MIENTRAS esperaba el desayuno, Hal sacó la hoja de noticias del día de la máquina fax. La hoja estaba tan húmeda que se le enroscó entre los dedos. Había presionado el botón de LLAMADA PARA REPARACIONES de la máquina antes de acordarse de que su enlace por radio, (que hubiera hecho venir a un técnico para repararla), no funcionaba y que se había llegado a una situación de casi volverse imposible cualquier servicio. Llevándose la hoja con cuidado, volvió a la cocina, la extendió sobre la mesa y se sentó a leerla.
La página estaba casi repleta de noticias del servicio de Inteligencia del Departamento de Guerra y de otros tópicos corrientes. A Hal le parecía qué las noticias iban poniéndose cada vez de peor cariz a lo largo de los dieciocho años de su vida; pero últimamente se había extendido un nuevo y fuerte pesimismo procedente del exterior. Cuando fue a El Centro a su clase de Biblia, pudo apreciar la angustiosa sensación de desesperanza que barría las calles, al igual que un viento huracanado y amenazante.
No era posible ocultar el hecho de que el conflicto que ya duraba sesenta y cinco años sé aproximaba a su final y que el género humano ya tenía señalado su punto de completa extinción. La máquina de propaganda de la Federación todavía funcionaba, pero de una forma negativa, por lo que nadie sabía cuantas colonias se habían perdido o abandonado del número de cien originalmente en poder de la Federación, si bien el número exacto tenía poca importancia. La gente corriente podía leer su destino en realidades que ya eran viejas en los tiempos de Homero; los alimentos eran menos variados y mucho más caros, los repuestos de la maquinaria escasos o imposibles de obtener y los agiotistas y especuladores adquirían por doquier grandes cantidades de géneros útiles para enriquecerse de la noche a la mañana. Y mientras decrecía la duración media de la vida, el índice de crecimiento demográfico había alcanzado un nivel impresionante.
A Hal le disgustaba leer noticias de la guerra. Le producía el sentimiento de una ciega urgencia, de enormes trabajos dejados sin hacer, el llegar a estados insoportables de la existencia. Así y todo, no cesaba continuamente de ojear las hojas de la fax y de escuchar y ver las emisiones de la radio y la televisión. Los nombres de extraños planetas producían en su mente una misteriosa nostalgia o un súbito recuerdo, agitándose confusos sentimientos como un torbellino. A veces, aquellas fragmentadas imágenes se conformaban para componer un aspecto completo de alejados paisajes y siempre aquellas sensaciones aumentaban y aumentaban hasta parecer que su cabeza estaba próxima a estallar. Sin embargo, lo que parecía exigirse de él permanecía en la sombra. Hal estaba siendo inducido y educado para ingresar en el ejército; pero fue rechazado por muchas razones, incluyendo su pobre visión ocular y su escasez de peso en relación con su cuerpo de un metro ochenta de estatura.
Durante un tiempo las clases de Biblia parecían haberle provisto de un agradable pasatiempo e incluso un fin determinado, especialmente cuando descubrió que bajo la exterior certidumbre de sus tutores, se escondía la duda y el temor. Hal sabía que su alma era inmortal, pero ninguna avanzada teología pudo afirmar su fe y eventualmente su calmosa indiferencia ante la muerte como un concepto abstracto, o como una dura prueba, en particular o en general hacía que todos los demás volvieran los ojos hacia él.
«Eres un lisiado emocional», —le dijo una vez un ministro de rosadas mejillas y por lo general flemático, dirigiéndole una mirada de disgusto—. «La razón de que no tengas miedo de morir es que nunca has estado vivo».
Reuniendo sus erráticos pensamientos, Hal se concentró en aquella hoja recién sacada. La principal historia que sobresalía era la de otra ciudad que había sido literalmente arrasada, la tercera en aquel año.
Con la contracción de las fronteras de la Federación, se había hecho practicable la intensificación de las pantallas de flujo de neutrones que hacían imposible el paso de cualquier dispositivo nuclear sin que se produjese una detonación espontánea.
Pero los pitsicanos, aparentemente, habían ido aprendiendo a burlar toda clase de defensas; una teoría era la de que las últimas bombas robot eran, en efecto, factorías de refinamiento de minerales diseminadas por el espacio que producían los materiales fisionables, al tiempo de llegar terca de su objetivo. Entonces, la Federación tenía que volver a la intercepción física de tales ingenios. Para este fin su flota era muy buena, aunque no lo bastante para evitar que las naves soltaran todo un hormiguero de proyectiles del más alto rendimiento.
El segundo relato de la hoja de aquel día consistía en que el general Malan había sido retirado de su puesto como jefe del Proyecto Talkback, que empleaba a medio millón de hombres, con un presupuesto anual que se contaba por miles de millones. Malan había sido el último de una larga sucesión de hombres que había forcejeado en una de las misiones más desesperadas de la guerra; la de intercambiar un simple pensamiento con los pitsicanos. Las transmisiones taquiónicas de aquellos seres extraños eran controladas hasta donde era posible, y su lenguaje hacía tiempo que había sido descifrado y analizado. A todo lo largo de las inmensas fronteras de la Federación, existían fantásticos transmisores que no cesaban de emitir mensajes en la lengua pitsicana muy adentro del territorio enemigo; pero jamás se había conseguido la menor respuesta de ningún género.
El interrogatorio de los prisioneros se hacía absolutamente imposible, porque obedeciendo a la misma ética feroz que les disponía a destrozar los prisioneros humanos y destruirlos, hasta el último niño, los pitsicanos jamás habían permitido que nadie les capturase vivos. Una gran parte del presupuesto del Proyecto Talkback se destinaba a desarrollar los medios precisos para hacer prisioneros vivos a los pitsicanos; pero ninguna técnica de las intentadas había tenido éxito. Se habían capturado algunos de aquellos endiablados seres extraños sin signos aparentes exteriores de daño físico, pero resultaron ser tan inútiles como los otros, creyéndose que su sistema nervioso, soberbiamente desarrollado, tenía la facultad sencillamente de que ellos mismos dejasen de vivir a voluntad. Era como si su mentalidad no pudiese acomodarse a la idea de la coexistencia del pitsicano y el hombre. Cuando los miembros de las dos culturas se encontraban, tenían que morir, unos u otros, en cuestión de segundos.
Hal estaba ensimismado con la lectura de la hoja y las noticias, cuando el incómodo vacío de su estómago le recordó que el desayuno se retrasaba demasiado. Se dirigió al refrigerador; pero allí no había nada disponible que no tuviese que ser cocinado. Deseando que la edad de los sirvientes no hubiera pasado nunca, o que Bethia estuviera en casa de vacaciones en la Universidad, anduvo errante por la cocina unos minutos. La idea de tener que prepararse cualquier cosa se le ocurrió una o dos veces, pero su profundo disgusto para cualquier trabajo le llevó a dejar la cuestión de lado inmediatamente.
Finalmente, llegó al pie de la escalera y llamó a su madre. No hubo respuesta. Frunció el ceño mientras consultaba su reloj. Era ya media mañana. Subió corriendo las escaleras con sus largas piernas que pasaban los escalones de cuatro en cuatro. Abriendo la puerta de la habitación a oscuras, se detuvo en el umbral y olfateó el aire con sospecha, mientras una increíble idea parecía tomar forma en su mente. Cuando sus ojos se hubieron adaptado al ambiente sombrío de la alcoba, descubrió los brazos de su madre, pálidos y desmadejados contra, el color más subido de las ropas de la cama. Hal se aproximó a ella y vio el tubo de plástico de sedantes tirado por el suelo. Lo recogió y por el peso se dio cuenta de que estaba vacío.
—¿Madre? —preguntó arrodillándose y encendiendo la luz—. ¿Lissa?
—Hal… —Su voz parecía provenir de la lejanía—. Déjame dormir, Hal.
—No puedo dejar que mueras.
Los ojos de Lissa se volvieron hacia él; pero estaban inertes, cerrados por el efecto de las drogas.
—¿Morir? Esto es algo… que tú puedes hacer por… La primera vez en tu… —Lissa pareció rendirse ante aquel esfuerzo y sus ojos se cerraron.
Hal se puso en pie.
—Voy a telefonear a papá, en la Base.
—Tu padre está… —El fantasma de una emoción se filtró a través de aquel rostro que había sido una vez tan bello, ahogado entonces en la gordura—. Tu padre no esta…
—Dime, Lissa.
Hal esperó, apretándose los nudillos contra sus piernas temblorosas; pero ella se habla escapado ya de él. La tocó en la frente. Estaba muy fría. Tomó el teléfono, lo puso aparte descolgado y abandonó la habitación. En su dormitorio había otra extensión del teléfono y marcó el número de la oficina de su padre, pero colgó antes de obtener respuesta. ¿Dejar morir a Lissa? ¿Era por su propia voluntad? Ya no habría más luchas sin fin entre ella y su padre, ni más mutua destrucción, como dos reptiles monstruosos enroscados juntos y mirándose fijamente el uno al otro con ojos de curiosidad y de incomprensión; ni más atardeceres de glotonería constante tras las ventanas en sombras, de amargas noches con su padre murmurando que a ella le hubiera complacido el que nunca se hubiera vuelto a otras mujeres…
Se sentó en su buró y comenzó a arreglar una serie de pequeñas tarjetas escritas con su fina caligrafía. Eran notas tomadas para el libro que había comenzado a escribir a principios de aquel año, tras haber abandonado el colegio.
El Milagro de la Inspiración, como había titulado ostentosamente el libro, jugaba un doble papel en su vida. Escribiéndolo, parecía ser la mejor aproximación y con todo la más dolorosa evasión a la misión a que se había entregado, y el venderlo podría ser el primer paso hacia su independencia financiera sin la cual no habría existido forma de escapar de su padre.
En el total silencio de la casa, unas diminutas corrientes de aire parecían silbarle en los oídos como las olas de una tormenta sobre la playa y las palabras escritas en las tarjetas eran como extraños símbolos, desprovistos de significado.
Respirando profundamente, se forzó a sí mismo a concentrarse, cerrando el paso de la imagen de su madre. Las tarjetas se deslizaron entre sus dedos.
William Blake (1757 − 1827), poeta inglés y artista. Una de las últimas expresiones finales de Blake, mientras agonizaba, fue la de que la poesía era un don procedente del infinito. Incluso en sus últimos momentos deseaba buscar papel y lápiz y, cuando su esposa le pidió que descansara, gritó. «Pero no es mía… no es mía».
John Keats (1795 − 1821), poeta lírico inglés. Dijo, describiendo a Apolo en su tercer libro de Hiperión, que aquello le había llegado por casualidad o por arte de magia (como si alguien me lo hubiera regalado). Admitió que la belleza de la expresión no la había reconocido sino después de que estuviese escrita. Causó profundo asombro, porque parecía que aquel trabajo fuese debido a otra persona.
Viktor Elkan (2142 − 2238), matemático marciano y escritor. Dijo de sus módulos de transformación famosos por la taquiónica. «La matemática no es mía». Tampoco pertenece a ningún otro hombre; pero no puedo darle crédito. Las cifras aparecieron tras de mis ojos y las puse por escrito presa de verdadero frenesí. Cuando acabé me encontraba débil y sudoroso, no por el esfuerzo de la creación, sino por mi temor de que los símbolos se me retirasen de la mente antes de haberlos puesto por escrito.
Para futura investigación. Robert Louis Stevenson (y los enanos duendes) afirmó que todo su trabajo creativo lo había hecho para él… Mozart. «No tengo en mi imaginación las partes sucesivamente; pero las oigo como si allí estuvieran todas al mismo tiempo». Kekule y la molécula del benceno. La concepción instantánea de la escultura de luz de Delgado.
Transcurrió una hora antes de que Hal dejase a un lado las tarjetas y pusiese papel en su impresora. La gran verdad que había planeado extraer de sus investigaciones parecía estar cerca de él más que nunca. Pudo darse cuenta de su proximidad, de su inminencia. Era como una brillante luminaria que surgiera en su espíritu. Sus dedos se movieron rápidamente sobre el teclado, mientras una enorme tensión preorgásmica le crecía dentro, jadeando más y más y aumentando de ritmo los latidos de su corazón. Observaba con fascinación como sus dedos se movían por el teclado.
—¡Melissa!
Aquel grito de su padre procedente del rellano de la escalera fue para él como una granada que hubiera explotado.
Hal ni siquiera le había oído entrar en la casa. Saltó de la silla, aturdido y lamentando que aquella luz interior se hubiera desvanecido casi al instante. La silla cayó tras él y un segundo más tarde se abría la puerta del dormitorio. Gervaise Farrell entró con su rostro moreno casi negro en algunas partes por la sombra de la barba que el más cuidadoso afeitado no hubiera podido disimular. Sus ojos se detuvieron un momento en Hal y después se alejó.
—¿Dónde está tu madre?
—En cama —repuso Hal con voz pétrea.
Intentó añadir algo más, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas y antes de que pudiera hablar, su padre había desaparecido, farfullando palabras obscenas entre dientes. Hal esperó sin moverse. La puerta se abrió de nuevo y esta vez su padre entró deteniéndose junto al buró. Hal se quedó sorprendido de que un torrente de lágrimas le cayera por las mejillas.
—Está muerta. Tu madre está muerta.
—Papá, yo…
Hal luchó por encontrar palabras adecuadas, pero su garganta rehusaba darles forma. Como siempre, cada vez que tenía un encuentro con su padre bajo una tensión cualquiera, una confusión de vértigo pareció deshacer su poder de pensar, y sintió como sus mejillas se enrojecían. Intentó dominar la situación; pero se empeoró y su cara estaba totalmente enrojecida, de color de escarlata, latiéndole dolorosamente las sienes.
—¿Qué es lo que…? —Su padre se le aproximó más aun—. Tú lo sabes.
—Papá, yo… yo quería,…
—¿Por qué no hiciste algo? ¿Por qué no me llamaste? ¡Haber hecho cualquier cosa! ¡Algo!
Su padre se encaminó rápidamente hacia la puerta y se giró un instante.
—Bastardo inútil —dijo con desprecio, como si le escupiera las palabras a la cara. Entonces se marchó cerrando la puerta.
—Ella quería morir… —le gritó Hal, sorprendido ante la discordante infantilidad de su propia voz; pero incapaz de controlarla, como si las palabras se le escaparan—. Ella quería marcharse y alejarse de ti…
Se produjo un largo silencio y Hal empezó a pensar que su padre se había marchado escaleras abajo. Entonces se dio cuenta que la puerta se abría de nuevo lentamente, pulgada a pulgada. Se echó hacia atrás instintivamente.
—Tú lo sabías —las palabras de su padre sonaron entonces como un látigo de acero que le golpeara en el rostro. Antes de que ella muriera.
Su padre se dirigió hacia él con las piernas rígidas y las manos agarrotadas como las garras de una fiera dispuesta a matar. Hal miró a su alrededor buscando una vía de escape; pero se encontró arrinconado en una esquina. Saltó hacia atrás, y entonces, rugiendo de desesperación, se lanzó contra la figura que avanzaba, con los brazos girando como aspas. Su padre recibió los puñetazos sin siquiera parpadear.
Una de las manos de Farrell sujetó las solapas de la chaqueta de su hijo y con la otra comenzó a golpearle con salvaje brutalidad una y otra vez, con golpes medidos, calculados, como en un rito de muerte, como si buscara con ellos purificarse a sí mismo.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que Hal pudiera quedar sumergido en la inconsciencia.