El ahorcado preguntó al carroñero cuervo,
y este le contestó: «De negro visten los hombres
que cabalgan con la Muerte bajo el cielo
de medianoche, y negros son sus corceles,
grises sus cráneos y siniestras sus letales miradas.
Pues al entregar su hálito a la vieja
y gris Muerte, ya no pueden morir».
SOLOMON KANE TIRÓ DE LAS RIENDAS de su corcel y este se detuvo. Ningún sonido rompía la tranquilidad de cementerio de la sombría foresta que se alzaba poderosa ante él, pero sentía que algo se acercaba por el sendero cubierto de sombras. Aquel lugar era extraño y espectral. Los inmensos árboles se apoyaban unos contra otros, como gigantes taciturnos, y sus ramas se entrecruzaban, ocultando la luz. La pálida luz de la luna se volvía gris al filtrarse a través de ellos. El sendero que serpenteaba entre los árboles llegaba a asemejarse a un camino impreciso que atravesase el país de las sombras.
Mientras Solomon Kane hacía un alto para coger una de sus pistolas, un jinete apareció por aquel camino, galopando velozmente. El negro caballo era increíblemente gigantesco en aquella luz gris, y lo montaba un jinete igual de gigantesco, que iba muy echado hacia delante. Un sombrero flexible velaba sus ojos y una enorme capa oscura ondeaba sobre sus hombros.
Solomon Kane tiró de las riendas para dejar paso al apresurado jinete. Por ser el sendero tan angosto y apretujarse tanto los árboles en sus márgenes, vio que no lo conseguiría a menos que el jinete se detuviese y le diese tiempo a encontrar un lugar abierto. Pero eso era, justamente, lo que aquel extraño no tenía intenciones de hacer.
Caballo y jinete avanzaban impetuosamente, fundidos en un objeto negro e informe, como algún monstruo fabuloso; ya se encontraban sólo a pocos pasos del perplejo Kane, quien podía distinguir el destello de unos ojos ardientes entre las sombras creadas por el sombrero de ala baja y la capa que su dueño mantenía en alto para cubrirse el rostro. Cuando el inglés vio el brillo de una espada disparó a quemarropa hacia aquel rostro. Una ráfaga de aire helado le envolvió, como la onda de un río helado. Caballo y jinete cayeron a tierra, mientras el caballo negro y su jinete les pasaban por encima.
Kane se puso en pie, ileso pero lleno de ira, y examinó su cabalgadura. El animal relinchaba y temblaba, tras levantarse del suelo. Con los ollares dilatados, no se movía; también había resultado ileso. Kane no podía comprenderlo…
Título original:
«Death’s Black Riders»
(The Howard Collector, primavera 1968)
¿Habían pasado por encima… o a través de ellos?
En aquella misteriosa Selva Negra, preñada de antiguos misterios, todo era posible. Y como el puritano había sido testigo de misterios inexplicables y de portentos sin cuento, capaces de helar la sangre al más valiente, comenzó a pensar que el jinete y su caballo sólo podrían ser de naturaleza espectral. Su mano derecha se dirigió, de manera refleja, hacia la otra pistola de gran calibre que aún seguía en el fajín de seda verde que ceñía su cintura. Recogió la pistola descargada, que descansaba en el suelo, acarició su cabalgadura, que ya parecía haberse calmado, y montó en ella.
Siguió aquel sendero durante poco más de una hora, rodeado por el ominoso ulular de los búhos y el roce de animales y de cosas que se arrastraban por el suelo, bajo la espesa bóveda arbórea impenetrable a los plateados rayos de la luna.
Finalmente, unas luces mortecinas en la lejanía le indicaron que se iba acercando a un lugar habitado por el hombres.
Las estrellas parpadeaban con mayor lentitud y comenzaban a desvanecerse bajo un cielo que comenzaba a teñirse por Oriente de un leve tono púrpura, cuando Solomon Kane llegó a la posada, que se levantaba en medio de un gran claro. El edificio era alto. Aunque sólo tuviese tres plantas, algo inusual en aquel tipo de construcciones, parecía aún más alto, como si se elevase hacia las inmensidades del cielo, en medio de la noche. Un cartel anunciaba su nombre en alemán, escrito en letras góticas de plata sobre fondo negro: El Fresno.
Todo estaba en calma. A Kane le extrañó observar en las cuatro vertientes del techo de la posada una especie de gárgolas o dragones orientados según los cuatro puntos cardinales, que rezumaban una intensa aura de paganismo.
Nadie había salido a recibirle. Inspeccionó el lugar hasta dar con una cuadra, y acomodó en ella su caballo, después de desensillarlo y echarse a la espalda el pesado mosquete que llevaba en el arzón. La cuadra estaba totalmente vacía a excepción de un enorme garañón negro, el animal más grande de todos los que Kane hubiera visto en su vida, que pareció salir de su sueño y mirarle con unos grandes ojos. Al inglés le pareció que no eran los de un caballo normal y que chispeaban con un destello burlón. Pero el cansancio y un viaje agitado suelen jugar malas pasadas a una imaginación exaltada, sobre todo como la de Kane. Salió de la cuadra, abrió la puerta principal de la posada y penetró en su interior. Le extrañó que no estuviese cerrada por dentro con tranca o cerrojo, ya que aquella comarca era frecuentada por todo tipo de chusma: ladrones, mercenarios, sacerdotes renegados o prófugos.
Tras recorrer un corto pasillo, llegó a una vasta habitación interior, iluminada por un gran fuego central. Sobre una mesa de madera, de factura tosca, humeaba un guisado de carne. Se acercó a ella atraído por el olor. Una hogaza de pan negro y una jarra de vino completaban el menú. Dejó al alcance de su mano el mosquete, se sentó ante aquel inesperado refrigerio y comenzó a comer, sin quitarse sombrero ni capa.
Su voracidad de lobo iba acorde con su rostro demacrado y saturnal, pálido y tétrico, en el que sólo el helado resplandor de unos profundos ojos azules, que miraban con la lejanía que da el haber contemplado cosas que no son de este mundo, aportaba un toque de vida.
Unas sobrias vestiduras oscuras, bastante ceñidas al cuerpo, y un sombrero de ala ancha sin ningún tipo de adornos, del que había acabado por despojarse mientras comía, al igual que de su negra capa, completaban su retrato. El de un puritano, sin lugar a dudas; pero también el de un guerrero, como delataban su largo estoque toledano, el puñal y las letales pistolas que llevaba a la cintura.
El fuego se agitó en el hogar, a pesar de la falta de viento, y Kane sintió que no estaba solo. Ya había pensado antes en ello, pues alguien debía haberle visto llegar y preparar lo que estaba comiendo, a pesar de que aún no se hubiese dado a conocer. Las sombras parecieron espesarse en una mesa próxima a la suya, y entonces Kane contempló una figura alta. Se embozaba con la amplísima capa de color azul oscuro que ocultaba todo su cuerpo; un sombrero de ala ancha sumía su rostro en la tiniebla, y en la mano derecha empuñaba con fuerza una especie de bastón largo y grueso, que parecía el astil de una lanza.
—Sé bienvenido, extranjero —dijo aquel hombre, con una profunda voz de bajo, extrañamente musical.
—¿Sois el posadero? —preguntó Kane, incómodo por el hecho de que el otro le hubiese estado contemplando mientras cenaba, sin que él se percatase.
—Podría decirse que sí, en cierto modo —el resplandor del fuego suscitó un brillo plateado en su rostro—. Te vi venir y pensé que un vagabundo como tú tendría hambre. Yo también he viajado mucho y sé lo agradable que resulta encontrar un buen fuego y un plato caliente.
—Os lo agradezco, señor.
Kane se sintió incómodo. Aquel hombre le tuteaba y, sin embargo, no lo hacía a la manera de un individuo vulgar, sino como un gran rey que se dirige a uno de sus súbditos. Por más que se esforzaba en penetrar la sombra que le cubría el rostro, no conseguía ver sus ojos. Intentando olvidar su desasosiego, se decidió a hacerle una pregunta.
—¿Cómo supisteis que no era un bandido? En caso de necesidad, sólo podríais haber contado con el único huésped que albergáis, aparte de mí.
—¡Ah, veo que has entrado en las caballerizas! No, el caballo que viste es mío. Es un viejo animal, pero aún se conserva tan fuerte como el primer día. Galopa tan deprisa que a muchos les parece que tiene ocho patas —sonrió, como si acabase de hacer una broma—. Pocos son los viajeros que acuden a esta posada, pero siempre son gente de honor.
—Sois demasiado confiado para los tiempos que corren —sonrió Kane.
—No lo creas —dijo su interlocutor, agitando la gruesa vara.
A Kane le pareció escuchar el rugido de un trueno lejano, y las llamas del hogar se movieron inquietas.
—Por favor, sigue cenando. ¿Qué te parece mi vino? Es de una cosecha bastante antigua.
—Es excelente, noble amigo. Fuerte y con regusto final a miel.
—Te reconfortará. Tiene unas hierbas que ya no se encuentran en Europa —y sonrió enigmáticamente.
Entonces, como es lo usual a esas horas, comenzaron a hablar de la situación actual del mundo, de los conflictos religiosos, de la enemistad entre los hombres, de la injusticia y del honor.
—El bien y la justicia no son patrimonio de una única religión —dijo aquel extraño posadero—. Es lamentable que los hombres discutan y se maten por pequeñas diferencias, estando de acuerdo en lo esencial. De ello sólo vendrá guerra, hambre y atraso. Llegará un día en que Europa deplore haber olvidado sus raíces y haber derramado su sangre, perdiéndose en lo accesorio y lo fútil. Entonces sí que se pondrá para siempre el sol.
Le hablaba a un convencido. El empeño de Kane por luchar contra la injusticia le venía de su apreciación filosófica de la vida. Sólo merecía la pena lo auténtico, lo demás era superfluo. Por eso era tan parco en el vestir, por eso atacaba la hipocresía y por eso defendía la justicia y la razón. El hombre comenzaba a hacerse civilizado, algo que repugnaba a la espléndida fiera que era Kane. El instinto y su razón le decían que no tardaría en llegar el tiempo en que las guerras se jugarían como si fuesen un juego de naipes, propio de villanos; que una bolsa repleta de dinero valdría más que un brazo esforzado y un corazón ardiente, y que el oficio de caballero sería algo ridículo o reducido a la ficción.
La conversación derivó por otros derroteros, y Kane habló de su encuentro con el extraño jinete. El posadero sonrió enigmáticamente.
—Esta región es rica en sucesos extraños —dijo—. La mayor parte de ellos han de ser atribuidos a los Negros Jinetes de la Muerte. Es una antigua historia del tiempo de los romanos. No me extenderé en detalles. Te bastará saber que un antiguo guerrero, Gundericus, desesperado al no poder detener el empuje de Roma, hizo un pació con las potencias del Mal. A cambio de su alma, las legiones no entrarían en sus dominios, en donde nos encontramos, que forman parte de la Selva Negra. En efecto, las águilas romanas jamás pudieron conquistarlos. Extrañas fiebres, muertes repentinas, accesos de locura, grietas y despeñaderos que se abrían donde instantes antes el suelo era firme… lo impidieron. Pero cuando Gundericus y los suyos —que vestían de negro, lo mismo que tú, aunque por otros motivos— murieron, los seres infames de más allá de este mundo, a quienes habían invocado en su ayuda, bebieron sus almas y ocuparon sus cuerpos. Desde entonces, asolan la región al anochecer, bajo la forma de espectros de negrura. Contra ellos nada pudieron Ases ni Jótuns… ni pueden.
»Sólo un héroe de ánimo esforzado sería capaz de vencerlos si aprovechase la oportunidad que se ofrece una vez cada mil años. Cuando mañana la impía y lejana estrella de donde vinieron las abominaciones que ahora animan sus sombras entre en conjunción con la nebulosa que gobierna sus destinos, y Marte, el planeta de Tyr, aparezca sobre el horizonte… entonces —su único ojo brilló con un fuego que parecía horadar el Destino— unos signos apropiados hechos en el cielo, y una espada sin tacha que desate su furor en la tierra, podrán devolverlas a los abismos del Tiempo y del Espacio de donde surgieron.
El posadero, o mago, pues Kane ya no ponía en duda que su llegada a aquella posada de la Selva Negra fuese el resultado de alguna potente magia, hizo una pausa. El inglés observó el resplandor azulado que parecía manar de su único ojo, y ya no le cupo duda alguna de que en aquel lugar operaban extrañas magias, cuando su interlocutor se limitó a comentar, como si hubiese leído su pensamiento:
—Lo perdí hace mucho tiempo, cuando intentaba conseguir la sabiduría… cosas de juventud —y sonrió misteriosamente. Las llamas del hogar se agitaron cuando se levantó y se sentó al lado de Kane.
Sólo entonces, el puritano fue consciente de su enorme tamaño. Parecía medir más de ocho pies. Su rostro, cubierto de barba blanca, aunque de edad indefinida, aparecía surcado por el parche negro que cubría su ojo derecho. Pero el fulgor que ardía en el izquierdo habría bastado para iluminar por completo hasta las más sombrías salas del Infierno.
Kane fue consciente de todo aquello de manera fugaz, como en un ensueño, mientras se preguntaba si aquel individuo era mago… o todo él era pura magia. Realmente sus poderes excedían en mucho a los del célebre John Dee, a quien había visto en una ocasión, el mago y astrólogo personal de la tiránica reina Isabel. Y mientras estaba pensando si no sería alguna manifestación diabólica, y aquella posada un antro infernal, fue consciente de que aquella larga conversación tenía lugar en inglés.
—Hace tiempo, mucho tiempo… tus antepasados se hallaban en muy buenas relaciones conmigo. No te extrañe, por tanto, que hable bien tu lengua, Solomon Kane.
—¿Cómo puedes saber mi nombre —exclamó el puritano—, a menos que seas nigromante o hechicero? En verdad, desde que entré en esta posada, todo lo que oigo y veo se halla impregnado con los relentes de Satanás.
—¿Estás pensando que soy el Diablo? ¿Crees que, si lo friera, tu corazón habría saltado de gozo ante la perspectiva del glorioso combate que te ofrezco? ¿Después de luchar tantas veces contra el mal aún no has aprendido a conocerlo? Decídete de una vez, ¿me ayudarás a librar a esta tierra del mal que la aflije? ¿Cumplirás tu voto de defender a los débiles?
«Sabe hasta eso», se dijo Kane, atónito.
Realmente, jamás pensaba nada dos veces. Era un hombre de acción y no entraba en su modo de ser el reflexionar obsesivamente sobre el mismo tema. Aquel nigromante, o lo que fuese, era sincero. Los conceptos de magia blanca y negra no estaban claros en su mente, pero si una magia era capaz de acabar con el mal… entonces, ¡por San Jorge!, era lícita. Por otra parte, dejando aparte el aura de misterio con que se envolvía, había algo en aquel hombre que le infundía respeto y confianza, como si le conociese de siempre. Además, no sería la primera vez, y seguro que no la última, que por obedecer los impulsos de su corazón se lanzaba de lleno a la aventura.
—De acuerdo, ¿qué debo hacer? —dijo, chasqueando los dientes.
Cuando Solomon Kane se despertó, el sol comenzaba a ponerse tras el horizonte y su luz teñía de oro el interior de la gran sala. Se había quedado dormido encima de la mesa, después de ultimar los preparativos con el hospedero tuerto, que se reducían, básicamente, a lo siguiente: debía internarse en la espesura de la Selva Negra y localizar unas ruinas, lo que quedaba de un templo erigido por los Negros Jinetes de la Muerte a las innominadas deidades que habían escuchado su llamada. Una vez allí, esperar a que la luna se tiñese de rojo —su insólito aliado no había sido más explícito— y, entonces, atacar a sus espectrales enemigos, que a partir de aquel momento perderían su intangibilidad y serían capaces de apreciar en su justo valor el aplastante impacto de una gruesa bala de plomo o el frío helado de unos cuantos palmos de acero bien templado.
Se levantó, debatiéndose entre las brumas del sueño. El fuego del hogar aún seguía ardiendo, pero de su hospedero no se veía ni rastro. Comprobó que llevaba al cinto todas sus armas, se caló el sombrero, cubrió sus hombros con la larga capa, cogió el mosquete que seguía donde lo dejase horas antes, y salió fuera.
El otoño comenzaba a insinuarse entre los últimos días del verano. Una fría brisa agitaba las hojas de los árboles y su murmullo recorría todo el bosque, haciéndolo estremecer. Aquello, que a cualquiera le habría parecido un signo de mal agüero, sólo suscitó una mueca lobuna en Kane. Sin perder tiempo en conjeturas, se dirigió a los establos y ensilló su caballo, después de lo cual colocó su mosquete en el arzón. La enorme cabalgadura del posadero había desaparecido. Sacó el caballo de la cuadra, llevándolo de las bridas, y montó en él, dirigiéndose al trote hacia la dirección que le había indicado su reciente aliado. Al ir a doblar un recodo del camino se detuvo para echar un vistazo a la posada… pero ya no la vio. El claro del bosque donde antes se levantaba aparecía cubierto de una niebla espesa e innatural. Un soplo de aire helado aventó aquella niebla y, momentos después, en aquel lugar ya no hubo nada.
El caballo relinchó, inquieto, y Kane reprimió la palabrota que pugnaba por salir de sus labios, entrechocando los dientes, lo que en él equivalía a un improperio.
Una milla antes del lugar donde debía levantarse lo que quedaba del impío templo antiguo, detuvo su cabalgadura y se apartó del sendero que había estado siguiendo hasta entonces, adentrándose en la espesura. Dejó su caballo al pie de una encina milenaria, tan peculiar que podía distinguirse a lo lejos, y, con el mosquete listo, avanzó con mucha precaución hacia su objetivo. Observó la luna. Velada por unas nubes de aspecto malsano, aparecía pálida y surcada de estrías rojizas. Supuso que los encantamientos del hechicero debían de haber comenzado.
En aquel momento se levantó un fuerte viento. Una ráfaga más violenta que las demás, que a punto estuvo de arrancarle el sombrero, llevó hasta sus oídos una cantinela bárbara. Guiándose por ella, y avanzando de árbol en árbol, no tardó en llegar a las inmediaciones de una depresión, cubierta de árboles raquíticos y renegridos. Un espectáculo atroz se ofreció a su mirada. A unas doscientas yardas, un corro de sombras negras —no individuos vestidos de oscuro, sino sombras más densas que las mismísimas sombras— bailaban alrededor de un enorme altar, iluminado por una gran profusión de antorchas, que se levantaba entre dos altos monolitos. Y sobre aquel altar se encontraba una mujer desnuda.
Kane echó un vistazo a la luna y observó que aún no estaba roja. Era evidente que las sombras se disponían a celebrar un sacrificio. La joven comenzó a gritar desesperadamente. A pesar de las advertencias del posadero, Kane había comenzado a acariciar la idea de efectuar un ataque por sorpresa con el mosquete y las pistolas para cortar las ligaduras de la joven y emprender con ella la huida. Un sonido furtivo a su espalda le obligó a volverse. Una de aquellas sombras, enorme y siniestra, se abalanzaba sobre él, espada en mano. Apenas tuvo tiempo de echarse a un lado y desenvainar su estoque. La hoja de su atacante rozó su hombro izquierdo, pero él consiguió parar su segundo embate. Como Kane era un experto espadachín, cuya hoja había abonado generosamente los suelos de medio mundo, fue arrinconando poco a poco a su contrincante hasta un árbol cercano. Aquella cosa era tremendamente parecida a un muñeco de trapo negro y no parecía tener rostro. Sólo unas llameantes manchas rojas ocupaban el lugar donde debieran haber estado sus ojos.
Cuando Kane lanzó la estocada final, aquella cosa emitió una risotada espeluznante, capaz de helar la sangre en las venas a quien la oyese. La hoja de Kane, que habría debido abrir su tórax en dos, pareció hundirse en un abismo sin fondo, al no encontrar resistencia. Un abismo que absorbió toda su fuerza vital dejando su brazo derecho entumecido. Echándose rápidamente hacia atrás, Kane empuñó con la mano izquierda una de sus pistolas y envió su mensaje de plomo a la oscura forma. Pero la bala tampoco tuvo éxito donde había fracasado la espada. Una nueva carcajada y Kane sintió el contacto o de unas manos frías que tocaban su carne y le arrebataban la escasa fuerza que le quedaba. Después, la negrura le estrechó entre sus brazos.
En mitad de la noche, Kane recobró el sentido. Siempre sobre aviso, como un lobo, entreabrió levemente un solo ojo, para no dar a entender que estaba consciente. Las sombras aún seguían dando vueltas alrededor del altar, entonando su obsesiva melopea. Ningún sonido brotaba de los labios de la joven. Pensó que ya había sido sacrificada. No, rectificó, entonces no habría tenido sentido que aún prosiguiesen con sus cánticos. Debía tratarse de algún ritual complejo que precisaba mucho tiempo. Posiblemente su irrupción había obligado a las sombras a repetirlo desde el principio. Eran una docena. Además de las ocho que daban vueltas alrededor del altar en sentido contrario de las agujas del reloj, había otras cuatro que le vigilaban.
Le habían atado de pies y manos a uno de los monolitos, tras despojarle de su casaca y de sus armas, que podía ver tiradas cerca del altar. La luna seguía teniendo su aspecto siniestro, como si una garra gigantesca la hubiese arañado salvajemente, dejando en ella la sangrienta impronta de sus fuertes uñas; pero nadie habría podido decir que su color era rojo. Su amigo el mago debía de haberse dado por vencido.
Cualquier otro hombre en su misma situación sólo se habría preocupado de rezar y de encomendar su alma al Todopoderoso. Sin embargo, el puritano no perdió la calma. Sabía que alguna Potencia había dirigido sus pasos hacia la posada fantasmal para acabar con aquellas abominaciones. Teniendo la razón de su parte, sabía que la ayuda no tardaría en llegar. Lo único que le preocupaba era no comprender cómo unos entes inmateriales podían tocar a los seres materiales. Entonces se acordó del fantasma que años atrás vagara por los páramos de Torkertown, que cobraba vida con el odio que sentía por los hombres. Algo parecido debía ocurrirles a aquellas sombras, con la diferencia de que estas habían tenido quince siglos para progresar en su odio.
Miró a la joven. Era poco más que una niña e iba a ser sacrificada salvajemente. Su cuerpo de formas generosas, cuya cabeza y extremidades ocupaban los cinco vértices de un pentáculo, no parecía haber sido sometido a ninguna vejación, aparte de la sufrida al arrancarle las ropas.
Tanteó discretamente sus ligaduras. Eran resistentes. Quizá con un poco de tiempo pudiese desgastarlas al frotarlas contra el rugoso granito del monolito, pero aquel movimiento atraería la atención de sus captores.
Una sombra se acercó hasta él, como si adivinase sus pensamientos. Desenvainó la espada de factura antigua que llevaba al cinto y con ella recorrió los miembros de Kane, como si su punta escribiese en su cuerpo un mensaje de sangre. Aquello no inmutó al inglés, que siguió mirando fijamente a la sombra. Esta, al ver que no conseguía asustar a aquel individuo indomable, que se debatía en sus ligaduras en un esfuerzo por librarse de ellas, se dirigió hacia la joven, y comenzó a repetir sobre su seno desnudo la misma operación. La muchacha, despierta por tan infame caricia, comenzó a chillar. Kane se unió a sus gritos con unas blasfemias espantosas que prometían a aquella cosa fuegos peores que los del Infierno si conseguía ponerle la mano encima.
Una risa sofocada escapó de la sombra, que guardó la espada y se echó hacia atrás, aterrorizada. Pero su espanto no se debía a los improperios de Kane, sino al siseo de sus compañeros, que habían cesado en sus cánticos y miraban hacia la luna.
¡Una luna roja derramaba su sangrienta luz sobre el cielo surcado de nubes! Las sombras acababan de comprender que se encontraban en acción magias poderosas, capaces de devolverles a la Muerte y al olvido.
Entonces, la luna se oscureció. Una ráfaga de aire helado azotó el lugar y comenzó a caer una sutil e innatural nevisca. Algo comenzó a bajar por uno de los monolitos, no aquel donde se encontraba Kane, posiblemente la abominación tutelar de las sombras, que precisaba de tan larga invocación para manifestarse. Fue deslizándose poco a poco por el monolito y, tras unos momentos de titubeo, comenzó a dirigirse hacia el altar.
Las sombras se calmaron, regocijándose con el sacrificio que acrecentaría sus fuerzas, y parecieron olvidarse de la luna roja.
La joven comenzó a gritar. Kane tensionó todos los músculos de su cuerpo en un intento de romper sus cuerdas, mientras los chillidos de la joven parecían centuplicar sus fuerzas. Espumeando de rabia, con la mirada llameante, sus cuerdas cedieron cuando sólo unas yardas separaban el cuerpo de la joven de la tambaleante viscosidad que, lenta pero inexorablemente, se acercaba a ella. Arrancó de un tirón las ligaduras de sus pies. Tenía el cuerpo cubierto por el sudor del esfuerzo y por la sangre que había hecho brotar el sadismo de la sombra, cuando le hirió con su espada. Como un torbellino, se abalanzó hacia el altar. Basculando sobre la pierna izquierda, lanzó una violenta patada con la derecha al supuesto rostro de la sombra que estaba más cerca de él, aplastándolo con un crujido espantoso. Casi al mismo tiempo, dejándose llevar por su impulso, caía rodando al suelo, se apoderaba del mosquete y enviaba su mensaje de humo y muerte a la primera sombra que se le ponía a tiro, que se desplomó con un sonido de fuelle, como si se deshinchase. Con la celeridad del lobo y la elasticidad de la pantera, el puritano cogió su estoque con la mano derecha y el puñal con la izquierda. Cuando apenas había comenzado a cortar las ligaduras de la joven, las sombras le rodearon, amenazándole con sus aceros, por lo que apenas pudo liberarla y hacer frente a sus atacantes al mismo tiempo. En cuanto lo consiguió, la cubrió con sus anchas espaldas mientras iba despachando, uno tras otro, aquellos espectros que se disolvían en el aire con una llamarada fría a medida que los espíritus que los animaban abandonaban sus tétricas envolturas.
Tropezó y cayó al suelo, encima de la joven. En su furia se había olvidado de la mayor abominación de todas, que ya estaba casi encima de él, y comenzaba a lamer sus botas. Entre un chisporroteo infernal, los ácidos comenzaron a corroer el cuero. Por más que intentó librarse de aquella cosa repugnante que quería devorarle, no lo consiguió.
—¡Echa a correr! ¡Sálvate! —gritó a la joven desnuda, mientras pensaba si tendría tiempo de cortar sus botas con el puñal.
Pero la muchacha no le contestó. Se había desmayado, ya fuese por el choque contra el suelo o por tantos sobresaltos. En el preciso momento en que Kane sentía que aquella abominación tiraba de él, y pensaba que iba a morir, un relámpago azulado, que le dejó ciego unos instantes, cayó del cielo y le liberó. Al igual que ocurriera antes con las sombras, el monstruo se disolvió en una llamarada desprovista de calor.
Levantó los ojos al cielo. La luna había vuelto a ser normal. El firmamento nocturno aparecía tachonado de estrellas rutilantes. Al mirar hacia el lugar de donde proviniera el relámpago le pareció ver una figura enorme rodeada de un aura azulada, la de un hombre, ni joven ni viejo, que se envolvía en un amplio manto azul oscuro y se cubría con un enorme sombrero de ala ancha. Y a pesar de que intentase ocultar la parte superior de su rostro barbado, Kane pudo ver que un parche negro le tapaba el ojo derecho. Agitó la poderosa lanza de madera de fresno que asía con uno de sus brazos, la cual había mantenido apuntada hacia abajo, y desapareció.
* * *
Kane se volvió hacia la joven, la cubrió con su capa, que se encontraba con el resto de sus demás pertenencias, y la cogió en brazos. Ella abrió los ojos, le rodeó el cuello con sus brazos y le miró, extrañada.
—No tengas miedo —dijo el inglés, con una sonrisa que intentaba vencer el cansancio de la batalla—. Ya terminó todo. ¿Cómo te llamas?
—Ilse, buen caballero. Y vos, ¿cómo os llamáis? ¿De dónde venís? —a la luz de las llameantes antorchas, sus ojos azules parecieron reflejarse en los de Kane.
—Solomon Kane es mi nombre, y vengo de cualquier parte, pues soy un hombre sin tierra —dijo, y una punzada de nostalgia se le clavó en el corazón, al sentir sobre su cuello los tibios brazos de la joven.
Con su preciada carga en brazos, el puritano recorrió en pocos minutos la distancia que los separaba de su corcel, que le esperaba fielmente en el lugar donde lo dejara, junto a la gran encina.
Subiéndose a la silla, alzó a la joven del suelo y la sentó delante de él. El caballo, que necesitaba un poco de ejercicio, apenas se hizo de rogar para ponerse al trote.
Por Oriente, la aurora comenzaba a insinuar sus rosados dedos. Sobre sus cabezas, el lejano galopar de un caballo pareció perderse en la inmensidad de los cielos.
* * *
En 1969, Fred Blosser escribió otro final para este episodio, que envió a Glenn Lord, quien, tras intentar en vano publicarlo en la revista Fantastic Stories, lo guardaría en sus archivos. Cuando en 1983 otra revista, Fantasy Book, le escribió pidiéndole una historia corta de Robert E. Howard, Lord envió el fragmento con el final concebido por Blosser, que, finalmente, sería publicado en el correspondiente número de junio de 1984. Como detalle anecdótico que el propio Blosser me refirió en carta fechada el 15 de noviembre de 1984, después de catorce años había perdido el original y ya ni se acordaba del desenlace.
ARGUMENTO: Tras su encuentro con el jinete misterioso, Kane prosigue su viaje, llegando a una posada, cuyo dueño le advierte que su encuentro es un signo de mal agüero, pues todo aquel que vea a uno de los Negros Jinetes de la Muerte, almas errantes de bandidos que recorren la Selva Negra, morirá antes del amanecer. Haciendo caso omiso de aquella superstición, Kane toma una habitación para pasar en ella la noche. Poco antes del amanecer es despertado por alguien que ha entrado por la ventana, a quien, oportunamente, expide al otro mundo. La leyenda ha resultado no ser cierta, al menos para Kane.