CUANDO Tavernor se aproximó a la carretera de la costa, se encontró extrañamente débil y con vértigos. Al principio procuró dejar de lado el choque nervioso sufrido. Hacía ya tantos años desde que le ocurrió aquello, endurecido después por la batalla contra los pitsicanos… Lo de aquella noche era suficiente como para hacer estremecer a cualquier hombre. Pero cuando sus rodillas comenzaron a temblarle a pesar de sus esfuerzos en controlarlo, le llegó a la mente la sospecha justificada de que el agujero de su bota izquierda era algo más que un simple inconveniente.
Se sentó y se sacó la bota. Al quitársela sintió un desagradable ruido de succión y las primeras luces del amanecer le mostraron que todo el pie lo tenía empapado de sangre negruzca. Cuando se quitó el calcetín, el segundo dedo del pie salió con la prenda. Aturdido, miró al pie dañado con ojos de reproche. El espacio vacío, en donde faltaba el dedo recién perdido, sangraba con abundancia. Y tuvo que haber sangrado todo el camino recorrido a través del bosque. La comprobación de que estaba herido, pareció desatar el bloqueo neural de su cerebro y comenzó a sentir fuertes dolores en el pie y la pierna y, con el dolor, la alarma por el hecho de que la herida estaba en malas condiciones de higiene. Durante los dos meses de escondite, apenas si habían tenido agua para beber y cubrir las más elementales necesidades con el precioso líquido, por lo que no habían podido pensar en lavarse.
Por añadidura, era lógico que se hubiese introducido en la herida la más diversa variedad de polvo y suciedad mientras duró la larga caminata nocturna. Recogió el calcetín y lo arrojó entre los árboles, después buscó en el bolsillo el trozo de tela que constituía la bolsa que había usado para el tabaco de pipa. Con aquella elemental compresa puesta en el hueco de los dedos, se puso la bota y comenzó a caminar de nuevo. Los otros se habían dirigido hacia el norte hasta salir corriendo fuera del bosque para seguir después caminando toda la noche y pasar los límites de la civilización; pero Tavernor estimó que no disponía de más de una hora para poder echarse en cualquier parte y recuperarse de la pérdida de sangre.
La idea de dormir comenzó a hacerle bostezar; pero el bosque no era lugar para el descanso, a menos de que se quisiese exponer al riesgo de quedar embutido en la celulosa. Acudió a su mente el recuerdo de aquellos negros cabellos helados y revueltos. La pérdida de doce o más hombres y de un helicóptero de ultimo modelo iba a cambiar totalmente la naturaleza de la operación, por lo que al ejército concernía. Farrell debía aparecer como un estúpido y su historial debería quedar nuevamente brillante, sin pérdida de tiempo. Tavernor emprendió una carrera cojeando.
El sol aparecía entre suaves nubes de niebla que aclararon el ambiente. Ante él, el suelo se inclinaba suavemente por varios cientos de yardas hacia abajo hasta la carretera general que conectaba El Centro con una cadena de pequeñas comunidades a lo largo de la costa. Más allá de la carretera, se encontraba una ancha faja de tierra herbosa que, con la característica circunstancia de un planeta sin luna y por tanto sin mareas, terminaba en el mar. Mnemosyne estaba dotado fabulosamente de satélites; pero su escaso tamaño y la disposición en forma de cinturón lejano y envolvente cancelaba el tirón propio de la fuerza de la gravedad.
Esparcidos a lo largo de aquella faja de verdor entre la carretera y el océano, se veían edificios de los más diversos tamaños y de los más variados estilos arquitectónicos. Tavernor estaba razonablemente seguro de que podría encontrar un médico en alguna parte a lo largo de la franja costera si podía atravesar la carretera sin ser visto. No había tránsito en aquella temprana hora del amanecer, aunque algo en el cielo por encima del bosque sugería la existencia de una patrulla aérea. Cualquiera que pensara en atravesar la blanca cinta de la carretera procedente del bosque, se encontraría atrapado como una araña en una bañera.
Caminó hacia el sur en una corta distancia, ocultándose entre los matorrales y las hierbas más altas y buscó el desagüe más cercano. Varias veces, durante su marcha reptando a través del túnel de desagüe, criaturas a quienes no podía ver se despertaban bajo sus manos y salían disparadas hacia delante o se le enroscaban entre las piernas. «Cerulea está casi completamente libre de formas de vida venenosa», siguió repitiéndose para sí, lo que le sirvió de algún alivio. El enorme gusano en forma de mano humana que encontró reptando por su pecho era una criatura no venenosa e incluso casi amigable.
Cuando pudo incorporarse al otro extremo, junto a la orilla del mar, todo su cuerpo estaba recubierto de suciedad e inmundicias y el pie le latía ardoroso y con fuerza. Se desplazó a lo largo de la línea de árboles jóvenes que flanqueaban la valla de la carretera general. Las casas, sumidas en el sueño y la calma, todavía aparecían bañadas por la luz del nuevo día, con sus diversos colores y, a los ojos de Tavernor, como algo irreal. ¿Seria él lo que constituía algo irreal? Él era el que no pertenecía a aquella o a otra sociedad, el helado fantasma de un hombre que pudo haber sido, desprovisto de casi todas las cálidas y positivas emociones humanas y como una negación de la humanidad, orientado hacia la culpabilidad mientras otros hombres lo estaban hacia la alegría, a odiar como los otros a amar.
Los pocos momentos de contacto con personas como Lissa, Shelby e incluso la pequeña Bethia, sirvieron solo para recordarle sus propias deficiencias; porque ellos habían estado dando, mientras que todo lo que él pudo hacer fue tomar, con los torpes dedos de un chiquillo que roba los huevos de un nido… El suave movimiento de un letrero le captó la atención a una distancia de varios cientos de yardas. Se aproximó y vio en él el nombre de un médico, sintiendo una inmensa gratitud hacia el nostálgico tradicionalismo que invariablemente lleva a la gente en mundos extraños a poner buzones y verdes contraventanas en sus tranquilas casas. Aquel hombre, NORMAN R. PARSONS, Doctor en Medicina, tenía probablemente un piso moderno en El Centro y en el imponente edificio del Centro Médico; pero, aun así, había clavado el letrero en la puerta principal de su residencia de campo. Tavernor esperó y confió en que la conducta sentimental del Dr. Parsons no le ocasionara en aquellos momentos mayor número de dificultades de las que ya había tenido que soportar. La casa de una sola planta era pequeña y acogedora y su entrada principal llevaba a un bonito porche. Decidió no hacer más ruido del necesario para despertar al médico, sin que los vecinos se apercibieran de lo que estaba ocurriendo. Mientras que con una mano sostenía un cuchillo, con la otra presionó el timbre, el cual sonó musicalmente, lo que le produjo aún una mayor nostalgia. Pasaron cinco largos minutos sin que obtuviera ninguna respuesta, hasta que comenzó a aceptar su buena suerte. El Dr. Parsons podía estar muerto, borracho como una cuba o fuera de casa. Se apresuro a dar un rodeo a la casa y miró en el garaje. Estaba vacío.
Tavernor reunió sus escasas fuerzas y rogando interiormente porque no existiesen dispositivos de alarma contra los ladrones, arrimó el hombro a la puerta trasera. El cerrojo saltó y penetró inmediatamente para hacer una rápida inspección de las habitaciones contiguas y convencerse de que todo aquello estaba a su entera disposición. Estaba vacío; pero allí aparecían objetos, ropas y pertenencias de un hombre y una mujer, sugiriendo que los dueños no estarían fuera por mucho tiempo.
Una de las habitaciones aparecía amueblada como un estudio y oficina al propio tiempo. Tavernor abrió una caja pintada de blanco y extrajo instrumentos quirúrgicos, un tubo de carne artificial y una Variedad de antibióticos. En el armario de un dormitorio halló toda una fila de trajes, que daban la impresión de ser bastante estrechos de hombros y largos de piernas; sin embargo, con cualquiera de ellos habría estado infinitamente más presentable que los harapos que le cubrían. Otro armario de cajones le mostró toda una gran abundancia de camisas, ropa interior y calcetines, además de zapatos que resultaron ser solo una fracción más grandes que los de su número.
Reuniendo aquel tesoro, se fue al cuarto de baño, se desnudó, y se limpió el pie herido. El dedo había sido amputado limpiamente por su base. Al quitar la suciedad que envolvía la carne, comprobó que no quedaban astillas de hueso. Aquello le resultó una tarea nauseabunda, aun con su gran tolerancia para el dolor físico.
Continuó su tarea, imaginando que otras manos que no eran, las suyas estaban realizando la cura.
«Es este dedo del pie, Dr. Parsons; no sé la correcta designación médica que le corresponde Vamos, Dr. Parsons, por amor de Dios… deje de lamentarse y observe lo que está haciendo… Ese cerdito se quedó en casa… Me temo que no sea ésta la expresión más adecuada»…
Con la herida limpia, rociada con polvos antibióticos, precintada con carne artificial y vendada con una envoltura impermeable, abrió el grifo de la ducha y casi gritó de alegría al comprobar que disponía de un gran espacio en el fondo. Llenó el baño de agua caliente, la dejó correr; se lavó cuidadosamente y después cambió el agua. La segunda vez, el agua estaba más caliente que la primera. Puso en marcha el termostato fijándolo a aquella temperatura y se sumergió en el baño, relajándose, flotando en él. Algo le advirtió que no debería permitirse el gastar demasiado tiempo en darse aquel gusto; pero la idea le pareció carente de significado.
«El sueño es lo mejor», —pensó—. «El comer algo sería estupendo; pero ya comeré más tarde. El sueño lo es todo. Dormir… dormir…».
Se despertó súbitamente al ambiente de una difusa luz del atardecer. Perdido, desorientado, permaneció en el agua hasta que su memoria funcionó para aclarar sus ideas. El sueño, la pequeña muerte, le había realmente reclamado. Salió del baño, se restregó de prisa y se vistió con la mayor urgencia posible. Resultaba evidente que los propietarios de la casa aún no habían vuelto; pero todo era una pura suerte, pues en tales circunstancias confiar en ella era de lo más estúpido. Sí, se había comportado como un tonto o como cualquiera que subconscientemente quiere fracasar.
Recogió sus viejas ropas, el cuchillo y su baqueteada pipa, además del abultado tollo de billetes de banco, cuyo exterior estaba completamente negro por el polvo y la grasa. Sus brazos y piernas temblaban por la debilidad a causa de la pérdida de sangre y la larga inmersión en agua caliente. Su principal necesidad entonces era el alimento. Echó las ropas viejas por el conducto que las llevaría al horno para quedar reducidas a cenizas, intentando borrar la evidencia de su presencia en aquella casa y posible identificación. En el frigorífico encontró filetes de carne, pescado y huevos sintéticos. Tomó dos buenos filetes y seis huevos sintéticos. Los puso en la parrilla de la cocina eléctrica y a poco los filetes olían de forma deliciosa, al tiempo que freía aparte los huevos. Mientras esperaba que estuvieran a punto, se bebió dos botellas de leche. La leche, elaborada artificialmente a base de hierba nativa del planeta, tenía un sabor peculiar a levadura; pero Tavernor se la bebió con delicia. Cuando los filetes y los huevos estuvieron a punto, se sentó. En la mesa de la cocina había una radio. Tavernor la encendió y escuchó complacido la música mientras comía, creando en su entorno una atmósfera de seguridad doméstica. Se puso en pie, sacó del rollo de billetes uno de cien estelares y lo puso sobre la mesa. Con el descanso, ropas limpias y el estómago lleno, se sintió pronto listo para emprender la caminata hacia el norte que le llevaría a encontrarse con los demás fugitivos, que se encaminaban al punto de cita, en las orillas del lejano lago Bruce. Después de todo, el confiar en su buena suerte había sido una buena idea. Los sufrimientos, el cansancio y la suciedad habían quedado atrás y todo lo que entonces tenía que hacer era salir a la carretera y seguir andando.
Al ir a coger la manecilla de la puerta, oyó en la radio una señal de cambio de programa y de una nueva emisión. Tavernor se detuvo, por si podía oír algo relacionado con la reacción del ejército en las pasadas actividades nocturnas.
«… las grandes noticias del día, están relacionadas con el hecho importantísimo, en sociedad, de la boda del año, que tendrá lugar muy en breve aquí en El Centro, entre la señorita Lissa Grenoble, hija del Administrador Planetario, y el teniente coronel Gervaise R. Farrell, actualmente agregado a Cerulea número 1 y que, como ustedes saben, es el sobrino del Supremo Presidente Berkeley H. Gough».
La voz profesional del locutor se detuvo un instante para respirar.
«El compromiso ha sido anunciado personalmente esta mañana por el Administrador Grenoble, quien ha manifestado haber recibido un taquigrama de felicitación y enhorabuena del Presidente Gough. Proporcionaremos más detalles en sucesivos programas…».
Tavernor apagó la radio, sacudiendo la cabeza con énfasis y casi estúpidamente. ¡Lissa y Gervaise Farrell! Aquello era imposible. Su mente volvió hacia la última noche con Lissa a bordo del aparato volador de la joven. Lissa había sido suya. Y ahora lo sería de Farrell… La idea rebotó furiosa en su cabeza, resultándole imposible aceptarla. Salió al exterior, quedándose por un momento fijo en la contemplación de la calma del azul océano que se extendía más allá de los árboles.
«No puedo reprochárselo», —razonó mentalmente—. «¿Qué alternativa le quedaba?».
De una parte estaba Farrell, joven, apuesto, rico, famoso, de su misma categoría social, uno de los mejores partidos entre los solteros de toda la Federación, y de la otra, él, Tavernor… un hombre ya maduro, fugitivo, con las venas llenas de agua helada y un espíritu trastornado por el odio y la autocompasión.
«No, no puedo reprochárselo», —repitió en voz alta, cerrando los ojos y apoyándose en el quicio de la puerta, mientras sentía un agudo dolor y una tremenda angustia. Y, con aquel dolor, le llegó a la mente una nueva apreciación interior de sí mismo. Sus frecuentes autoanálisis habían sido un fraude, una ficción; no eran sino una forma desviada de erigir otra pantalla alrededor del verdadero Tavernor, ya que la verdad auténtica era que sí se lo reprochaba a Lissa. Desde luego, sabía que era demasiado viejo para ella y que el matrimonio con Lissa estaba fuera de toda cuestión; pero Tavernor deseaba que la joven pasara el resto de su vida en una especie de luto solitario por él, como una princesa encarcelada en una alta torre, inalcanzable para otro hombre. Era una ridícula visión de la época del rey Arturo; pero era exactamente lo que estaba demandando el espíritu hinchado e incierto de Mack Tavernor, su ego descarriado. Mack se alejó lentamente de la casa.
Algún tiempo después comprobó que caminaba en dirección contraria, dirigiéndose al sur, hacia El Centro y hacia Lissa Grenoble, pero le fue imposible volver sobre sus pasos…