Capítulo 8

EL CAMPO de aterrizaje de los pitsicanos, era diferente de lo que Tavernor había esperado.

En el descenso a través de la oscura y húmeda atmósfera, la luz de la única claraboya había ido disminuyendo tan persistentemente, que llegó a convencerle de que, a nivel del suelo, la visibilidad estaría próxima al punto cero. Pero, cuando se abrió la escotilla, comprobó que la cubierta de nubes tenía varios cientos de pies de altura y, a despecho de las cortinas de lluvia, era posible ver a una distancia de dos o tres millas. El cemento de la pista de aterrizaje se alargaba en la distancia, entrecruzado por el constante movimiento de vehículos de todo género, una visión sorprendentemente familiar que ya conocía de un centenar de planetas de la Federación. Más allá de la llanura de cemento se observaba ligeramente la presencia del follaje verde en grandes laderas que se alzaban hasta las nubes.

Aquello podían ser colinas de poca altura o el comienzo de una cadena montañosa.

Cerca del aparato auxiliar, esperaba un camión cubierto, rodeado por pitsicanos; algunos de ellos iban vestidos con su indumentaria guerrera, mientras que otros aparecían totalmente desnudos. El camión, también, podía haber sido el producto de un mundo de la Federación. En el cerebro de Tavernor se removía angustioso el pensamiento de Bethia; pero el ingeniero que había en él no pudo evitar dedicarse a estudiar los diferentes vehículos y su equipo, notando como sus diseñadores habían logrado las mismas soluciones a problemas universales que tenían su contrapartida en la Tierra. El camión que esperaba resultaba particularmente interesante. Su plataforma de carga tenía dos depresiones cuadradas alineadas con dispositivos de sujeción, lo que sugería que había sido construido para transportar los cubos de cristal de la nave auxiliar. Tavernor almacenó tales conocimientos en su fichero mental, junto a otras observaciones de las celdas en que habían permanecido prisioneros él y Bethia en tan largo viaje cósmico.

Los pitsicanos sujetaron con cables los cubos en la plataforma interior del camión de transporte, procediendo después a la misma tarea de conectar los cables y demás accesorios eléctricos a un generador existente en la parte frontal d~ vehículo. La sorpresa de Tavernor aumentaba conforme les observaba. Los análisis de muestras de la atmósfera pitsicana, retenidos en un equipo capturado, mostraron a los científicos de la Tierra que no era una buena mezcla para los seres humanos; pero sí podía ser respirada por una semana o más, antes de que apareciesen síntomas desagradables. Los pitsicanos deberían, sin duda, tener la misma información, puesto que después de todo, podían moverse libremente en mundos habitados por los humanos, pero así y todo, continuaron tratando a sus prisioneros con una solicitud casi excesiva que Tavernor encontró vagamente turbadora.

Una vez hechas todas las conexiones, los cubos fueron instalados en el camión, mientras que una muchedumbre de aquellos seres extraños les rodeaban al parecer con un animado interés. Bethia permanecía echada sobre la mesa; pero Tavernor observó las negras figuras, con los ojos sombríos. Estando excitados, los pitsicanos eran menos agradables que nunca; los brazos secundarios se apartaban de las hendiduras verticales de las bocas de comer y se agitaban débilmente, mientras que unos excrementos blancos y grises se escapaban, desparramándose, de sus intestinos bajos. Tavernor se alegró de que el espesor del cubo le preservase de oír cualquier clase de sonido que pudieran estar haciendo. Pero al propio tiempo, sentía incómodamente que él era el extraño sobre aquel mundo lluvioso y sombrío.

Miró fijamente a los pitsicanos, hasta que la puerta de cierre del camión los apartó de su vista.

El vehículo se alejó, apreciándose unos diez minutos de conducción suave. Existía muy poco espacio entre los cubos y los lados sin ventanas del camión. Ningún extraño les acompañaba dentro de la caja del vehículo. Tavernor imaginó que era la primera vez que no se sentían vigilados desde su captura. Intentó abrir las puertas del cubo; encontró que estaban tan fuertes e inmóviles como en ocasiones anteriores y después hizo cuanto pudo por atraer la atención de Bethia.

Tras haber golpeado fuertemente en la pared durante varios minutos, ella se levantó de la mesa y se quedó en pie de cara a él a través del cristal mojado de su prisión, cayéndole las luces del techo sobre sus hombros y senos y el oscuro triángulo del pelo del pubis, componiendo todo ello una neblinosa composición de arquetípica femineidad. Tavernor le hizo unas frenéticas señales con las manos, pero ella se volvió y caminó insegura hacia la cama, llegando a la conclusión de que ni siquiera le había visto. Aumentó en él su preocupación por ella junto a un sentido de la responsabilidad, ya que él había sido quien hiciera que fuese a la villa en el punto exacto en donde los pitsicanos tomaron tierra para buscar a sus prisioneros.

De no haberlo hecho, ella estaría muerta, como todos los demás habitantes de Mnemosyne o estaría a punto de estarlo para entonces; pero la muerte habría sido un escape del plano egón y preferible a lo que ahora iban a encontrar. Como Lissa, Bethia parecía poseer una debilidad latente en su voluntad de vivir. La joven se debilitaba a ojos vistas, bajo la presión de las circunstancias, y los pitsicanos ni siquiera habían revelado en lo más mínimo sus planes para deducir lo que les esperaba en el futuro.

Tavernor apretó los puños desesperado y sin esperanzas, y comenzó a pasear de un lado a otro de su celda, hasta que finalmente el camión dio un traqueteo y sus motores se apagaron. Cuando se bajó la puerta de cierre posterior, comprobó que habían viajado por una suave neblina. El techo de nubes se cernía a poca altura y la visión quedaba limitada a pocos cientos de yardas hacia abajo y a ambos lados de un enorme edificio sin ventanas. Sus macizas paredes eran de piedra azul y la estructura moldeada en la falda de la colina. En el lado más elevado› donde el camión se había detenido, media solo un piso de altura, pero una abertura cuadrada en la pared revelaba unas profundidades cavernosas de niveles descendientes. El edificio daba el aspecto de no tener nada de funcional. Podía ser muy bien una especie de prisión para una estación de investigaciones xenológicas, a estilo pitsicano.

La puerta de bajada del camión formaba una plataforma que se hallaba a nivel con la parte baja de la abertura cuadrada, abierta en el muro. Unos pitsicanos aparecieron desde el interior, entraron en el camión y ataron más cables a las partes bajas de los cubos encristalados de los dos prisioneros. Tavernor fue retirado primero, sintiendo el latido de su corazón aumentar de tono a medida que iba adentrándose lentamente en la oscuridad de aquel enigmático edificio. Entonces, por fin, tendría una noción de lo que pudieran ser las intenciones de sus aprehensores.

Conforme sus ojos se fueron ajustando a la pobre iluminación, vio que el cubo estaba siendo arrastrado por un piso desnudo y liso. Al otro extremo le esperaba una inmensa cavidad vacía, subdividida por unas macizas columnas de metal. Una valla alta corría a lo largo del borde de las columnas, con retazos rectangulares aquí y allá sobre el suelo que sugería la supresión reciente de unas máquinas. Tavernor pensó si aquel edificio era alguna especie de taller que había sido convertido en otra cosa. Pero… ¿para qué propósito? ¿Sería que los pitsicanos, que antes jamás habían hecho prisioneros, no disponían de facilidades?

Divisó de un vistazo dos depresiones cuadradas en el suelo delante de él, depresiones alineadas que ya le eran familiares como anteriormente en la nave nodriza; Entre ellas, existía una pared bajo de la cual salían unos cables eléctricos. Tavernor creyó comprender súbitamente una parte de los planes de los pitsicanos. Él y Bethia iban a ser guardados en aquella caverna artificial por una gran extensión de tiempo; tal vez por el resto de sus vidas.

A Tavernor no se le ocurrió razón alguna para que los pitsicanos fueran a proporcionarles tales medios de supervivencia y obviamente de instalaciones permanentes. Su mente comenzó a formar teorías basadas en sospechas alrededor de los hechos observados. Podría ser que los pitsicanos tuvieran la idea de conservar una pareja de la raza humana vencida para sus archivos, como una curiosidad histórica. ¿Cómo una exposición viviente? También podría darse el caso de estudiar la conducta humana para comenzar a hacer funcionar una colonia de cautivos… Volvió los ojos hacia el cubo de cristal de Bethia. Ella permanecía tendida en la cama, inmóvil y sin dar la menor señal de vida, aparentemente desligada y ausente de las negras figuras que silenciosamente se movían a su alrededor.

Mientras observaba, su propio cubo cayó, con un chasquido, en la depresión existente en el suelo y el de ella fue arrastrado fuera de su vista tras el muro central.

Dos de aquellos seres habían comenzado a asegurar el anclaje de la celda encristalada antes de que Tavernor cayese en la cuenta de que el muro había sido puesto allí con el propósito específico de negarle a Bethia y a él la mínima satisfacción de verse recíprocamente. La vida, de entonces en adelante, iba a consistir en un silencio solitario de días y noches encerrado en una caja de cristal, comiendo de latas de conserva y mirando fijamente a través de las nubladas transparencias a aquellas formas de pesadilla moviéndose en la semioscuridad, sin saber si Bethia estaba viva o muerta al otro lado del muro… Un odio terrible agarrotó los músculos de Tavernor, impidiéndole tomar acción alguna contra lo que realmente no podía actuar. Golpeó haciendo señas a las arrodilladas figuras de los pitsicanos, tirando con furia, hasta destrozarse las uñas, de la hoja de cristal intermedia entre las puertas. Entonces vio que los extraterrestres estaban a punto de conectar el cubo a su nueva fuente de energía.

La última vez que lo hicieron, las puertas se habían estremecido momentáneamente.

Corrió hacia el centro del cubo y se lanzó contra la puerta interior en el preciso momento en que ésta emitía un perceptible temblor. Se tiró contra ella con toda la velocidad que su frágil estructura le permitía. Sintió un agudo dolor en el hombro y un fuerte golpe en el pecho desnudo, y súbitamente se encontró en el exterior, entre las enormes y gimientes formas de huso de los pitsicanos. La lobreguez del ambiente comenzó a girar en torno a él mientras sus pulmones luchaban por respirar aquel frío y húmedo aire. Un pitsicano le rodeó para detenerle; pero Tavernor le golpeó en los pulmones con ambas manos. El pitsicano se desplomó inerte. Comprendió que no se trataba de un guerrero, ya que de haberlo sido sus pulmones hubiesen estado protegidos. Se volvió en el momento en que un guerrero, esta vez de veras, le alcanzaba. Intentó golpearle con el pie en la parte alta, con sus órganos arracimados, de su cuerpo inferior, pero falló y perdió el equilibrio. Pensó que el pitsicano aprovecharía la oportunidad para apuñalarle o dispararle; pero, por el contrario, le tomó por los brazos y le ayudó a levantarse. Tavernor se apoderó del cuchillo del pitsicano y evitó la presión de los dedos del monstruo, dándole un puñetazo en la cara con el revés de la mano. Luego echó a correr.

Otro pitsicano se le acercó con los brazos abiertos y le bastó con extender el largo cuchillo para ensartarle en el arma. Los brazos secundarios se agitaron débilmente contra su muñeca conforme se desplomaba al suelo. Saltó por encima de él y se abrió paso entre otros dos pitsicanos; alcanzó el otro cubo y segó los cables de energía con un simple golpe del cuchillo. La corriente que le llegó a través de la hoja pareció lanzarle contra las puertas de la celda de Bethia. Se volvió jadeando, preparándose a defender la entrada, y entonces descubrió que nadie le perseguía. Al mismo tiempo, comprobó asombrado que su progreso a través de los pitsicanos había resultado demasiado fácil, ninguno le había golpeado siquiera. Era como si todos hubieran recibido estrictas órdenes de no producirle el menor daño…

—¡Mack! —exclamó Bethia, incorporándose un poco sobre un codo.

Tenía la cara pálida y triste.

—Ésta es la última oportunidad que tengo de hablarte, Bethia y no hay mucho tiempo. —Tavernor hablaba de prisa, mientras permanecía arrodillado junto a la cama y había tomado entre las suyas una mano de la bella joven—. Es… es muy importante para ti seguir viviendo. Y también para mí. Creo que los pitsicanos están planeando conservarnos vivos. Vivos, Bethia, y quiero que me prometas que tú…

Hizo una pausa, dándole vueltas en la mente a la simple palabra con que le había llamado.

—¿Cómo me has llamado?

—¿Tú eres Mack Tavernor, verdad?

—¿Cómo… como lo sabías?

—Oí lo que dijiste a tu padre… y desde entonces… los antiguos sueños… pensé que nunca volverían… ¿Es todo eso verdad, Mack? Sus ojos aparecían vivos como nunca antes los había visto Tavernor. Su rostro era el de la Bethia niña.

Tavernor aprobó con un gesto de su cabeza y presionó los fríos dedos de la joven contra sus labios.

—Estuve muerto, Bethia, Créeme.

—¿Y hay un sol blanco y cegador? ¿Un sol que habla?

—Sí, es cierto. Algún día seremos parte de ese sol.

—¡Mack! —exclamó Bethia sentándose, mientras le apretaba las manos con una fuerza inesperada de sus dedos—. Sácame de esta celda. Tengo que marcharme. Tavernor miró a través del muro transparente. Algunos de los pitsicanos aparecían inmóviles como estatuas heladas, pero otros corrían a través de aquel sombrío y lóbrego ambiente.

—No sé, Bethia… ¿Qué oportunidad puede haber? Tú sabes que estamos en un mundo pitsicano… —Dejó de hablar, sobrecogido por la amplia sonrisa de la joven, cálida y maravillosa.

—Una vez me pediste que corriera contigo hacia los bosques, Mack —dijo ella vibrante, y sus ojos brillaban con un resplandor en donde se adivinaba la compasión—. Ahora existe otro bosque sólo a unos cientos de yardas de nosotros; aprovechemos la oportunidad que podemos tener en este momento, no importa lo pequeña que sea.

Tavernor recordó súbitamente la forma en que había mirado a Bethia niña, y pensó que la capacidad de producir criaturas como aquella Bethia era la última justificación para todo. La sensación volvió de nuevo y fue de verdadera exaltación. Supo entonces lo que era volar muy lejos de toda consideración individual de la vida y de la muerte.

—Está bien —repuso agradecido—. Vamos.

Ayudó a Bethia a ponerse en pie y corrieron hacia las puertas. Más pitsicanos habían cercado el cubo de cristal; pero recordó la extraña desgana a hacerle daño antes. La neblina había caído en torno al edificio, al exterior; si pudiesen pasar más allá del camión que les trajo, podrían tener la oportunidad de correr y esconderse en el bosque cercano. Empuñando el cuchillo pitsicano con fuerza, se lanzó fuera de las puertas y contra el muro de contención que se le oponía, formado por los negros cuerpos de los pitsicanos. Cayeron frente a él y el espejismo de la esperanza comenzó a brillar locamente en su cabeza; después, sintió que la mano de Bethia se escapaba de las suyas.

—Lo siento, Mack parecía gritar ella.

Su pálida figura corrió en dirección opuesta, retorciéndose y esquivando la garra de las negras manos que se oponían a su paso.

¡Bethia! —Tavernor gritó enloquecido su nombre, al verla a donde se dirigía. Pero ya estaba ella escalando la valla de contención a una velocidad sobrenatural. Se detuvo un instante de pie en el raíl del tope superior, como un crucifijo luminoso, y después se dejó caer al espacio.

Tavernor se cubrió la cara con las manos al oír estrellarse el cuerpo sobre el suelo de cemento, lejos, muy lejos…

Sorprendentemente fue Tavernor el primero que se recobró. El impacto de la caída de Bethia pareció dejar paralizados a los pitsicanos, hasta incluso dejar que sus grandes ojos quedasen por un momento sin parpadear. Tavernor se abrió camino a codazos entre ellos y corrió hacia la valla. Los alambres le cortaron los pies al subir por ella; pero alcanzó el tope y se inclinó sobre el raíl. Bethia yacía, como un pañuelo arrugado, a una distancia de unos cincuenta pies por lo menos debajo, a la sombra de las oscuras máquinas.

Tavernor permaneció sobre el raíl y corrió por encima hacia la próxima columna, en el momento en que los pitsicanos alcanzaban la valla. Se abrazó a ella y se deslizó hacia abajo a poca distancia de sus perseguidores de la parte exterior. La intersección del suelo y la columna redujo su esfuerzo y casi cayó hacia atrás. Los pitsicanos consiguieron sujetarle, pero luchó frenéticamente contra ellos desde el otro lado de la valía y continuó descendiendo mientras que la ruda granulosidad de la columna le hería la piel desnuda. Al llegar al suelo definitivamente, como hacia Bethia, y se tiró junto a su cuerpo roto. Su rostro se había relajado, sumido ya en el sueño eterno. Puso su cabeza entre sus manos y un amargo sollozo se le anudó en la garganta…

—¿Mack? —preguntó con voz infantil la joven, Surgiendo apenas sus palabras a través de sus labios destrozados.

—Estoy aquí, Bethia.

—Quédate conmigo, Mack. No les dejes que… Llévame de nuevo contigo hasta que no haya probabilidad de que me devuelvan a la vida…

—Pero… ¿por qué, Bethia? ¿Por qué lo hiciste?

Se abrieron los ojos de la joven, con un gran esfuerzo, y sus labios se movieron con lentitud. Tavernor acercó su oído a la boca de Bethia y escuchó el último y doloroso aliento que pronunciaba aquella frase increíble. Cuando los pitsicanos le alcanzaron, estaba todavía junto al cuerpo de Bethia. Su cuchillo estaba tirado en cualquier punto del suelo; pero defendió aquel cuerpo sin vida con sus manos desnudas hasta que una granada estalló a sus pies. Conforme su consciencia se alejaba de su mente, las últimas palabras de Bethia le martilleaban una y otra vez con el ir y venir del oleaje de los mares de Mnemosyne.

—Soy un nuevo tipo de ser humano, Mack, y los pitsicanos sabían que tenían que conservarme viva.