¡SERÁ COLGADO AL AMANECER! ¡Jo! ¡Jo!
El individuo que acababa de pronunciar aquellas palabras dio una sonora palmada en una de sus rodillas y rio con voz chillona y áspera. Miró ostentosamente a su audiencia y se bebió de un sorbo el vaso de vino que descansaba cerca de su codo. El fuego ondeó, oscilante, en la chimenea de la sala y nadie hizo el menor comentario.
—¡Roger Simeon, el nigromante! —se mofó con voz áspera—. ¡Un habitual de las artes diabólicas y un experto en magia negra! A fe mía, que ni todo su infame poder pudo salvarle cuando los soldados del Rey rodearon su cueva y le hicieron prisionero. Se había ocultado desde el momento en que la gente comenzó a tirarle piedras a la ventana… Primero debió pensar en esconderse para, después, escaparse a Francia. ¡Jo! ¡Jo! Podrá escaparse, pero colgado del extremo de una soga. Fino trabajo el de hoy, diría yo…
Arrojó una bolsa encima de la mesa, que tintineó musicalmente.
—¡El precio de la vida de un mago! —exclamó, ufano—. ¿Qué decís, mi avinagrado amigo?
Las últimas palabras iban dirigidas a un hombre alto y silencioso que estaba sentado cerca del fuego. Aquel hombre, delgado, poderoso y de sombrías vestiduras, volvió su rostro pálido y severo hacia quien le dirigía la palabra, y le miró fijamente, con ojos helados y penetrantes.
—Digo —respondió, con voz honda y grave— que en este día habéis realizado una acción reprobable. Vuestro nigromante quizá merecía la muerte, pero os había dado su confianza, llamándoos su amigo, y vos le habéis traicionado por unas pocas monedas sucias. Pienso que algún día os reuniréis con él en el Infierno.
El hombre que había hablado primero, un individuo de poca estatura, rechoncho y malencarado, abrió la boca como si se dispusiera a dar una mala contestación, pero lo pensó mejor. Los ojos de hielo sondearon los suyos durante un instante. Después, el hombre alto se levantó con un ágil movimiento de felino y recorrió a grandes pasos la estancia.
—¿Quién es ese? —preguntó el fanfarrón, con resentimiento—. ¿Quién es él para defender a los magos e insultar a los hombres honestos? ¡Por Dios, que es afortunado de hablar así con John Redly y seguir con el corazón en su sitio!
El posadero se inclinó para recoger un tizón con el que encender su larga pipa y contestó secamente:
—También tú eres afortunado por haber cerrado el pico. Ese era Solomon Kane, el puritano, un hombre más peligroso que un lobo.
Redly gruñó para sí, rezongó un juramento y se guardó la bolsa del dinero debajo del cinturón.
—¿Vas a pasar aquí la noche?
—Sí —contestó Redly, de mal humor—. Me hubiera gustado quedarme a ver cómo colgaban mañana a Simeon en Torkertown, pero, de madrugada, me iré a Londres.
El posadero llenó dos vasos.
—¡A la salud del alma de Simeon! ¡Que Dios tenga piedad del desgraciado, y que no cumpla la venganza que juró cobrarse en ti!
John Redly se sobresaltó, lanzó un juramento y se rio con bravuconería insolente. La risa sonó poco espontánea y acabó en falsete.
* * *
Solomon Kane se despertó con un sobresalto y se sentó en la cama. Tenía el sueño ligero, como corresponde al hombre que, habitualmente, sólo puede confiar en sus propias fuerzas. Dentro de la casa había sonado un ruido que le había despertado. Escuchó atentamente. Fuera, tal y como pudo ver a través de las rendijas de las contraventanas, el mundo comenzaba a palidecer con los primeros colores de la aurora.
De repente, volvió a oír el ruido. Era como si un gato estuviese escalando el muro exterior. Kane aguzó el oído, y entonces escuchó un sonido como el que habría hecho alguien que intentase abrir las contraventanas. El puritano se levantó, espada en mano, cruzó súbitamente la habitación y las abrió violentamente. Un mundo aún dormido se ofreció a su mirada. Una luna tardía se hacía la remolona por Poniente. No había ningún merodeador cerca de su ventana. Se inclinó hacia fuera, mirando en dirección a la ventana de la habitación contigua. Las contraventanas estaban abiertas.
Kane cerró las suyas y se dirigió hacia la puerta, saliendo al pasillo. Estaba actuando impulsivamente, como de ordinario. Corrían malos tiempos. Aquella posada estaba a varias millas de la población más cercana… Torkertown. Los bandidos eran moneda de uso corriente. Alguien, o algo, había entrado en la habitación contigua a la suya, y su ocupante dormido podía estar en peligro. Kane no se detuvo a sopesar los pros y los contras, sino que fue derecho a la puerta de la habitación y la abrió.
La ventana estaba abierta de par en par, y la luz, derramándose en el interior, iluminaba la habitación… aunque esta parecía nadar en una bruma espectral. Un hombre roncaba en el lecho. Kane reconoció en él a John Redly, el hombre que había entregado el nigromante a los soldados.
Inmediatamente después, su mirada fue hacia la ventana. Sobre el alféizar se agazapaba lo que parecía una araña gigante, la cual, mientras Kane estaba mirándola, se dejó caer al suelo y comenzó a arrastrarse hacia la cama. La cosa era bastante grande, peluda y oscura. Kane observó que había dejado una mancha en el alféizar. Se movía con cinco patas, cortas y curiosamente juntas, de apariencia tan extraordinaria que el puritano se quedó sin saber qué hacer durante unos instantes. Acabó por llegar a la cama de Redly y comenzó a subir por ella, con movimientos torpes.
Ya estaba encima del hombre dormido, sobre el dosel de su cama. Kane se abalanzó hacia ella con un grito de advertencia. En aquel instante, Redly se despertó y miró hacia arriba. Puso los ojos en blanco, y un terrible alarido brotó de sus labios, al mismo tiempo que la cosa con forma de araña se dejaba caer e iba a parar justo a su garganta. Cuando Kane llegaba a la cama, vio cómo las patas hacían fuerza, y escuchó el crujido de las vértebras cervicales de John Redly. El hombre se envaró y quedó inerte, con la cabeza colgando grotescamente de su cuello roto. La cosa se soltó y quedó inmóvil en el lecho.
Kane se inclinó sobre tan siniestro espectáculo, dando escaso crédito a lo que veían sus ojos. Pues la cosa que había abierto las contraventanas, reptado por el suelo y estrangulado a John Redly en su lecho… ¡era una mano humana!
En aquellos momentos yacía fláccida y sin vida. Kane, con mucho cuidado, la traspasó con la punta de su estoque y se la acercó a los ojos. Al parecer, la mano pertenecía a un hombre alto, pues era grande y fuerte, con dedos poderosos, y estaba cubierta casi en su totalidad de vello espeso, como la pelambre de un mono. Había sido cortada a la altura de la muñeca y estaba manchada de sangre seca. En su dedo índice podía verse un delgado anillo de plata, un curioso adorno con la forma de una serpiente enroscada.
Kane seguía mirando ensimismado la repelente reliquia cuando entró el posadero vestido con su camisa de noche, con una vela en la mano y un trabuco en la otra.
—¿Qué es eso? —rugió, mientras sus ojos se posaban en el cadáver que había en la cama.
Entonces vio lo que Kane tenía ensartado con su espada, y palideció. Como si se viese impelido por una atracción irresistible, se aproximó… y los ojos se le desorbitaron. Retrocedió, titubeando, y se dejó caer encima de un sillón, tan pálido que Kane pensó que se iba a desmayar.
—¡En el nombre de Dios, señor! —musitó—. ¡No dejéis con vida a esa cosa! ¡Hay un buen fuego en la taberna, señor…!
* * *
Kane llegó a Torkertown antes del mediodía. En los arrabales de la ciudad se encontró con un joven locuaz que le abordó sin ningún tipo de preámbulo:
—Señor, como al resto de la gente honesta, os complacerá saber que Roger Simeon, el mago negro, ha sido colgado esta mañana, justo antes de salir el sol.
—¿Y murió valerosamente? —preguntó Kane, sombrío.
—Sí, señor, no ha mostrado miedo ni un instante, pero fue un espectáculo de lo más extraño. Fijaos, señor, Roger Simeon subió al patíbulo con una sola mano.
—¿Y cómo pudo ser eso?
—La última noche, señor, mientras estaba arrebujado en su celda como una enorme araña negra, llamó a uno de sus guardias y le pidió como última gracia que le cortase la mano derecha. Al principio, el hombre no quiso hacerle caso; pero como tuvo miedo de que fuese a echarle una maldición, acabó, finalmente, por coger la espada y cortarle la mano a la altura de la muñeca. Entonces, Simeon, cogiéndola con la mano izquierda, la arrojó por los barrotes de la ventana de su celda, mientras musitaba unas palabras de magia, muy extrañas e infames. Los guardias se espantaron muchísimo, pero Roger les aseguró que no les guardaba resentimiento alguno, pues a quien odiaba, según afirmó, era a John Redly, que le había traicionado.
»Envolvió su brazo con unos trapos, para detener la hemorragia; y así pasó sentado el resto de la noche como si estuviese en trance. En ocasiones hablaba consigo mismo, como si no se diese cuenta. “¡A la derecha!”, decía, o “¡A la izquierda!”, y también: “¡Derecho, derecho!”
»¡Oh, señor, era espantoso oír lo que decía y verlo acurrucado mirando el ensangrentado muñón de su brazo! Y en cuanto comenzó a insinuarse el gris de la aurora, llegaron y se lo llevaron al patíbulo. Mientras le colocaban la soga alrededor del cuello, él se crispó y tensionó con un esfuerzo terrible, y los músculos de su brazo derecho, que no tenía mano, se hincharon y crujieron… ¡como si le estuviese rompiendo el cuello a un mortal!
»Cuando los guardas acudieron a detenerle, cejó en su empeño y se echó a reír. Y su risa sonó terrible e impía hasta que el nudo de la horca la cortó en seco, y él se balanceó, silencioso y renegrido, ante el ojo rojizo del sol naciente.
Solomon Kane permaneció en silencio, pues seguía pensando en el espantoso terror que había deformado los rasgos de John Redly en los últimos y breves momentos de su vida, justo después de despertarse, antes de que le alcanzase su condenación. Una imagen fluctuante se formó en su imaginación… la de una mano amputada cubierta de vello, arrastrándose con ayuda de sus dedos como una araña, a ciegas, a través de la foresta, oscurecida por la noche, que escalaba una pared y abría el par de contraventanas de un dormitorio. En aquel momento, su visión se detuvo, como si se negase a proseguir aquel siniestro y sangriento drama. ¡Cuán terribles debieron ser los fuegos del odio que ardieron en el alma del nigromante condenado, y cuán infames sus poderes, para enviar su ensangrentada mano a cumplir aquella misión a tientas, guiada por la magia y la voluntad de su febril cerebro! Para estar seguro, Solomon preguntó:
—¿Encontraron, por fin, la mano?
—No, señor. Los hombres la buscaron donde había caído, después de que la arrojara desde la celda, pero no estaba. Sólo vieron un rastro rojo que llegaba hasta el bosque. Sin duda, un lobo se la comió.
—Sin duda —comentó Solomon Kane; y añadió—: Por casualidad, ¿no serían las manos de Roger Simeon grandes y velludas, y no llevaría un anillo de plata en el dedo índice de la mano derecha?
—En efecto, señor. Un anillo de plata, enroscado como una serpiente.
Título original:
«The Right Hand of Doom»
(Red Shadows, 1968)