Habló del eterno vagar de los criminales
bajo la maldición de Caín,
cubiertos los ojos de nubes carmesíes
y el cerebro inmerso entre las llamas;
porque la sangre ha dejado sobre sus almas
su mácula imperecedera.
HOOD
HABÍA DOS CAMINOS que llevaban a Torkertown. Uno, el más corto y también el más directo, pasaba a través de un páramo árido y desnudo; el otro, más largo, progresaba tortuosamente entre los cenagales y bosquecillos de los pantanos, esquivando las colinas bajas que había al Este. Era un sendero peligroso e incómodo. Por eso mismo, Solomon Kane se detuvo, extrañado, cuando un muchacho de la aldea que acababa de abandonar llegó hasta él corriendo, sin resuello, y le imploró por el amor de Dios que siguiera esta última senda.
—¡El camino del pantano! —exclamó Kane, mirando al muchacho.
Solomon Kane era un hombre alto y delgado; su rostro pálido y sombrío y sus ojos profundos y soñadores parecían aún más siniestros por las austeras ropas de puritano con que gustaba vestirse.
—Sí, señor; es mucho más seguro —contestó el joven, al captar su sorpresa.
—Entonces el camino del páramo tiene que estar maldito por el mismísimo Satanás, ya que tus conciudadanos me advirtieron que tuviese cuidado al atravesar el otro.
—Sería a causa de los cenagales, señor, que podríais no ver en la oscuridad. Haríais mejor en regresar a la aldea y continuar vuestro viaje por la mañana.
—¿Por el camino del pantano?
—Sí, señor.
Kane se encogió de hombros y movió la cabeza.
—La luna está saliendo con la misma rapidez con que muere el día. Gracias a su luz podré llegar a Torkertown en pocas horas, si cruzo el páramo.
—¡No lo hagáis, señor! Nadie toma nunca ese camino. No hay ninguna casa en todo el páramo, mientras que en el pantano veréis la del viejo Ezra, que vive solitario en ella desde que su primo loco, Gideon, se fue por los pantanos, sin que se le volviera a ver… El viejo Ezra, por muy avaro que sea, no se negará a daros alojamiento si decidís deteneros hasta mañana. Y ya que debéis iros, mejor será que toméis el camino del pantano.
Kane miró intensamente al muchacho, que se sintió cohibido y comenzó a rozar un pie con otro.
—Si el camino que pasa por el páramo es tan molesto para los viajeros como dices —comentó el puritano—, ¿por qué no me contaron los aldeanos toda la historia de una vez, en vez de andarse con tantos rodeos?
—No les gusta hablar de ello, señor. Esperaban que tomarais el camino del pantano, tal y como se os había recomendado; pero cuando, después de vigilaros, vieron que no tomabais la dirección correcta al llegar a la encrucijada, me enviaron corriendo tras vos para pediros que lo reconsideraseis.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Kane sumamente irritado, como ponía de manifiesto aquel juramento, muy poco frecuente en él—. El camino del pantano y el camino del páramo… ¿cuál es el peligro que me amenaza, y por qué tendría que desviarme varias millas, aventurándome entre los cenagales y los pantanos?
—Señor —dijo el muchacho, bajando la voz y acercándose a él—, nosotros somos simples aldeanos a los que no nos gusta hablar de esas cosas, por miedo a atraer la mala fortuna; sólo os diré que el camino del páramo está maldito y que no ha sido recorrido por nadie de la región desde hace más de un año. Es la muerte segura para quienes atraviesan de noche aquellas soledades, como ya ha sucedido a cerca de una veintena de infortunados. Algún horror infame merodea por el camino y hace de los hombres sus víctimas.
—¿De veras? ¿Y qué es?
—Nadie lo sabe. Ninguno de los que lo han visto ha vivido para contarlo. Unos viajeros que regresaban de anochecida oyeron unas risotadas terribles a lo lejos, en el páramo, y a otros les pareció escuchar los espantosos gritos de sus víctimas. Señor, en nombre de Dios, regresad a la aldea, pasad en ella la noche y, mañana, tomad el camino que pasa por el pantano y conduce hasta Torkertown.
En el fondo de los sombríos ojos de Kane había comenzado a relucir una luz brillante, como un fuego mágico que reblandeciese bajo inmensas capas de frío hielo gris. La sangre fluyó más rápida en sus venas. ¡La aventura! ¡La dramática atracción del vivir peligrosamente! Sin embargo, Kane no era consciente de tales sensaciones. Le pareció que expresaba con toda sinceridad sus sentimientos cuando dijo:
—Tales sucesos han de ser obra de alguna potencia demoníaca. Los señores de las tinieblas han desatado una maldición sobre la comarca. Precisaréis de un hombre fuerte para combatir a Satanás y a su poderío. Por eso iré yo, ya que he desafiado a ambos en más de una ocasión.
—Señor… —comenzó a decir el muchacho, pero se calló, viendo lo fútil de su argumento. Simplemente se limitó a añadir—: Los cadáveres de las víctimas han sido terriblemente mutilados y destrozados.
Y se quedó en la encrucijada, suspirando con pesar mientras veía la alta y delgada silueta alejarse por el camino que conducía al páramo.
* * *
El sol se estaba poniendo cuando Kane alcanzó la cumbre de la pequeña colina que iba a dar al páramo. Enorme y teñida de rojo, como la sangre, descendía hasta el horizonte, detrás del lúgubre paisaje de los páramos, dando una pincelada de fuego a la espesa hierba. Durante un momento, a todo aquel que la contemplara debió darle la impresión de estar viendo un mar de sangre. Después, las oscuras sombras llegaron deslizándose desde el Este e hicieron que se desvaneciesen las llamas de Poniente, y Solomon Kane penetró osadamente en la tiniebla cada vez más densa.
Aunque el camino no estaba bien marcado, por llevar tiempo sin ser utilizado, podían apreciarse claramente sus lindes. Kane avanzaba rápida, pero prudentemente, con la espada y las pistolas al alcance de la mano. Las estrellas parpadeaban y los vientos de la noche susurraban entre la hierba, como espectros gemebundos. La luna comenzó a salir, limpia y descarnada, como una calavera en medio de las estrellas.
De repente, Kane se detuvo. De algún lugar delante de él, le llegaba un eco extraño e irreal… o algo que parecía un eco. Volvió a oírlo nuevamente, aquella vez más fuerte. Reemprendió la marcha. ¿Le habrían engañado sus sentidos? ¡No!
A lo lejos resonó el susurro de una espantosa risotada. Volvió a repetirse de nuevo, más cerca. Ningún ser humano habría reído de aquella manera… No expresaba alegría sino odio, horror y un terror capaz de destruirle a uno el alma. Kane se detuvo. No estaba asustado, pero en aquellos momentos se había quedado sin fuerzas. Entonces, abriéndose camino entre aquellas risas espantosas, llegó el sonido de un chillido, humano, sin género de dudas. Kane avanzó nuevamente, apretando el paso. Maldijo las luces ilusorias y las sombras vacilantes que velaban el páramo, debido a la naciente luna, y que impedían ver con claridad. Las risotadas continuaban y se iban haciendo cada vez más fuertes, así como los chillidos. Después, pudo oír el débil tamborileo sobre el suelo que hacían los pies de una persona que huía. Y entonces echó a correr.
En el páramo, alguien estaba siendo perseguido hasta morir, y sólo Dios sabía cuál era la abominación que iba tras él. El sonido de los ágiles pies se detuvo abruptamente y el chillido se elevó hasta hacerse insoportable, mezclado con otros sonidos inenarrables y monstruosos. Era evidente que el hombre había sido atrapado, y Kane, con la carne de gallina, se imaginó algún horrible demonio de las tinieblas que se agarraba a la espalda de su víctima… mientras la iba devorando.
En aquel preciso momento, el ruido de una breve y terrible lucha atravesó claramente el abismal silencio de la noche, y de nuevo volvió a reanudarse el sonido de pasos, tambaleantes y desiguales. Aún podía oírse el chillido, pero ya estaba teñido de tonos guturales y espasmódicos. Un sudor frío recorrió la frente y el cuerpo de Kane. Las oleadas de horror se sucedían de una manera insoportable.
«¡Dios, si pudiese ver algo, aunque sólo fuera durante unos instantes!» Aquel drama espantoso se estaba desarrollando a muy poca distancia de él, a juzgar por la facilidad con que los sonidos llegaban hasta sus oídos. Pero aquella penumbra infernal lo velaba todo, reduciéndolo a sombras móviles, de suerte que el páramo parecía un amasijo de ilusiones inciertas, de árboles distorsionados y de arbustos que eran como gigantes.
Kane gritó, mientras intentaba correr más deprisa. Los chillidos del desconocido dieron paso a un sollozo repulsivo, por lo agudo; nuevamente volvieron a escucharse sonidos de lucha, y entonces, de entre las sombras que rodeaban la hierba crecida, emergió una cosa titubeante —una cosa que antaño fuera un hombre—, una cosa cubierta de sangre y vísceras, una cosa espantosa que se derrumbó a los pies de Kane, para retorcerse y arrastrarse, y que levantó su terrible rostro hacia la luna naciente, balbució y babeó, para derrumbarse de nuevo y morir bañada en su propia sangre.
La luna ya estaba en lo alto y daba más luz. Kane se inclinó sobre el cadáver, que yacía desnudo en su inenarrable mutilación, y tuvo un sobresalto… cosa rara en él, que había visto las proezas de la Inquisición española y de los cazadores de brujas.
Algún viajero, supuso. Entonces, como si una mano de hielo le recorriese la espina dorsal, fue consciente de que no estaba solo. Levantó la cabeza, y sus fríos ojos traspasaron las sombras de donde había surgido el hombre que acababa de morir. No vio nada, pero supo —sintió— que tenía clavados en la espalda otros ojos, unos ojos terribles que no eran de este mundo. Se irguió y sacó una pistola, expectante. La claridad lunar se derramaba por el páramo como un lago de sangre pálida, mientras los árboles y la vegetación recobraban su tamaño original.
Las sombras se disiparon… ¡y Kane pudo ver! Al principio, pensó que sólo era una sombra formada por la bruma, volutas de la niebla del páramo ondeando en la hierba alta que se encontraba delante de él. Miró atentamente. Dos ojos espantosos llamearon en ella —ojos que contenían todo el desnudo horror que había sido la herencia del hombre desde el espantoso alborear de los tiempos—, ojos abominables y dementes, pero con una locura que trascendía cualquier medida terrena. La forma de la cosa era brumosa y vaga, un simulacro de la figura humana, capaz de afectar a la cordura, y, sin embargo, horriblemente diferente. La hierba y los matojos se veían claramente a través de ella.
Kane sintió que la sangre le latía en las sienes, pero seguía tan frío como el hielo. Que un ente tan inestable como aquel que oscilaba ante él pudiese atacar a un hombre de una manera física, era algo que no podía comprender. Pero no importaba, porque el rojo horror que yacía a sus pies daba mudo testimonio de la manera en que aquel demonio podía actuar con efectos terriblemente materiales.
De una cosa estaba seguro Kane: de que no huiría de aquella cosa a través del lúgubre páramo, gritando y corriendo para ser alcanzado y arrojado al suelo, una y otra vez. Si debía morir, sería con plena conciencia de ello, cara a cara con la muerte.
Una boca vaga y siniestra comenzó a abrirse, y la demoníaca risa restalló de nuevo, calando hasta su alma, por lo cerca que estaba de él. Frente a aquella amenaza mortal, Kane apuntó tranquilamente su larga pistola e hizo fuego. Un enloquecido aullido de rabia mezclado con sorna fue la respuesta, mientras la cosa se lanzaba sobre él, como una volante cortina de humo, tendiendo unos largos brazos de sombra para atraparle y arrojarle al suelo.
Moviéndose con la agilidad dinámica de un lobo hambriento, disparó la segunda pistola, con escaso efecto, liberó el largo estoque de su vaina y atacó a fondo la zona central de su brumoso contendiente. La hoja cantó mientras lo atravesaba de parte a parte, sin encontrar resistencia sólida. Kane sintió que unos dedos helados se aferraban a sus miembros y que unas garras bestiales laceraban sus vestiduras y la piel que se encontraba debajo.
Dejó caer la espada, que de poco le servía, e intentó coger a su adversario. Era como luchar contra una bruma evanescente, contra una sombra volante armada con garras como puñales. Sus salvajes puñetazos sólo alcanzaban el aire; sus poderosos y nervudos brazos, cuyo abrazo había causado la muerte a muchos hombres fuertes, se abrieron sobre el vacío y sobre él se cerraron. Nada era sólido o real salvo los simiescos dedos que le castigaban, armados de poderosas uñas, y los enloquecidos ojos que llevaban su fuego hasta las más estremecidas profundidades de su alma.
Kane comprendió que se hallaba en una situación desesperada. En aquel momento, las ropas colgaban de su cuerpo hechas jirones, mientras él sangraba por una veintena de heridas profundas. Pero seguía sin cejar. Más aún, el pensamiento de salir huyendo ni se le pasó por la imaginación. Como jamás había retrocedido ante un único adversario, si se le hubiese ocurrido se habría ruborizado de vergüenza.
No veía ningún desenlace posible, excepto que su cuerpo no tardaría en yacer al lado de los restos de la anterior víctima, pero aquel pensamiento no le aterrorizaba. Su único deseo era comportarse tan dignamente como le fuese posible antes de que le llegase el fin y, si podía, infligir alguna herida a su sobrenatural adversario.
De tal suerte, alrededor del cadáver mutilado, un hombre luchaba contra un demonio bajo la pálida luz de la luna que se iba afianzando en el cielo, con todas las ventajas para el demonio, salvo una. Pero esta bastaba para equilibrar todas las demás. Pues si el odio, que es una entidad abstracta, podía aportar substancia a una criatura espectral, el valor, igual de abstracto… ¿por qué no podría servir también para combatir a aquel espectro?
Kane luchó con brazos, manos y pies, y vio que, finalmente, el fantasma comenzaba a retroceder ante él y que las risas espantosas se mudaban en gritos de furia contenida. Pues la única arma del hombre es el coraje, que ni siquiera se detiene ante las puertas del Infierno, y al que ni aun las legiones del Infierno pueden vencer.
Pero Kane no lo sabía; sólo comprendía que las garras que laceraban y desgarraban sus carnes parecían debilitarse y dudar, y que una luz salvaje crecía, más y más, en los horribles ojos. Titubeando y casi sin resuello, se lanzó al ataque, agarró a la criatura y, finalmente, consiguió derribarla. Mientras ambos rodaban por el páramo, y la cosa se retorcía y se enroscaba en sus miembros como una serpiente de humo, a Kane se le puso la carne de gallina y se le erizó el cabello, pues comenzó a comprender lo que ella balbucía.
No oyó y comprendió del mismo modo que un hombre oye y comprende lo que le dice otro hombre, pero los espantosos secretos que la criatura le reveló entre susurros, y sus aullidos, a los que sucedían tremendos silencios, clavaron sus helados dedos en su alma, y entonces supo.
La cabaña del viejo Ezra, el avaro, se alzaba al lado del camino que atravesaba el pantano, medio oculta por los desapacibles árboles que crecían a su alrededor. Las paredes estaban abriéndose, el tejado parecía a punto de caerse y unos hongos de color verde pálido, monstruosos por lo grandes, se aferraban a ella, retorciéndose alrededor de puertas y ventanas, como si intentasen mirar en su interior. Los árboles se inclinaban por encima de la cabaña, entrelazando sus ramas grises, de suerte que esta se encontraba agazapada en la penumbra como un monstruoso enano rodeado de ogros que mirasen por encima de sus hombros.
El camino que se abismaba en el pantano, entre tocones podridos, hileras de morones, charcas y cenagales cubiertos de espuma e infestados de serpientes, serpenteaba hasta la cabaña. Por aquel tiempo, muchos pasaban por él, pero pocos conseguían ver al viejo Ezra… a lo más el brillo furtivo de un rostro amarillento, fisgoneando a través de las ventanas cubiertas de excrecencias fungosas, como si se tratase de otro hongo más, igual de horrible.
El viejo Ezra, el avaro, había ido adquiriendo muchas de las cualidades del pantano, pues era nudoso, torcido y hosco; sus dedos tenían la fuerza de las plantas parásitas. Los mechones de sus cabellos le caían como un musgo oscuro por encima de los ojos, acostumbrados a la húmeda penumbra de las marismas, unos ojos que parecían los de un muerto. Sin embargo, sugerían profundidades abisales y repugnantes, como las de las aguas estancadas que pueblan los pantanos.
Aquellos ojos relucieron al contemplar al hombre que se encontraba delante de su cabaña. Era un hombre alto, nervudo y sombrío, con la mirada perdida y el rostro lleno de arañazos, e iba vendado en brazos y piernas. Detrás de él, un tanto alejados, había un puñado de aldeanos.
—¿Eres Ezra, el del camino del pantano?
—Sí. ¿Qué quieres de mí?
—¿Dónde está tu primo Gideon, el joven demente que vivía contigo?
—¿Gideon?
—Sí.
—Se adentró en el pantano y no regresó. Sin duda se perdió y acabó devorado por los lobos, o cayó en una ciénaga o fue mordido por una víbora.
—¿Cuánto hace de eso?
—Más de un año.
—Claro. Escúchame, Ezra el Avaro. Poco después de que tu primo desapareciera, un campesino, que regresaba a su casa por el páramo, fue atacado por un demonio desconocido y quedó descuartizado; a partir de entonces, pasar por allí es morir. Primero campesinos y después extraños que vagabundeaban por la comarca, cayeron bajo las garras de aquella cosa. Y muchos hombres siguieron en la muerte al primero.
»La pasada noche atravesé el páramo: escuché cómo huía y era perseguida otra víctima, un extraño que nada sabía del mal que azota la landa. Ezra El Avaro, fue una cosa espantosa, porque el desventurado consiguió escapar en dos ocasiones del demonio, aunque con terribles heridas; pero en cada una de ellas aquel espíritu le atrapó para derribarle de nuevo. Finalmente, cayó muerto ante mí, de una manera que habría conmovido hasta a la estatua de un santo.
Los aldeanos se agitaron, incómodos, y murmuraron espantados entre sí, mientras los ojos del viejo Ezra se apartaban furtivamente de ellos. Pero la sombría expresión de Solomon Kane no se alteró, y su mirada, como la de un cóndor, pareció traspasar al avaro.
—¡Sí, sí! —musitó el viejo Ezra, atropellándosele las palabras—. ¡Un feo asunto, un feo asunto! Pero ¿por qué me cuentas eso a mí?
—Sí, es un feo asunto. Sigue prestándome atención, Ezra. El demonio salió de las sombras y tuve que luchar contra él, como si le disputase el cadáver de su víctima. La batalla fue ardua y larga. Aún no sé cómo pude vencerle. Quizá porque las fuerzas del bien y de la luz estaban de mi parte, y porque son más poderosas que las fuerzas del Infierno.
»Finalmente, yo fui el más fuerte; pero se libró de mi presa y huyó. Intenté seguirle, pero en vano. No obstante, antes de irse, me susurró una verdad monstruosa.
El viejo Ezra se sobresaltó. Le miró fijamente como si estuviese loco y pareció volver en sí.
—Pero… ¿a qué viene todo esto? —musitó.
—Volví a la aldea y conté lo que me había sucedido —dijo Kane—, pues sabía que de mí dependía acabar para siempre con la maldición que pesa sobre el páramo. ¡Ezra, acompáñanos!
—¿Adónde? —preguntó, nervioso, el avaro.
—Hasta la encina podrida que hay en el páramo.
Ezra vaciló, como si hubiese recibido un mazazo; gritó incoherentemente y se volvió para huir.
Al momento, a un simple gesto de Kane, dos robustos aldeanos se abalanzaron sobre el avaro y le detuvieron. Arrancaron el puñal que sostenía su arrugada mano y le maniataron, estremeciéndose cuando sus dedos encontraron su carne, fría y húmeda al tacto.
Kane les indicó que le siguieran y dando grandes zancadas volvió al sendero, con los lugareños tras él, que tuvieron grandes dificultades para conseguir llevar consigo a su prisionero. Atravesaron el pantano y, después de tomar un camino poco transitado que subía hasta las lomas, llegaron a los páramos.
El sol comenzaba a bajar hacia el horizonte y el viejo Ezra lo miraba con sus ojos saltones… fijamente, como si quisiera saciarse con su imagen. A lo lejos, en los páramos, se levantaba un gran roble, como una horca, que ya no era más que un montón de corteza. Allí se detuvo Solomon Kane.
El viejo Ezra forcejeó violentamente contra sus captores y emitió unos sonidos inarticulados.
—Hace más de un año —dijo Solomon Kane—, tú, temiendo que tu primo demente Gideon contase las crueldades que le hacías sufrir, le condujiste fuera del pantano por el mismo sendero que acabamos de tomar y le asesinaste, por la noche, en este lugar.
Ezra se encogió y gritó:
—¡No puedes probar esa mentira!
Kane musitó unas breves palabras a un ágil aldeano. El joven se encaramó al tronco podrido del árbol y, de una hendidura situada en lo más alto, extrajo algo que cayó con estrépito a los pies del avaro. Ezra se derrumbó con un terrible chillido.
El objeto era un esqueleto humano, con el cráneo hendido.
—¿Cómo… lo has sabido? ¡Eres Satanás! —farfulló el viejo Ezra.
Kane se cruzó de brazos.
—La criatura contra la que luché anoche me lo dijo, mientras estábamos empeñados en la pelea, y yo la seguí hasta este árbol. Pues se trata del fantasma de Gideon.
Ezra chilló de nuevo y se debatió desesperadamente.
—Sabías… —dijo Kane, sombríamente—, demasiado bien sabías que cometería esos crímenes. Tenías miedo del fantasma del demente, por eso decidiste dejar su cadáver en el páramo, en vez de ocultarlo en el pantano. Estabas seguro de que el fantasma merodearía por el lugar donde había muerto. Como estuvo loco en vida, en la muerte no sabría dónde encontrar a su asesino; de otro modo habría ido a buscarte a tu cabaña. Es a ti a quien detesta, y no a los hombres. Pero como su espíritu confieso es incapaz de distinguir un ser humano de otro, los mata a todos, por miedo a no atinar con su asesino. Sin embargo, ahora te reconocerá y descansará en paz y para siempre. Como el odio convirtió su fantasma en algo sólido capaz de lacerar y matar, aunque te temiera terriblemente en vida, ahora en la muerte ya no se asusta de ti.
Kane hizo una pausa y miró al sol.
—Me enteré de todo por el fantasma de Gideon, por sus murmullos, por sus susurros y sus espantosos silencios. Sólo tu muerte conseguirá apaciguar su ira.
Ezra le escuchaba sin respirar. Entonces, Kane pronunció su condena.
—No es nada fácil —dijo Kane, sombríamente— conservar la sangre fría mientras se condena a alguien a la pena de muerte, sobre todo al tipo de muerte que he pensado para ti; pero debes morir para que otros puedan vivir… Bien sabe el Señor que mereces la muerte.
»No morirás por cuerda, bala o espada, sino por las garras de aquel a quien mataste… pues nada más podrá saciar su sed de venganza.
Al oír aquellas palabras, la razón de Ezra se quebró en mil fragmentos, las rodillas no pudieron aguantarle y se derrumbó, pidiendo a gritos que le mataran, rogándoles que le quemaran vivo, que le despellejaran. El rostro de Kane permaneció tan impasible como el de la Muerte. Los aldeanos, en cuyos corazones el miedo se había convertido en crueldad, ataron al escandaloso desventurado al roble, y uno de ellos le aconsejó que hiciese las paces con Dios. Pero Ezra no le contestó y siguió gritando con voz chillona, que resultaba insoportablemente monótona. Entonces, el aldeano quiso abofetearle, pero Kane se lo impidió.
—Que haga las paces con Satanás, ya que va a encontrarse con él —dijo el puritano, con aire siniestro—. El sol está a punto de ponerse. Aflójale las cuerdas para que pueda soltarse cuando esté oscuro, ya que mejor es ir al encuentro de la muerte libre y sin ligaduras que hacerlo como la víctima de un sacrificio.
Mientras se volvían para marcharse, el viejo Ezra aulló y murmuró, profiriendo sonidos inhumanos, y quedó en silencio, mirando fijamente al sol con terrible concentración.
Se alejaron a través del páramo, y Kane echó una última mirada a la grotesca forma atada al árbol. A la incierta luz, parecía un gran hongo que creciera de su tronco. De repente, el avaro exclamó, con un grito espantoso:
—¡La Muerte! ¡La Muerte! ¡Hay calaveras en las estrellas!
—Le gustaba la vida, aunque fuese retorcido, mezquino y malvado —dijo Kane, con un suspiro—. Quizá Dios reserve un lugar para estas almas en donde el fuego y el sacrificio puedan purificarlas de sus impurezas, de la misma manera que el fuego limpia la foresta de sus excrecencias fungosas. Sin embargo, un gran pesar me atenaza el corazón.
—No, señor —dijo uno de los aldeanos—, sólo habéis cumplido la voluntad de Dios, y de lo que hemos hecho esta noche sólo resultará el bien.
—No —replicó Kane, apesadumbrado—. No lo sé… no lo sé.
El sol se había puesto y la noche descendía con rapidez sorprendente, como si unas sombras enormes se precipitasen desde vacíos desconocidos para cubrir el mundo con apresuradas tinieblas. A través de la espesa noche se escuchó un eco sobrenatural, y los hombres se detuvieron para volverse hacia el lugar que acababan de dejar.
No se veía nada. El páramo era un océano de sombras y la crecida hierba que los rodeaba se plegaba en amplias ondas ante la ligera brisa, que rompía aquel silencio de muerte con desmayados murmullos.
Entonces, a lo lejos, el rojo disco de la luna apareció por encima del páramo, y, durante un instante, una funesta silueta se recortó, oscura, sobre ella. Una forma cruzó, volando, la faz de la luna… una cosa deforme y grotesca cuyos pies apenas tocaban la tierra; y muy cerca de ella surgió algo que parecía una sombra volante… un horror sin figura ni nombre.
Durante un instante, ambas formas se destacaron nítidamente sobre la luna; después se fundieron en una masa innominada e informe que se desvaneció entre las sombras.
A lo lejos, en el páramo, se escuchó un único alarido, seguido de una risotada terrible.
Título original:
«Skulls in the Stars»
(Weird Tales, enero 1929)