LA RESIDENCIA del Administrador era un enorme edificio hexagonal impresionante y majestuoso, con toda la fachada de mármol y que ocupaba la cima de una colina redonda, como la capa de azúcar en una tarta. Tavernor menospreció su aspecto a la luz del día por la patente relación que ostentaba con la arquitectura colonial terrestre en el pasado; pero por la noche cobró una vista más sugestiva.
Saltó el muro que circundaba la colina, sintiendo un agudo dolor en la herida del pie y se dirigió hacia arriba atravesando grandes extensiones de arbustos y plantas de jardín. El edificio, inundado de luz que se expandía por las ventanas y balcones, muchos de ellos abiertos, se alzaba imponente frente a él. Suponiendo que Grenoble estuviera enfrascado en alguna de las recepciones o cenas de gala que tanto le gustaban, Tavernor fue dando la vuelta por la colina, hacia la puerta trasera del gran edificio. La corriente enjoyada del cinturón lunar del cielo de Mnemosyne se extendía sobre su cabeza.
Intentó de nuevo decidir qué iba a decirle a Lissa, en el caso de que pudiera ponerse en contacto con ella y de no ser capturado. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué sabía instintivamente que Farrell no era el hombre indicado para ella, a pesar de ser joven, rico, guapo y famoso? ¿Qué él, Tavernor, había considerado generosamente sus anteriores decisiones y que ella podía casarse con él, siendo la esposa de un hombre fugitivo, huyendo probablemente de una sentencia de muerte…? ¿O seria simplemente para decirle adiós…? Fuese lo que fuese, había que decirlo con palabras.
La suite residencial, situada detrás del edificio, se hallaba en la oscuridad, excepto por la luz difusa procedente de otras habitaciones. Tavernor rodeó la piscina, cruzó un jardín y un patio. Intentó abrir todas las puertas y las ventanas que fue hallando a su paso; las encontró cerradas y acabó subiendo por una columna metálica hacia la galería. Uno de los dormitorios de la primera planta pertenecía a Lissa. Desde el exterior, sin embargo, no podía decir cuál era y, en cualquier caso, ella no podría hallarse allí, si estaba asistiendo a una fiesta en la planta baja. El mejor plan era esconderse en alguna parte hasta que todo el mundo se fuera a la cama y después entrar y encontrar la habitación de Lissa. Allí había una serie de cómodos sillones y de plataformas que giraban lentamente siguiendo el cinturón lunar del cielo de Mnemosyne, próximas a la balaustrada; pero daban la impresión de ser un mal escondrijo.
—Nunca viene nadie a mi habitación —dijo entonces una voz diminuta y familiar—. ¿Por qué no te escondes allí?
—¡Bethia! —exclamó Tavernor, ocultando su sorpresa al volverse—. ¿Qué te hace pensar que quiero esconderme?
La figurita de Bethia, vistiendo un largo camisón de dormir que le llegaba hasta los tobillos, le estaba observando desde el umbral de una arcada al final de la galería; por un momento Tavernor sintió rabia contra las circunstancias que forzaban a la niña a crecer siempre en la soledad.
—Ven por aquí —le advirtió Bethia.
Tavernor había notado la forma en que la niña había dejado de lado su contrapregunta y sonrió. Para una criatura de tres años de edad, no había nada de extraño en tener que esconderse con frecuencia en sus juegos. Siguió sonriendo divertido y la siguió por la arcada. Ella iba delante con el apagado ruido de sus zapatillas, asegurándose de que nadie hubiera en el corredor, y acabó por hacerle un gesto de conspiración con la mano.
La habitación de la niña era la primera a la derecha. Estaba iluminada sólo por la lamparita de la cama. Tavernor quedó de nuevo sorprendido por el hecho de que ningún objeto de la estancia proporcionaba evidencia de que su ocupante era una niña.
—¿Dónde guardas tus juguetes, Bethia?
—En un armario, por supuesto.
—¿Y por qué no te llevas alguno a la cama? Una muñeca, o algo así…
—No estaría ordenada y limpia.
—Pero te proporcionaría compañía.
Bethia hizo un gesto de impaciencia y después se ocultó la nariz con la mano.
—¡Una muñeca de compañía!
Bethia se movió de un lado a otro de la estancia profiriendo una silenciosa carcajada y Tavernor se sintió embarazado por una emoción que era incapaz de identificar. Amor, tal vez, pero pesadamente recubierto con, (y encontró la palabra), respeto.
Aquel diminuto fragmento de humanidad, tenía, con sus tres cortos años, desarrollada ya la inteligencia, el humor, la sabiduría y la autosuficiencia. Bethia, sintió Tavernor súbitamente, era el principal derecho del Hombre para sentirse orgulloso de pertenecer a la raza humana y la ascendencia sobre los pitsicanos.
Excepto que algo había ido mal en alguna parte y que, a cada instante, cientos de Bethias como aquélla, cada hora que pasaba, estaban siendo destruidas por los guerreros pitsicanos en las lejanas fronteras, (cada vez más contraídas), de la Federación.
Tavernor arrugó la frente al creer que olía de nuevo la pestilencia de los pitsicanos. ¿Cuántos años tendría aquella Bethia que entonces tenía frente a sí, antes de que aquellos seres monstruosos y extraños llegaran a Mnemosyne? ¿Veinte? Quizá menos. Ninguna comunicación, ninguna idea, ni una sola palabra se había entrecruzado jamás entre los humanos y los extraterrestres pitsicanos; pero el traslado del Cuartel General del COMSAC a Mnemosyne podría ser observado por los pitsicanos, en cuyo caso el planeta se convertiría en el objetivo número uno.
—¿Has venido para llevarte a Lissa?
—No. Me gustaría hacerlo, pero ahora es imposible. Sólo quiero hablar con ella.
—¿Por qué no te la llevas lejos de aquí?
—No puedo —dijo Tavernor vacilante—. Además, ¿no va a casarse con el coronel Farrell?
—Sí, pero…
—Pero ¿qué?
—Es un hombre oscuro.
—¿Oscuro?
Tavernor detectó un extraño énfasis en la palabra y decidió comprobarlo.
—Lissa también es oscura.
Una mirada que pudo haber sido de decepción apareció en la carita de muñeca de Bethia.
—Es un hombre oscuro —repitió despacio, pero tú y Lissa tenéis… como una luz. Es algo extraño.
—¿Qué quieres decir, Bethia?
—Ahora me voy a la cama —dijo ella con determinación, arreglándose la camisa de dormir.
Tavernor la ayudó a subirse al enorme lecho y la recubrió con las ropas, tapándola completamente. La niña descansaba en el centro, con los bracitos a ambos lados y una mirada de pacífica contemplación en su rostro.
—Buenas noches, preciosa —le dijo Tavernor, sin que obtuviera respuesta.
Estudió aquella miniatura por un momento, fijándose en el resplandor de perla de su cutis suave, con un creciente sentimiento de tristeza. Después apagó la luz.
La inutilidad de su propia vida parecía rodearle más de cerca con los muros de la oscuridad. Se aproximó a la ventana pensando no solamente en la futilidad de su vida, sino en la de toda la vida humana y apartó los pesados cortinajes. Los fragmentos lunares resplandecían en la quieta superficie de la piscina, parpadeando con un brillo argentino. Más allá de los árboles, las luces de El Centro y el resplandor de la nueva ciudad proclamaba la presencia del Hombre en aquella parte de la Galaxia, pero… ¿por cuanto tiempo? Incluso sin la amenaza de los pitsicanos, ¿por cuánto tiempo podría la larga caravana de la humanidad seguir sus pasos entre la infinitud de los tesoros que constituían el Universo? ¿Cuántos siglos? El espíritu exigía que la respuesta fuese por un número infinito, ya que otra cosa no le dejaría satisfecho; pero la mente tenía otra convicción diferente. Resultaba extraño pensar cómo un hecho insignificante, cual la detección de una partícula nuclear elemental, en un pequeño laboratorio de la Tierra, hubiese tenido el poder de barrer todas las esperanzas del Hombre en su colectiva inmortalidad.
El taquión, incapaz de existir a velocidades inferiores a la de la luz, ganaba en velocidad mientras disminuía su energía, acelerándose hasta poder cruzar la gran espiral galáctica en una fracción de segundo. Había abierto el espacio al género humano, pero, al propio tiempo, le había cerrado las puertas del futuro. El continuo espacio-tiempo estaba vacío. Con el comunicador taquiónico, la civilización humana podía haber hablado a otras civilizaciones existentes a distancias que era preciso medir en años luz por miles, con la sola limitación de la disminución de su energía en función del incremento de velocidad. Pero en lugar de un éter burbujeante de voces inteligentes, el indagador taquiónico no había encontrado nada. La extensión del tiempo era demasiado grande. Las civilizaciones podían surgir, florecer y morir en profusión, pero los momentos culminantes del tiempo galáctico, cuando tales civilizaciones vecinas se hallaban en el cenit de su vida tecnológica, raramente coincidían.
Sólo un puñado de pulsares[2]; unos faros cósmicos operantes artificialmente señalaban con su luz crepitante y paciente, el susurro de culturas que ya habían gozado la breve hora de su vida y se habían desvanecido en el inimaginable pasado. Y la nueva información significaba que los valores utilizados en la impresionante tabla de von Hoerner para los tiempos de duración y probabilidades de destrucción de las civilizaciones tecnológicas tenían que ser drásticamente revisados. La civilización de la Tierra estaba entrando en la fase de desarrollo descrita como del tipo II, capaz de utilizar y canalizar la totalidad de la entrada de radiaciones de su estrella, centro del sistema solar, en la cual, de acuerdo con la tabla original de von Hoerner, su duración vital podría ser de unos 65 000 años.
Pero la revisión post-taquión había reducido la cifra a sólo unos 2000 años. Y la absurda broma cósmica que había colocado a los humanos y pitsicanos tan cerca juntos en el tiempo y el espacio parecía haber reducido más aún tan pobre duración hacia el punto final.
Las cifras, las matemáticas y los cálculos rebullían en la cabeza de Tavernor como hojas muertas en un torbellino, cuando oyó la voz de Gervaise Farrell al exterior de la ventana.
Miró hacia la derecha, a través de los cortinajes separados y vio que la balaustrada terminaba sólo a pocos pies de la ventana de Bethia. Farrell se hallaba inclinado sobre la baranda mirando fijamente hacia el sur de la nueva ciudad. Un cigarrillo brillaba en sus labios.
—… confesarle que me ha sorprendido, hijo mío —era la voz de Howard Grenoble, clara y precisa, aunque se hallaba fuera de la línea de visión de Tavernor—. Encuentro la totalidad del asunto muy difícil de aceptar.
—¿De veras? —preguntó Farrell fríamente—. No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra.
—No, no, no quería implicarle. Es solo que no podía suponer que el COMSAC tuviera tal confianza en las decisiones del MACRON.
—El MACRON es un máquina lógica que tiene a su disposición la totalidad del conocimiento humano. Y no toma decisiones. Es un instrumento de incalculable utilidad para obtener valores sobre probabilidades; pero nunca toma decisiones —en la voz de Farrell se advertía un matiz de irritación—. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente claro, gracias —repuso Grenoble hablando con precisión—. Pero… ¿por qué aquí, en Cerulea? ¿Cuáles han sido los factores que influenciaron al MACRON en hacer su… digamos recomendación?
Farrell tomó un trago de un frasquito de chispas.
—En toda la Federación no hay más de seis hombres que sepan cómo responder a esa pregunta.
—Comprendo.
—¿Comprende usted la necesidad?
—Por supuesto… tal conocimiento tiene que ser restringido. Perdóneme por haberle hecho esa pregunta. —Grenoble comenzaba a mostrase sombrío y disgustado—. La guerra pareció estar siempre tan lejos de Cerulea, que el haber visto como la totalidad del Cuartel General ha descendido sobre nosotros…
—Sobre usted. Eso me hace pensar en la plaga de la langosta…
—En absoluto. Me siento honrado. Todo mi personal lo está igualmente. Es solo que ese MACRON parece tener…
Farrell dejó escapar una carcajada sarcástica.
—¿Es que el MACRON se le ha atravesado y le pica en la garganta? ¿No es así, Howard? Yo le diré qué es lo que le molesta a usted en todo este asunto. Es el hecho de que la decisión de planear la instalación del Cuartel General aquí, no ha venido a través de mi tío, diciendo algo parecido a:
«Conozco cuál es el planeta ideal, caballeros. Gozarán ustedes de una feliz estancia en Cerulea. El viejo Howard Grenoble tiene una excelente mesa y una bodega de primera clase…».
—Creo que está usted yendo demasiado lejos, Gervaise.
—Estoy intentado sencillamente presentarle a usted la realidad. Nosotros, en el ejército, estamos llevando una guerra contra un enemigo poderoso, e inimaginablemente peligroso…
—Sí, claro —interrumpió Grenoble—. He oído que la pasada noche le derribaron un helicóptero.
Durante el denso silencio que siguió, Tavernor sonrió, apreciando la sutileza con que el anciano Administrador Planetario sabía hacer uso del estilete político. Tenía que saber que Farrell seria vulnerable al recordarle que nunca había estado dentro de una distancia de diez años luz como máxima área de interpenetración.
—Su amigo Tavernor fue el responsable —repuso aún más irritado Farrell—. No tengo autorización para utilizar armas pesadas; pero vi que cinco de sus asaltantes no volverán a molestarnos de nuevo, y pronto me haré con el resto.
—¿Va usted a destruir a los demás? Pues según me había comentado el general Martínez, usted estaba destinado a otros servicios.
—Destruiremos el resto… eso es cosa de poca monta. El cigarrillo de Farrell se encendió con furia, como apoyando el odio de sus palabras.
Tavernor respiró con alivio. Los cinco «asaltantes» que Farrell había mencionado tenían que haber sido Shelby y los otros cuatro, incluyendo a Joan Mwabi, quienes fueron aniquilados mientras intentaron pasar por el pasadizo de las estaciones láser. El recordar sus muertos fue doloroso; pero al menos supo que ninguno de los otros había sido cazado. Parecía que, aparentemente, los dos meses de entrenamiento que él les había dedicado habíales servido de mucho.
Todos deberían hallarse en camino hacia la cita convenida en el lago Bruce y una vez pasado aquel punto, quedarían libres al norte del archipiélago.
—Bien, creo que ya hemos respirado bastante aire fresco para una sola noche —dijo Farrell.
—Pensé que íbamos a discutir los detalles de la boda. No queda mucho tiempo, ya sabe.
—Dejaré en sus manos todos los detalles, Howard —repuso Farrell acabando con la bebida—. Ésta es la clase de asuntos en que usted puede lucirse. Ahora nuestros invitados estarán imaginando dónde estamos…
Los dos hombres abandonaron la balaustrada. Tavernor permaneció de pie en la ventana por unos cuantos minutos y después volvió a correr el cortinaje. Tal vez pasarían horas enteras antes de que pudiese tener la oportunidad de deslizarse hasta la habitación de Lissa, y un ligero temblor en las rodillas le avisó de que todavía no estaba repuesto de la abundante pérdida de sangre. Se aproximó a la cama y escuchó la respiración de Bethia. Satisfecho al comprobar que estaba dormida, se tumbo en el suelo en la parte más alejada de la puerta y se esforzó a sí mismo a relajarse.
Despertó con la sensación de que la totalidad del edificio se hallaba sumido en una completa calma. Su reloj le indicó que eran las dos de la madrugada en la noche de Mnemosyne. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la abrió Con facilidad.
Las luces nocturnas del corredor estaban encendidas; pero la completa serenidad del silencio reinante le convenció de que era el momento seguro para salir del escondite. Dedicando una última mirada al cuerpecito de Bethia, cerró el dormitorio y se dirigió hacia la escalera. El dormitorio de Lissa estaba en el mismo piso, pero en el ala opuesta; y para alcanzarlo tenía que pasar alrededor de tres lados de una gran caja de escaleras hexagonal. Vaciló allí donde el corredor empalmaba con la caja, preocupado por la forma en que todo aquello estaba iluminado. Alguien habría, olvidado apagar la gran luz del techo y su agorafobia, cuidadosamente reprimida durante los pasados dos meses anteriores, le hizo ver que el rellano era decididamente inseguro.
Al detenerse, notó la presencia de dos interruptores en la pared del corredor a varias pulgadas del rincón. El de la parte de adentró debería ser, sin duda, para las luces del corredor, pero ¿sería el otro el control de la iluminación de la luz en la caja de la escalera? Esperando que el apagar las luces no llamase demasiado la atención, oprimió el interruptor de afuera. La luz de la caja de la escalera parpadeó; pero quedó encendida.
Tavernor se quedó mirando al interruptor atónito, intentando ver por alguna parte algún circuito eléctrico que hubiese podido disminuir las luces momentáneamente y después haberlas encendido con toda su potencia. Tal vez el interruptor exterior accionaba algún dispositivo que causaba una disminución de la corriente cuando entraba en acción, en cuyo caso debería tenerlo muy en cuenta. Entonces apretó nuevamente el botón para dejarlo en su posición original. Esta vez la luz del techo se apagó durante un segundo antes de volver a su máxima intensidad.
La alarma se despertó en su subconsciente.
«Esto es ridículo», —pensó—. «Un fallo en…».
La respuesta le llegó de repente.
Existía un circuito eléctrico muy común que era el causante del fenómeno del que acababa de ser testigo. Lo habría producido un interruptor de doble dirección en el caso de haber otra persona al otro extremo del circuito, presionando el interruptor en una fracción de tiempo después de Tavernor. Y aquella otra persona debía encontrarse en el corredor opuesto a solamente unas cuantas yardas de distancia, tapado a su vista ¡solo por el ángulo de la pared!
—¿Quién anda por ahí? —preguntó en voz alta un hombre.
Tavernor se volvió y corrió silenciosamente a lo largo del corredor, pasando el dormitorio de Bethia y las puertas entonces cerradas que conducían a la balconada, hasta que hubo rodeado otro de los ángulos obtusos del edificio. Se aplastó contra la pared y esperó. Unos segundos más tarde oyó el murmullo de unas pisadas que se aproximaban por la pesada alfombra. Corrió entonces a lo largo del nuevo tramo del corredor, abrió una puerta del final, se puso a descender por la escalera y se encontró cara a cara con un centinela armado. Llevaba el rifle al hombro y en las manos dos tazas de café.
—A su puesto, soldado —dijo Tavernor sacando su mejor voz de antiguo jefe del ejército.
Pasó junto al guardia y se encontró en el principio de la escalera. Su mente discurría locamente. ¿Guardias armados en la Residencia del Administrador? Los invitados a que se había referido Farrell debían ser miembros de la policía secreta militar. Había elegido, por lo visto, la gran noche para ir en busca de Lissa.
Comenzó a bajar las escaleras, en dirección a la entrada principal y al amplio recibidor, que parecía desierto. El guardia del descansillo le estaba mirando fijamente con incertidumbre. Tavernor resistió la idea de echar a correr. Estaba todavía cerca de lo alto del tramo de escalera final, cuando se abrió la puerta del corredor y un sargento con cuerpo de toro apareció repentinamente en el rellano.
Era el mismo veterano de pelo rojizo que Tavernor había tumbado en la puerta de entrada de la Base.
—¡Detened a ese hombre! —gritó el sargento como una fiera.
Tavernor se tiró literalmente de cabeza por el largo tramo de escalera en una caída controlada, tocando los escalones casi al fondo del tramo. Una larga zancada le colocó en el centro del vestíbulo, en el preciso momento en que apareció otro guardia procedente del exterior. Chocaron uno contra otro, y la carrera de Tavernor le desvió hasta dar contra una columna de mármol. Dio un paso atrás, aparentemente sin haber sufrido mayor daño, para desplomarse al cabo de unos instantes igual que un árbol truncado.
La habitación de la portería era larga y estrecha. Estaba iluminada por una simple luz que proporcionaba al ambiente una fría media luminiscencia sobre la escasa decoración y mobiliario. Tavernor estaba sentado en una dura silla con las manos atadas a la espalda tratando de dominar el dolor que le torturaba el cuerpo a cada movimiento respiratorio.
«Mis costillas», —pensó desesperado—. «Tengo que habérmelas roto».
Enfocó los ojos con dificultad. El sargento pelirrojo estaba de pie en la puerta con una pistola en la mano. Levantando los ojos Vio a Gervaise Farrell sentado en el filo de una mesa. Los cabellos de Farrell caían desordenados por su frente y la túnica que vestía se hallaba a medio abotonar en el pecho. Los ojos le brillaban de excitación.
—Está bien, sargento. —Puede dejarnos solos ahora. No creo que proporcione ningún problema.
—Si, señor.
El sargento se marchó de la puerta.
—¡Ah, sargento!
—¿Señor?
—Vuelva de nuevo cuando llegue la caja.
—Sí, señor.
El sargento desapareció.
—No me gusta usted, Tavernor —le dijo Farrell cuando estuvieron solos—. ¿Y sabe por qué me fastidia usted?
—Podría ser porque usted se está quedando calvo y yo no.
—Muy bueno, coronel, chistecitos cuando está en las últimas. —Farrell movió las piernas con despreocupación—. La razón de por qué me disgusta tanto, aparte del hecho de que usted es, si puedo utilizar un arcaísmo, un palurdo, es que se interfiere en mi camino.
—¿Va a tirarme otra vez por la escalera?
—Continúe así, coronel. Como estaba diciendo, se está usted interfiriendo en mi camino y no puedo permitirme el lujo de que haya alguien que quiera echarme la zancadilla, cuando el sendero es ya bastante pedregoso para un pariente del Presidente que quiere hacerse una carrera militar por sus propios esfuerzos.
Tavernor intentó hacer un gesto de burlona simpatía; pero algo le barbotó en la garganta. Sospechó que era sangre.
—Ese pequeño asunto del helicóptero de la pasada noche ha sido forjado contra mí. El general Martínez lo está utilizando como una excusa para trasladarme a otros deberes.
—¡Ah! Eso es muy duro.
—Una cosa como esa podría perjudicar mi historial. Pero ahora que usted mismo ha tenido la bondad de colocarse bajo mi custodia, el historial va a tener otro aspecto.
—¿De veras?
—Sí, porque usted va a decirme ahora mismo dónde puedo cazar a sus amigos, y sin más complicaciones.
—Lo lamento… Ignoro dónde puedan estar.
Tavernor se dio cuenta repentinamente de que podía fácilmente olvidarse del dolor que sufría en el pecho. El haber venido al hogar de Lissa bajo tales circunstancias había sido realmente una locura, una indulgente broma con la muerte, pero también había sido un imperdonable egoísmo. Sabía exactamente dónde planeaban la cita los otros. Ya habían pasado los días en que un hombre determinado podía negarse a facilitar información a los inquisidores.
—¿Conque no sabe usted dónde están? —inquirió Farrell sin alterarse, sacando un cigarrillo del bolsillo de la túnica—. Entonces no tiene por qué preocuparse al respecto, de ningún modo.
Encendió el cigarrillo, soltando una bocanada al aire y afectando la mayor serenidad. Su aspecto le recordó a Tavernor el personaje de una ópera y su mente comenzó a rebuscar el título entre sus recuerdos.
Se oyó como llamaban a la puerta y ésta se abrió. Tavernor vio entrar unas figuras uniformadas. El sargento Se situó delante, portando una pequeña caja negra en la mano. Cerró la puerta rápidamente.
—Bien, sargento, ¿ha llegado ya el pelotón del jefe de la policía?
—No, señor, aunque viene de camino.
—Muy bien, esto no nos llevará mucho tiempo. ¿Sabe usted cómo utilizar una aguja?
—No, señor.
El sargento pareció sentirse confuso.
—Es algo sencillo. No hay más que pinchar en el cuello y empujar. Vamos, démela.
Farrell apuntó hacia la pistola del sargento hasta que la hubo sacado de la funda y se la entregó en la mano.
—Ahora, adelante.
El sargento abrió la pequeña caja negra y con cierta tribulación sacó de ella una jeringa. Sus ojos, fijos en Tavernor, parecían pedirle perdón. A Tavernor le latía el corazón alocadamente. No estaba seguro de lo que contenía la jeringa; pero tenía la certeza de que a los pocos segundos recibiría en su torrente circulatorio alguna droga que le haría decir todo lo que Farrell quería saber. Luchó con las ataduras de la espalda, mientras que sus nervios temblaban enloquecidos con un mensaje de desesperación una y otra vez.
«Padre, madre, mujer de cara pálida y negros cabellos, perdonadme, perdonadme…». —La silenciosa estridencia se desvaneció conforme halló la puerta de escape, bostezando en una misericordiosa noche sin estrellas.
Con la cabeza baja, permitió que el sargento le hundiera la aguja en el cuello.
No sintió dolor, sólo una sensación de cálido hormigueo. Esperó hasta que la aguja le fue retirada y las manos del sargento se hubieron relajado, y entonces se lanzó de cabeza desde la silla con toda la fuerza de sus piernas.
Farrell, que todavía seguía sentado en el borde de la mesa, se quedó demasiado asombrado para quitarse a tiempo de enfrente. Tavernor le empujó hacia atrás, descubriendo la garganta de su enemigo y, antes de que pudieran apartarle, sus dientes se cerraron sobre su tráquea. Mientras hincaba profundamente los dientes como una fiera, oyó el espantado sollozo de Farrell y sintió que una pistola se apoyaba en su costado. La pistola explotó una, dos veces.
Conforme las balas le atravesaban el pecho, la muerte floreció ante los ojos de Tavernor como una rosa negra, desplegando los pétalos de la noche.
Y cayó en ella, entregando agradecido una vida que sintió que nunca le había pertenecido realmente.