Capítulo 2

EN UNA forma en que ni el propio Tavernor puede definir exactamente, la visita de la muerte refuerza el eslabón que le ligaba síquicamente con Lissa.

Elementos incambiados de su carácter responden al empeño de los egones, parecen recrear para él las emociones del juego en la sombra. Hay un intenso dolor en el contacto sin formas haciéndole recordar que la humanidad, también, se encaraba con el equivalente de lo realizado por las alas negras, el guerrero pitsicano. La principal diferencia es que la psicología pitsicana, su cultura, y los deseos y motivos yacentes tras su anhelo de destruir la humanidad, no son comprendidos, en tanto que los egones conocen la naturaleza de su hostigamiento demasiado bien.

El reactor Busardo interestelar, llamado así después del siglo XX por los físicos que lo concibieron, utiliza en el contexto espacial los principios del avión a reacción; para ello depende de la presencia de un entorno como medio. Dos intensos campos magnéticos se extienden a cientos de millas en el espacio y a partir del propio navío espacial, para absorber la materia ionizada para ser utilizada como un fluido operante y para proveer de masa de reacción, y como una fuente de energía para el reactor termonuclear de la nave. Las bombas de conducción del fluido que creaban los campos magnéticos fueron diseñadas en tal forma para desviar las partículas cargadas y alejarlas de las partes habitadas y otras zonas sensibles del ingenio volador del espacio.

En el diseño original del Busardo, se consideró un equipo extra para ionizar el medio por delante de la nave; pero el desarrollo de las técnicas láser había previsto otra respuesta. Mediante el expediente de verter energía a la frecuencia de los rayos gamma en soles adecuados, era posible hacer de ellos una nova, con lo cual se obtenían millares de años luz cúbicos de espacio con materia energizada. Las rutas comerciales de la Federación estaban, pues, sembradas con la catástrofe cósmica de estrellas deshechas, habiendo alterado la mismísima naturaleza de la galaxia para satisfacer los dictados del comercio del Hombre. Pero en aquellas regiones artificiales, activadas de forma innatural, las naves podían eficientemente ser propulsadas a la velocidad aproximada de 0.6C, en la cual la modalidad taquiónica se hacía viable; y de tal forma, nadie, (excepto un puñado de filósofos y poetas), jamás protestó ante la magnífica conquista humana al super-imponer su propio dictado en el universo.

Los campos magnéticos en forma de alas dieron al espacio su nombre popular: naves-mariposa.

«Un bonito y caprichoso nombre», —piensa Tavernor—, «por la más grande tragedia que jamás hubiera caído sobre la raza humana».

A medida que su contacto con los bordes de la masa-egón se hacia más firme y multifacético, encontró la cruda comprensión de tal tragedia creciendo dentro de sí mismo, en forma de conceptos puros, no en términos de ideas o pensamientos.

Arrastrado por extrañas perspectivas de belleza y nuevas dimensiones de color, examinó esos conceptos. Una llave da la vuelta en su mente, se abre una puerta, y una súbita luz procedente de un ángulo desconocido se derrama sobre su vida pasada, sobre la totalidad del paso por el mundo de la historia humana…

Desde el tiempo en que la vida inteligente comenzó a moverse sobre la superficie de la Tierra por primera vez, se había formado una masa-egón a su alrededor, centrada no tanto sobre el planeta en sí mismo, sino en su biosfera que rebullía con la hirviente y variopinta cantidad de formas de vida y, con todo, relacionada entre sí. La masa-egón contenía todas las mentes que siempre hubieron existido en la Tierra. Los genios, los locos, los estúpidos, los monos chillones, el perro soñador, los asesinos, los santos, el salvaje, el físico… todos estaban allí. Trémulos y bellos egones de criaturas apenas nacidas e incluso en el vientre de sus madres murieron en la misma proporción que los Cesares, dando tanto como habían recibido, haciendo su especial contribución a la masa-egón para lograr la plenitud, la mente a escala planetaria de la Tierra que tuvo que asimilar todos y cada uno de los fragmentos de la vida deseable.

Aquel vasto depósito de consciencia no pudo ser registrado directamente por el sistema neural del hombre, relativamente grosero e inacabado, ni tampoco pudo la tenue y delicada energía de las nubes de egones comunicarse con los seres vivientes. Pero así y todo hubo un contacto a nivel subconsciente. El viejísimo fenómeno de la inspiración es un ejemplo. Artistas, escritores, ingenieros, científicos han recibido, como una ciencia infusa, en todo su ser el deseo de resolver sus propios problemas y a veces —si tienen suerte— el cerebro se estremece, busca, hace contacto con la masa-egón y extrae de ella cuanto necesita saber. El pensamiento humano es una crónica de tal préstamo tomado de la experiencia y la sabiduría almacenada de la raza. Muchos hombres visitados por la inspiración intuyen la existencia de un gran poder exterior que se presenta a ellos, con frecuencia estando dormidos, con una completa solución de un problema. Las personas inspiradas insisten en el carácter ofrecido del mensaje. Músicos y poetas repiten la forma en que las composiciones les llegan, completas y con todo detalle, instantáneamente, sin ningún esfuerzo por su parte; el esfuerzo real de la creación consiste en captar tanto como les sea posible y pasarlo al papel antes de que la visión se difumine.

Y así fue como, sostenido en la intangible matriz de su genio racial, el Hombre fue capaz de reclamar las estrellas como suyas…, hasta que llegó el desarrollo de la nave-mariposa… Las revoloteantes alas magnéticas, llegando y alcanzando distancias de cientos de millas en el espacio, cortaron grandes parcelas de la masa-egón, destruyendo egones por millones, aniquilando la mente telúrica del Hombre, su genio y su herencia de inmortalidad, todo… absolutamente todo…

Tavernor comprendió de repente por qué la guerra del género humano contra los pitsicanos iba tan mal. Por primera vez en la historia, los hombres habían sido forzados a quedar desnudos contra un poderoso adversario, desprovistos de su genio para igualar el reto. La silueta de una verdad aún mayor se cernió por un instante en el horizonte de la mente de Tavernor; pero la corriente de su pensamiento le llevó hacia la leyenda de Mnemosyne, el mundo de los poetas, el último reducto del alma humana… ¡El único planeta de la Federación en donde las naves-mariposa no podían operar!

La herida masa-egón de la Tierra y las de otros mundos de la Federación en igual caso, habían emigrado a Mnemosyne, donde había un pequeño número de hombres que pueden pensar y crear, obtener la inspiración de los cielos, más o menos como estaban acostumbrados a realizarlo. Las llamas de la mente de Tavernor, como renovados recuerdos se funden con el conocimiento recién adquirido.

¡El MACRON! El computador del tamaño de una luna utilizado en la conducción de la guerra había sido la causa de que el COMSAC, con su Cuartel General, fuese trasladado a Mnemosyne. ¿Estaría, con la totalidad de los datos registrados a su disposición, comenzando a lograr una sombría e incruenta comprensión? ¿Acaso se hallaría su pseudoconsciencia estremeciéndose en su cerebro de metal y cerámica, en la capacidad de deducir la verdad yaciente en cada manifestación de la vida? Tal vez; sobre una base empírica. Había hecho que Tavernor fuese apartado del frente de la guerra para colocarlo en el diseño de nuevas armas, seguramente sabedor de la capacidad inventiva, fuera de lo usual de Mnemosyne. Pero ¿estaría en condiciones de relacionar tal razón de fuerza inventiva con la característica astronómica de su barrera de aislamiento de las naves-mariposa?

¿Dispondría de la motivación o la autoridad para emitir la sola orden que pudiese rescatar al género humano de su total extinción?

Tavernor siente una gran angustia en su ser al comprobar que el tiempo de la humanidad el tiempo de Lissa y Bethia, corre y pasa y que el Hombre tiene que desechar y enviar al infierno su soberbios y mortales navíos y luchar con otras armas, hasta que el genio retorne a él, creado nuevamente. Si no es demasiado tarde, le repite, martilleándole, tal pensamiento.

Bruscamente, se encuentra separado de los egones circundantes. Se ha retirado de todo contacto. Tavernor los mira a través de los especiales colores producidos por suaves Rayos X mezclados con las radiaciones sincrotonas de una rociada de protones en espiral a lo largo de un campo magnético próximo a la velocidad de la luz. Su pensamiento franquea el espacio que existe hasta el más próximo egón, Kystra-Gurl, muerto hacía 4800 años, miembro de una civilización brevemente floreciente del Norte de Africa y cuya existencia nunca se había sospechado por los arqueólogos; forjador de espadas y fallecido a mediana edad a causa de una apendicitis.

«¿Qué tengo que hacer?».

«¿Hacer?» —responde Kystra-Gurl, proyectando una gélida simpatía—. «Siento tu dolor, Mack Tavernor, pero no puedo ayudarte. El eslabón se disolverá con el tiempo».

«Pero es que no hay tiempo. A mí no me importa mi yo…».

«Tu dolor procede del eslabón. Cuando te encuentres libre de él, cesarás de verlo a través del oscuro cristal de los ojos físicos. Comprobarás que sería mejor para toda la humanidad el morir ahora, antes de que los navíos alados destruyan más la mente del mundo».

«Yo no puedo pensar en ello, en esa forma» —protestó.

«Es el eslabón, el vínculo. Recuerda que tú estás vivo ahora sólo porque tu egón tuvo la suficiente fortuna de escapar a la destrucción. Cada vez que uno de esos navíos pasa a nuestro través, los que no pueden ser acomodados dentro del cinturón lunar mueren con la verdadera muerte. Las personas aún vivas en Mnemosyne están también condenadas a la verdadera muerte, porque una vez que el egón de un ser desarrollado es destruido, ya es demasiado tarde para que otro se agregue a su ser. Nos es preciso desarrollarnos paso a paso con nuestros anfitriones».

«Lo sé. Sé que es un error, poner la proto-vida antes que la verdadera vida; pero… ¿qué es este eslabón? ¿Les ha ocurrido a los otros?».

Los pensamientos de Kystra-Gurl tienen un leve matiz de torcido humor.

«Les ha ocurrido a otros antes que a ti; pero el fenómeno es muy raro, desde que la ciencia venció al romanticismo»…

«Yo no podía… ¿Por qué te apartas?» —suplica Tavernor.

Entonces ve que el espacio entre él y el circundante cinturón de egones aumenta hasta que se halla en el centro de una luminosa y sensible esfera.

«Algo está ocurriendo» —expresa Kystra-Gurl con un débil pensamiento—. «Creo que estás siendo emplazado, Mack Tavernor. La masa-madre te está llamando».

«¡No!».

Tavernor reacciona con un súbito temor conforme la esfera hueca que le rodea se hace un espacio ovoide, después cónico y después se abre en un túnel que se curva hacia abajo, atravesando el cinturón lunar de Mnemosyne y hacia adentro, profundamente en el corazón de la mente del mundo. Lucha para retirarse; pero una irresistible fuerza le empuja dentro del túnel a mayor y mayor velocidad, mientras que mil millones de identidades, como en un torrente tumultuoso pasan a su lado como imágenes de cuerpos, rostros, imágenes mentales de hombres, mujeres, pájaros, niños, animales de toda descripción posible, mezclándose entre sí, corriendo juntos, ganando velocidad, surgiendo en una personalidad asociada parecida a la de la Tierra, como alguien de una inconcebible super-comunidad que habita en la eternidad.

«No estoy dispuesto» —solloza Tavernor. Se detiene.

Una cegadora y radiante luz fluye a su alrededor, suprimiendo la conciencia de todas las cosas, excepto de la perfecta esfera situada en el centro de la mente del mundo. Al ajustar sus sentidos, percibe que el resplandor de la luz solar no es un simple egón, sino muchos quizá miles absolutamente congruentes, formando una impresionante mente de conjunto. Conforme la presión que se ejerce sobre él sobrepasa su poder de pensamiento, reconoce algunos seres componentes de la entidad. Leonardo de Vinci, Cristo, Aristóteles…

La consciencia sobrecargada de Tavernor se contrae.

Los pensamientos del super-egón son como cristales prismáticos, afilados como diamantes.

«¿Este hombre está ligado al primer instrumento?».

«Lo está».

«¿Está su eslabón en condiciones de sostener una comunicación en ambos sentidos?».

«¡No! Es como habíamos predicho».

«¿Está preparado para volver?».

«Lo está».

«¿Se han satisfecho las exigencias físicas?».

«».

«¿Es compatible con el Tipo II de la estructura genética?».

«Es compatible».

«Proceded pues. William Ludlam comunicará por nosotros».

Tavernor siente que los lazos aplastantes del intelecto se relajan ligeramente.

Un simple egón avanza hacia él, toma contacto y absorbe su identidad. Es, William Ludlam, que muerto hacía poco más de 400 años, nacido en Londres en 1888 en la más amarga pobreza, vendido a un deshollinador a la edad de seis años y muerto tres años más tarde por ahogo y asfixia en el hogar de un banquero de Kensington.

En Tavernor surge una piedad inmensa; pero pronto la controla y la comprueba. Está tocando el intelecto de un ser sereno y dotado de un poder ilimitado, que de haber nacido en otras circunstancias habría dominado y trasformado la historia del siglo XX; y se da cuenta como un egón alcanza niveles insospechados a través de mentes corrientes.

«Mack Tavernor» —dice el pensamiento de Ludlam—, «¿te has dado cuenta de por qué no has sido absorbido por la masa madre?».

«Yo»…

«No te alarmes. Compartimos tu preocupación continua por la suerte de la humanidad».

Sorprendido ante la aparente contradicción de todo lo que había aprendido de los otros egones, Tavernor intenta explorar más lejos en la mente de Ludlam; sin embargo, se encuentra con una barrera que le resulta imposible franquear.

«Tengo que decirte» —continúa Ludlam— «que en ciertas circunstancias especiales que prevalezcan, es porque, un egón desarrollado pueda retornar al plano del estado físico».

«Pero ¿cómo?».

«Si te ofrecemos volver a la existencia física en Mnemosyne, de forma tal que tú intentes corregir el fatal error imbuido por el Hombre en el uso de las naves-mariposa… ¿estarás de acuerdo en ir?».

«Tú sabes que iré»…

El pensamiento de rendir su existencia como un egón repugna a Tavernor; pero ve el rostro de una mujer, extrañamente oscurecido, y de nuevo siente un agudo dolor.

«Tengo que ir».

«¿Sin que te importe lo que pueda suceder? Ya mencioné antes que se te aplicarán ciertas condiciones a tal transferencia».

«Iré bajo cualquier condición».

Inesperadamente, los pensamientos de Ludlam rezuman simpatía.

«Está bien. Las condiciones básicas baja las cuales puede tener lugar una transferencia son éstas, un egón desarrollado puede volver a visitar el plano físico cuando la estructura genética del segundo anfitrión receptor concuerda y se ajusta con el primero. En otras palabras, los requerimientos se dan sólo en el caso de que el anfitrión secundario sea un descendiente directo del primero».

La más profunda decepción inunda los pensamientos de Tavernor.

«Entonces… es imposible. No tengo»… —El pensamiento acaba bruscamente conforme una premonición llega a su mente—. «¿Quieres decir que Lissa…?».

«Si, un hijo» —confirma Ludlam—. «El embrión tiene ya dos meses».

«No lo sabía; no tenía ni idea».

«Ella es la única que lo sabe. La extrema presión social de su posición, el respeto hacia la carrera de su padre y el bienestar mental, le han obligado a ocultar su estado».

«¡Farrell!» —la comprobación de la realidad golpea a Tavernor con la misma violencia que si se hubiera tratado físicamente de una bofetada—. «Por eso se casó con Farrell».

«Estás en lo cierto. Y ahora, ¿cambia en algo tu decisión?».

«Yo»… —Tavernor comprende que un pensamiento coherente resulta casi imposible—. «Le negaría la vida a mi propio hijo».

«Sólo la proto-vida. Su egón será reclamado. Le garantizamos un lugar muy cerca del centro de la masa-madre».

Tavernor vacila en el final de la balanza de la eternidad pero de nuevo ve el rostro de la mujer, extrañamente velado.

«Acepto».

El vasto intelecto de la masa-egón le rodea y su identidad queda enfocada en el soñoliento cerebro que como un trocito de barro viviente hay en el feto que alimentan las entrañas de Melissa Grenoble.