Capítulo 5

LAS DIMINUTAS letras suspendidas en el aire a varios pies por encima del nivel del suelo se mostraban nítidas de un color rojo y topacio, exhibiendo un sencillo mensaje.

JIRI VEJVODA NO HA MUERTO

—Ahora, vamos a aumentarla de escala —dijo Jorg Bean, quien era uno de los destacados escultores de El Centro.

Hizo un ajuste oportuno en el proyector portátil que llevaba y la sólida imagen, repentinamente aumentada hasta llegar al techo, llenó todo el largo local del bar de Jamai con una luz deslumbradora. Las paredes de espejos multiplicaron las palabras en todas direcciones, encogiendo y retorciendo las letras conforme los escondidos y ocultos solenoides ejecutaban su azarosa danza electrónica. El local flameaba con un desacostumbrado fulgor.

—¿Qué os parece esto? —preguntó Bean mirando ansiosamente a todo el grupo de su alrededor.

Está perfectamente adecuado y es todo cuanto necesitamos —dijo Kris Shelby—. Tiene el significado de un mensaje, no una obra de arte. Dijo esto con una enérgica actitud que sorprendió a Tavernor, que acababa de entrar en el bar. Tavernor tomó asiento en un taburete y observó al grupo de casi veinte artistas con cierta curiosidad. Estaban planeando una marcha de protesta. Su atención quedó distraída por un cierto barullo al fondo del local. El viejo Jamai en persona, grandullón y obeso, sudando a chorros dentro de un traje dorado, hacía una de sus raras apariciones.

—La luz —gritó—. ¡Apagad esa luz!

Se deslizó como un tornado por detrás del mostrador, barriendo fuera de su camino con su enorme corpulencia a los camareros vestidos de blanco.

Shelby se volvió hacia él.

—¿Qué es lo que ocurre, monsieur?

—Señor Shelby —repuso Jamai jadeando. Usted es un distinguido y antiguo cliente; pero mis clientes no quieren tanta luz mezclada en sus bebidas… y no quiero protestas en mi bar.

—¿Es malo para los negocios, monsieur?

—Lamentablemente, Mr. Shelby, la mayor parte de nosotros tiene que trabajar para vivir.

—Por supuesto. Lo lamento… ésta no es su lucha.

Shelby hizo un gesto de los suyos y Bean apagó el proyector. Las letras disminuyeron hasta parecer entrar en el proyector reducidas de perspectiva y tamaño. A la mención de la palabra «LUCHA», Tavernor había hecho un involuntario gesto que atrajo la atención de Shelby. Tan pronto como Jamai se hubo retirado a su refugio escondido de espejos, Shelby se volvió a Tavernor. Su alargada cara aristocrática aparecía ligeramente sonrojada por cierta excitación.

—¿De nuevo por aquí, Mack?

Tavernor hizo un gesto afirmativo, al par que asomaba en su rostro un gesto de automático sarcasmo.

—Mire, siento mucho la forma en que las cosas pasaron la otra noche. Ninguno de nosotros habíamos oído la proclamación de la ley marcial y no nos dimos cuenta de que se enfrentaba usted con un loco… Sólo quiero expresarle que lamentamos lo ocurrido.

—En gran parte fue culpa mía —aseguró Tavernor, sorprendido por la sinceridad de Shelby.

—A mí me tiraron también por el suelo, ¿sabe? —dijo señalándose una cicatriz en la mandíbula mientras sonreía.

—¡Usted! No, no lo sabía.

—Pues sí, intenté hacerme con el nombre y el número del que usted se enfrentó. No pude darme cuenta de quién me golpeó.

Tavernor miró a Shelby de una forma totalmente distinta hasta entonces.

—¿Un trago?

—Tengo uno aquí, gracias. ¿Puedo yo invitarle a un whisky?

—Creo que tomaré chispas, para variar.

Las noticias respecto a que el COMSAC se dirigía a Mnemosyne parecían haber paralizado la digestión de Tavernor y la comida que había tomado en casa de Lissa le pesaba como un fardo en el estómago. Sintió que las chispas, con su valor negativo de calorías, le entrarían mejor que el alcohol. Shelby hizo una señal a un camarero, quien en el acto mostró un fino vaso de un liquido verde pálido al que añadió una simple gota de glucosa. Al dispersarse el hidrato de carbono por el licor, unas cortinas de chispas doradas comenzaron a girar en torbellino dentro del vaso.

Tavernor tomó un sencillo sorbo y tuvo la sensación de que un frío de hielo le corría hacia el estómago. El licor de los sueños siempre sabía a helado, porque era ávido de calor como de hidratos de carbono, convirtiéndolos en luminiscencia, que después era dejada suelta en el aire.

—Es maravilloso —opinó Shelby—. Sin él, creo que estaría gordo como un cerdo.

—Yo prefiero perder mi exceso de peso trabajando.

Shelby alzó una mano enjoyada.

—¿Es preciso que sea usted tan piadoso? Esperaba que pudiéramos dejar a un lado la guerra por un rato.

—Lo lamento —repuso Tavernor tomando otro sorbo—. Es que se me escapan viejos resentimientos.

—¿Acaso no nos ocurre a todos? La cosa es… ¿Qué es lo que va usted a hacer con esta nueva marca de resentimiento que sentimos todos?

—Nada.

—¡Nada! Usted tiene que haber oído ya que la Federación está planeando traer sus Cuarteles Generales a Mnemosyne, para la guerra.

—Para ellos no es Mnemosyne… El ejército utiliza su nombre cartográfico.

—Así es como puede ser; pero es la Madre de las Musas para nosotros.

—Para usted —recalcó Tavernor—. Yo no soy un artista ni un escritor.

—Pero usted ya ha sufrido las consecuencias de la demostración —insistió Shelby—. Por Dios, hombre, le han destrozado su casa.

—Bien, yo ya he sufrido una demostración privada al respecto y he tenido mis disgustos para probarlo. Tome mi consejo, Kris, procure tanto usted como sus amigos quitarse de en medio.

—No somos una pequeña banda, es realmente un grupo.

El temperamento de Tavernor comenzó a resurgir.

—¡Kris! Deje de jugar a la democracia y descienda al mundo real. Es lo único en que la guerra tendrá lugar. El COMSAC ha decidido venir hasta aquí, no sé por qué, y ya han hecho estallar una estrella con ese propósito. ¿Se figura usted que después de readaptar esta parte del Universo van a empaquetar sus cosas y a marcharse sólo porque ustedes les muestren unas cuantas pancartas de protesta?

—Creo que le conviene acostarse.

—Y a usted también, amigo. —Tavernor apuró el vaso de chispas—. Pero en el hospital.

Cuando Tavernor hubo buscado alojamiento en un pequeño hotel de la parte sur, se dio cuenta repentinamente de que no tenía dinero. Prácticamente había gastado hasta el último céntimo de cuanto tenía entre la casa y el taller mecánico. Luchó con su orgullo y después tomó un coche de alquiler dirigiéndose a los nuevos bloques militares. El trabajo de techar el perímetro del edificio se había completado y sobre la entrada principal rezaba un letrero con la leyenda. EJERCITO 73

Se dirigió hacia una puerta en la que se leía OFICIAL DE COMPENSACION CIVIL; se identificó y a los diez minutos volvía a salir con un cheque certificado que llevó al Banco Intersistema Primer Centro, valedero por casi treinta mil estelares. No hubo la menor disputa, pues Tavernor había estimado las pérdidas en unos veinte mil y estaba preparado a que se hubiera quedado en quince mil. Maravillado de la forma en que actuaba la burocracia y de su rapidez, tomó otro vehículo hacia su Banco e hizo un depósito en su cuenta quedándose con un millar de estelares en efectivo. Con el dinero bien guardado, sintió una especie de alegría infantil y pensó que se debía al efecto que las chispas le habían producido. Analizando sus sentimientos íntimos, descubrió que tenía las mismas sensaciones que en sus días de cadete del ejército, volviendo al campamento tras una carrera a campo traviesa entre los árboles llenos de vida y color, con la idea de tomarse una buena ducha, comer con apetito y un fin de semana en completa libertad. No había ni una sola cosa en la totalidad del universo que le hubiera deprimido. Decidió darle el visto bueno a las chispas después de todo; pero el otro Tavernor —él que siempre observaba desde un nivel más elevado— le daba instrucciones de que no volviera a tocar el licor helado de los sueños.

Recordando que Lissa todavía no debería tener la menor idea de que se marchaba de su hogar por haber sido destruido, detuvo a otro coche de alquiler, y dio instrucciones al conductor de que le llevase a la Residencia del Administrador. El coche sobre su única rueda, Se dirigió hacia el norte, entre dos bloques de edificios, después tuvo que detenerse en una intersección en donde se apreciaba una tremenda congestión de tráfico y una gran multitud de personas. Mirando por encima de la cabeza del chófer, Tavernor vio que la larga masa de gente en lenta procesión se dirigía por el cruce de la avenida hacia el oeste en dirección al nuevo campo militar. Por el aire y sobre las cabezas de los manifestantes, flameaba una larga serie de pancartas con las más diversas leyendas. Las había de todos los estilos; pero una en especial había sido ejecutada artísticamente con un impresionante realismo con la mascarilla mortuoria del artista desaparecido, Jiri Vejvoda, completando el efecto con una gran mancha de sangre manándole de una comisura de la boca, la resplandeciente cabeza, traslúcida por el sol del atardecer, iba suspendida en el aire como un globo, magnificados sus movimientos por un proyector manual.

—Fíjese en eso —dijo el chófer con disgusto—. ¿Es que esos individuos no piensan en las mujeres que van de compras con sus hijos? ¿Qué pensará un niño cuando vea eso?

—No podría decirlo —repuso Tavernor, conservando todavía la calma.

—¿Le gustaría a usted que sus niños lo vieran? —inquirió el chófer.

—Supongo que no.

—Pues ya ve. Esos individuos no piensan en nada de eso. Se meten en lo del esfuerzo para la guerra y después chillan si alguno de ellos resulta dañado. ¡Artistas piojosos! —y el cuello del chófer comenzó a ponerse rojo de rabia—. Espero que nuestros muchachos les den una buena bienvenida cuando lleguen al campo.

«Nuestros muchachos», se repetía Tavernor a sí mismo con sorpresa. Después recordó la violenta y desordenada reacción demostrada por Jamai horas antes. Y concibió lo que para su mente afectada en aquel momento por el influjo de las chispas parecía una astuta idea.

—¿Cómo han ido los negocios en estos últimos dos días? ¿Bien, verdad?

—¡Ah! En grande. Los soldados tiran el dinero que da gloria —respondió. El conductor volvió la cara hacia Tavernor con sospecha—. ¿Adónde quiere usted ir a parar, señor?

—¡Bah! No es nada —le aseguró Mack—. ¿Por qué no se aplica a conducir el coche?

Estaba interesado en el descubrimiento de que, aunque él se consideraba un hombre «práctico» sin ningún interés por ninguno de los aspectos del arte, identificó a Mnemosyne únicamente con su colonia de artistas, escritores, poetas y escultores. La leyenda y lo que se decía en un, centenar de mundos, en los lugares adecuados, consideraba al planeta como el «Planeta de los Poetas». Aquello lo había escuchado casi por accidente en sus dos años de amplia embriaguez a través de la Federación. Su primer recuerdo claro y preciso de haber oído el nombre dado a Mnemosyne fue en una ciudad situada en una llanura negra, en Parador, que también fue el primer lugar en que había intentado pintar algo. En sueños había percibido claramente una indistinta imagen de la noche en el cielo de Mnemosyne, lo que por asociación de ideas le recordó el poema de Shelley «Himno a la Belleza Intelectual».

«De pronto la sombra cayó sobre mí y agité y crucé las manos en éxtasis…».

La artista, una mujer con cabellos grisáceos y con un ojo tuerto de color lechoso, le había explicado a Mack su visión mientras apuraban una botella de bourbon de otro mundo. Sí, había una obra inmortal de arte en cada fragmento lunar de los que circundaban el cielo de Mnemosyne, aquél era el último reducto desde el cual el genio del Hombre había sacado áureos rayos de gloria por toda la Galaxia… Un mundo inmerso en una constante inspiración, dulce como un largo verano…

Dándose cuenta de la insoportable vehemencia de aquella mujer, Tavernor le había ofrecido un billete para Mnemosyne. Ella no acepto; le había estado acompañando sin una palabra, como si le hubieran golpeado dejándola sin conocimiento y no fue sino tras cierto tiempo, en que comprobó que realmente ella había tenido miedo de no poder ofrecerle nada a Mack en recompensa y que aquellos diamantes celestiales fueran sólo un polvo inútil.

Otros habían ido en peregrinación, para perderse en un mundo que estaba condenado a permanecer como un oscuro remanso, debido a que las naves-mariposa, los portadores de polen del comercio de la Federación, no pudieron apearse allí. A pesar de la distancia y la creciente sombra imborrable del guerrero pitsicano, había tratado de olvidar los nombres de muchos de aquellos peregrinos.

Los sistemas de la Federación tenían noticias de ellos a través de los años luz. Incluso Tavernor había conocido los nombres de Samfli y Hugerford, poetas; de Delgado, que con una sola mano había realizado obras maestras de escultura; de Gaynor, cuyos muebles artísticos eran la ultima síntesis del arte y de lo funcional, y muchos más. Habían sido las huellas de aquellos hombres —razones que no pudo comprender, pero si sentir— lo que había motivado el viaje hacia Mnemosyne. En cierta forma, apenas si había concebido que allí pudieran existir sus políticos, sus negocios, sus industrias ligeras y gentes que eran felices al ver aquellos fragmentos que constituían el cinturón lunar del planeta en cuanto aquello significaba más dinero para sus bolsillos…

—Vaya, ya hemos llegado —le dijo el chófer por encima del hombro. La próxima vez que vea a esos tipos, les echo el vehículo encima.

El joven y casi inmaculado teniente coronel Farrell se quedó sorprendido de que llegase a la Residencia del Administrador un coche de alquiler. Mientras Tavernor pagaba al conductor, el joven oficial dio instrucciones al de un transporte militar que le había conducido hasta allí, y después se encaminó lentamente hacia los amplios escalones, echando la cabeza hacia atrás como un exigente rico que pensara en adquirir el inmenso edificio de la Residencia, al tiempo que examinaba con ojo crítico y admirativo el mármol verde y blanco de la fachada. En lo alto de la escalera se volvió para contemplar el paisaje, haciendo gestos de aprobación ante las terrazas llenas de césped y flores brillantes y las azuladas aguas de la bahía. Era un joven alto y esbelto, con cierto aspecto de raza latina, que se acentuaba con la prematura debilidad de sus negros cabellos. Algo en su rostro, quizás las ojeras, dio a Tavernor la impresión de que era un tipo versátil, inestable y probablemente peligroso. Además, encontró en los rasgos de su rostro algo que le resultaba familiar. Repentinamente consciente del hecho de que tenía que haber comprado nuevas ropas para reemplazar las destrozadas y sucias que llevaba, Tavernor subió la escalinata y se halló con la sorpresa de encontrar el camino bloqueado por el lustroso uniforme gris.

—¿Está usted seguro de que está entrando por la puerta que le corresponde?

—Completamente seguro, gracias —repuso Tavernor echándose hacia un lado y recordando su determinación de conducirse con maneras de hombre adulto en los encuentros con personas extrañas.

—No tan deprisa —dijo Farrell, volviendo a bloquearle el camino.

—Escuche, hijito —le advirtió Tavernor ya de mal humor—. Está usted estropeando ese uniforme de portero tan bonito que lleva.

Hizo otro esfuerzo para seguir su camino; pero el oficial le agarró el brazo con un movimiento tan rápido que le hizo el efecto de un golpe súbito. Ansioso de evitar una pelea en la puerta de la Residencia del Administrador Grenoble, Tavernor inclinó el brazo sujetando la mano de Farrell y presionando entonces fuertemente. Vio como la cara del oficial se ponía pálida por el dolor, la rabia, o ambas cosas. Los dos hombres permanecieron agarrados unos segundos, luego se abrió la gran puerta principal y Howard Grenoble salió a la luz del día, seguido por un grupo de secretarios y servidores civiles. Tavernor aflojó la presa.

—¡Qué gusto volver a verle por aquí, Gervaise!, clamó Grenoble, alargándole la mano.

—Es un placer volver a verle, señor —repuso Farrell, volviéndose hacia Tavernor con mala intención—. Pero antes…

—Permítanme presentarles, caballeros —le interrumpió Grenoble—. El teniente coronel Gervaise Farrell, el coronel Mack Tavernor. Mack es un amigo de mi hija y se quedará con nosotros unos días.

Si Grenoble se hallaba un tanto molesto por la presencia de Tavernor, no pareció darlo a entender en absoluto.

Farrell fue incapaz de disimular su sorpresa. Sus ojos parecieron atravesar las ropas no militares de Tavernor, antes de hablar.

—Bueno… Lamento si…

—Ya no soy coronel en activo —explicó Tavernor—. Me retiré del ejército hace años.

—Está bien. Mack se dedica a trabajos de ingeniería aquí en El Centro —dijo Grenoble sonriendo con agrado, y con un gesto en el que podía leerse algo así como.

«Me resultaría muy difícil presentarle a usted como un trabajador manual».

Produciendo un ligero gesto de aprobación, para mostrar que había comprendido, Tavernor se excusó cortésmente y se deslizó entre el grupo. Conforme atravesaba el vestíbulo de recepción hacia la escalera que conducía a sus habitaciones particulares, oyó a Grenoble hablar con Farrell con un marcado tono de amabilidad.

—Y bien, Gervaise, ¿cómo está su tío desde la ultima vez que le vi? Hace ya tanto tiempo que me parece toda una vida, y…

Tavernor traspasó el umbral y se hallaba ya a media escalera cuando su perezosa memoria resurgió ante el tono con que Grenoble pronunció la palabra «tío», identificando así a Farrell. Entonces cayó en la cuenta de que aquel jovencísimo teniente coronel era el sobrino de Berkeley H. Gough, Presidente Supremo de la Federación. Tavernor había visto su fotografía en las revistas militares y en ocasionales programas de televisión, en que se utilizaba la juventud de Farrell como propaganda. El historial y las circunstancias que rodeaban a Farrell ayudaban perfectamente a explicar su actitud casi posesoria hacia la Residencia del Administrador, sin perjuicio de que ciertas cualidades personales de Farrell tuvieran una determinada atracción, nada de lo cual impresionó a Tavernor en absoluto.

Encontró a Lissa en la terraza que dominaba las aguas turquesas de la piscina. Estaba inclinada sobre el trípode de una gran pantalla unida a un telescopio electrónico, dispuesto de cara al sudoeste hacia el dolorosamente brillante lago de plata del nuevo campo militar visible a través de un grupo de árboles nativos del planeta. Tavernor sintió durante unos momentos la voluptuosidad de contemplarla en aquella pose, con sus negros cabellos y su cutis moreno resplandeciendo en la luz vespertina y en contraste con la extraordinaria blancura de un sencillo vestido.

—Imagina que casi lo hice…

—¡Oh, Mack! —ella le miró entusiasmada y sonriendo.

Contra la tez morena de su bello rostro, sus dientes tenían una blancura increíble. Tavernor sintió la profunda emoción que ya le era familiar y que calaba hasta lo más profundo de su ser; pero se esforzó en suprimirla. Se concentró en las palabras que iba a pronunciar su boca de hombre de cuarenta y nueve años para los oídos de una joven de diecinueve. Le describió el incidente de la escalinata.

—Gervaise Farrell —dijo ella—. No creo que lo haya conocido nunca a menos que haga tiempo que lo haya olvidado. Papá quiere que se quede aquí.

—¿Aquí? —Tavernor se hallaba molesto por la intensidad de la punzada de celos que le golpeó en aquel momento—. ¿Resulta esto necesario?

—¿Necesario? No, pero parece una buena idea.

Lissa habló despreocupadamente, conforme ajustaba el trípode del telescopio, mientras que Tavernor hubiera querido saber si ella había percibido sus celos y estaba pensando en hacérselo pagar, por haber rehusado reiteradamente el regio don de su cuerpo. Tras varios meses, Tavernor ya sabía lo bastante de Lissa para sospechar que cuanto más grandes fuesen sus motivos para no irse a la cama con ella, más grandes serían los resentimientos de la joven. Estudió sus facciones, mientras le anunciaba que había encontrado otro lugar donde quedarse y que iba a trasladarse a él.

—Llamé a Kris por teléfono esta mañana —dijo ella sin darse cuenta aparentemente de que Tavernor había estado hablando—. Le rogué que no siguiera adelante con su marcha de protesta; pero pareció que no me estaba escuchando.

—¿Importa eso mucho?

Lissa le miró con los mismos ojos confusos de su padre.

—Lo cambia todo. Papá representa al Presidente supremo en Cerulea.

Era la primera vez que había oído a la joven referirse a Mnemosyne por su nombre oficial cartográfico.

—¿De veras?

—Así es, nunca le traicionaré al identificarme con cualquier movimiento contrario a la Federación. Es extraño, Mack, yo había imaginado que tú serías aun más rebelde en este aspecto de la protesta que Kris.

—Yo ya he visto muchas cosas en el tiempo que vivo aquí; pero ninguna tan demostrablemente incierta como ésa de que «Jin Vejvoda no ha muerto».

—No es nada divertido.

Lissa le volvió la espalda al telescopio electrónico y activó la pantalla. El follaje de los distantes árboles aparecía nítido y perfecto contra el cristal aumentado, con las suaves ondulaciones del viento.

—Me gustaría decirle adiós a Bethia —dijo Tavernor, sintiendo que había sido tratado con cierta aspereza.

—Está haciendo su siesta de la tarde. Mira en su dormitorio.

—Está bien.

Herido por la indiferencia en la voz de Lissa, dejó la terraza y deambuló entre las habitaciones de la gran Residencia, hasta dar con el dormitorio de la niña. Era grande, amueblada y dispuesta con el mismo estilo de las otras habitaciones, desprovista de instalaciones infantiles y sin el menor signo de la existencia de juguetes. La diminuta figura yacía inmóvil en la gran cama. De nuevo sintió el deseo de haber tenido un hijo propio. Entró dentro de la luz polarizada de la habitación y se aproximó a la cama, tratando de reconciliar la carita infantil con el aura de algo misterioso y extraño de la criatura, con su precocidad y un cierto toque de santidad bíblica. Los ojos de Bethia estaban cerrados; pero de repente, Tavernor percibió la clara impresión de que no estaba dormida. Mack susurró su nombre. No hubo respuesta y Tavernor se retiró alejándose de la cama con la extraña sensación de haber cometido un enorme sacrilegio.

Volviendo a la terraza oyó la voz de Lissa en conversación y el contrapunto de una voz masculina. Se aproximó y se encontró con Gervaise Farrell de pie junto al telescopio y a Lissa.

—Aquí viene —exclamó Farrell entusiasmado. Sus morenas facciones aparecían excitadas—. ¿Dónde ha estado usted, Mack? Howard acaba de presentarme a su bella hija y estaba diciéndole lo cerca que estuve de arrojarlo de la casa.

Tavernor parpadeó.

—Es singular. Yo por mi parte también le estuve contando lo cerca que estuve de arrojarle a usted.

—¡Estupendo! —rio Farrell divertido, como si Tavernor hubiera dicho algo fabuloso, mientras no le quitaba ojo de encima a Lissa, invitándola a unirse a él.

Tavernor se quedó sorprendido ante la respuesta de Lissa; pero aún más ante la conducta de Farrell, sintiéndose realmente intrigado por su cambio al recordar la mirada fría y obstinada que había visto en los ojos del joven oficial en el incidente de la escalera, antes de intervenir Grenoble.

—Estoy despidiéndome —dijo Tavernor. Miró a Lissa y continuó. Gracias por la hospitalidad. Tal vez…

—Pero esto es ridículo —le interrumpió Farrell—. Siento como si se tuviera usted que marchar por el simple hecho de haber venido yo…

—Puede usted tranquilizar completamente su mente —le aseguró Mack.

—En serio, amigo, acabo de llegar a Cerulea tras dos semanas de viajar por el vacío del espacio y me gustaría tener alguna amable compañía. ¡Y ahora la tengo! Ustedes dos serán mis invitados en la inauguración del nuevo comedor de oficiales. Será una noche para recordarla, se lo aseguro.

—Lo siento. Yo no soy persona grata en la Base y en cualquier caso tengo que ir a una cita a la que no puedo faltar.

—Es una lástima —repuso Farrell con una inmediata aquiescencia.

Se volvió a Lissa con un gesto casi infantil.

—Pero tú vendrás, ¿no es verdad? Los otros hombres serán…

Se detuvo al comprobar que la atención de Lissa estaba captada por la escena que estaba desarrollándose en la pantalla del telescopio. A una distancia de un par de millas de la entrada principal de la Base, pero en la pantalla aumentada por las magnificas lentes del telescopio, se había formado una imagen en la que podían advertirse hasta los botones de los uniformes militares, y en ella aparecía una enorme masa de gente con el barullo y el desorden propio de una algarada civil de rabiosa protesta. Por lo que Tavernor interpretaba, la columna de protesta había alcanzado el punto de control y en aquel momento intentaba forzar el paso hacia adelante.

Vehículos militares y soldados a pie convergían sobre la oscura marea de humanidad apilada al exterior de la puerta, por encima de cuyas cabezas ondeaban las pancartas en las que se leían las más disparatadas frases, creando un aire lleno de colorido y de tremenda confusión.

Mientras Tavernor observaba la escena, la ola humana retrocedió. Las gentes alejadas de la puerta, sintiendo el cambio de dirección, se volvieron y echaron a correr, dejando a sus infortunados compañeros de protesta. Los que quedaron atrás crearon una enorme masa desconcertada sobre la que cargaba a toda velocidad un enorme vehículo suspendido en sus cojines de aire. Tras el vehículo llegaban las figuras de los soldados comportándose, bajo órdenes, como robots implacables. Llevaban dispuestas toda clase de armas para oponerse a lo que fuese y utilizarlas salvajemente como mazas para golpear. Mantenían los rifles cogidos con ambas manos, moviéndolos de un lado a otro, como si estuvieran entre un rebaño de fieras hambrientas.

—¡Es un ataque! —exclamó Farrell incrédulamente y casi contento—. ¿De dónde puede venir esa muchedumbre?

—Es una parte de la famosa colonia de artistas del planeta —repuso Lissa sombríamente, cubriéndose la boca con las manos sin quitar los ojos de la pantalla.

—Pero toda esta zona está bajo la ley marcial… Esos pobres estúpidos van a pagar caro por eso.

—De eso se trata —observó Lissa—. Uno de ellos, un hombre que gozaba de todo respeto, ya ha sido muerto. Rehusó dejar su hogar antes de que el bosque fuese derretido y licuado. Los ojos de Farrell se dispararon como flechas hacia el rostro de Lissa, notando su estado emocional en aquel asunto.

—¿Conocías a ese hombre? —le dijo poniéndole la mano en el brazo con un gesto de simpatía—. Lo siento. Sé que ya es demasiado tarde para ayudar a ese hombre que ha muerto; pero haré que se investigue el asunto. Si existe alguna culpabilidad, los hombres que estén implicados pagarán su culpa.

—¡Bravo! —exclamó Tavernor irónicamente, mientras se marchaba. Había visto los ojos de Farrell como bebiéndose con placer las lejanas escenas de violencia con una singular excitación y algo le dijo en su interior que los plácidos tiempos de Mnemosyne tocaban a su fin.