Capítulo 8

LOS ALAS de cuero chillaron temerosos al abrir Tavernor la jaula de mimbre en que estaban encerrados.

Proyectó mentalmente sentimientos de seguridad y de buenos deseos sobre el más inmediato y la criatura con su cuerpo compacto pareció relajarse, con sus ojos plateados brillando y mirándole dulcemente en la precaria luz de la caverna.

«Así, amiguito, así, tranquilo».

Tavernor llevó al alas de cuero hasta el colchón de hierba seca que formaba su cama. Sobre el suelo y junto a la cama, había una enorme flecha de seis pies de largo. El asta tendría aproximadamente una pulgada de espesor y estaba hecha de un tallo, duro como el acero, de los que crecían profusamente en la mayor parte de aquellos barrancales. Aparte de su tamaño, la cosa más singular de aquella flecha era la punta, desproporcionadamente grande, bulbosa y tallada, de una madera granulosa y dura. La punta había sido parcialmente ahuecada, creando una especie de nicho donde Tavernor podía encajar el cuerpo del animal. Lo hizo con suavidad y después comprobó que la cabeza redondeada del alas de cuero no estaba constreñida y que sus satinadas alas podían moverse libremente. Satisfecho, volvió a la criatura a su jaula en donde quedó encerrada.

—¿Cuándo piensas que vendrán otra vez detrás de nosotros, Mack? —preguntó Shelby, apenas visible en la boca de la cueva, como una mancha oscura en la luz plateada y sin sombras del cinturón lunar del planeta.

—Mañana, tenlo por seguro.

—¿No crees que se arriesguen a un ataque nocturno? Quiero decir disponiendo, como disponen, de dispositivos de rayos infrarrojos y que nosotros no tenemos.

—No, no lo creo —afirmó Tavernor enfáticamente—. No hemos visto ese helicóptero con estrellas azules de Farrell en todo el día y no se moverán a menos que él esté ahí.

—Pareces muy convencido.

—Lo estoy. Esto es una baza de juego con Farrell, ya sabes. ¿Cuánto hace que están tras nosotros disparándonos a placer?

—Dos meses.

—¿Y cuántos hombres hemos perdido?

—Ocho.

—¿Ves a lo que me refiero? Si realmente estuviese Farrell ansioso de liquidarnos, lo habría hecho en cuestión de minutos. Ha podido pulverizar la totalidad de la zona, o quemar el bosque o fundirlo alrededor de nosotros. Ha podido incluso poner ingenios atómicos en los helicópteros, en cuyo caso todos habríamos salido volando el primer día.

—Eso sería un mal efecto de relaciones públicas, ¿no crees? Al personal de la Base le gusta relajarse en la ciudad.

—Malas relaciones privadas también.

Tavernor pensó en Lissa y en la forma en que Farrell dispuesto las cosas para dominar a la muchacha desde el momento en que se encontraron. Conociendo su actitud hacia la colonia de artistas, Farrell debió haber hecho todo lo posible para evitar que Lissa tuviera conocimiento exacto de lo que estaba sucediendo en el triángulo del bosque.

—Además —continuó Tavernor—, se vería con malos ojos el expediente militar de un hombre como Farrell, si tuviera que utilizar proyectiles atómicos contra un puñado de desgraciados insurrectos. Incluso así, sigo creyendo que esto es como una partida de caza. Esto es como su coto de caza particular, con sus ciervos y jabalíes, y el matarlos tiene que ser a la luz del día, con él a la cabeza ordenando la cacería.

—Eso suena como un tipo encantador —repuso Shelby entrando en la cueva—. Toma un trago, Mack.

—No, gracias —repuso Mack poniendo la gran flecha junto a cinco más—. ¿Cuánta bebida trajiste contigo, Shelby?

Shelby emitió una risita entre dientes.

—Pues… solo esta botella; pero he ido conservándola y quizás, si no bebo esta noche, no tenga ya más oportunidad…

—La gente ha sido capaz de escapar de peores sitios que éste.

—Tal vez; pero si es que hemos de escapar de aquí y a través de esa línea, no creo que vayamos a vivir mucho en el archipiélago. Nada parece tener objeto.

Tavernor sabía a lo que se refería Shelby. La caverna estaba en la base de los acantilados y a lo largo del borde occidental del bosque, escondida profundamente en la fisura hecha por un pasaje de agua del mar, seco desde hacía ya mucho tiempo. El ejército aún no conocía muy bien su localización exacta; pero habían ido estrechando el cerco hasta una franja de dos millas de distancia alrededor de los acantilados, acordonando la zona. El plan de Tavernor, tal y como lo había concebido, era el de romper el cordón y dirigirse hacia el norte, adentrándose en la parte más salvaje e inhabitada del continente. Mantenía la débil esperanza de que si conseguían escapar del inmediato alcance del ejército, serian olvidados gradualmente; pero pudo darse cuenta de que para un hombre como Shelby, aquello era apenas la sustitución de una muerte rápida por una más lenta.

—Recuerda a Gauguin.

—¿Gauguin? —repuso Shelby incorporándose de su camastro de hierbas—. ¡Ah! Ya comprendo a lo que te refieres. Éste no es el caso. Yo puedo vivir sin pintar. Soy bueno en la pintura; pero eso es todo, un buen pintor y nada más. Es un alivio estar en condiciones de conocer la verdad y rendirse realmente a la evidencia.

La voz de Shelby tenía un acento peculiar que le recordó a Tavernor la mujer de ojos lechosos que no se atrevió a venir a Mnemosyne.

—¿A qué te refieres, entonces? —preguntó Mack, con una sensación de alivio por no haber sentido nunca tendencias artísticas.

—Pues quiero decir que… nada de lo que hagamos ninguno de nosotros tiene objeto en los días que vivimos. ¿Cuánto tiempo tardarán los pitsicanos en venir, Mack?

—Puede que no vengan nunca.

—Vamos, no gastes bromas conmigo. La guerra ya existía antes de que hubiéramos nacido y la hemos estado perdiendo siempre.

—¿De veras crees eso?

—Lo sé; a despecho de los trucos que emplea habitualmente el Departamento de Guerra. Ya sabes, Mack, Mnemosyne es un mundo extraño. Tiene la más alta proporción de artistas, poetas y músicos que cualquiera de colonias humanas esparcidas por la Federación. Nadie tiene la certeza de por qué vienen aquí, pero lo hacen, sencillamente como los lemings. ¿Sabes tú lo que traen con ellos?

—Adelante. Te escucho. —Tavernor echó mano de la pipa y con trabajo rebuscó las últimas hebras de tabaco que le quedaban en la bolsa—. Pues traen el alma humana, o lo que queda de ella. Te parece una locura, ¿verdad?

—Pues no del todo —le aseguró Tavernor, reservándose con cuidado el asombro que le producía la imaginación de una mente artista.

—Esta vez has exagerado tu seriedad, amigo mío —continuó Shelby destapando la botella—. En estos dos meses, ha ido creciendo mi afecto hacia ti, Mack; pero tú, en realidad, eres solo un artesano. Las cosas que te estoy diciendo son tan verdad como tu preciosa Segunda Ley de la Termodinámica; pero en otro plano de la realidad. ¿Te ofende eso? ¿Vas a acusarme de nuevo de homosexualidad?

—No tras haberte oído al fondo de la cueva con Joan Mwahi.

—En tiempos de peligro, la fuerza de la vida se acrecienta en límites insospechados; es la forma lógica en que se comporta la Naturaleza.

—La mayor parte de las noches, lo vuestro suena a una confrontación a vida o muerte, a lucha total.

—Así es, teniendo en cuenta que he sido el más duramente reprendido de todo el grupo. Pero estaba hablando de otras cosas. El arte, tanto si aceptas la idea, como si no, sirve de espejo al alma humana. El artista no es nada sin la inspiración y cuando ésta llega, el artista es meramente un instrumento, lo que hace que el arte sea tan valioso. Una verdadera obra de arte, te dice cómo son las cosas, dando por supuesto que sepas cómo mirarlas. Un ser dotado de una suprema inteligencia que la mire, pongamos por caso el mural del pobre Vejvoda, habría estado en condiciones de leer en él la totalidad de la experiencia humana, incluso en el caso de que el propio Jin, solo un instrumento, hubiese sido incapaz de tal interpretación.

—¿Para qué sirve pintar, si la pintura no puede ser comprendida?

El interés de Tavernor estaba comenzando a excitarse. Las palabras de Shelby despertaban unos lejanos ecos en su mente, medio formando la idea de la omnipresencia de la vida, que le había alcanzado durante el fantasmal silencio que siguió a la transformación de la estrella Neilson.

—Pero es que siempre puede ser parcialmente comprendida, y el único camino con significado que puede seguir la vida de un hombre es el que acreciente su grado de comprensión. Una pintura clásica abstracta, como «Emitir luz sin dolor», contiene exactamente la misma información, infinitamente multiplicada, que la que nos proporciona la tabla de Van Hoerner de valores arbitrarios para el curso de las vidas y probabilidades de destrucción de las civilizaciones técnicas.

—¿Acaso es que el mural de Vejvoda contiene un informe hasta el momento presente respecto a la situación de la guerra?

—Lo creas o no… sí. Te habría dicho que el Hombre casi ha perdido su alma, que su genio se ha marchitado, que está perdiendo la guerra contra los pitsicanos, porque ha perdido el derecho a ganarla.

Tienes razón respecto a mí —concedió Tavernor—. Yo sólo soy un artesano.

—Tú eres un ser humano como el resto de nosotros; pero una simple copa de chispas puede hacer la condición soportable.

Shelby tomó un trocito de azúcar del bolsillo y lo dejó caer en el frasco. El verde líquido comenzó a rebullir con motas de luz dorada, como un microcosmos en creación. Alguna de aquellas mágicas chispas, salieron al exterior por el cuello de la botella; pero Shelby las atrapó en el aire inhalándolas por la boca.

—El Olimpo esperó mil años para esto y nunca llegó —susurró como para sí mismo—. Una porción de hielo verde, perfumes de loto, la luz del sol y los sueños… No te lo ofreceré de nuevo.

—Bueno, dejémonos de todo esto —indicó seriamente Tavernor—. Hay trabajo que hacer.

El cordón de vigilancia tenía una forma vagamente semicircular y poco más o menos tres millas de longitud. Consistía en seis barreras de rayos láser enlazadas entre sí a media milla de distancia de intervalo. Cada barrera era todo un derroche de rayos láser refractados entre dos estaciones proyectoras; rayos de baja energía que incluso resultaban invisibles en plena noche. Pero si un cuerpo en movimiento interrumpía alguno de los rayos automáticamente se producía una descarga súbita en el proyector y los laceres asaeteaban con sus cegadoras lanzas de muerte. Los niveles de energía alcanzados podían ser calibrados por el hecho de que cuando se establecieron las estaciones de proyección, no había sido necesario derribar ningún árbol para establecer una línea recta de conexión. Todo lo que precisaron los técnicos encargados de su montaje fue taladrar con agujeros en los mismos troncos de los árboles la trayectoria a seguir.

Tavernor sabía por experiencia que los únicos puntos débiles de aquella instalación eran las estaciones proyectoras, donde las dos unidades láser se hallaban de espaldas una con otra. La técnica a seguir era o bien colocar una barrera física entre las unidades, o dejar una tentadora «puerta» de paso con un escuadrón de vigilancia al exterior de cada estación, con instrucciones de dirigir un fuego convergente sobre cualquier cosa que intentara pasar por ella. Fue a este respecto, en la estimación de Tavernor, donde Farrell y sus hombres se habían mostrado ligeramente faltos del cuidado suficiente. Habían dejado dos puertas de paso, cada una guardada por cuatro hombres y dos ametralladoras, con la presunción hecha de que seria imposible para aquellos fugitivos, virtualmente desarmados, intentar forzar tales pasos.

Tavernor se puso en pie y golpeó su pipa contra la rocosa pared de la caverna. Se había fumado las últimas hebras de tabaco que había guardado, como Shelby el licor, para sus últimas horas en la cueva. Estaba demasiado oscuro para ver algo; pero oyó los movimientos expectantes entre los veintitrés hombres y cuatro mujeres con quienes había vivido durante los pasados dos meses.

—¡Un discurso! —pidió alguien irónicamente.

Mack identificó la voz de Pete Troyanos. Tavernor vaciló, aclarándose la garganta. Deseaba decir a aquella gente una serie de cosas importantes, cuánto había admirado su valor y adaptabilidad, con cuánta amargura lamentaba las muertes que se habían producido, cuánto sentía las frustraciones que padecían por el hecho de que, estando desarmados, se habían convertido en guerrilleros y cuánto les había agradecido el verse rodeado del afecto y del respeto de todo el grupo, cuando se había sentido él mismo incapaz de sostener relaciones humanas normales. Pero se dio cuenta de que las palabras sobraban, casi, en aquella ocasión.

—Creo que no es el momento de pronunciar discursos —dijo—. Todos vosotros sabéis exactamente qué es lo que tenéis que hacer y lo que hay que hacer ahora es marcharnos de aquí.

Sus palabras fueron acogidas con un silencio total, en el cual advirtió una decepción por parte de sus compañeros de desventuras, dándose cuenta de que tenía que responder a su demanda y de que tenía que pagar su contribución natural como miembro de la raza humana.

—Escuchad… —Tavernor parpadeó desesperadamente en aquella oscuridad, librando toda una batalla contra la marea estéril y fría del pasado. Tenéis que cuidaros de vosotros mismos, porque… porque…

—Es suficiente, Mack —dijo una voz calmosa—. Estamos ya dispuestos para ir.

Salieron uno tras otro a la fría noche. El cinturón lunar pasaba por encima de sus cabezas, como un helado curso de diamantes rotos, una vez atravesado por la sombra del planeta, alrededor de la cual parecía que se hubiera hecho una siembra de anillos concéntricos de amatistas, esmeraldas, topacios y rubíes. Las estrellas brillaban débilmente al otro lado de la brillante cortina celestial, dando al cielo la impresión de una infinita profundidad que faltaba en otros mundos. Tavernor respiró profundamente, forzándose a sí mismo a relajarse, mientras que los otros comenzaron a ganar el selvático cinturón de matorrales que separaba el bosque propiamente dicho de la base de los acantilados.

A una milla de distancia y en línea recta atravesando la maleza, estaba la estación central del cordón, a la que había que dar el asalto. El primer paso del plan concebido implicaba que el grupo se aproximase a unas cuatrocientas yardas de la estación y que allí esperasen la señal de Tavernor para avanzar. Mack hubiese preferido acercarse aún más; pero el riesgo de ser detectado por cualquier dispositivo de escucha hubiera sido demasiado grande. Cuando la última persona de la silenciosa fila india estaba desapareciendo entre los matorrales, Tavernor y Shelby reunieron y cargaron con las seis enormes flechas y las seis jaulas de los alas de cuero. Siguieron al grupo principal durante algún tiempo y después se desviaron ligeramente hacia el sur, dirigiéndose a un pequeño cerro desnudo de vegetación que Tavernor había seleccionado previamente.

Mientras caminaba, Tavernor pudo advertir el nervioso rebullir de los alas de cuero enjaulados e imaginó que aquellas extrañas criaturas olfateaban la muerte, sintiéndose desgraciadas. Sintió una oleada de afecto por aquellos mamíferos, cuya instintiva moralidad era superior a los grandes edificios éticos construidos por la humanidad. Al ala de cuero no le resultaba extraño el tener que matar; pero tomando solo la exacta proporción de la mesa del banquete ecológico, como había descubierto cuando intentó entrenarlos en una partida de caza. Eran sus métodos de despachar la presa lo que proporcionó a Mack la idea de incorporarlos a la guerrilla como una nueva especie de arma.

La primera vez que vio a un ala de cuero en acción pensó que se hallaba observando un espectacular suicidio. Se había lanzado como un rayo descolgándose del ambiente rojizo del crepúsculo, aplastándose como una bomba en el interior de una colonia de pseudolagartos anidados en un saliente rocoso. El brutal impacto se oyó en un centenar de yardas. Tavernor, cuya curiosidad se había despertado a límites insospechados, fue saltando a duras penas por las rocas y llegó con el tiempo justo para ver como el ala de cuero se disparaba hacia arriba con un reptil muerto entre sus garras. Aparentemente una fuerza de deceleración o tal vez la fuerza de cien gravedades había dejado al ala de cuero como si tal cosa.

Tavernor continuó observando a los alas de cuero durante varios meses antes de descubrir que estaba equivocado en una de sus más básicas apreciaciones respecto a ellos. Sus hábitos nocturnos y su apariencia general de murciélago le habían engañado al pensar que utilizaban alguna especie de radar para su navegación aérea en la oscuridad, como le sucede al murciélago terrestre; pero lo cierto es que disponían de una determinada forma de telepatía. Los depredadores que tenían la facultad de influir en la mente de sus presas no eran desconocidos en los variados dominios de la Federación; pero Tavernor sospechó que los alas de cuero tenían la facilidad de poseer tal facultad en un alto grado. Realizó experimentos para probar que los animales podían hacer algo más que detectar las radiaciones cerebrales. Una serie de experimentos consistió en que Tavernor fijase sus pensamientos en un objeto componente de un grupo, dejando después a un ala de cuero libre e inculcándole tales pensamientos con toda su fuerza. Tan pronto como aprendió bien la artimaña de proyectar la imagen claramente, la proporción de éxitos directos en forma de impactos seguros sobre el objeto elegido, subió a un cien por cien.

La idea de utilizarlos como una enorme flecha guiada por control biológico le llegó poco después, entre la misma paralizante sensación de revelación que había experimentado últimamente en la nave de tránsito hacia MacArthur. Había trabajado sobre aquella idea solo intermitentemente; pero aquello ofrecía un positivo aspecto, a pesar de una cierta repugnancia en moldear con sus manos los instintos de aquellas criaturas, respecto a lo que los alas de cuero podían hacer. Unas pruebas preliminares le habían mostrado que un ala de cuero podría ser entrenado en aceptar el rápido viaje de una flecha acurrucado en el hueco de su extremo, controlar el punto de impacto dentro de las limitaciones de la masa del proyectil y del alcance de las alas del animal y escapar libre momentos antes del impacto. Tavernor apenas había comenzado a construir en su taller un adecuado dispositivo de lanzamiento, cuando, sin ningún respeto, la casa, el taller y el bosque circundante habían sido reducidos a sus componentes químicos por el ejército… Desde la cresta del pequeño altozano era posible ver un ligero resplandor de luz procedente de la estación proyectora.

—Creo que nos están poniendo las cosas fáciles —dijo Shelby despectivamente.

—No importa la luz —repuso Tavernor dejando caer la carga—. He arreglado los arcos aprovechando la luz del día. Mi única preocupación es no poder disparar juntos a un par de nuestros amigos; creo que es pedir demasiado a estas criaturas.

—Pues a mi, no. Ya te he visto disparando a esos animales.

—Si, pero solo durante el día. Unos arcos como éstos, hechos de madera y cuerdas de fibra, cambian sus características con la temperatura y la humedad. Hay también un límite para la dispersión de los alas de cuero.

—Como tú creas, Mack.

—Vamos a encargarles un buen trabajo, pues. Tú comprueba el físmel, mientras que yo tenso los arcos.

—¿Comprobar qué?

—El físmel es la distancia entre el dorso de la flecha y la cuerda del arco. Es como un indicador manual de tensión.

Tavernor dio a Shelby una varilla con una entalladura cerca de un extremo.

—Pon este extremo sobre el sitio en que descansa la flecha a ver si la cuerda cruza la entalladura. Si no llega, es que el arco está flojo y tendremos que tensar la cuerda para acortarlo.

—¿Es necesario hacer todo esto?

—Soy un artesano, recuerda. Tienes mi palabra de que es así.

Tavernor comenzó a templar la encorvadura de los seis macizos arcos, gruñendo furiosamente por el esfuerzo requerido para conquistar y dominar su implacable resistencia. Dos de los físmeles resultaron demasiado pequeños y los respectivos arcos tuvieron que ser reencordados. Para cuando hubo terminado, Tavernor estaba bañado en sudor y el corazón le latía pesadamente, recordándole que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Aseguró los arcos en sus lugares de disparo, proporcionándole una nueva y renovada fatiga el montarlos en sus rampas de funcionamiento, colocar las flechas y tirar de las cuerdas tensadas con ambas manos, para ser disparadas con los pies. Cuando los seis arcos estuvieron dispuestos, respiró profundamente hasta que los fuertes latidos de su corazón se templaron.

—Me gustaría poder ayudarte —dijo Shelby, mirando con pena su brazo inútil, ya que el tríceps estaba partido en dos por el balazo que recibió.

—Guárdate tus fuerzas para salir corriendo.

Tavernor se puso en pie, comprobó que las rampas de los arcos estaban bien dispuestas y en los lugares que previamente había marcado. Abrió las jaulas una por una y puso a los alas de cuero en los hoyos tallados en la cabeza de la gran flecha de cada arco, acariciando las cabezas de los animales, murmurándoles palabras de dulzura y de confianza. Los plateados ojos de los animales le miraban en la oscuridad, diciéndole cosas que hubiera podido comprobar muy bien de no hallarse agobiado por la armazón humana. Se arrodilló tras el primer arco y reunió sus pensamientos, dándoles forma y clarificándolos, creando una imagen mental de lo que tendría que ser el objetivo de los animales. Mientras pensaba en las cuatro caras desconocidas de los soldados cuyas vidas tenía que cobrar, se puso en estrecha comunión con una mente que nunca había conocido la maldad ni la culpa, tratando de alejar el concepto de destruir una vida para conservar las demás, a despecho de su sombría certeza de que la comprensión a semejante nivel sería imposible.

—¿Está todo dispuesto, mon ami? —repuso Shelby en un susurro ansioso.

—¡No hables!

Tavernor soltó el primer disparador y la gran flecha surcó los aires en la negrura del cielo nocturno y en busca de su objetivo, con la confianza de que todo estaba bien calculado. Sin perder más tiempo, Tavernor siguió e hizo lo mismo con el resto de la fila de arcos enviando las flechas a recorrer la distancia de aquellas quinientas yardas.

Era preciso moverse rápidamente para evitar que los soldados pusieran en funcionamiento cualquier tipo de alarma cuando se encontraran bajo el imprevisto ataque. Al disparar la quinta y la sexta flecha, miró con fijeza al resplandor de la luz de la estación proyectora. La luz continuaba igual, sin ninguna indicación de si estaba iluminando la vida o la muerte.

—Da la señal —indicó Tavernor—. Todo está ya decidido.

Shelby hizo sonar su silbato de madera y comenzaron a correr. Moverse entre los matorrales a una velocidad superior a una marcha normal, resultaba peligroso; pero Tavernor solo pensaba en la posibilidad de que el puesto de mando hiciese alguna señal de rutina con la radio de las estaciones y descubriese algo fuera de lo normal.

Corrió delante de Shelby tan rápido como le fue posible, utilizando su mayor peso corporal para abrirle paso a su compañero entre la maleza. Unos crujidos procedentes de la parte norte le advirtieron de que iba adelantado del grupo principal.

Alargó sus pasos. Si las flechas habían fallado en realizar su cometido iba directo a sentir el primero, las consecuencias. La luz de la estación comenzó a hacerse visible ante él y estimó que se encontraba todavía a unas doscientas yardas.

En aquel instante el cielo pareció encenderse con resplandores de aviso. Tavernor se detuvo un instante y Shelby se le echó encima a muy pocos segundos.

Su primer impulso fue dar la señal para volver a refugiarse en la caverna, pero en el acto comprobó que las luces se habían enviado como bengalas hacia el Norte y Sur, aunque no hacia ellos. Parecía que las flechas habían alcanzado sus objetivos marcados.

No había tiempo que perder en imaginarse de qué forma habían sido alertados los hombres de las otras estaciones.

—¡Sigue corriendo! —gritó a Shelby, forzándole a seguir adelante—. ¡Vamos, continúa!

—¿Correr? ¡Fíjate como vuelo! —repuso Shelby lanzado hacia delante de Tavernor y corriendo ambos a través de la oscuridad, con los músculos sobrecargados por el miedo. Una prolongada explosión y una porción de fuego color naranja arrojado al aire hacia el Sur, advirtieron a Mack que dos helicópteros habían despegado del suelo. Intentó correr más deprisa; pero era algo ya superior a sus fuérzas. Unos puntos brillantes de luz se arqueaban en el cielo, lo que demostraba que las tripulaciones de los helicópteros estaban poniendo en funcionamiento sus armas de a bordo.

Tavernor alcanzó la estación delante de los más avanzados del grupo principal. Se lanzó como un tromba entre el estrecho pasadizo existente entre las dos estaciones e hizo un esfuerzo final en las cincuenta yardas que le separaban de la luz todavía resplandeciente y que era una lámpara de campaña puesta a la entrada de una tienda en ángulo agudo. De uno de los lados de la tienda sobresalían las puntas de las dos flechas allí caídas. Tavernor se puso de rodillas, miró al interior y vio a dos cuerpos caldos al suelo y que parecían haberse dirigido hacia la puerta cuando les llegó el fin. Lo que había sido la cabeza no era más que una masa sanguinolenta.

Se puso en pie y miró a su alrededor. Otros miembros del grupo ya entraban por la puerta entre las dos estaciones, pasándole y adentrándose en el bosque. Shelby estaba en pie junto al pasadizo, empujando a los hombres por el camino a seguir. El ruido de los helicópteros comenzó a llenar el ambiente circundante, mientras que nuevos resplandores comenzaban a entrecruzarse por el cielo. Tavernor buscó agudizando la vista entre la línea de árboles y vio el ligero brillo de una ametralladora y corrió hacia ella. Otro cuerpo estaba deshecho en el suelo junto al arma y en una de las manos sin vida del soldado, una radio de campaña, con la luz roja de transmisión aun encendida. Se situó detrás de la ametralladora y dio vuelta hacia el sur. El flujo de los fugitivos había cesado, pero Shelby seguía todavía de pie en el pasadizo.

—¡Vamos, Kris, lárgate al infierno fuera de aquí! —le gritó—. Vamos a ser cazados desde el aire en cualquier momento.

—Todavía no, aun quedan algunos que no han llegado.

—¿Cuántos?

—Cuatro.

—Ya pasarán por su cuenta. ¡Fuera!

—Joan es uno de ellos. Voy a esperarla.

—¡Por amor de Dios, Shelby! No es más que una…

Pero la voz de Tavernor se perdió entre el tremendo rugido de un helicóptero que picaba en aquel momento directamente por encima de la tienda de campaña. La tienda quedó destruida bajo aquella tormenta de polvo y hojas y la luz de la linterna comenzó a danzar. Tavernor levantó la ametralladora, apretando el gatillo con todas sus fuerzas. Controlando el arma por instinto, roció un costado del fuselaje con una granizada de balas. Una llamarada terrible de color naranja comenzó a envolver al aparato. El desequilibrio producido hizo que se inclinase de costado, estrellándose contra el suelo a poca distancia de Shelby, paralizado por lo que había sucedido en tan pocos segundos. La barrera de rayos láser golpeó a la máquina con furia, como si fuera con dardos forjados en el interior de una nova. La máquina explotó con sus tanques de combustible y sus municiones. Tavernor sintió el suelo rocoso como un barco en el mar, al desintegrarse el helicóptero en mil ruidos, esparciéndose en fragmentos, algunos de los cuales fueron a cortar otra vez el cordón establecido, además de haberlo hecho ya en varias partes el láser.

Unas llamaradas más pequeñas mostraron que Shelby ya había dejado de permanecer en pie. Tavernor corrió hacia él. De pronto se detuvo y se cubrió los ojos con sus manos. Shelby había sido alcanzado por un trozo de metal y era obvio, incluso a cincuenta pasos de distancia, que estaba muerto. Tavernor miró entonces el estrecho pasadizo existente entre las dos unidades de láser. Shelby había advertido que faltaban por llegar cuatro personas. Vaciló y el suelo pareció surgir hacia el cielo mientras un segundo helicóptero tronaba sobre su cabeza con las armas de costado a pleno fuego. La tierra pareció volver de nuevo a su sitio, dejándole milagrosamente intacto, excepto por un agujero perfectamente redondo en la bota izquierda. Se volvió y corrió de nuevo hacia la ametralladora. El arma aparecía de costado con sus mecanismos deshechos.

El segundo helicóptero volvió a dar una pasada sobre el lugar en que se hallaba y esta vez Tavernor advirtió las estrellas azules blasonando en sus costados. Llegó al tiempo justo en que Joan Mwabi y los otros tres que faltaban aparecieron por la puerta de salida. Todas las armas abrieron fuego al mismo tiempo y su fuego, canalizado por las unidades láser a prueba de balas, pareció arrastrar a aquellos seres humanos como hojas secas por un fuerte vendaval. Andando lentamente y con cuidado, como lo habría hecho un hombre anciano, Tavernor se internó en la negrura de los bosques.