—¡AH, DE LA CASA!

El grito quebró el amenazador silencio y reverberó con ecos siniestros a través de la oscura foresta.

—Feo aspecto el de este lugar, a fe mía.

Había dos hombres ante la fachada principal de la posada del bosque. El edificio era bajo, largo y tosco, construido con gruesos troncos. Sus pequeñas ventanas tenían fuertes barrotes y la puerta estaba cerrada. Encima de ella podía verse, aunque vagamente, su siniestra enseña… un cráneo hendido.

La puerta se abrió lentamente y un rostro barbudo asomó por ella. Su propietario retrocedió e indicó a sus huéspedes que entraran… con un gesto de mala gana, o eso parecía. Una vela lanzaba sus destellos desde encima de una mesa; una llama ardía entre los rescoldos de la chimenea.

—¿Vuestros nombres…?

—Solomon Kane —dijo, escuetamente, el hombre más alto.

—Gaston L’Armon —contestó el otro, y añadió—: Quisiera saber en qué os concierne eso a vos.

—Forasteros en la Selva Negra hay pocos —explicó el posadero, con un gruñido—, pero bandidos, muchos. Sentaos en aquella mesa y os daré de cenar.

Los dos forasteros se sentaron, y su aspecto era el de hombres que han viajado mucho. Uno era alto y delgado, ataviado con un sombrero sin pluma y sombrías prendas negras, que resaltaban la sombría palidez de su poco amistoso rostro. El otro era de un tipo totalmente diferente, pues se adornaba con encaje y plumas, aunque sus galas estaban un tanto manchadas a causa del viaje. Su elegancia debía mucho a su desenvoltura, y su mirada inquieta iba de un lado para otro, sin detenerse un solo instante.

El posadero llevó comida y vino a la mesa de tosca factura y volvió a las sombras, quedándose en ellas como una imagen sombría. Sus rasgos, ora vagos, ora perfectamente visibles, según vacilasen o se avivasen las llamas de la chimenea, estaban enmascarados por una barba que parecía bestial por lo espesa. Una gran nariz se encorvaba por encima de ella y dos ojillos enrojecidos miraban sin pestañear a sus huéspedes.

—¿Y vos quién sois? —preguntó, de repente, el más joven de los viajeros.

—Soy el dueño de la Posada del Cráneo Hendido —respondió el otro, con brusquedad. Su tono parecía desafiar a su interlocutor a que siguiera preguntando.

—¿Tenéis muchos huéspedes? —prosiguió L’Armon.

—Pocos son los que vuelven —gruñó el posadero.

Kane se sobresaltó y miró fijamente aquellos pequeños ojos enrojecidos, como si buscase un doble sentido a las palabras del posadero. Los ojos llameantes parecieron dilatarse y después apagarse lentamente ante la fría mirada del inglés.

—Me voy a la cama —dijo Kane abruptamente, cuando terminó de cenar—. He de reanudar mi viaje a la luz de día.

—Y yo —añadió el francés—. Posadero, mostradnos nuestras habitaciones.

Las negras sombras oscilaron en las paredes a medida que ambos seguían al silencioso hospedero por un largo y oscuro pasillo. El cuerpo rechoncho y robusto de su guía parecía crecer y expandirse a la luz de la pequeña vela que llevaba y que arrastraba tras sí una sombra larga y siniestra. Se detuvo al llegar a una determinada puerta, indicándoles que allí era donde debían dormir. Entraron, el posadero encendió una vela con la otra que llevaba y se volvió, tambaleándose, por donde había venido.

Ya en la habitación, ambos hombres se miraron. Los únicos muebles que había en ella eran un par de jergones, una o dos sillas y una pesada mesa.

—Veamos si hay alguna manera de bloquear la puerta —dijo Kane—. No me gusta la catadura de nuestro posadero.

—Hay soportes en la puerta y un hueco para la tranca —comentó Gaston—, pero lo que no veo es la tranca.

—Podríamos romper la mesa y hacer una con sus astillas —apuntó Kane.

Mon Dieu! —exclamó L’Armon—. Os asustáis por nada, monsieur.

Kane le miró, airado.

—No me gustaría morir asesinado mientras duermo —contestó con hosquedad.

—¡A fe mía —exclamó el francés, sonriendo— que no había tenido el gusto de conoceros…! Hasta que no coincidí con vos en el camino del bosque, una hora antes de la puesta del sol, no os había visto.

—Yo ya os he visto en algún lugar —contestó Kane—, aunque ahora no puedo recordar dónde. En cuanto a lo demás, doy por sentado que cualquier individuo es honrado hasta que me demuestra que es un bribón; aparte de eso, tengo el sueño ligero y siempre duermo con una pistola al lado.

El francés rio de nuevo.

—¡Me estaba preguntando cómo habría podido decidirse monsieur a compartir su dormitorio con un extraño! ¡Ja! ¡Ja! De acuerdo, monsieur inglés, vayamos a coger la tranca de cualquier habitación.

Y llevando consigo la vela, salieron al corredor. En él reinaba un silencio absoluto y la diminuta llama parpadeó, rojiza y malvada, en la espesa tiniebla.

—Nuestro posadero no tiene huéspedes ni sirvientes —murmuró Solomon Kane—. Una extraña posada. ¿Cómo se llama? Esas palabras en alemán me resultan difíciles de recordar… ¿El Cráneo Hendido? Sanguinario nombre, a fe mía.

Probaron en las habitaciones próximas a la suya, pero ninguna tranca recompensó su búsqueda. Finalmente, llegaron a la última habitación que se encontraba al final del pasillo. Estaba amueblada como las demás, pero la puerta tenía un pequeño picaporte y se cerraba desde fuera con un pesado pestillo que llegaba hasta uno de los montantes. Tiraron de él y miraron dentro de la habitación.

—Aquí debería haber una ventana que diese al exterior, pero no la hay —musitó Kane—. ¡Mirad!

El suelo estaba manchado de algo oscuro. Las paredes y la única cama mostraban señales de marcas de hacha y por todas partes se veían astillas.

—¡Aquí han matado a alguien! —dijo Kane, sombrío—. ¿Eso que hay en la pared no es una tranca?

—Sí, pero se resiste —comentó el francés, mientras tiraba de ella con fuerza—. La…

Una sección de la pared cedió de repente, y Gaston lanzó una vivida exclamación. Acababa de aparecer una pequeña habitación secreta. Él y Kane se inclinaron ante el siniestro despojo que yacía en el suelo.

—¡El esqueleto de un hombre! —dijo Gaston—. Fijaos cómo está encadenado al suelo por un fémur. Debieron encerrarlo aquí dentro hasta que murió.

—No —objetó Kane—. Le han hundido el cráneo… Me parece que nuestro posadero tenía una buena razón al ponerle ese nombre a su infernal posada. Sin duda, este desgraciado debió ser un viajero errante como nosotros, que cayó en las manos de ese demonio.

—Posiblemente —dijo Gaston, desentendiéndose de la conversación mientras centraba toda su atención en liberar al esqueleto del grillete de hierro que le aprisionaba. Al no conseguirlo, desenvainó la espada y, con una exhibición de notable destreza, cortó la cadena que unía el grillete que rodeaba el fémur con otro grillete encastrado en el suelo de madera.

—¿Por qué encadenar un esqueleto al suelo? —dijo para sí el francés—. Morbleu![1] ¿Para qué gastar una buena cadena? Ahora, monsieur —se dirigía, irónicamente, al blanco montón de huesos—, sois libre y podéis ir adonde os apetezca.

—¡Ya está bien! —la voz de Kane era profunda—. Nada bueno acontece por burlarse de los muertos.

—Los muertos debieran valérselas por sí mismos —comentó L’Armon, entre risas—. Ignoro cómo, pero sé que mataré al hombre que acabe conmigo, aunque mi cadáver tenga que remontar cuarenta brazas de océano para poder hacerlo.

Kane se volvió hacia la puerta de la habitación, cerrando tras sí la entrada de la estancia secreta. No le agradaba aquella conversación que deprendía relentes de demonismo y brujería; además, tenía prisa por enfrentarse con el posadero y echarle en cara su delito.

Mientras daba la espalda al francés, sintió contra su cuello el frío tacto del acero y supo que la boca de una pistola estaba haciendo presión en la base de su cráneo.

—¡No os mováis, monsieur! —la voz era suave y acariciante—. No os mováis, o esparciré vuestros escasos sesos por la habitación.

El puritano, tragándose la ira, se quedó quieto y levantó las manos, mientras L’Armon extraía de su cinturón su espada y sus pistolas.

—Ahora podéis volveros —dijo Gaston, dando un paso atrás.

Kane lanzó una mirada funesta al elegante individuo, que en aquellos momentos se había descubierto, el sombrero en una mano, la otra sosteniendo su larga pistola.

—¡Gaston El Carnicero! —exclamó sombríamente el inglés—. ¡Qué loco he sido al fiarme de un francés! ¡Viajas lejos, criminal! Ahora te recuerdo, sin ese maldito sombrero de ala ancha… Hace algunos años te vi en Calais.

—Ciertamente… y ahora me veis de nuevo… ¿Qué ha sido eso?

—Las ratas inspeccionando el esqueleto —dijo Kane, que vigilaba al bandido como un halcón, en espera de un leve titubeo de la negra boca de la pistola—. Sonaba como si bailoteasen los huesos.

—Ya basta —replicó el otro—. Ahora, monsieur Kane, os diré que sabía que llevabais con vos una considerable cantidad de dinero. Pensaba daros tiempo a que os durmierais y mataros entonces, pero como se me presentó la oportunidad, decidí aprovecharla. Es fácil engañaros.

—No se me había ocurrido pensar mal de un hombre con quien había compartido el pan —dijo Kane, y su voz sonó con un profundo timbre de fría cólera.

El bandido rio cínicamente. Sus ojos se entornaron cuando comenzó a retroceder lentamente hacia la puerta de la habitación. Los tendones de Kane se contrajeron involuntariamente cuando entró en tensión como un enorme lobo a punto de lanzarse con un impulso mortal, pero la mano de Gaston era como una roca y la pistola no temblaba.

—No habrá ningún salto mortal después del disparo —dijo Gaston—. No os mováis, monsieur; he visto morir a bastantes hombres entre las manos de otros a punto de expirar, por eso deseo que entre nosotros haya la suficiente distancia para poder descartar esa posibilidad. A fe mía que, cuando dispare sobre vos, rugiréis y me atacaréis, pero habréis caído muerto antes de alcanzarme con vuestras manos desnudas. Y vuestro posadero tendrá otro esqueleto en su nicho secreto. Es decir, si yo mismo no le mato. El necio no me conoce, ni yo a él, pero…

El francés había llegado al umbral de la habitación, sin dejar de apuntar a Kane con su pistola. La vela, que habían dejado en un hueco de la pared, derramaba una luz irreal y temblorosa que no llegaba más allá de la entrada. En ese momento, desde la oscuridad que se extendía a partir de la espalda de Gaston, se elevó una forma inmensa y vaga, y una hoja destellante se abatió con la rapidez de la muerte. El francés cayó de rodillas como un buey apuntillado, y sus sesos se desparramaron de su cráneo partido en dos. Por encima de él se erguía la figura del posadero —¡una escena terrible y salvaje!—, que aún asía el espadón con que había matado al bandido.

—¡Jo! ¡Jo! —rugió—. ¡Atrás!

Kane había saltado hacia delante mientras Gaston caía al suelo, pero el posadero enarboló ante su rostro la larga pistola que sostenía en su mano izquierda.

—¡Atrás! —repitió con un rugido de tigre, y Kane se batió en retirada ante la amenazadora arma y la demencia que brillaba en los rojos ojos.

El inglés permaneció en silencio, mientras comenzaba a ponérsele la carne de gallina, ya que aquella amenaza era mayor y más terrible que la que sintiera en poder del francés. Había algo inhumano en aquel hombre, que se balanceaba de un lado para otro, como una enorme fiera del bosque, mientras su risa sin alegría retumbaba nuevamente.

—¡Gaston El Carnicero! —gritó, mientras propinaba patadas al cadáver—. ¡Jo! ¡Jo! Mi elegante bandido no cazará más; había oído que este necio merodeaba por la Selva Negra… ¡Quería oro, pero encontró la muerte! ¡Ahora tu oro será mío y además del oro… la venganza!

—Yo no soy vuestro enemigo —dijo Kane, con aplomo.

—¡Todos los hombres son mis enemigos! ¡Mira… las señales de mis muñecas! ¡Mira… las señales de mis tobillos! Y grabado en mi espalda… ¡el beso del knut![2] ¡Y en lo más hondo de mi cerebro, las heridas de todos aquellos años de celdas frías y silenciosas, donde yací como castigo por un crimen que nunca cometí! —su voz se quebró en un sollozo horrible y grotesco.

Kane no contestó. Aquel no era el primer hombre a quien veía con el cerebro trastornado por los horrores de las terribles prisiones del continente.

—¡Pero me escapé! —la voz se elevó triunfal—. Y aquí hago la guerra a todos los hombres… ¿Qué fue eso?

¿Acaso vio Kane un asomo de miedo en aquellos ojos espantosos?

—¡Mi hechicero está haciendo que bailoteen sus huesos! —susurró el posadero, y añadió, con risa salvaje—: Juró al morir que sus huesos tejerían una red de muerte a mi alrededor. Por eso encadené su cadáver al suelo; y ahora, en lo más profundo de la noche, oigo cómo su esqueleto mondo se agita y bailotea, como si quisiera liberarse… ¡y yo me río! ¡Jo! ¡Jo! ¡Cómo le gustaría levantarse y caminar como su majestad la Muerte por esos oscuros corredores y acabar conmigo mientras estoy en la cama, dormido!

De repente, los ojos del loco brillaron espantosamente:

—¡Tú estuviste en la estancia secreta, con ese loco que ha muerto! ¿Habló con vosotros?

Kane tembló, a su pesar. ¿Había perdido la razón o, realmente, acababa de oír un débil bailoteo de huesos, como si el esqueleto se hubiese movido ligeramente? Se encogió de hombros; las ratas debían seguir tirando de los polvorientos huesos.

El posadero reía de nuevo. Se movió alrededor de Kane, sin dejar de cubrirle con su pistola, y abrió la puerta del cuarto secreto con la mano que le quedaba libre. Dentro todo eran tinieblas, de modo que Kane ni siquiera pudo ver el incierto brillo de los huesos sobre el suelo.

—¡Todos los hombres son mis enemigos! —barbotó el posadero, a la manera característica de los dementes—. ¿Por qué debía perdonar a algún hombre? ¿Quién levantó una mano para ayudarme cuando yací durante años en los infames calabozos de Karlsruhe…? Y eso que era por algo que nunca probaron. Entonces le pasó algo a mi cerebro. Me volví como un lobo… un hermano de esos de la Selva Negra, adonde huí cuando me fugué.

»Buen festín se dieron mis hermanos con todo el que cayó por mi posada… exceptuando a aquel que se dedica a hacer sonar sus huesos, ese mago que vino de Rusia. Por miedo a que volviese a hurtadillas amparándose en las negras sombras, cuando la noche se extiende sobre el mundo, y me matase —pues, ¿quién puede matar a un muerto?—, le dejé sin carne en los huesos y le encadené. Su brujería no fue lo suficientemente fuerte para salvarle de mí, pero todo el mundo sabe que un mago muerto es más temible que uno vivo. ¡No te muevas, inglés! Dejaré tus huesos en esta habitación secreta, al lado de los otros, para…

El demente se encontraba en aquellos momentos en el umbral de la estancia oculta, y su arma seguía amenazando a Kane. De repente, pareció bascular hacia atrás y desaparecer en las tinieblas. En el mismo instante, una furtiva ráfaga de aire cerró la puerta tras él. La vela de la pared parpadeó y se apagó. Las manos de Kane, buscando a tientas en el suelo, encontraron una pistola; entonces se levantó, mirando hacia la puerta por la que había desaparecido el loco. Rodeado de la más completa negrura, sintió que la sangre se le helaba en las venas al oír un grito espantoso y en sordina, que provenía de la habitación secreta, al que se unía el áspero y espantoso bailoteo de unos huesos descarnados. Después, se hizo el silencio.

Buscó pedernal y eslabón y encendió la vela. La cogió con una mano, mientras con la otra aferraba la pistola, y abrió la puerta de la habitación secreta.

—¡Dios Omnipotente! —murmuró, mientras un sudor frío le recorría todo el cuerpo—. ¡Lo sucedido sobrepasa los límites de la razón, a pesar de que pueda contemplarlo con mis propios ojos! En verdad que en esta habitación se han hecho realidad dos votos, pues Gaston El Carnicero prometió que incluso después de muerto se vengaría de su asesino, y suya fue la mano que liberó a ese monstruo descarnado. Pero él…

El posadero de El Cráneo Hendido yacía sin vida sobre el suelo de su estancia secreta, con su bestial rostro congelado en los últimos instantes de un terrible miedo. Los pelados huesos de la esquelética mano del hechicero ceñían su cuello roto, aún clavados profundamente en él.

Título original:

«Battle of Bones»

(Weird Tales, junio 1929)