Capítulo 6

HUBO UNOS momentos en que Tavernor pensó que iba a morir. Su corazón parecía haber dejado de latir por completo, conforme el choque producido estallaba a través del sistema nervioso heredado, y el horizonte pareció girar como si estuviera borracho; después, con un enorme esfuerzo total de todo su ser, recobró el dominio de sí mismo. Se quedó clavado en el asiento y comenzó a respirar lentamente, conforme aquella aparición se movía con lentitud y en absoluto silencio a través del cielo, borrando el sol y desapareciendo después por la altiplanicie del oeste.

—¡Santo Dios! —exclamó angustiada Bethia—. ¿Qué es eso?

—Una nave de guerra de los pitsicanos —farfulló penosamente Tavernor, aunque su mente estaba confusa con mil preguntas.

«¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las defensas del planeta? Una nave enemiga procedente del espacio exterior y dentro de un año luz de distancia de Mnemosyne se hubiera volatilizado en cuestión de segundos. Mala como era la situación de la guerra, hubiera apostado la vida a que ningún intruso pudiera haber penetrado el cinturón lunar, a menos que después de meses de intentarlo lo hubiera conseguido no sin dejarse flotas enteras perdidas en el empeño. Y allí estaba la nave pitsicana atravesando la alta atmósfera con la calma y la tranquilidad con que lo haría en cualquiera de sus propios mundos».

—¿Y qué significa eso?

—Eso es lo que me gustaría saber.

Tavernor miró al norte, hacia El Centro y la Base Militar. Los apiñados rectángulos de los distantes edificios brillaban quietamente a la luz del atardecer, sin que existiera el menor signo de actividad fuera de lo normal. Ningún signo, en absoluto, de cualquier movimiento, incluso en las carreteras y pasajes de servicio. Dio entonces media vuelta a la llave de contacto. Oyó la rotación chirriante de la puesta en marcha del coche, pero sin respuesta del motor del vehículo. En el panel del coche todos los instrumentos aparecían inmóviles. Sintió la urgente necesidad de comprobar la batería del coche; pero una sombría intuición hizo el intento innecesario.

—¡Mira, Hal! —exclamó Bethia estupefacta, más que atemorizada—. ¡Por allí! ¡Hay más!

Mirando hacia arriba, vio la presencia de un número de plateados destellos ea el cielo, a una altura orbital. Después; sus ojos detectaron otro movimiento a niveles más bajos del aire. Estelas de vapor entrecruzadas borraban el azul del cielo visible entre las nubes. Las estelas parecían generadas por el rápido descenso de aquellos puntos plateados, lo que significaba que la gigantesca nave anterior había sembrado el cielo con aparatos de pronto aterrizaje en la superficie. Una invasión, pensó, pero… ¿por qué molestarse? Aquello no se parecía al furtivo ataque en que sus padres habían resultado muertos, y entonces… ¿por qué no sencillamente bombardear el planeta, reducirlo a polvo, irradiarlo o usar cualquier otro de los medios relativamente simples que hubiesen borrado todas las trazas de vida?

—Sal del coche —dijo Tavernor—. Tendremos que caminar.

—¿Caminar? Pero… ¿por qué?

—El coche ya no se moverá más.

Tavernor salió del vehículo y abrió la portezuela para que saliera Bethia.

—Mira en las carreteras… no hay ningún coche que se mueva.

Tavernor apuntó hacia el camino, donde se veían cuatro automóviles más. Tres de ellos tenían el capó levantado y sus ocupantes se afanaban mirando los motores. Junto a ellos, dos niños pequeños saltaban excitadamente, apuntando hacia el cielo. Tavernor sintió un doloroso nudo en el estómago. La muerte para ellos sería como el comienzo de sus vidas reales, según ya sabía; pero las criaturas chillarían de terror y de dolor antes de que se abriera aquella puerta. En su interior se destapó el odio a los pitsicanos, motor de su vida anterior.

—No comprendo —susurró Bethia, inclinándose en el asiento trasero y alargando la mano en busca de la llave de contacto.

—Vamos.

Tavernor la cogió de la muñeca y con toda la fuerza de que pudo disponer la sacó del coche.

—¡Hal! ¿Qué estás haciendo?

—Ahórrate el aliento —le dijo Tavernor cogiéndola por el brazo y comenzando a andar rápidamente—. ¿Qué es lo que piensas que los pitsicanos tengan para estar en condiciones de haber llegado de esta forma? Han tenido que desarrollar un nuevo juguete de los suyos… algo que… un campo magnético, tal vez… que inhibe la transferencia de los electrones en los metales. Ésa es la causa de que no haya habido ni alarma ni defensa. No tenemos nada más importante que una ametralladora que no dependa de la electricidad.

—¿Pero es posible que…?

—Tiene que ser posible; lo han conseguido, ¿verdad? Hubo un tiempo en que nosotros pudimos haber sido los primeros. Tavernor apenas si podía echar fuera de sí las palabras que le venían a la imaginación, lo que la humanidad se había hecho a sí misma, con la maldita invención de las naves-mariposa. Al pasar cerca del coche de los niños, llamó a los padres para que dejasen el coche abandonado y se dirigieran a los árboles de la base de la altiplanicie, para seguir marchando hacia el sur. La cara del padre apareció por encima de la cubierta del motor, con una expresión en blanco, volviendo seguidamente a su faena inútil. Tavernor apartó los ojos de las asombradas caritas de los niños y siguió caminando. No había tiempo para quedarse y perder el tiempo en discutir.

—Oye… ¿qué, es lo que te hace pensar que sepas tanto de todo esto? —preguntó Bethia—. ¿Y a dónde vamos, de todas formas?

—De vuelta a la villa. Sólo está de aquí, a poco más de dos millas y Farrell… mi padre… tiene allí tres o cuatro rifles.

—¿Y de qué van a servir?

Bethia estaba indignada y con la cara encendida por el rubor, incapaz de apreciar la significación de lo que estaba ocurriendo. Tavernor casi llegó a irritarse con ella; después recordó que era imposible para una persona civil, como ella, tener idea de lo que era un guerrero pitsicano en acción. Ella nunca, había caminado por las ciudades y los pueblos que dejaban atrás los mortales enemigos de la raza humana.

—Los rifles nos proveerán de alimento si conseguimos alejarnos hacia el sur y escapar de que nos reduzcan a polvo.

De nuevo le volvió el pensamiento a la mente. ¿Por qué no estaba ya toda la zona reducida a cenizas y borrada toda la vida existente en, ella? Bethia forcejeaba para separarse de él, con la, cara pálida de furia.

—No voy a los bosques contigo, Hal Farrell. Si piensas…

Ella dejó de hablar al golpearle Tavernor en el hombro y alejarla de sí. Revolviéndose, la joven se lanzó contra él. Al abrazarse luchando, Tavernor comprobó en el acto que ella era la más fuerte de los dos; pero el entrenamiento que había recibido en el combate, en otro tiempo de su vida, guio sus manos. La cogió por la muñeca y le hizo automáticamente una llave que la obligó a seguir de nuevo hacia adelante.

—Siento esto, Bethia; pero sé lo que estoy haciendo.

Ella le miró con un odio silencioso y Tavernor sintió un perverso estremecimiento de satisfacción. Mientras caminaban, el aire comenzó a rugir con los estampidos sónicos distantes. Miró hacia atrás y vio las negras naves en forma de mosquito de los pitsicanos triturándolo todo en El Centro. La ciudad y la Base Militar se hallaban bajo las naves de ataque, indefensas, y que sin duda tenían que haber sido diseñadas para operar dentro del campo de inhibición. Algunas buscaban sitio en donde depositarse alrededor de la ciudad. Sin hacer caso del jadeo de sus pulmones, Tavernor urgió a Bethia a correr más de prisa todavía.

Para cuando llegaron a la blanca villa, situada entre la carretera y los acantilados, sudaba a mares y las piernas le temblaban como el azogue. Maldiciendo su debilidad física, empujo a Bethia en el porche y abrió la puerta con la mayor rapidez. Farrell le salió al encuentro con un rifle de deporte en las manos. Sus morenas facciones tenían un extraño aspecto de inmovilidad.

—Voy a coger un rifle y alguna comida —exclamó Tavernor.

—Puedes quedarte como huésped —dijo Farrell con voz vacilante, echándose hacia un lado. Al pasar junto a él, Tavernor percibió el olor a ginebra. Entró en la sala de estar, tomó un rifle y cuatro cajas de cartuchos de la vitrina de las armas y volvió al recibidor.

—… parece haberse vuelto loco —estaba diciendo Bethia que miró deliberadamente a Tavernor—. Yo preferiría quedarme aquí hasta que veamos qué es lo que ocurre. Tú puedes quedarte también…

—No creo que haya mucha diferencia en intentar correr —replicó Farrell.

—Estamos huyendo —dijo Tavernor—. Es nuestra única oportunidad.

—Yo me quedo —repuso Bethia, aproximándose más a Farrell.

—Créeme, Bethia, tenemos que huir de aquí —dijo Tavernor con impaciencia—. Tú no sabes cómo son esos monstruos. Repasarán todos los edificios, sin dejar uno, sin dejar nada a su paso.

Farrell soltó una carcajada.

—¡Escucha al combatiente veterano! ¿Qué es lo que sabes tú de esas cosas, hijito?

—Sé que harías mejor en tomar otro rifle diferente, si es que piensas disparar. Ése que llevas dispara balas de fuego superficial que actúan por una carga eléctrica… pero las cargas eléctricas son una cosa del pasado, por lo que a nosotros concierne.

Farrell levantó el rifle con una mano, apuntó a la puerta frontal y tiró del gatillo. Se oyó un leve chasquido. Miró duramente a Tavernor y se dio prisa en meterse en, la sala de estar.

—Ya tomaremos alguna comida en cualquier parte. Vamos, Bethia.

Tavernor abrió la puerta y la empujó para salir fuera. Ella sacudió la cabeza negativamente. Volvió de nuevo a sujetarle una muñeca y a empujarla delante de él hasta llegar a la calle. Se produjo un ruido metálico que le era familiar el de un rifle al ser cargado para disparar. Se volvió lentamente.

—¿Qué te parece éste, general? ¿Funcionará bien?

—Farrell tenía en las manos otro rifle y apuntaba a la cara de Tavernor.

—Te estás poniendo ridículo —dijo Tavernor con cuidado. Empujó a Bethia lejos de sí—. No necesitas emplear un rifle para detenerme, ¿verdad, padre? Y recargó el énfasis de la ultima palabra con, el completo conocimiento de su repercusión en el otro hombre. Unos destellos de incredulidad surgieron en los ojos de Farrell. Puso el rifle contra la pared, con exagerado cuidado y llegó hasta donde estaba Tavernor, con las manos dispuestas a estrangularle. Tavernor dejó caer su rifle a un lado e instintivamente se puso en guardia en la postura agachada en que había sido entrenado tantas veces, síntesis de la óptima forma de combatir en los tradicionales combates de la madre Tierra.

Con la cara expresando una infernal alegría, Farrell se lanzó directamente hacia Tavernor, evitando su propia defensa. Tavernor le detuvo en seco con directos lanzados hacia el corazón y la garganta. Gracias a la imperfecta coordinación del cuerpo de Hal, ninguno de los dos golpes habían producido exactamente el efecto deseado, pero fueron lo suficiente como para poner a Farrell de rodillas.

Farrell sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, mirando al suelo fijamente.

—¿Qué… crees… que eres…?

Se puso en pie con esfuerzo, se dio un masaje en la garganta y volvió de nuevo al ataque. Esta vez lo hizo con la clara determinación de sacar ventaja de su superior fuerza. Rodeó a Tavernor una vez, con ojos acusadores y después se lanzó en tromba. Tavernor recibió el peso de la carga; pero se escabulló en el momento preciso, guiando así el cuerpo de Farrell que se estrelló en el suelo, de forma tal que todo el aire pareció escapar de sus pulmones. El mismo movimiento puso a Tavernor en pie, y se echó sobre Farrell. Sus dedos pulgares encontraron rápidamente las grandes venas de la garganta de Farrell y su mente latía ante las imágenes tan odiadas… las figuras sin cabeza que rodeaban la cama de un niño asustado, la esbelta silueta de Kris Shelby y las de los otros que habían muerto en los bosques, una pistola automática, que le había perforado el pecho a balazos, Lissa aplastada como una polilla…

—¿Qué es esto? —murmuró Farrell casi somnoliento, cara a cara en la proximidad del combate—. ¿Hal? ¡¡Hal!!

—Yo no soy Hal —exclamó Tavernor salvajemente—. Mi nombre es Mack Tavernor.

Los ojos de Farrell se dilataron con la tremenda e increíble sorpresa.

—¡Detente, Hal! —gritó angustiada la voz de Bethia—. ¡Lo estás matando!

Tavernor se había olvidado de ella. Mirando hacia arriba vio el pánico en el rostro de la joven y aflojó la argolla que asfixiaba la garganta de Farrell. Se puso en pie y estaba levantando a su vez a Farrell cuando un ensordecedor lamento como el de un alma en pena llenó el aire circundante.

El suelo tembló y el cielo se oscureció mientras una nave pitsicana se materializaba sobre la carretera enfrente de la casa, bajo el efecto de la máxima deceleración, y los retrocohetes levantaban nubes de tierra y piedras que les envolvieron por completo en el lugar en que se hallaban.

Tavernor agarró el rifle mientras corrían a guarecerse en la casa. Recogió el rifle de Farrell y con él golpeó la puerta. El atronador silbido de los reactores quedó cortado bruscamente, con un chasquido burbujeante, y la casa se llenó de silencio, sólo interrumpido por el ruido de las ventanas cuyos cristales se habían roto por las piedras. Moviéndose como un hombre en sueños, como si, quisiera correr a través de un pastoso y claro jarabe, Tavernor se dirigió a la puerta de la sala de estar y miró de soslayo por las contraventanas. La nube de polvo estaba asentándose en el exterior y entonces pudo observar las figuras extraterrestres que descendían de las escotillas abiertas del aparato pitsicano.

Se volvió hacia el vestíbulo. Farrell estaba mirándole como atontado y Bethia parecía no darse cuenta de nada. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, con los labios entreabiertos y la vista perdida y ausente. «Está inmersa en un shock», pensó Tavernor, alegrándose por el momento, ya que así no sería un impedimento en los próximos pasos a dar. Tiró de Farrell hasta la sala de estar y le puso el rifle en las manos.

Algo se movió junto al exterior de la ventana. Giró rápidamente sobre sus pies y vio la alargada figura negra y reluciente de un pitsicano oteando el interior. Una suave neblina envolvente, producida por una especie de pulverizador, surgía por encima de su caja craneana y empañó el cristal a los pocos instantes; pero Tavernor, por la primera vez en muchos años, captó de una ojeada las dos bocas para respirar, agitándosele en los hombros y la boca para comer verticalmente dispuesta en el abdomen central. Disparó a la altura de su cintura y la ventana saltó hecha añicos, mientras la bala se alojó en el centro de la cabeza del pitsicano. El ser extraterrestre cayó hacia atrás; pero no antes de haber arrojado un objeto metálico por el hueco de la ventana.

Tavernor dio un paso hacia aquel objeto que silbaba furiosamente, con la intención de arrojarlo a la calle y que detonase en el exterior; sin embargo no pudo alcanzarlo.

La habitación pareció girar a su alrededor una vez que hubo caído en el suelo. Tavernor cayó de bruces, incapaz de mover un solo músculo. Cerca de él, oyó cómo Bethia y Farrell se desplomaban igualmente. Intentó volver la cabeza y comprobó que le resultaba imposible realizar el más pequeño movimiento. El gas procedente de la granada le había producido una completa parálisis; como un preludio de la muerte. Conforme el amargo conocimiento del fracaso le inundaba su ser, Tavernor intentó cerrar los ojos; pero los párpados permanecieron abiertos. Y así esperó morir.

Unos segundos más tarde, unas sombras se movían por la sección del suelo que podía distinguir y oyó cómo las contraventanas eran arrancadas de cuajo y abiertas. Unos pies negros de cuatro dedos con trazas de nervaduras entre los huesos, aparecieron en su campo visual, sintiéndose a renglón seguido levantado del suelo y puesto de pie. Dos pitsicanos le mantenían erguido y otros hicieron igual con Bethia y Farrell. La neblina que expelían sus cuerpos llenó casi por completo la habitación, inundándolo todo con una, fétida humedad, condensando y lubricando sus pulmones expuestos al exterior, así como otros órganos de los extraterrestres.

Mientras se movían, unos extraños maullidos y raros sonidos procedían de sus bocas en los hombros, mezclados con el entrechocar metálico de sus armas. Tavernor observó el rostro de Bethia, mientras que él y Farrell quedaban alineados en la pared más próxima, tratando de imaginarse qué estaría sucediendo tras aquel bello rostro inmóvil. Al menos, él ya había visto a los pitsicanos de cerca, aunque nunca en condiciones que pusieran al descubierto su repugnante apariencia. Cada uno de aquellos monstruos medía unos siete pies de altura, pareciéndose groseramente a un tipo humano en la configuración general, excepto por un par de brazos que surgían de su cuerpo a media altura del pecho. Tales brazos secundarios parecían en gran manera atrofiados y estaban usualmente escondidos junto a la repugnante abertura vertical de la boca para comer. La musculatura era ligera y confinada en su mayor parte a los brazos y piernas compuestos articuladamente en tres secciones o segmentos. Los órganos vitales estaban situados en posición externa alrededor de la espina central, como unos sacos de goma negros y azul pálido que se estremecían y brillaban húmedos en la pulverizada neblina que arrojaban y que simulaba la atmósfera pitsicana. Y siempre emitiendo un fétido olor a ranciedad dulzona que Tavernor jamás pudo ser capaz de extinguir de su olfato…

Por las ventanas abiertas entraron tres pitsicanos más y, con una parte de su mente, Tavernor pudo advertir que no iban armados. Las voces lloronas de los extraños crecieron de intensidad, para desvanecerse poco a poco. De pie en el centro de la habitación, los tres recién llegados examinaron a los humanos con turbios ojos que giraban y se movían independientemente en la plana caja craneal desprovista de otra característica. En la parte central baja del vientre, funcionaba una ruidosa válvula, esparciendo un excrementó blanco y gris que iba siendo lavado por sus pulverizadores. Se produjo un silencio y con él el cese de todo movimiento.

Durante todo un minuto, los pulmones y los hombros de los pitsicanos permanecieron rígidos, como transformados en monolitos negros lavados pacientemente por una ligera lluvia. Finalmente, uno de ellos apuntó a Farrell con una mano y los guerreros que le sostenían de pie se movieron. Farrell fue echado al suelo boca abajo. Uno de los guerreros desenfundó un largo cuchillo de su atuendo militar y puso la punta en la base del cráneo del hombre postrado, barrenándolo y partiéndole la espina dorsal.

Entonces ambos se marcharon, sin el menor gesto, dejando unos charcos en el lugar que habían ocupado. Tavernor estalló de furia contenida interiormente, sin poder articular palabra, contra los pitsicanos, maldiciéndolos por tan prolongado ritual del acto de matar a un ser humano. Pensó que el balazo que disparó al exterior tendría que haber tenido mejor uso. «Lo siento Bethia», pensó, al ver que otro de los extraños desarmados hacía gestos dirigiéndose a ella.

Entonces ocurrió algo increíble.

Con suavidad y el más exquisito cuidado, y con toda la apariencia de una gran ternura, los dos guerreros que sostenían a Bethia levantaron su rígido cuerpo y lo sacaron por la ventana hacia el lugar en donde habían aterrizado. Tavernor intentó gritar; pero su paralizada garganta no emitió sonido alguno. Viendo a Bethia desaparecer de su vista, se quedó tan sorprendido que apenas si se dio cuenta de que a él también lo levantaban y lo sacaban fuera de la estancia.

Después de setenta años de estado de guerra, en los que habían asesinado a más de dos billones de seres humanos, los pitsicanos hacían sus dos primeros prisioneros vivos.