DOLOR. SUBIENDO rápidamente a un clímax… y de súbito desvaneciéndose. Dislocación. Transición. El despertar. Las estrellas podían ser paladeadas. Y oídas. También podían verse en una forma difícil de comprender de manera no inmediata.
El espacio no es negro. Corre, se estremece y gira con un millar de colores, de los cuales los del espectro visible son sólo una diminuta fracción. Lo más prominente de esta región del espíritu está pulsando bellamente y cuajado de flores que van de paso, productos desgajados de unas partículas pesadas procedentes de una nova chocando con el omnipresente hidrógeno del espacio interestelar. El proceso por medio del cual se obtiene este conocimiento tampoco es comprensible.
Más cerca, los suntuosos soles se mueven con lenta majestad, nutriéndose libremente. Todavía más cerca, un planeta arde con el especial y divino fuego neural de un mundo habitado. Y la masa-madre se mueve por el infinito y en todas partes, vasta, impresionante, eterna…
«Pienso, luego estoy vivo…».
La increíble verificación no está acompañada por ningún shock —no hay glándulas que disparen sus hormonas, ni corrientes sanguíneas, ni bomba orgánica—, pero la consciencia de Tavernor se contrae súbitamente, en forma de iris, en el contorno adyacente.
Una nube azul plata se mueve más cerca. Es un tenue ovoide de gas que resplandece suavemente y con todo —a causa de sus nuevas percepciones— aparece como una faz humana. También tiene el aspecto de un joven de fuertes músculos en atuendo guerrero, un viejo decadente, un sonriente muchacho, un feto enrollado, todo ello como ostensibles manifestaciones de una simple entidad.
«Bienvenido a la vida,».
«No tengas miedo,».
«Soy Labieno,».
(La entidad comunica tres ideas simultáneamente).
«No comprendo».
Tavernor es consciente de su pensamiento estableciendo un lugar en el espacio. Siente lo cálido de aquella entidad y en ella hay seguridad y confianza… pero ¿está vivo? Otros ovoides en forma de nube se van aproximando. Sintoniza sus percepciones y la fuerza de su presencia. El espacio está lleno de rostros luminosos, identidades, personalidades.
«Te ayudaré».
«El reajuste es rápido».
«Entrégame tu yo».
(Labieno se aproxima aún más).
Tavernor tiene tiempo para deducir que él también es uno de los ovoides luminosos. Entonces otra mente emerge con la suya propia. En el primer instante de contacto conoce a Labieno mejor de lo que ha conocido a cualquier otro en toda su vida; las experiencias de su infancia en el norte de Francia en tiempo de Cesar Augusto, los soldados de la Séptima Legión en las Galias, Bretaña y Africa. Se retira con el rango de centurión a una pequeña granja en Toscana, mantiene y educa a cuatro hijos, ya en edad tardía de su vida, y muere al aire libre en una cálida tarde de otoño bajo un roble, en el preciso momento en que una estrella, la primera estrella, atraviesa con su luz el azul cobalto de la bóveda celeste…
Tavernor se retira inquieto.
«Descansa»… «Confía»… «Da»… —dice Labieno.
Tavernor permite que el contacto vuelva a realizarse de nuevo. Esta vez no hay ninguna sensación de extrañeza, puesto que Labieno y él son dos hermanos que han compartido el nacimiento, la vida y la muerte. Comprende sombríamente y con agradecimiento que Labieno ha absorbido su propia y retorcida línea vivencial del mundo y no es repelido. Se mezclan como las flores que se desprenden de los árboles y se mueven suavemente a su alrededor, en un espacio tachonado con matices sin nombre de energía, donde truenan las estrellas y suspiran los soles lejanos y donde surgen del sol corrientes vitales que alimentan con, vida, y Mnemosyne rebulle con la vida que recibe a raudales y la masa-madre expande sus etéreas frondas por todas partes…
El conocimiento, impersonal y sin palabras, fluye a través de Tavernor.
«La más básica y universal unidad de vida es el egón» —le comunica Labieno—. «Los egones son unas organizadas nubes de energía que viven en el espacio interestelar, alimentándose en las diminutas cantidades de energía que hay en la luz de las estrellas. Nacen continuamente, por lo que un egón en su primer estadio no puede ayudar sino imprimir su pauta en los primigenios flujos de la energía, y de este modo ir creando otros de su misma especie».
«¿Eres tú un egón?» —pregunta la mente de Tavernor disparada.
«Si».
«Y yo… Una forma de energía que se sostiene a sí misma» —expresa Tavernor en una intuitiva idea—. «¿Significa eso que…?».
«Sí, tú eres inmortal».
«¡Inmortal!» —las galaxias parecen detenerse en su vuelo cósmico—. «Pero si yo nací en el espacio… para esto… ¿por qué viví como un ser humano?».
«En su estado primario, un egón no tiene conciencia de su identidad» —continúa Labieno—, «pero siendo la esencia de la vida posee un impulso contra-entrópico hacia un más alto grado de organización. Logra esto estableciendo una comunicación con un ser recién creado que existe en un plano más físico. El ser anfitrión puede ser humano, animal, pez, pájaro, cualquier criatura que tenga un cierto nivel de inherente complejidad en su sistema nervioso y que sea capaz de desarrollo. Hay tantos egones habitando el continuo espacio-tiempo que cualquier criatura inteligente o semí-inteligente que jamás haya existido ha tenido un egón agregado a ella».
«Todavía no comprendo».
«Siendo parte de su propio entorno, perfectamente conjuntado al medio interestelar, el egón no está forzado a desarrollarse. Permanecería por siempre como una mónada generosa y desprendida de la panspérmica mente-masa; pero el instinto hacia un más alto estado del ser le dirige hacia una forma de enlace con un ser nacido dentro de unos límites hostiles que le fuerzan a desarrollar sus poderes con objeto de existir».
«Entonces, ¿el egón es un duplicado?».
«A medida que el anfitrión físico que le recibe crece y madura, su sistema nervioso central se vuelve crecientemente complejo a través de la interacción de su cuerpo y con su entorno. Este desarrollo está conformado en cada preciso detalle por el desarrollo del egón. Pero cuando el anfitrión muere, el egón, en ver de morir también, queda libre de su voluntario cautiverio. Equipado con una identidad, una pauta de altamente compleja energía auto suficiente, vuelve a nacer por su herencia de vida sin fin. Y por lo que concierne al anfitrión, la muerte no es más que la puerta de entrada a esta nueva vida, porque él es el egón».
Tavernor se encontró como envuelto y empapado por un torrente de conocimiento y de nuevo se retiró a corta distancia de Labieno, rompiendo el contacto mental directo. El universo hierve a su alrededor, fluyendo con miríadas de colores y energía, repleto de movimiento y de vida.
«Es demasiado, demasiado» —murmura.
«No te desanimes. Te adaptarás. Hay tiempo».
Los pensamientos que le dirige Labieno no son realmente simultáneos, comprueba Tavernor, sintiendo su proceso mental que se dispone a encajarse con el del otro. Un frío júbilo estremece su ser conforme empieza a asimilar la verdad respecto al fenómeno llamado vida.
«Es preciso que aclare esto» —dice Mack Tavernor—, «mi cuerpo físico está muerto y aún así continúo viviendo».
«Sí. La copia de un libro se quema; otra copia queda intacta».
«¿Y no moriré nunca?».
«Nunca morirás» —una sombra cae sobre Labieno—. «No de causas naturales».
«Lo cual quiere decir» —continuó Tavernor— «que mis padres, están vivos»…
«¡Espera!» —una pausa—. «Sí, tus padres están vivos».
«¿Puedo hablarles?».
«Eventualmente ellos son parte de una sub-masa».
El júbilo de Tavernor aumenta. Es como una llama extrañamente fría, que Tavernor encuentra chocante; pero su mente se va agrandando hacia arriba en la eternidad, entre un resplandor de energía neural que surge de la fusión de dos grandes corrientes del pensamiento humano, el espiritualismo y el materialismo. Las clásicas religiones de la Tierra la formulación de los antiguos instintos del Hombre se justifican y se muestran, por redes de fuerza pura producidas en abundancia entre las estrellas. La vida es eterna, ligada a la carne, en el principio, y con todo, independiente de ella. La timidez y el temor invaden súbitamente el ser de Tavernor. La eternidad… El infinito…
«No viajas solo» —le dice Labieno amablemente y tras sus pensamientos hay un temblor de conceptos más vasto que los que ya se mezclan en la mente de Tavernor.
«¡La masa-madre!». —Tavernor mira dentro de la temible nube luminosa que rodea a Mnemosyne y una necesidad que siempre formó y significó una gran parte de su vida, aunque no hubiera sabido explicarlo, se encuentra súbitamente satisfecha.
Nace en él un sentido de satisfacción y de plenitud mezclado con emociones más allá de la imagen humana.
«Cuéntame» —dice.
«No es preciso que te diga nada, amigo mío. Todas las cosas que has deseado creer son verdad» —dice Labieno, que se prepara para retirarse—. «Vete con la Vida».
«¿Vendrás conmigo?».
«Más tarde. Hay siempre otros para recibir».
Tavernor se siente arrastrado hacia la masa-madre, lentamente al principio, luego con creciente velocidad. El espacio está cuajado de egones. Tavernor pasa a través de ellos y ellos a través de él. A cada contacto hay un intercambio de vida y la consciencia de Tavernor hierve con los recuerdos de un millar de existencias y todavía se encuentra en los bordes exteriores de la masa-madre. El conocimiento de su destino brota de su interior espontáneamente…
Los egones son seres gregarios, eslabonados juntamente con algo que se aproxima a una infinita conexión a través de la interacción de sus identidades. Nunca abandonan las especies vivientes del planeta de su renacimiento hasta que toda la vida ha quedado exhausta, terminada en aquel mundo. En tal estadio, cuando la historia de la vida ha sido acabada para ese planeta, la inconcebible y vasta identidad corporativa, compuesta por cada ser inteligente que haya vivido siempre en ese planeta ya extinguido, se retira. Entonces llega el peregrinaje sin fin a través de la eternidad, hacia las aventuras intelectuales mucho más allá del alcance de cualquier simple mente; quizás para ascender por medio de otros continuos a fecundar a nuevos universos, infundiendo el hálito de la vida en miles de millones de nuevos planetas, tal vez para unirse con otras mentes en otros mundos y de nuevo unidos; una y otra vez, en busca de la Ultimidad.
El anhelo de Tavernor por la absorción crece, y con él, la velocidad. Las resplandecientes frondas de la masa de egones se abren a su alrededor, embebiéndole, envolviéndole. Después llega el dolor. Tavernor se ha detenido.
«¡Vida!» —grita con un inmenso pavor—. «¿Soy rechazado?».
«¡No! Amigo mío, no eres rechazado… Mira hacia tu interior».
Tavernor vuelve la mente hacia su yo íntimo. El dolor está siendo generado muy dentro de su propio ser y, con todo, proviene del exterior. No de un exterior real, donde las flores que se desprenden brillan por todas partes, sino de otra clase de exterior que procede de la circunscrita existencia de sueños que había conocido antes…, antes… con una sensación de repugnancia y de disgusto, y, así y todo, el tirón físico es demasiado grande y se ve forzado a recordar… antes de que Gervaise Farrell tirara del gatillo de la pistola… Farrell le había matado; pero había más en ello, algo que habla parecido importante en el acto. El resentimiento de Tavernor crece al igual que los poderes desconocidos que aumentan su garra sobre él, anclándose a las circunstancias del juego en que una vez había participado. Había deseado… sí, aquello era… había forzado a Farrell a matarle porque… porque estaba a punto de revelar información que hubiese conducido a la muerte a los otros.
Vuelven los recuerdos relacionados, contra su resistencia, al traslado del COMSAC con su Cuartel General a Mnemosyne, la guerra contra los pitsicanos, la visión de un bello rostro de mujer, extrañamente oscurecido. ¡Lissa!
Tavernor hace la identificación con una sensación de maravilla y completo asombro. Lissa. Ella está sujetándole. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Es posible que aquella cosa oscuramente recordada, llamada amor, hubiera forjado un lazo tan fuerte que le resultara imposible romperlo?
«Suéltame» —rogó—, «necesito vivir. Exijo mi vida. Me niego a ser eslabonado a la oscuridad por más tiempo».
«Paciencia» —le dicen como en un susurro los egones más próximos—. «La eternidad es tuya»…
«¿Cómo puedo esperar ahora que conozco la Vida?».
«Tienes que esperar» —los pensamientos están impregnados de compasión—. «Hasta que el eslabón se rompa».
«Pero yo no…».
El pensamiento de Tavernor se pierde, mientras el universo explota a su alrededor, en un caos. La tormenta de eones que pasan a su través en repentino vuelo le aturde, el miedo parece recorrerle el ser como la sangre arterial, los colores del espacio se muestran amenazadores, la masa-madre se agita y grita con un millón de voces silenciosas y dos alas negras como la muerte baten su rápido y cruel curso hacia el centro del torbellino. Las alas se pliegan repentinamente. Y se desvanecen.
Se produce un silencio y una sensación de insoportable pena. Volviendo a ganar contacto, Tavernor siente el pulso del sufrimiento que le invade y con él, la increíble constatación de que los egones han muerto. Los egones, herederos de la eternidad, han sido borrados por las pulsátiles alas negras y el dolor percibido por sus compañeros es infinitamente más grande del que pudo haber sufrido un ser humano arrodillado ante la cama de un ser querido y muerto. El sufrimiento parece envolver a Tavernor dejando su mente como si todo conocimiento hubiese sido barrido y confuso.
Tras un tiempo indeterminado, más tarde vuelve, ya purgado, al reino de la consciencia.
«He visto, dos alas negras» —dice—. «¿Es… un enemigo?».
«No hay enemigo».
Se produce una pausa y los sentidos de Tavernor le dicen que está a punto de aprender algo peor que la existencia de un implacable enemigo.
«Los únicos seres que pueden destruir los egones son los hombres y lo hacen sin siquiera saber que existen».
«Pero las alas»…
«Las alas eran las de una nave espacial de la Federación llegando a Mnemosyne, amigo mío. Las alas de una nave-mariposa».