TAVERNOR echó a un lado las sábanas de la cama y se levantó. Tomando las gafas del cajón, se las puso y fue a colocarse de pie ante el gran espejo del dormitorio. Sabía exactamente el aspecto que debería tener, puesto que los recuerdos de Hal eran también los suyos, pero así y todo sintió la necesidad de comprobar el estado del cuerpo en que se encontraba a si mismo, para reorientar su espíritu y su carne. El espejo le devolvió la imagen de una figura alta, estrecha de hombros, de cabello lacio y con una cara larga y nerviosa. Tenía el pecho ligeramente cóncavo y sus miembros con la mínima capacidad y desarrollo musculares, con los codos y rodillas como nudos hechos en una cuerda. Conforme la imagen del espejo respondía a sus movimientos, Tavernor se sintió sobrecogido de temor por su propia ineptitud. ¿Qué se suponía debería hacer entonces?
Veinte años habían transcurrido desde su «muerte». ¡Veinte años! Aquel lapso de tiempo había sido tan grande y había tanto que hacer… Comprobó desconcertado que no había comprendido la mecánica actuante en el propósito del super-egón. En su mente existía la noción de que su completa identidad se había transferido, de alguna forma, instantáneamente, si no en el cerebro de una criatura recién nacida, al menos en el de Hal como niño.
Pero quizás hubiera sido necesario esperar hasta que el cerebro hubiese madurado suficientemente con sus completas circunvoluciones y hasta que el sistema nervioso periférico se encontrase lo suficientemente complejo y acabado.
De cualquier modo, ¿qué podía haber hecho un niño? ¿Qué iría a hacer un joven de diecinueve años? ¿Cómo iba él a convencer a los generales de cabeza dura del COMSAC de que su débil esperanza de derrotar a los pitsicanos consistía simplemente en el abandono de las nave-mariposa? Y que los insustanciales resultados de los estatorreactores interestelares se estaban alimentando de las almas inmortales de los hombres…
Tavernor sintió súbitamente que las piernas le temblaban. Se sentó en el borde de la cama y trató de controlar el temblor de sus miembros. Como un egón, él había aceptado los conceptos y las experiencias del plano egón con poco más que un asombroso y maravillado estado intelectual frío, pero en el interior del cuerpo de un muchacho subdesarrollado, aunque el conocimiento era casi mayor del que pudiera manejar. Todo era también… inmenso. Se puso ambas manos en la cara para detener el temblor de los dedos. El movimiento nervioso continuó incontrolado y lentamente fue dándose cuenta de que el ganar terreno para dominar su frágil y raquítico cuerpo iba a ser cosa difícil y una tarea casi imposible.
En su vida anterior a veces había tenido el leve barrunto de su buena suerte al disponer de una poderosa fortaleza física y una estupenda salud y aparentemente una constitución sin nervios, y entonces se dio cuenta de que nunca había apreciado las dificultades con que vivían los demás. ¿Seria normal su comportamiento actual? Rebuscó entre la niñez de Hal y creyó encontrar la respuesta. El caos lamentable de su sistema nervioso tendía a hacerse peor, por lo que vio en el espejo distorsionado de los recuerdos de Hal, y los personajes que habían conformado su vida veinte años antes. Gervaise Farrell, una fría y espantable imagen, dispensando su furia con sádica perversidad calculada y medida. Lissa… destruyéndose por una glotonería sin fronteras, dejando que su vida se extinguiera deshecha. Bethia, entonces en sus veinte años y pico.
El pensamiento de Bethia introdujo la primera nota de calma en su tribulación. Los recuerdos de Hal le dijeron que ella estaba como residente en la Universidad de Cerulea, haciendo su doctorado sobre investigaciones de la Sicohistoria. La joven había crecido convirtiéndose en una esbelta y casi perfecta belleza de mujer, con sus ojos de mirada franca e inquisitiva y que siempre habían confundido a Hal, sintiéndose incómodo ante aquel mirar. A pesar de ello, Bethia revelaba a veces ciertos rasgos de su niñez, la princesita de un cuento de hadas con un toque de magia en sus dedos y los ojos fijos en un perdido horizonte, instantes aquéllos en que Hal la había amado tímidamente y sin esperanza. Los propios, recuerdos de Tavernor respecto a Bethia cuando niña reforzaban la imagen de Hal en ella como alguien a quien las ordinarias leyes de la naturaleza y de la conducta humana apenas si podían aplicarse. Si él tenía que decir la verdad a cualquiera, seria solo a Bethia.
Gradualmente, Tavernor pudo ir controlando su nerviosismo. Cerró la luz, se acostó nuevamente y se quedó mirando fijamente por la ventana aquella corriente enjoyada de los cielos de Mnemosyne hasta que el sueño acudió otra vez a sus ojos.
Abriendo los ojos a la luz de la mañana, Tavernor experimentó un desconcertante momento de desorientación. Lo borroso en los detalles de las vigas del techo, por encima de la cama, le recordó que tenía necesidad de usar las gafas, para que su entorno circundante estuviese encajado donde debería estar. Se levantó en el acto y se dirigió al cuarto de baño. La casa estaba silenciosa y vacía, lo que sugería obviamente que algo importante había retenido a Farrell toda la noche en la Base.
Mientras se lavaba, volvió a examinarse de nuevo en el espejo, fascinado por el contraste entre su nuevo cuerpo y el que había conocido unas cuantas horas antes de tiempo subjetivo. Las experiencias del plano egón tenían un aire de algo sin tiempo respecto a ellas, lo que sugirió que podían haber tenido lugar en microsegundos y que sus diecinueve años de «almacenamiento» en la mente inconsciente de Hal habían pasado como un sueño. Forzó los hombros hacia atrás y comenzó a respirar siguiendo el método yoga que ensancharía su caja torácica, al tiempo que regulaba sus nervios.
Mientras se vestía, sintió una percepción de debilidad, que le produjo la natural alarma, hasta darse cuenta de que sencillamente su nuevo cuerpo estaba hambriento. Bajó a la cocina y puso algunos huevos sintéticos y unos filetes en la sartén, y mientras se freían se dirigió hacia la máquina fax en busca de una nueva hoja de noticias. De nuevo, la hoja aparecía mojada. La destornilló desmontando el panel de servicio frontal y tras estudiarlo un momento, ajustó el circuito de recirculación del vapor al ritmo preciso. Un minuto más tarde maniobró en el dial en busca de una nueva hoja. Entonces surgió otra seca y en perfectas condiciones. Se la llevó a la cocina en el preciso momento en que la luz roja de la instalación determinaba que la comida estaba lista.
Tavernor encontró aquel alimento proteínico difícil de engullir a pesar de los continuos tragos de leche. —Hal había vivido a base de productos cereales—, pero persistió en su empeño. La subsiguiente molestia del estómago la descartó poniendo en ejercicio sus conocimientos del pranayama, regulando la respiración para mejorar el deficiente sistema respiratorio que había heredado. Su cuerpo nunca sería tan fuerte como antes; pero iba a dedicarle la máxima atención y cuidado, como el que pudiera prestar a una maquina ineficiente.
Estaba poniendo los platos en la máquina de lavar, cuando un coche pasó ante la ventana de la cocina. Momentos más tarde, Gervaise Farrell entraba en ella.
Tenía los ojos hinchados. Tavernor le miró con curiosidad, sorprendido del poco odio que sentía ni cualquier otra emoción. Su mirada a la eternidad le había hecho cambiar en muchas cosas.
—Hazme un poco de café —dijo Farrell apartando la mirada mientras hablaba.
—Está bien. —Tavernor manipuló en la cafetera y el otro hombre tomó asiento.
—Una dura noche, ¿eh?
Farrell estaba ojeando la hoja de noticias.
—No me digas que la máquina fax ha sido arreglada…
—¡Ah! Sí.
—¡Cristo! Esto lo muestra —dijo con voz sombría sacudiendo la cabeza—. ¡Lo han hecho ahora!
—¿Qué pasa con ese ahora? —preguntó aprensivamente Tavernor.
—Date prisa con el café.
—¿Es que hay algo nuevo en el desarrollo de la guerra?
Farrell le miró sorprendido, ante la pregunta, y en una extraña forma, casi agradecido.
—¿Vas a tomar parte en ella, eh? Espero que seas capaz de derrotar a los pitsicanos con el Antiguo Testamento…
—¿Están, pues, en esta región?
Farrell vaciló y después se encogió de hombros.
—La situación general es que, al parecer; estamos rodeados por ellos. Lo parece, ¿no?
Tavernor sintió que su cuerpo comenzaba a temblar de nuevo, lamentando haber dicho algo.
—Se supone que es un secreto; pero el pánico está a punto de desatarse de todas formas… Las últimas semanas intentaron destruirnos con uno de esos enormes proyectiles que tienen. Volaba a 30 000 C y hubo que emplear casi todo nuestro potencial translunar para detenerlo.
Farrell se echó hacia atrás en su asiento y sonrió con disgusto.
—¿Cuál es tu análisis de la situación, general?
Tavernor estaba demasiado sorprendido con la noticia para darse cuenta del sarcasmo.
—O saben que el cuartel general del COMSAC está aquí, o nosotros acabamos de advertirlos.
—Muy bien —aprobó Farrell en un tono que se aproximaba a la amistad; pero la perplejidad de su mirada había aumentado de forma ostensible—. ¿Y cuál será el próximo paso?
—La evacuación en masa. Retirarse a las estrellas próximas a la Tierra.
—Eso llevaría mucho tiempo; pero hay además un factor de complicación. Los pitsicanos han avanzado mucho en la supresión de las emisiones taquiónicas, aunque hemos detectado ecos alrededor de todo el planeta. Las partículas han esparcido la mayor parte de su energía y sus velocidades se aproximan al infinito, por lo que no estamos seguros; pero tiene que haber un cerco de naves pitsicanas que nos rodea por todas partes. Las flotas están ahora en camino, pero les llevará seis días el que lleguen a nuestra frontera, y así, si los pitsicanos están dispuestos.
… Y Farrell acabó su discurso, como si hubiera perdido súbitamente todo interés en aquella conversación entre padre e hijo.
—Entonces tendremos que salir y buscarlos por nuestra cuenta —dijo Tavernor llenando una taza de café que puso sobre la mesa.
—No podemos salirles al encuentro. A distancias estelares, la única forma útil de verlo es sin taquiones, y si los pitsicanos han aprendido a suprimirlos o absorber las partículas emitidas por nuestras lámparas taquiónicas de radar…
Tavernor se sintió desconcertado, tanto por lo que Farrell estaba diciendo como por lo que implicaba aquello.
—A mí me parece —dijo lentamente— que el COMSAC se está cansando… —y está aterrado.
—¿Es eso lo que piensas, tigre? —repuso Farrell tomando el café a sorbos y apartando la taza con disgusto.
Tavernor comenzó a replicar; pero entonces sus mejillas comenzaron a sonrojarse, otro legado de Hal —por alguna extraña ligazón biológica—, situándose en desventaja respecto a Farrell. Cuanto más se esforzaba en suprimir el rubor, más enrojecía su rostro. Se dirigió a toda prisa a la cocina, seguido por la risa de Farrell, y después corrió hacia el teléfono de su dormitorio. El número de la Universidad de Cerulea estaba impreso en la memoria de Hal, por lo que lo marcó rápidamente mientras sus mejillas se fueron enfriando. Tras diversas conexiones, una mujer del Departamento de Sicóhistoria le informó que la doctora Bethia Grenoble no estaría en la Universidad hasta la tarde y que seguramente se hallaría leyendo en la biblioteca Eisenhower de El Centro. Tavernor buscó el número y finalmente conectó con Bethia.
—Bethia Grenoble al habla —repuso con voz fría y ligeramente molesta.
—Hola, Bethia —por un instante a Tavernor le pareció extraño que aquella voz de persona adulta correspondiese a la niñita con la que había compartido el dormitorio, pareciéndole que había ocurrido el día antes—. Hola, Bethia, soy Hal.
—¡Oh! ¡Hal! —contestó esta vez con mayor desagrado—. ¿Qué querías?
—Tengo que hablarte. Es muy importante.
Se produjo una larga pausa.
—¿Tiene que ser hoy?
—Sí.
—Bien, ¿de qué se trata?
—No puedo decirlo por teléfono —dijo Tavernor dominando su voz que crecía de excitación hasta convertirse en algo desagradable—. Me, gustaría que vinieses. Tengo que verte.
Bethia suspiró audiblemente.
—Muy bien, Hal. Volveré a la Universidad después del almuerzo. Supongamos que tú llamas a la biblioteca sobre las dos y volvemos en coche, en donde podremos hablar. ¿De acuerdo?
—Me parece estupendo.
Bethia colgó el teléfono antes de que Tavernor tuviese la oportunidad de decir alguna cosa más. Bajó la escalera y encontró, a Farrell sentado en una butaca con las piernas estiradas en la sala de estar, medio dormido y con, una botella de ginebra sobre la, mesa junto a él.
Tavernor tosió.
—¿Vas a utilizar el coche esta tarde?
—¿Por qué?
—Me gustaría que me lo dejaras prestado un rato.
—Bien —dijo Farrell indiferente—. Estréllalo si quieres. Y en sus ojos apareció una nostálgica mirada, como si quisiera penetrar en el pasado, o en el futuro en que nadie tendría ya que existir.
Era una tarde brillante; peto ligeramente opresiva. Los objetos y los edificios parecían haber adquirido potencialidad, como si brillaran con una luz procedente de ellos mismos y el aire permanecía alborotado. Blancos jirones de nubes arrastrándose por el cielo denunciaban las rápidas corrientes de los vientos a grandes altitudes.
Tavernor conducía cuidadosamente, dejando a sus sentidos manifestarse a rienda suelta. Incluso con la reducida e inferior visión de sus nuevos ojos, estaba viendo a Mnemosyne como nunca la había visto antes. Las percepciones de su cuerpo eran básicamente las mismas que siempre había sentido; pero así y todo, era posible interpretar todas las señales en una forma ligeramente distinta. Particularmente notable era la forma en que ciertos colores, como el verde de una mancha de hierba o el azul helado reflejado del cielo en una ventana, ponían en relación parecidas respuestas emocionales y recuerdos de imágenes de sus recuerdos. La diferencia, según pudo comprobar, se hallaba entre un poeta y un mecánico.
Conforme el coche se aproximaba a El Centro, notó la forma en que la vieja ciudad apenas si se había alterado en veinte años, y como la Base Militar se había expandido en todas direcciones. Su doble valla era visible en varios sitios cerca de la carretera de la costa, bastante antes de llegar a la ciudad. Los anónimos edificios, más allá de las vallas, resplandecían con novedades electrostáticas y sin embargo parecían sobrios al propio tiempo. Tavernor supuso que se trataba de otra manifestación de sus nuevos sentidos.
Llegó a la biblioteca Eisenhower exactamente a las dos, en el preciso momento en que Bethia descendía por la escalinata de acceso, llevando el coche hasta el mismo bordillo de la acera. Ella le dedicó la sombra de una sonrisa, en la cual Tavernor la vio como a una chiquilla, y la llamó. Ella le respondió con una voz melodiosa.
—¿Cómo es que llegas a tiempo, Hal, estás enfermo algo?
Tavernor sacudió la cabeza. Estaba descubriendo que el haber heredado los recuerdos de Hal no era lo mismo que saberlo todo respecto a Hal. No había seguridad en la falta de puntualidad, por ejemplo, pero la actitud de Bethia no dejaba duda en la forma en que ella le consideraba. Mientras que lo pensaba, Bethia dio la vuelta al coche hacia la portezuela, la abrió y le hizo un gesto para que dejara el volante.
—Bien, quítate de ahí —le dijo impaciente.
—Estoy conduciendo yo —afirmó Tavernor, sintiéndose aliviado de la forma en que las palabras surgían de su garganta sin ninguna traza de nervios.
Bethia se encogió de hombros.
—Está bien, si es que quieres correr el riesgo de destrozar el coche. Sin embargo voy a sentarme atrás. Es más seguro.
Tavernor casi soltó la carcajada. Farrell también habíase burlado respecto a estropear el vehículo, pero el pensamiento imagen de Hal sobre sí mismo no sugería que fuese un mal conductor. Existían unos cuantos recuerdos de colisiones desafortunadas, la mayor parte de las cuales eran causadas por gentes faltas de cuidado. El coche era del tipo de impulsión por turbina, con volante, que Tavernor prefería a los de efecto sobre el terreno, a causa de su mejor control. Se lanzó con destreza en el tráfico, colocando las sucesivas marchas sin esfuerzo y se dirigió hacia el sur, por el bulevar principal, a lo largo de la bahía, acelerando en cuanto lo permitió el tránsito y controlando aquella poderosa máquina con la precisa certeza posible que sólo puede conseguirse cuando el conductor comprende bien el rendimiento y las funciones límite de cada componente.
La exhibición iba encaminada a modificar la opinión que Bethia tenía de él, y para darse a sí mismo el tiempo de acostumbrarse a la turbadora metamorfosis de Bethia como mujer. Además, existía el problema de lo que tenía que decirle. ¿Cómo podría conseguir que alguien creyese la historia que tenía que contar?
Mirando a su alrededor mientras conducía, Tavernor supo con media parte de su mente que el espacio entre la superficie de Mnemosyne y el cinturón lunar del planeta hervía de egones, la insustancial materia de la conciencia racial; pero la otra media parte tropezaba con que el concepto resultaba demasiado disparatado para ser aceptado. Él había estado allí, a menos que no se tratase de un espejismo.
Apartó su mente del problema y de aquella forma de pensar, ya que sólo podía conducirle a la locura.
—Muy bien, Hal —dijo Bethia tras él—. Estoy impresionada. ¿Es que has estado tomando lecciones de un conductor de carreras?
—No.
—Pues así lo parece; pero como no vayas algo más despacio llegaremos a la Universidad antes de que hayamos podido, hablar algo.
—Por supuesto, Bethia.
Tavernor disminuyó ostensiblemente la marcha. Habían ya dejado El Centro detrás y entonces se encontraron en la carretera de enlace del sur que se dirigía tierra adentro desde la línea de los acantilados.
Tavernor vio un camino secundario delante de él y a la izquierda, se internó un corto trecho y aparcó el coche sobre el césped amarillento, con el morro apuntando hacia el océano.
—Esto no es parte de lo tratado —dijo Bethia con cierta alarma en su voz—. Tengo mucho trabajo que hacer esta tarde.
Bethia vestía una simple túnica verdosa, que le recordaba algo a Tavernor, a sus tres años de edad, excepto que estaba sobre un cuerpo maduro que combinaba la femineidad con un aspecto de soberbia belleza física. Sus cabellos eran como el roble pulido con destellos de castaño y oro, y sus ojos le observaban con un amigable menosprecio que Tavernor encontró desalentador. Se hallaba seguro en su consternación y en sus temores de no ser capaz de convencerla o que tal vez hubiese una traza de orgullo herido en su condición masculina.
—Te ruego que escuches lo que tengo que decirte —… pronto estarás en la Universidad, no nos llevará mucho rato.
—Bien, veamos de qué se trata.
—Bethia —dijo volviéndose hacia ella, intentando inculcarle la máxima concentración—. ¿Recuerdas a un hombre que se llamaba Mack Tavernor?
Ella apartó la vista inmediatamente.
—¿Por qué me has traído aquí?
—¿Le recuerdas?
—Sí.
—Bien, de eso es de lo que quería hablarte.
Tavernor se sentía totalmente desesperado ante la convicción de que ella le soltaría la carcajada en pleno rostro.
—Veras, yo… —se interrumpió al comprobar que los ojos fascinados de Bethia miraban fijamente a algo que había tras él, algo que sobresalía del mar, allí donde no había más que el cielo vacío. Casi sin querer, Tavernor volvió la cabeza.
Llenando el horizonte hasta el cenit, como la radiante luz metálica de una luna vista a pleno día… y lejos, pero tan inconcebiblemente enorme que atravesaba las diversas capas de nubes… estaba la forma de una espantosa y terrorífica nave de guerra de los pitsicanos.