Capítulo 7

HUBO VECES en que Tavernor observaba el cuerpo desnudo de Bethia con un deseo que surgía, no de la sexualidad, sino de su sentimiento de soledad y aislamiento. Despertó de un sueño sin descanso a un mundo de formas sombrías y sin significado, en una oscuridad movediza y al sonido de la lluvia. Pero, a veces, distinguía un cuadrado distante del que surgía un resplandor amarillento. Bethia se movía en su interior, con lentitud y abstraídamente, con la perfección de desnudez que se traducía en zonas de gran luminosidad alternándose con sombras por las paredes de cristal que les separaba. Disminuida por la perspectiva, ella podría haber sido el lánguido habitante de un acuarium, o incluso una figura abstracta, móvil, reflejo de la llama de un fuego que ardiese en un corazón de cristal.

En tales ocasiones, Tavernor encendía su propia luz; pero sólo conseguía aumentar su soledad, ya que Bethia no parecía nunca mirar en su dirección…

El navío pitsicano sé hallaba inmóvil en algo cercano a su máxima configuración de masa útil. Conforme el viaje progresaba, las secciones delanteras irían siendo desmanteladas, reducidas a trozos de chatarra con los que alimentar los convertidores de popa. La tasa de autoconsumo iría siendo grandemente incrementada si el perfil del vuelo demostraba ser irregular, implicando retardos que condujesen la nave por debajo de la zona de velocidad de 0.6C. Con una masa total de un millón de toneladas o más, moviéndose a velocidades superlumínicas, cualquier ligero cambio de ruta implicaba un prodigioso gasto de la preciosa masa de reacción, Por esta razón, los cosmonautas pitsicanos elegían volar en vastas curvas loxodrómicas[3]. Y allí donde el rumbo tenía que ser modificado, empleaban, hasta donde resultaba practicable, campos gravitacionales estelares, a veces pasando como sombras fantasmales por los mundos recubiertos de hielo de los límites más externos de los sistemas solares y en otras cruzando órbita tras órbita para pasar a pocos millones de millas de los infiernos de calor de las estrellas.

En los primeros días de su confinamiento en prisión, Tavernor no hacía otra cosa que recordar tales hechos, puesto que no tenía evidencia sensorial de tales movimientos. Según podía apreciar, la sección de la nave donde había sido alojado era una habitación circular de unas cien yardas de longitud por unas cincuenta de altura. Una lluvia artificial chapoteaba constantemente procedente de conductos situados sobre su cabeza, recogida después, presumiblemente para un sistema de recirculación, por canales dispuestos en la cubierta. Visibles a través de las movedizas cortinas de agua, estaban en continua alerta las figuras de huso de los pitsicanos, a veces febrilmente activas y otras increíblemente inmóviles, como unas pesadillas realizadas en obsidiana. El cubo de cristal en que vivía tendría como unos veinte pies de lado. Estaba calentado y disponía de una cama, una mesa y una silla, con facilidades higiénicas.

Todos aquellos artículos habían sido diseñados para uso humano, pero de manufactura extraterrestre. No había ningún otro artefacto en el cubo, excepto una microbiblioteca, que daba la impresión de ser de origen humano, aunque sin nombres en los «casettes». Éstos contenían la suficiente escritura como para haberle permitido estar leyendo durante la vida entera corriente de cualquier ser humano.

Bethia vivía en otro cubo idéntico, a poco menos de un centenar de yardas de distancia. La existencia de los cubos le bahía proporcionado a Tavernor todo un shock, ante la comprobación que tanto Bethia como el habían sido capturados vivos. Mientras se hallaron en tránsito desde la villa hasta la nave nodriza, se había convencido a sí mismo de que todo aquello no era más que una aberración temporal por parte de los pitsicanos, para dilatar cruelmente el golpe de gracia. Pero aquellas celdas de cristal obviamente habían sido preparadas con anticipación. Los pitsicanos tenían que saber, sin duda, que iban a hacer dos prisioneros mucho antes de atacar el planeta. Y, entonces, la nave les estaba transportando a un destino que sólo podía hallarse en la zona del espacio controlado por los pitsicanos. Pero… ¿por qué? ¿Por qué?

El interrogante no cesaba de vagar por el cerebro de Tavernor, mientras yacía silencioso en el rectángulo de plástico que constituía la cama, esperando la comida que, según calculó, debía corresponder al almuerzo. Su reloj le había sido quitado junto con toda la ropa. En el cubo de cristal no existían relojes de ninguna clase; pero la comida que esperaba era la intermedia de las tres que le traían durante cada ciclo de luz/oscuridad. Un sonido en la entrada del cubo le avisó que la comida había llegado. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta interior. La exterior ya había sido abierta y un pitsicano se hallaba en el espacio intermedio, poniendo su bandeja de alimentos en el suelo. Diversos reflejos se movían con aceitosa lentitud en el complicado cuerpo del ser extraterrestre y las bocas respiratorias se agitaban sobre los hombros.

Tavernor examinó a aquella extraña criatura a través del cristal, para estar seguro de que era la misma que le había traído las otras comidas. Permaneció de pie un momento frente a él, con sus nublados ojos fijos en los suyos y, como anteriormente, tuvo una sensación de horror. Aquel bípedo provisto de aquellos ojos sin vida era un miembro de las especies que habían demostrado ser superiores a la humanidad en la forma en que los hombres comprendían, la fuerza tecnológica de las armas. Pero por la misma razón, había demostrado su evidente inferioridad, porque el Hombre —sin importar su pasada historia— no hubiera exterminado al único vecino inteligente en el Cosmos para satisfacer simplemente su continua envidia y resentimiento. El estudio implicado en las tablas modificadas de van Hoerner era tan ampliamente envolvente que los hombres hubieran aceptado la presencia de los pitsicanos como medio de intercambio cultural. Todo el inmenso Proyecto Talkback, y su único objetivo, había sido el poder intercambiar un simple pensamiento y, entonces, Tavernor comprendió la desesperada necesidad de hacerlo. Si los pitsicanos situados al otro lado del cristal del cubo hubieran hecho un signo, un gesto de reconocimiento de Tavernor como un compañero de viaje en el espacio-tiempo, después…

El extraño se volvió y se alejó con su marcha peculiar parecida al aire de un camello por el desierto, causado por la complicada acción de sus piernas divididas en tres segmentos. Observándole de cerca, Tavernor vio la retorcida cicatriz en la parte de atrás de su brazo izquierdo en funciones, y conoció que era el mismo de antes. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Ningún hombre antes que él había tenido la oportunidad de estudiar vivo a un pitsicano, y aunque los resultados de sus modestos experimentos jamás fuesen conocidos en la Tierra, aquella actividad mental le preservaba de volverse loco.

Cuando se abrió la puerta interior, Tavernor se llevó la bandeja a la mesa, tirando de la tapa de aquellas latas de conserva que se autocalentaban. Todas las etiquetas habían sido quitadas de los recipientes; pero eran obviamente de manufactura humana, y sabía que contenían una comida bien equilibrada. Los pitsicanos daban la impresión de conocer muy bien la naturaleza de las exigencias alimenticias de los humanos y, de forma irónica, el cuerpo que había tomado de Hal se encontraba entonces en mejor estado de salud que nunca. La constante respiración abdominal le había desarrollado la caja torácica; y una, adecuada alimentación de proteínas y un cuidadoso ejercicio le habían ido desarrollando progresivamente sus músculos, fortaleciéndolos, aunque todavía no mostraban su verdadera fuerza.

Mientras que las latas de comida estaban calentándose, se volvió para mirar a través del espacio intermedio, mojado por la lluvia, a la celda de Bethia. También llegó la comida para ella; pero el proceso seguido era diferente. Como de costumbre, tres pitsicanos habían entrado en el cubo de cristal y rodearon su cama.

La primera vez que había sucedido, Tavernor se había ensangrentado los dedos intentando abrir la puerta para acudir en su ayuda. Pero entonces comenzó a descubrir la razón los pitsicanos la forzaban a alimentarse. A semejante distancia era imposible saber si ella rehusaba positivamente el alimento o simplemente es que había perdido todo interés en tomarlo. Tavernor observó impasible como la curiosa pantomima se desarrollaba de nuevo. Bethia no había vuelto a ser ella misma desde el momento en que los pitsicanos descendieron sobre Mnemosyne y quedó aparentemente sumida en un permanente shock síquico. Era, en fin de cuentas, la lógica y natural reacción propia de una mujer sensible; pero así y todo, le recordaba la Bethia de tres años, que conoció al principio, aquella niña extrañamente precoz que con tanta facilidad caía en una especie de trance con sus bellos ojos como perdidos en horizontes alejados del mundo en que vivía. Una cuidadosa busca en los recuerdos de la memoria de Hal, allí almacenados, indicaba que la Bethia adulta no tenía historia de tales trances, por lo que sin duda debieron haberse ido desvaneciendo a medida que transcurrieron los años. Tal teoría fue la mejor que Tavernor pudo obtener de su limitado conocimiento de la psicología; pero la encontró vagamente insatisfactoria.

Bethia, por lo que de ella sabía, era dueña de un alto grado de elasticidad mental, fuera de lo común, habiendo además en ella algo más respecto a aquella mística comunión con el infinito, algo turbador y que se escapaba a toda percepción.

La tapadera de una lata se abrió; significando que su contenido estaba ya dispuesto para ser comido. Tavernor retiró la vista del cuadro que ofrecía el cubo de Bethia, borrado por el agua, y comenzó a tomar su comida. Mientras comía, estudió su propia celda por centésima vez. Era una complicada obra de ingeniería. Un cable conductor de energía estaba conectado a la parte baja de un hilo en los bordes y, desde allí, otro más fino conducía a una unidad especial en forma de caja puesta en el techo. Aquella unidad del tipo que fuese, parecía reducir la humedad e incrementar el contenido del oxígeno del aire pitsicano, alimentando la mezcla modificada dentro de su celda por medio de válvulas dispuestas en el techo. Tanto la puerta interior como la exterior eran accionadas por electricidad y controladas desde algún sitio invisible. Tavernor las había examinado durante sus primeras horas en la celda; pero le había sido imposible descubrir qué fuerza las mantenía ensambladas. Eran lo bastante fuertes y a prueba de evasión.

Cuando acabó su comida, llevó la bandeja y las cuatro latas vacías a la entrada y las colocó entre las dos puertas. Dispuso las latas de forma que quedasen a un lado de la bandeja, y colocó una de ellas de forma que quedase a punto de caer, después se volvió y tomó asiento en la única silla que disponía. Unos pocos minutos más tarde, la puerta exterior se abrió y el pitsicano emergió, entre la neblina ambiental. Se detuvo para levantar la bandeja y el precario equilibrio estuvo a punto de hacerle caer. El pitsicano puso de nuevo la bandeja en el suelo, recuperó el envase caído y se alejó sin mirar siquiera al interior de la celda.

Tavernor se, frotó la barbilla pensativamente y se echó en la cama. No tenía idea de como serían los demás pitsicanos; pero el que le había traído la comida era —por comparación humana— no demasiado brillante. Había caído cinco veces seguidas en la pequeña trampa tendida con las latas. Los pitsicanos, indudablemente, no deberían medir la inteligencia en la misma forma que lo hacían los humanos, pero la capacidad para aprender rápidamente de la experiencia era, en estimación de Tavernor, algo tendente a ser uno de sus vitales ingredientes.

Consideró la posibilidad de que sus apresadores estuvieran determinadamente evaluando su propio intelecto en el contexto del absurdo de los recipientes, y se imaginó qué harían de él. Era el viejo problema de los primeros contactos culturales. Por otra parte, los pitsicanos, en su promedio podían ser casi unos retrasados mentales, por todo lo que ya sabía respecto a su raza. No existía una necesidad real para su inteligencia. De ser distribuidos como entre los humanos, algunas clases de sociedad funcionarían más eficientemente si estaban compuestas por siervos sin mente, guiados por unos cuantos brillantes demagogos. Los pitsicanos podían hallarse en tal caso, una hoja finamente afilada para la destrucción de todas las demás formas de la vida. Quizás aquello fuese la clave de su conducta. Podía ser que no solamente se dedicaran a la exterminación de la humanidad, sino también a suprimir el universo entero de cualquier ser sensible, y quedarse ellos como sus únicos ocupantes. ¿Una sicosis a escala cósmica?

Tavernor se removía sin descanso en la cama. Si la hipótesis era correcta… ¿sería el Hombre muy diferente del pitsicano en sus últimas ambiciones? Los cosmobiólogos, o aquéllos que eran optimistas respecto a la posibilidad de supervivencia de la civilización terráquea, habían estimado que una cultura humana pudiera extenderse por toda la Vía Láctea en un tiempo mucho más corto que la edad de la propia galaxia, situando colonias de colonias de otras colonias, como había sucedido en el caso del Mediterráneo en los tiempos de la antigüedad clásica.

Por mucho que lo intentaba, Tavernor era incapaz de ser objetivo respecto al concepto, si una vida tuviese que expandirse por la galaxia, prefería que fuese la del hombre. Un pitsicano preferiría que fuese la pitsicana. Por tanto, ¿quién era un psicópata? Todo lo que cualquier ser inteligente podía hacer era procurar que su propia especie permaneciese hasta lo último y contra cualquier otra que llegase a enfrentarse con ella, creyendo implícitamente en su propio destino…

Odiando a los pitsicanos más que nunca, Tavernor se encontró incapaz de conciliar el sueño. Sin la comodidad de las ropas para cubrirse el cuerpo, el dormir no era fácil y la soledad volvía a su mente con más fuerza que nunca también. A veces sentía algo parecido a lo experimentado en el breve tiempo que permaneció en el plano egón. Sus padres, Lissa y Shelby estaban vivos allá; pero no había intentado encontrarlos; aquello no parecía importante para la fría e impersonal mente de un egón. Se quedó poco a poco adormecido, pensando tristemente que no valía la pena haber nacido…

La enorme nave comenzó su descenso, o su equivalente orbital, al vigésimo tercer día de vuelo. Dos días antes, Tavernor había experimentado un ligero mareo conforme la nave, al abandonar el módulo taquiónico, se había situado en deceleración simulada, lo que proveía de peso real a los cuerpos, cambiando a la verdadera deceleración. Había estado observando cuidadosamente cualquier cambio en la rutina que indicase que se había completado el viaje. El primer signo llegó cuando un grupo de pitsicanos rodearon el cubo de cristal y lo sujetaron, con herramientas adecuadas, en sus esquinas contra el suelo. Lo anclaron en la cubierta y poco más de una hora después, la nave entraba en la condición de caída libre.

Ya estaba en órbita de un planeta pitsicano, y el pensamiento dio a Tavernor una cierta, aunque sombría, satisfacción. No importaba qué fuese lo que pensaban hacer con él, aquello significaba al menos el fin de una situación horrible y el terminar con la espantosa soledad del cubo de cristal. Al principio había rechazado la idea de utilizar la microbiblioteca, sintiendo que ello representaba una sutil aceptación de los planes que los pitsicanos hubieran hecho respecto a él; pero pronto descubrió que no podría soportar el permanecer con la mente vacía.

Comenzó a leer al azar, sin tomar interés en su contenido, usando las palabras como medio de evitar el pensamiento propio. El limite de visión existente más allá de las paredes de cristal de su celda aparecía turbado aquí y allá por las formas negras deambulando de un sitio a otro de los pitsicanos, dando la impresión de que pudiera haber sido el fondo de un mar cálido y enlodado.

Ejercitando su cuerpo lentamente desarrollado, durante varias horas al día, entretenía parte de su vida; pero al fin tuvo que echar mano de aquella biblioteca condensada.

La larga espera ya había llegado a su fin. Se movía adelante y hacia atrás por su celda encristalada, haciendo gestos a Bethia cada vez que suponía que ella miraba en su dirección. Pero ella permanecía sentada en la mesa anclada y no daba la menor señal de respuesta. En Tavernor creció la necesidad de ocuparse de ella. La distancia y el efecto de distorsión de los cristales mojados hacía difícil estar seguro de nada, pero ella parecía haber perdido peso en el viaje. Se movía raramente y en las infrecuentes ocasiones en que cruzaba su celda se observaba una extraña indiferencia en su paso.

Tras unos minutos en caída libre, los pitsicanos volvieron, trasladándose con fácil destreza en la condición de ingravidez, sujetando un flexible cable en un sitio por debajo de la base del cubo de Tavernor. Instalaron una serie de cables conductores de energía, desde lo que parecía ser un generador portátil, y desconectaron los antiguos alambres de los anteriores dispositivos de control que rodeaban al cubo, reemplazándolos con los nuevos. Mientras lo hacían, las puertas dieron un chasquido, se estremecieron inciertas un instante, para volver a encajar rígidamente en el lugar que les correspondía.

El cable flexible se estiró súbitamente y la celda comenzó a moverse hacia una luz blanca que se mostraba a distancia, todavía atada a su sección de la cubierta. La celda de Bethia se movió en la misma dirección, rodeada por unas figuras que se movían con lentitud. La luz que tenía al frente fue creciendo de intensidad y Tavernor comprobó que se trataba de un tragaluz. Su cubo se movió por delante del de Bethia, pasó junto a un arco de poca altura de metal, y se detuvo en un espacio reducido, decidiendo que se trataba de un aparato volador secundario, procedente de la gigantesca nave-nodriza. Se inclinó tan cerca del portillo como le fue posible, ignorando la protesta de su inexperto estómago y miró hacia fuera. El mundo pitsicano era un orbe sin características especiales, pero de una cegadora blancura, completamente envuelto por una capa de nubes. Se dio cuenta en el acto que desde la superficie del planeta sería imposible poder observar las estrellas. El día consistiría en un general esclarecimiento de los vapores envolventes y la noche, un retorno a la oscuridad, no aliviada por la presencia de los puntos de brillo celestial que proporcionan las estrellas, causantes de que los primeros hombres mirasen hacia arriba llenos de asombro y maravilla. Tavernor sintió una sombría desesperación ante la desaparición del último vestigio de la superioridad del Hombre respecto a los pitsicanos. Después del primer salto al espacio desde la Tierra, el viajar por el cosmos había sido fácil. El planeta podría haber sido diseñado para aquel ex profeso propósito, con una transparente atmósfera que pusiera al descubierto y mostrase los tesoros que allí yacían esperando, y una luna tan grande que virtualmente era otro mundo colgado, dentro de un tiro de honda, astronómicamente considerado, y otros planetas al alcance fácil de un buen telescopio para confirmar las promesas del cielo nocturno.

Pero los pitsicanos no habían conocido ninguna de aquellas ventajas. Para ellos, tuvo que haber sido sólo un ciego impulso a salir hacia el exterior o una calmosa determinación para justificar la Ley de la Medianía, por la que su mundo no podía hallarse solo en la Creación. Bajo las mismas circunstancias, Tavernor estaba seguro, el Hombre pudo haber quedado atrapado en el planeta de su nacimiento. Se volvió de la visión de la portañola y vio que el cubo de Bethia había sido apartado y colocado a pocos pies del suyo. Estaba todavía sentada en la mesa, braceando entre ella y la silla. Su cuerpo tenía un aspecto de delgadez. Se lanzó hacia un sitio más próximo de la celda y el movimiento hizo que Bethia levantase la cabeza. Entonces se encontró mirando al rostro demacrado y pálido de una mujer extraña. Ella le miraba de una forma impersonal. Así permaneció por breves momentos y después bajó la cabeza, mientras que sus hermosos cabellos le envolvían los hombros.

¡Bethia! —grito—. ¡Todavía estamos vivos!

Las palabras rebotaron inútilmente con una serie de ecos dentro de la celda, como las imágenes de Lissa que simultáneamente brotaron de su mente. Intentó golpear con todas sus fuerzas la pared encristalada de su prisión, no consiguiendo otra cosa que flotar hacia atrás, mientras que la nave auxiliar se desprendía de la nave-nodriza. Comenzó a decelerar inmediatamente y Tavernor tocó el suelo, con la certeza de que Bethia no tenía la menor gana de verle. Se tumbó en la cama y observó la brillante luz reflejada procedente del portillo, mientras que el aparato seleccionaba su ruta de descenso al planeta. Se hicieron visibles algunas estrellas por encima de la alta atmósfera y acto seguido comenzó a sentir las vibraciones propias del tirón de la gravedad del mundo que yacía abajo. Fue descendiendo suavemente, hasta que de súbito todo quedó sumido en la oscuridad. La nave auxiliar fue bajando milla tras milla entre aquella nube gradualmente más espesa.

Tavernor casi no se dio cuenta del golpe final, que le avisó de haber tocado el suelo. Acababa de comprobar que los trances espontáneos de Bethia tenían el poder de embargarle de una gran incomodidad.

Le recordaron la forma en que las negras formas de aquellos seres extraños que le habían capturado se quedaban rígidas y heladas, mientras que sus ojos borrosos se quedaban fijos en otros horizontes.