Capítulo 7

EL PERFUME del cuerpo de Lissa aún permanecía en él, al dejar atrás las tierras del parque, y comenzó a abrirse paso a través de los bosques. Solo a unos cuantos cientos de yardas detrás de donde se hallaba, y extendiéndose al oeste hacia la negra pared de la altiplanicie, estaba el límite norte de la Base Militar. Unas ocasionales ráfagas de luz rojiza, procedentes de la valía interior, llegaban hasta él en la oscuridad; pero conforme se introducía más en el bosque, los caminos de entre los árboles iban cerrándose como evidencia de que desaparecería la civilización. Siguió moviéndose con cuidado, sin utilizar otra luz que la ambiental producida por el cinturón de fragmentos lunares que circundaban a Mnemosyne y el brillo, ya desvaneciéndose progresivamente, de la estrella Neilson.

Era muy verosímil que se hubieran instalado estaciones de escucha en el perímetro de la Base, y Tavernor no tenía el menor deseo de que alguien viniese tras él rastreándole con dispositivos de rayos infrarrojos.

Entrar en el bosque tan cerca del campo, había sido un riesgo, pero él lo había elegido para no ser visto de nuevo viajando hacia el norte por la carretera de la costa. El teniente que le había localizado con el helicóptero aquella mañana le había dejado ir de muy mala gana, y solo después de una exhaustiva comprobación de sus documentos y del vehículo, que nada mostraron de sospechoso.

«Creo que estarán formando todo un expediente sobre mí», —pensó—. «Y pronto se irá engrosando».

Rechazando cualquier consideración de su inmediato futuro, sus pensamientos volvieron a las tres horas que había pasado con Lissa…

La sola intención consciente de Tavernor, habla sido la de decirle adiós. Lissa pareció sorprendida y ligeramente distante cuando la llamó a la Residencia; pero solamente fue una ligera vacilación la que dejó adivinar cuando Tavernor le sugirió un encuentro con ella. Lissa fue a su hotel a buscarle y pusieron la proa de su coche flotador rumbo al Este el lugar en donde la sombra de las pequeñas lunas de Mnemosyne como joyas prismáticas estaban comenzando su lenta jornada cielo arriba. Mack no le había dicho adónde iba solo que dejaba El Centro, pero ella percibió en él la resignación y pareció intuirlo correctamente. Las lágrimas de la joven le sorprendieron. Puso el vehículo en vuelo automático, la tomó por los hombros e intentó encontrar las palabras apropiadas para poner fin a un amor que nunca había existido. Pero, en cierta forma, todo lo que hizo Tavernor fue confirmar su existencia, independiente de cualquier otra palabra que hubiera podido seguir.

Más tarde, mientras se ayudaban el uno al otro a vestirse con dedos torpes por la emoción, Lissa volvió a llorar, pero esta vez sus lágrimas fluyeron libremente y sin amargura…

La aurora comenzaba a superponerse sobre la escasa luz de los fragmentos lunares, cuando Tavernor se detuvo a comer y descansar. Abrió la mochila de campaña que compró la tarde anterior, sacó unos bocadillos y un termo de café y fue a sentarse sobre las grandes raíces de un viejo árbol recubierto de musgo. Cuanto más, habría cubierto una distancia de cinco millas; pero ya era una distancia respetable para la clase de terreno que atravesaba. El follaje verde azulado que se extendía sobre su cabeza, le proveía de un perfecto camuflaje para los aviones, y aún no se había inventado ningún vehículo capaz de internarse por entre una intrincada arboleda.

Cansado como estaba, después de haber comido algo intentó dormir, pero la idea le pareció ridícula. Comenzó a caminar de nuevo y al cabo de una hora llegó al primero de los ríos secos que atravesaban la llanura. Allí se le planteó el problema de marchar adelante y hacia el oeste siguiendo su lecho, o cruzar y continuar en dirección hacia el norte durante varias millas más.

De algunas previas excursiones que había realizado por aquella zona, recordó que uno de aquellos antiguos ríos todavía llevaba una corriente de agua clara, que provenía de la altiplanicie. Era muy bien conocido por los pintores de la comunidad de artistas, porque en la última parte de su descenso desde las tierras altas, el agua formaba una cascada de doscientos pies, en una depresión en forma de cuchara, produciendo un bello aspecto con sus espumosas nubecillas que cambiaban de aspecto a cada instante bajo la influencia del viento. La corriente era la fuente principal de agua potable en la totalidad del triángulo de treinta millas que así se formaba y Tavernor tuvo la certeza de que encontraría a los perseguidos en alguna parte de su curso. Una vez que Gervaise Farrell se hubiera familiarizado con aquellos detalles geográficos, se hallaría en condiciones de obtener la misma deducción, lo cual era el motivo por el que Tavernor deseaba encontrar a los fugitivos sin la menor pérdida de tiempo.

No había forma de saber a cuanta distancia tierra adentro se habrían retirado, y así Tavernor decidió ir hacia el norte y cruzar la corriente tan cerca de la costa como fuese posible. Seleccionando un lugar donde no hubiese tallos secos o raíces afiladas en que pudieran interceptar su paso, se tiró a la corriente, la cruzó y saltó a la otra orilla. El calor del largo día de Mnemosyne iba creciendo de intensidad, incluso bajo la sombra de los árboles, comenzando el aire a vibrar con verdaderas nubes de insectos. Mnemosyne no tenía apenas insectos que fueran venenosos, pero muchos, de los de gran tamaño, comenzaron a pasar por el rostro de Tavernor con una especie de vuelo acariciante que le resultó más desconcertante que un ataque de avispas.

Mientras continuaba el camino, sudando, por el suave piso del bosque, volvió a aprender de nuevo una verdad descubierta miles de veces en el pasado, que un planeta no se convertía en otra Tierra simplemente porque hubiese sido explorado y cartografiado, medido y colonizado.

En un hospitalario globo como Mnemosyne, el hombre podía vivir una vida al estilo de la Tierra, desarrollar una sociedad parecida a la terrestre, hacer crecer alimentos terrestres; pero sólo bastaba caminar alguna distancia de la puerta de la casa, dar la vuelta a una roca o mirar a cualquier criatura reptar por el suelo, para comprobar que la madre Tierra quedaba lejos, muy lejos. El misterioso impacto de lo irrazonable y de lo que no se podía controlar por ser extraño, llenó con sus temores la mente de Tavernor, advirtiéndole de que el espacio es demasiado grande y que se hallaba a años luz de distancia de su verdadero hogar, encarándose con algo que sus antepasados no vieron jamás. Incluso en la Tierra, la vista de una criatura familiar, como por ejemplo una gran araña, podía llenar a ciertas personas de un pánico tan violento como son capaces de sugerir tales artrópodos y otras criaturas relacionadas con ellos como si tuviesen un origen extraterrestre. ¿Cómo reaccionarían esas mismas personas si al mover una piedra viesen bajo ella una criatura todavía mucho más extraña? El haber viajado guerreando en una docena de mundos había endurecido a Tavernor y le había deparado una serie de aventuras y sorpresas, algunas de ellas verdaderas bromas pesadas. Una vez se despertó por la presencia de una gruesa, blanca y pastosa mano que reptaba por su pecho dejando tras de sí un rastro de espuma, como un enorme gusano. Y eso era realmente, un gran gusano que había olido la saliva de su boca y se dirigía a beberla. Los insectos que ahora le rodeaban y chocaban contra su cara, hacían el ruido de abejorros; pero no le gustó mirarlos de cerca, porque sabía que realmente no se trataba de tales abejorros y que su contacto podía resultar insoportable.

Era casi mediodía cuando llegó a la corriente y giró hacia el oeste a lo largo de la orilla llena de espesa vegetación del barranco por donde discurría. Conforme el sol llegaba al cenit el calor se hizo más pesado y el bosque parecía haberse dormido en una completa quietud, como consecuencia del reposo de sus habitantes. Aquí y allá, se formaban columnas de vapor de agua que ascendían de los árboles empapados por la humedad, con sus enormes hojas exudando la captada durante la noche. El caminar se hizo una penosa tarea, sin significado y sin fin. Ocupó su mente, intentando imaginarse qué clase de recepción tendría de los fugitivos en el caso de encontrarlos. Podría darse el caso de que se hubieran cansado de tal forma que hubiesen preferido entregarse… O dirigirse hacia el sur, o hacia arriba…

Sus especulaciones fueron interrumpidas por el monótono ruido de los rotores de un helicóptero que cruzaba sobre su cabeza. Tavernor dio media vuelta y divisó brevemente el aparato, mientras se ocultaba en una oquedad del barranco. El aparato surgía procedente de la costa. Sacó los prismáticos de su mochila y los enfocó al dentado horizonte, La máquina apareció de nuevo en su campo de visión con los rotores girando lentamente, y la imagen aumentada de la máquina confirmó sus temores. Proyectadas fuera de ella aparecían instaladas las unidades termopilas, como los brazos de una araña, a los costados del fuselaje. Aquella versión militar de tales dispositivos, como ya sabía Tavernor, podía detectar el calor de un cuerpo humano desde una altura de trescientos pies, aunque dependiendo de ciertas condiciones. Además servia como control de fuego para cualquier arma, desde un nido de ametralladoras hasta una batería de morteros.

El helicóptero se hallaba a una milla de distancia, lo que significaba que tardaría tal vez unos treinta segundos en hallarse en su vertical. Instantáneamente rebuscó un hueco cualquiera en el barranco en donde poder esconderse. A los lados, todo aparecía liso y sin huecos y el agua solo tenía unas cuantas pulgadas de hondura, descartando cualquier posibilidad de sumergirse en ella. El cansado ruido del helicóptero cambió de tono al cruzar en diagonal en su paso por encima de la hondonada.

La mirada de Tavernor se dio prisa fijándose con inmediata atención en las inmóviles columnas de vapor que surgían de un gran árbol situado a unas cincuenta yardas. Corrió hacia él, zigzagueando frenéticamente entre los demás árboles pequeños.

El sonido del helicóptero se había convertido en un rítmico trueno conforme llegaba a la base del árbol. Se echó detrás del tronco y se acurrucó allí, mirando hacia arriba, a través del espeso follaje que como una enorme sombrilla le recubría en aquel momento. Las ramas se estremecieron al pasar el aparato por encima, dando la impresión de que rozaba la copa del árbol, y a Tavernor se le detuvo la respiración. Contaba con que el efecto refrigerante producido por el escape del vapor acuoso del árbol evitase su localización por el dispositivo de las termopilas del helicóptero, atenuando así el calor emanado por su propio cuerpo. Pero ¿qué sucedería si…?

El sonido de la máquina se alteró de repente, mostrando que los rotores habían cambiado de dirección para maniobrar. Tavernor dio la vuelta al árbol y pasó al lado opuesto. De nuevo el terreno vibró y se dio cuenta de que el helicóptero estaba rastreando algo. Y repentinamente el zumbido monorrítmico de los rotores dio paso al martilleante ruido de las ametralladoras. A Tavernor se le puso el cuerpo rígido esperando de un momento a otro quedar inmerso en una nube de trozos de tierra y pedruscos arrancados del suelo por el fuego del aparato.

Milagrosamente, el fuego cesó antes de que el helicóptero pasara por su vertical, dándose cuenta de que maniobraba para ganar altura. Su confuso cerebro obtuvo la conclusión de que el helicóptero tuvo que haber disparado a otra cosa diferente. Se puso en pie e intentó ver qué había más arriba en el barranco, en donde parecía haber estado el objetivo del fuego del helicóptero. Su visión estaba oscurecida; pero aquello solo pudo haber sido la respuesta. Tras él, el helicóptero había dibujado la figura de un ocho y estaba dando la vuelta para volar barranco abajo. Tavernor se disparó a través de los árboles en una serie de saltos de gamo, arriesgando vaciarse un ojo con aquella maraña de tallos secos y cañas. Cruzó una baja prominencia del terreno para llegar a un claro exactamente al mismo tiempo que el helicóptero. Tardó un segundo en cruzar aquel trozo de cielo abierto; pero en aquel solo segundo, las ametralladoras del aparato barrieron el suelo del bosque, como si fuese una rociada líquida, por sobre el cual corrían una serie de figuras humanas en un pánico animal. El ruido del aparato se fue perdiendo y quedó enmascarado por el crujir de las ramas, metódica, casi suavemente, conforme iban cayendo hacia el suelo.

—¡Por aquí! —gritó Tavernor—. ¡Diríjanse hacia los árboles!

Siguió gritando mientras corría por el claro, haciendo señales con los brazos e intentando servir de pastor a aquel rebaño enloquecido de fugitivos para conducirlos a lugar seguro. Algunos siguieron la dirección indicada, otros le miraban fijamente con ojos de sorpresa.

—¡Dense prisa todos ustedes! —grito otra voz—. ¡Hagan lo que les dice!

Tavernor se volvió y vio a Kris Shelby. Incluso en aquellas circunstancias, su alta figura conservaba una cierta elegancia estudiada, pero el brazo izquierdo le colgaba como un guiñapo junto al cuerpo y la sangre corría entre sus dedos.

—¡Dejen de gritar y corramos! —exclamó Tavernor cogiendo a Shelby por el brazo sano y llevándolo hacia el árbol más próximo.

—Es usted un tonto, Mack —le dijo Shelby haciendo un gesto de dolor cuando comenzó a correr—. Usted ni siquiera pertenece a Mnemosyne.

—Algún día será.

Y mientras así hablaba, Tavernor echó un vistazo hacia la bóveda de los grandes árboles donde los rotores del helicóptero brillaron brevemente en el sol de la tarde, conforme se preparaba para otra pasada sobre el claro. Mack comenzó a creer que no tendría escape posible de aquella trampa que había comenzado a cerrarse en su entorno desde el mismo día en que abrió los ojos por primera vez.