Capítulo 2

QUIZÁS la presencia de su profesora le hubiera salvado. Hal Farrell no estaba seguro; pero lo esperó con toda la vehemencia de que era capaz un niño de seis años de edad.

Al tener que bajar a la sala de estar, tenía que pasar por la puerta abierta de su propio dormitorio. Vaciló momentos antes de llegar, pareciéndole que la garganta se le secaba ante la presencia de la oblonga estancia. Los nuevos versos, que adquirió aquel día a Billy Seuphor por un cuarto de estelar, asaltaron su mente. A despecho de las garantías, Billy se lo había cedido negociando el precio, y las palabras que contenía el librito de versos parecían haber perdido su cualidad mágica. Pero eran aquellos versos todo lo que tenía y los consideraba como algo reverente.

Uno, dos, tres, No puedes tocarme,

En el nombre de Jay Cres,

¡No puedes tocarme!

Al pronunciar la última palabra, dio un salto como un gamo y pasó por la puerta de su alcoba escaleras abajo con sus pies desnudos que apenas tocaban el suelo de los escalones. Se detuvo en la entrada de la oblonga sala de estar, para tranquilizar su agitada respiración, y oyó la clara voz de la señorita Palgrave.

—Sé que Hal es un chico altamente impresionable, coronel Farrell estaba ella diciendo, pero en eso radica toda la cuestión. Estoy segura de que formar parte del grupo dramático juvenil le ayudaría a relajarse. Después de todo, el actuar en el teatro ha sido siempre una excelente terapia para…

—¡Terapia! —le interrumpió Farrell, con una carcajada indignada—. Mi hijo no es un niño con problemas.

No estoy afirmando que lo sea, coronel. Se trata de que tiene una extraordinaria aptitud para el lenguaje y eso sería una buena vía de escape para él. Usted sabe que las notas que obtiene en la comprensión verbal y en la lectura son algo que está más allá de…

—Hal puede hablar y leer todo cuanto quiera aquí en casa, señorita Palgrave.

—Pero sería bueno que el niño saliese un poco más —intervino entonces la madre de Hal, mientras le latía el corazón excitadamente.

—Apreciamos mucho su interés, señorita Palgrave —continuó su padre con firmeza—, pero creemos que entendemos los especiales problemas de nuestro hijo mejor que, con el debido respeto, alguien que le ve sólo una hora diaria.

Dándose cuenta del tono tajante de la voz de su padre, Hal comprendió que tenía que entrar inmediatamente si quería decir buenas noches, mientras que la señorita Palgrave estuviese presente. Abrió la puerta. Las tres personas adultas se hallaban sentadas alrededor de la mesa circular del café. La señorita Palgrave volvió hacia él sus ojos castaños, sonriendo, y con un aspecto extrañamente diferente a cuando se hallaba en clase.

—Yo… quiero irme ahora a la cama —dijo, permaneciendo en el umbral.

—Es todavía temprano —dijo su padre, mientras levantaba los ojos de su taza de café y su madre, con gesto helado, se estiraba para alcanzar otro trozo de pastel, con una mirada triste en su pálido rostro. ¿Estás cansado?

—¡Sí! Bien… buenas noches.

—Un momento, amiguito —le dijo su padre riendo, sobresaliendo la blancura de parte de sus ojos en el oscuro semblante—. ¿Dónde te dejas el beso de las buenas noches?

Hal se dio cuenta de que su plan había fallado. Se dirigió primero a su madre. Ella le retuvo durante un momento contra su terso y abultado pecho, sintiendo el firme movimiento de sus mandíbulas que nunca parecían tener descanso, de día y de noche. Los labios de Lissa estaban espesos y dulzones cuando le besó. Se volvió a su padre, quien ostentosamente le sostuvo en el aire rozándole con el áspero mentón la mejilla, mientras le susurraba al oído las temidas palabras.

—Están arriba esperándote… yo les vi.

El chico miró de reojo a su madre, silenciosamente, esperando que ella lo hubiera oído; pero ella estaba eligiendo otro trozo de pastel con muda concentración. Hacia tiempo ya, recordó Hal, que ella parecía creerle cuando le dijo lo que su padre decía; y se habían producido terribles disputas; pero entonces la mente de su madre se hallaba como perdida en cualquier parte y había cesado de intentarlo.

—Buenas noches, Hal —le dijo la señorita Palgrave. El muchacho deseó de todo corazón que se lo hubiera llevado con ella—. Te veré temprano y listo como siempre en la mañana del lunes.

—Buenas noches.

Hal abandonó la estancia lentamente y subió escaleras arriba hacia su dormitorio. Estaba a oscuras, excepto por el leve resplandor reflejado de la luz del rellano de la escalera. Cantó entre dientes una vez su nueva canción, corrió hacia la cama y se envolvió entre las sábanas. El dormitorio daba la sensación de ser algo agradable en aquel resplandor de color naranja; pero agudizó el oído y a los pocos segundos oyó una voz bien conocida procedente de la planta baja, la de su padre abriendo la puerta de la sala de estar, cruzando el salón para apagar las luces. La luz del rellano se apagó con un chasquido y la habitación pareció quedar inmersa en la más completa oscuridad. Hal no hizo el menor ruido, ni intentó encender la luz de su dormitorio. Ya estaba bien familiarizado con el castigo que se le imponía a los chicos que tenían miedo de la oscuridad.

Se tapó la cabeza con las sábanas, y en el acto comenzó a escuchar el leve silbido burbujeante que, como se le había dicho, era de los que ya estaban de pie a su alrededor, las mujeres y hombres sin cabeza que salían de las paredes. Hal sabía que eran de verdad. De pie a todo su alrededor, sus ropas estaban empapadas de sangre que brotaba de unos tubos que tenían en el cuello. La primera vez que les vio salir fuera de las paredes creyó que había sido una pesadilla, y se lo dijo a su padre, buscando seguridad. La cara de su padre se había puesto seria y sombría, acusadora.

«Los niños que han nacido en el pecado», —le había dicho—, «están rodeados por gentes sin cabeza todas las noches, como un castigo por el mal».

Siempre, desde entonces, Hal había podido oírles, incluso estando completamente despierto, teniendo el convencimiento de que él era ciertamente un niño malo y perverso. Una tarde, en que comunicaron malas noticias de la guerra, cuando la primera bomba robot se había deslizado a través de las pantallas de seguridad de la Federación e hizo estallar un planeta, su padre había bebido mucho, murmurando entrecortados sollozos en su espantosa borrachera, y supo que los hombres y mujeres sin cabeza eran solamente una pesadilla. Pero para entonces, Hal ya sabía muchas cosas de una forma diferente…

Acurrucado como una solitaria pelota bajo las sábanas, sintió la presencia de aquellas fantasmales figuras rodearle la cama una vez más y de nuevo sobrevivió llamando a su protector.

Mack tenía una peculiar y equívoca posición en el designio de la existencia de Hal. Era tan real como las gentes sin cabeza, y con todo irreal, puesto que podía ser llamado o borrado a voluntad; era una persona separada, pero a veces, él y Hal eran la misma persona. Mack tenía el cabello negro; solemne, inmensamente poderoso, con unos brazos tan fuertes casi como todo el cuerpo de Hal y no tenía miedo de nada en todo el universo, ni incluso de los pitsicanos, ni tampoco de los visitantes nocturnos.

Las gentes sin cabeza podían llegar y entrar en la habitación, pero nunca intentaban hacer nada más, porque. Hal/Mack portaba un extraño y terrible rifle que jamás faltaba la puntería, incluso cuando lo disparaba con una mano, tirando de Hal de la otra para ponerlo a buen recaudo.

Consiguiendo llegar tan cerca de la satisfacción como siempre le fue posible hacerlo, Hal fue cayendo en un sueño sin descanso.

Fue despertado por el toque frío de unos dedos que le rodeaban el pecho, levantándole del cálido ambiente de la cama.

—He cambiado de opinión —gritó Hal, revolviéndose—. No quiero ninguno.

—¿Ningún qué?

—Helado…

Hal se calló al reconocer a su madre. Sintiendo vagamente que había escapado por poco a un espantoso peligro, le permitió a ella que le colocara sus calzoncillos especiales y el resto de las ropas, mientras bostezaba, parpadeando, tratando de emerger como una crisálida a la luz de un nuevo día.

—Yo me arreglaré los zapatos, tú me los dejas demasiado flojos…

—Está bien, hijo, pero date prisa.

Sintiendo una especial emoción en la voz de su madre, la miró más de cerca.

Su cara regordeta estaba más pálida que nunca y sus ojos enrojecidos. Miró el reloj y vio que apenas eran algo más de las seis.

—¿Lissa?

—Sí, hijo…

—¿Qué es lo que pasa?

—Nada. Yo… tu tía Bethia viene hacia aquí para estar con nosotros. ¿No te parece estupendo?

—Supongo que sí —repuso Hal incierto.

Bethia era cuatro años mayor que él y se resentía de que tuviera un título de tía respecto a él. La había visto una vez por año, al menos, y no estaba particularmente ansioso de verla de nuevo.

—¿Viene también el abuelo Grenoble?

—No. —La palabra surgió de su madre como un sollozo y súbitamente se dio cuenta de que había algo taro en aquello.

—¿Es que ha muerto?

—Sí.

Hal pensó en la distante e incomprensible figura de su abuelo.

—¿Quién le mató?

—¡Hal! —exclamó su madre sacudiéndole por un brazo—. La gente se muere sin que nadie la mate.

—¿De veras?

Hal consideró aquella idea brevemente y después la dejó a un lado, como otra de las mentiras sobre las cuales parecía estar basada la totalidad de la estructura de la sociedad de los adultos. La vida, para Hal, no tenía fin, a menos que lo impidiera alguna fuerza. Alguna oscura fuerza. Dejó que le llevaran escaleras abajo, y que le dieran leche caliente y un plato de proteínas. No había la menor señal de su padre. Pocos minutos más tarde, un coche cerrado del ejército, conducido por un soldado con ojos cargados de sueño, llegó a la casa. Hal tomó asiento en la parte trasera con su madre y ambos fueron conducidos, sin tener que dar ninguna indicación; hecho que consideró Hal como si se tratase de una máquina en movimiento, la maquinaria absurda y sin sentido del mundo de los mayores. Se arrebujó junto a su madre y observó como los fragmentos del cinturón lunar iban desvaneciéndose por la llegada de la aurora al cielo, mientras que el vehículo continuaba su camino por el norte hacia El Centro, entre el mar y la tierra firme.

Repentinamente, Mack estuvo con él…, o él era Mack (Hal nunca estaba seguro de cuál era de los dos) y se encontró sorprendido porque no advirtió peligro en nada. Después recordó que Mack había estado apareciendo más frecuentemente en los últimos tiempos y cada vez que lo hacía, se advertía una satisfacción de urgencia como la que produce un enorme trabajo que queda por realizar. Era de Mack de quien había aprendido a llamar a su madre Lissa —así era como pensaba en ella cuando estaba como Hal/Mack— pero utilizaba aquel nombre con la menor frecuencia posible, ya que a ella parecía trastornarle.

Aquella vez la presencia de Mack fue más fuerte que nunca, y Hal hizo lo que el Doctor Schroter le había sugerido durante una sesión en la clínica. Intentó aproximarse más a Mack, hundirse completamente en el interior de su mente, hasta conseguir que los pensamientos de Mack fueran los suyos propios. La primera cosa que descubrió fue que Mack veía a la madre de Hal en una forma diferente. Ella estaba mucho más delgada que en la vida real y sus ojos estaban llenos de vida y ella podía reír. Había también una sensación de amor más voluptuosa de lo que Hal pudiera considerar a fondo.

Fascinado, se sumergió a si mismo mucho más allá. Comenzó a sentir la fuerza controlada de Mack, corriendo por sus venas. Los horizontes mentales avanzaban y se retiraban, formando parte de la panoplia de misterios y maravillas que constituía el universo. Hal/Mack respiraban con firmeza y con excitación, buscando algo más y más lejos. Vieron naves del espacio volando sobre alas negras, hombres enzarzados en combate y enseguida llegó la sensación de dolor y Hal se retiró acobardado…

La sensación familiar de la orina cálida bañándole los órganos genitales le hizo volver a la realidad. Luchó contra el flujo por un momento y después se rindió, estremeciéndose conforme la tensión parecía abandonar su cuerpo.

—¡Oh, Hal! —exclamó su madre con voz ansiosa—. ¿Estás asustado otra vez?

—Déjame solo… me encuentro bien.

Hal sabía que ella descubriría la mentira tan solo con examinar los paños absorbentes de su ropa interior; pero cualquier cosa era preferible a otra discusión sin esperanza. La solución de su madre para cualquier problema era un trozo de pastel. Hal hizo un gesto al ver que su madre rebuscaba en los bolsillos de su abrigo.

—Aquí tienes, hijo. ¿Quieres chocolate? No tuviste tiempo para tomar un buen desayuno.

—Gracias.

Tomó el obsequio mecánicamente.

—Tu abuelo estaba enfermo y era viejo, Hal. No quiero que te asustes por…

—No estoy asustado —repuso Hal con vehemencia—. No podría importarme menos. ¡Bah!

—¡Hal! ¡No hables así!

—Pero es la verdad. Si estaba tan enfermo y tan viejo, es mejor…

—¡Así aprenderás!… Hal se encogió de hombros conforme le quitaron la chocolatina de sus dedos, sin oponer resistencia, y un momento después oyó cómo su madre la sacaba de su envoltorio de papel crujiente. Hal se acomodó a su gusto en la tapicería del vehículo y cerró los ojos.

El conductor les llevó sin vacilación a la parte trasera del gran edificio hexagonal y aparcó el vehículo a la entrada de la suite privada. Había muchas luces encendidas todavía y la casa parecía hervir de actividad, a despecho de lo temprano de la hora. Hal salió del coche y se quedó temblando ante la fría brisa de la madrugada, mientras que su madre hablaba en voz baja al chófer como si tuviera que hacer algún oscuro arreglo. A Hal le disgustaba inmensamente la Residencia del Administrador, y normalmente utilizaba cualquier excusa para evitar ir allí.

—Señora Farrell —dijo uno de los hombres que trabajaron para su abuelo, al aparecer en la puerta—. Antes que nada permítame darle mi más sentido pésame y ofrecerle mi condolencia y la de todo el personal.

—Gracias. Mi esposo dijo que fue…

—Sí, señora, de repente. Le ocurrió durante el sueño y no tuvo dolor alguno. He enviado un taquigrama al Presidente Gough y estamos esperando…

Hal se apartó mentalmente de la conversación. Siguió a las personas mayores al interior de la casa, tomó asiento en un gran sillón, e inspeccionó, con diversos grados de curiosidad, a aquella serie de hombres desconocidos, mientras que su madre se alejó acompañada de otros. Nadie le preguntó por el abrigo y dedujo que su visita a la gran casa sería de corta duración. Su madre volvió a poco, se arrodilló junto al sillón y le miró con ojos cansados.

—Tu padre ha encontrado a alguien que estará contigo y con Bethia en casa, por lo que ahora van a llevaros de vuelta.

Hal hizo un gesto afirmativo y se levantó del sillón. Se dirigió hacia la puerta por donde había entrado; pero su madre le llevó en la dirección opuesta, hacia la entrada principal. Por lo que Hal se esforzó en recordar, nunca había pasado por el vestíbulo de la entrada principal y se quedó asombrado de cuán familiar le resultaba. Familiar y temible. Una premonición le hizo un nudo en el estómago al mirar alrededor de la columnata de mármol.

Se abrió una puerta trasera en el vestíbulo y su tía Bethia apareció llevando una pequeña maleta en la mano. A Hal le pareció demasiado alta y compuesta para sus diez años de edad. Sus cabellos estaban fuertemente recogidos hacia atrás, brillantes y lisos como una superficie helada. Se acercó a él y los ojos le brillaron con una devoradora luminosidad. Hal decidió que no le gustaba que ella se quedara con él.

—¡Hola, Bethia!

Hal escuchó su propia voz saliendo de su boca con verdadero asombro. Era Mack quien estaba hablando. Se retiró de la presencia de Bethia soltándose de la mano de su madre. A su lado, se abrió una puerta y en ella apareció la alta figura de su padre que parecía rellenar todo el marco. No había nada visible en la pequeña habitación, detrás de su padre, excepto una pequeña mesa con quemaduras de cigarrillos por los bordes. Hal sintió de nuevo como se abría su vejiga. Se dio prisa para salir a la calle y vio el coche amarillo de su padre, en forma de pétalo, al final de la escalera. Corrió hacia él, abrió la portezuela, se metió dentro, cerró con fuerza y se hundió en el asiento trasero. Unas imágenes fragmentadas giraron en su mente al escuchar la voz de su padre pidiendo disculpas a aquel grupo de hombres desconocidos. Un minuto más tarde, su padre abrió la portezuela, dejó que entrara Bethia y ocupó el asiento delantero.

—¡Vaya, te has lucido! —exclamó su padre malhumorado, mientras arrancaba el motor. Los ojos le brillaban por el espejo retrovisor—. ¡Vaya pantomima! ¿Qué es lo que tienes ahora, gusanito?

Hal permaneció silencioso, mientras que su vejiga vaciada se contraía dolorosamente. Miró de reojo a Bethia, esperando de ella la completa humillación; pero su rostro tenía un aspecto compasivo.

—¿No quieres hablar, eh? —Los labios de su padre apenas si se movían al pronunciar las palabras—. Veremos como te sientes tras todo un día en la cama.

Hal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como una burla desafiante a su padre; pero su corazón tembló ante la idea de todo un día y una noche más encerrado en el dormitorio a oscuras, rodeado de aquellas figuras pacientes vestidas con ropas ensangrentadas. Se cubrió la cara con las manos. Un sollozo entrecortado le surgió de la garganta, al tiempo que sentía la mano de su tía deslizarse entre los botones de su abrigo. Se volvió a estremecer conforme los delicados dedos de Bethia se abrieron paso bajo la camisa hasta alcanzar la piel del estómago y descendían sin vacilación hasta el paño empapado de orina de sus calzoncillos. Hubo un momento de suave presión y los dedos se retiraron, dejando tras de sí una impresión de fuerza y de cálida seguridad. Hal se revolvió en el asiento, mirando fijamente sin palabras a aquel perfil perfecto y soñador.

Para cuando el coche llegó a la casa, se había dormido.