, a este lugar, inmediatamente. ¡Ven de cualquier parte del mundo en que te encuentres! Y responde una vez más a mis preguntas, oh, Gomory, y que tus respuestas sean sinceras y comprensibles. Ven y habla claramente, manifestándote en este espléndido cuerpo de hembra, para que yo pueda comprender tus palabras.
Báthory estaba repitiendo por tercera vez el ritual de evocación del espíritu Gomory, a quien consultaba usualmente. Como es el único de los Setenta y Dos que se manifiesta bajo forma de mujer, no se sentía humillado al poseer a Adriana. Cualquier otro espíritu lo habría considerado como una ofensa.
Adriana, con los ojos en blanco, se encontraba dentro de un círculo de tiza, en cuyo interior había sido trazado el sello del espíritu. Los ojos se animaron y despidieron un fulgor rojizo.
—¿Cómo te atreves, mortal, a invocarme dos veces seguidas? ¿Acaso crees que sólo existo para satisfacer tus necesidades? —dijo una voz espantosa.
—¡Silencio, espíritu recalcitrante! ¡O invocaré a tu Rey y te haré sufrir los terrores de la Cadena y los ardores del Fuego! ¡Obedece a mi mandato y dime cómo puedo huir de mis enemigos! —la voz del barón intentaba parecer dura, pero estaba teñida con un acento de miedo.
—De poco te servirá, pues ya se acerca la hora de tu eterna condenación. Tu verdugo acaba de entrar en tus aposentos —la voz del demonio, aunque espantosa, estaba teñida de ironía.
—¿Kane? —Báthory ya no pudo disimular su miedo.
—Ese hijo de Albión que se llama como el rey que nos venció y que escribió el libro con el que me invocas —dijo aquella voz espantosa, y su dueño, o mejor la forma que lo albergaba, comenzó a girar velozmente en el interior de la circunferencia que la contenía, alargando los brazos como si quisiera capturar al barón, y encogiéndolos rápidamente, como si chocase con alguna barrera invisible.
En ese momento, irrumpieron en la sala los tres guardias, perseguidos por los hombres de Kane. Aunque opusieron una resistencia férrea, no tardaron en caer muertos.
—¡Virgen María! —exclamó Pacheco, espantado por la aparición en forma de mujer, y disparó contra Adriana, quien recibió el disparo y cayó al suelo, exánime. Su cuerpo asomó fuera de la barrera de tiza.
—¡Necio! —poco faltó a Silent para traspasar con su espadón al español, que recibió un tremendo derechazo suyo y se derrumbó.
—¡Perdón, señor! Yo no sabía…
—En guardia, señor barón —era la voz de Kane, que se acababa de agachar para recoger una de las espadas de los caídos y lanzársela a Báthory, quien la cogió. Con una voz tan cortante como el hielo, en la que no se percibía el menor asomo de piedad, añadió—: Vais a expiar vuestras fechorías una a una, y puedo aseguraros que vuestra muerte será lenta, tanto como la de vuestras víctimas.
De repente, notó que algo había cambiado en la escena. Las velas parecieron oscilar, como si las agitase un viento enorme. Y una vaharada de espantoso hedor estuvo a punto de hacerle perder el sentido. De la boca de la inconsciente Adriana, que, afortunadamente, sólo había sido rozada por la bala de Pacheco, comenzaba a brotar una niebla espesa, con la consistencia de una gasa blanca. Poco a poco, fue adquiriendo los contornos de una mujer, aquella bajo cuya forma se aparecía el espíritu Gomory. Altísima, pareció ondear sobre el suelo de la estancia, y sus ojos refulgieron mientras hablaba con una voz tremendamente femenina.
—En efecto, su muerte será larga… Puedo asegurarte, oh, hombre de negro, que beberé su vida con la misma fruición que él la de sus víctimas. ¡Ya no vejará más a hombres… ni a demonios!
Y lanzándose sobre Báthory, se lo echó debajo del brazo, entre los gritos espantosos del húngaro, y se filtró por el suelo de la habitación, con una risotada espantosa.
* * *
Las primeras luces de la aurora, uniéndose al incendio de la fachada norte del castillo, prácticamente desmoronada a cañonazos, trajeron la victoria a los Imperiales. De los partidarios del barón, sólo un puñado de soldados y el alquimista Luciano habían escapado con vida. Como la muchedumbre de campesinos que había invadido el castillo y de prisioneros liberados de sus cárceles se esforzaba en hacerles pagar sus crímenes, Van Worden tuvo que poner a los nuevos prisioneros a buen recaudo.
El patio de armas estaba ocupado por los vencedores, que después de sacar fuera del castillo los cadáveres y formar con ellos una pira a la que prendieron fuego, se habían sentado en el suelo. Después del arduo combate que les había llevado varias horas, entonaban canciones obscenas mientras bebían. Silent mantenía abrazada a Adriana, ya repuesta de su leve herida, lo mismo que Hans a Sentar.
El inconfundible olor de la carne quemada se insinuaba, molesto, en el ambiente. Mientras Kane constataba una vez más cómo los poderosos y los que siempre se ensalzan acaban por ser humillados, Van Worden se acercó hasta él.
—Podríais quedaros con nosotros. Puedo aseguraros que no os faltará acción. Y olvidaríamos vuestras antiguas actividades a favor de los protestantes.
—Os lo agradezco, pues aprecio un corazón esforzado como el vuestro, pero soy un hombre que busca su destino —miró al cielo y observó, por primera vez, la cicatriz que surcaba la mejilla izquierda del flamenco.
Van Worden no insistió, y estrechó su mano.
—Buen viaje, capitán Kane.
—Gracias, comandante Van Worden —dijo Kane—. ¡Ah! ¿Podréis conseguirme un caballo?
—Por supuesto. ¡Eh! —llamó a sus hombres—. Un caballo para el capitán Kane, de prisa.
—Gracias —dijo el inglés.
—¡Solomon! —era la voz de Silent—. ¿No pensarás que voy a dejarte tan fácilmente? Vinimos juntos al castillo del Diablo y juntos nos iremos, aunque seamos tres —y señaló a Adriana, que sonreía.
—¿No tenías que ir a Génova? —preguntó Kane.
—Sí, pero mientras llego me lo iré pensando. Quizá me convendría sentar alguna vez la cabeza.
—¿No podemos ir con vos, capitán Kane? —Adriana le miró fijamente—. Quizá un poco de compañía, sólo de vez en cuando, haría que perdieseis vuestros modales de lobo. Estos dos corderos que aquí veis no os causarán incomodo alguno.
—Señora, jamás lo he dudado. Será un placer que vos y ese botarate al que amáis me acompañéis… hasta Génova o hasta donde el Destino disponga. Pero ¿no os lleváis nada del castillo?
—No —dijo aquella mujer valiente—. Sin nada llegué a él, y sin nada me iré. Además…
—¿Además…? —repitió Kane, en tono de pregunta.
—Cualquier recuerdo del castillo del Diablo sería infausto, pero me pondré ropas más apropiadas para el viaje.
Kane asintió con la cabeza.
Adriana no tardó en volver, acompañada de Silent, que traía tres caballos; había cambiado sus ropas por las de uno de los Imperiales. Montaron en los caballos y salieron del castillo.
Cuando habían recorrido menos de media milla, el estruendo de varias salvas de fusilería desde lo alto de las almenas, les dio una cálida despedida. Kane pudo divisar a Van Worden, que agitaba su sombrero.
El puritano devolvió el saludo y Silent hizo dar unas cuantas cabriolas a su caballo, haciendo reír a sus dos acompañantes. Después, emprendieron nuevamente, pero en sentido contrario, el camino que les había conducido hasta el castillo del Diablo.
* * *
En 1978, J. Ramsey Campbell recibió el encargo de Bantam Books de terminar los relatos incompletos de Solomon Kane para incluirlos en la edición en dos volúmenes de libro de bolsillo, excepción hecha del anterior Death’s Black Riders, que no fue incorporado a la edición por ser demasiado exiguo.
ARGUMENTO: Mientras están entretenidos contemplando los restos de un caballo al que se atormentó para matarlo, Kane y Silent son detenidos por una docena de soldados del barón y conducidos al castillo, que está en franca decadencia. El siniestro barón ha perdido la vista como consecuencia de un accidente producido por el caballo cuyos restos antes vieran los dos ingleses. Pero, al parecer, la dolencia de sus ojos también debió afectar a su cerebro. Como Kane y Silent no tardan en enterarse de que el barón mantiene a su esposa encerrada en su habitación, deciden liberarla. Mientras se enfrentan con los guardianes del aristócrata, este recibe un golpe y recobra la vista. La lucha continúa. Finalmente, el barón muere, lo mismo que su esposa. Era la hermana de su hombre de confianza, que recluida en sus habitaciones había engordado hasta convertirse en un monstruo.
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Posteriormente, en 1979, cuando la editorial italiana Fanucci emprende la edición en un único volumen de los episodios completos de Solomon Kane, no contenta con los finales pensados por el escritor británico o creyendo quizá que su idiosincrasia no cuadra con la del pueblo italiano, va a encargar al traductor, y también novelista, Gianluiggi Zuddas, unos nuevos finales, prologados y epilogados por dos episodios originales: «L’isola del serpente piumato» y «La corona di Asa».
ARGUMENTO: Cuando Silent y Kane se dirigen al castillo, divisan entre la espesura a una joven rubia, a la que verán nuevamente en el bastión de Von Staler, después de ser recibidos por el barón. Se trata de una valquiria, Haalnj, que confunde a Kane con Heimdall, uno de los dioses del panteón germánico. Sus ocho hermanas restantes se encuentran en las mazmorras del castillo. El misterio se aclara: Von Staler aún rinde culto a los dioses paganos. Tras una lucha en que el barón muere a manos de Kane, este, junto con Silent y una valquiria, Hulnare, escapan del castillo, que es invadido por el fango del pantano sobre el que se asentaba… Pero Hulnare muere al oír el nombre de la Virgen.
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