Capítulo 4

TAVERNOR caminó hacia el norte siguiendo la línea de las vallas. Mientras iba dando tumbos a través de la moñuda hierba, se protegió los ojos e intentó ver más allá del resplandor de la superficie de la llanura. La intensa luz acrecentó su dolor, de cabeza; pero pudo apreciar ciertos signos de actividad. Lejos y a través del lago de celulosa, resplandecían una serie de espejismos. Detrás y entre ellos, se estaban construyendo enormes edificios. Los helicópteros de trabajo, en forma de caballitos del diablo, grandes incluso a tal distancia, iban por los aires de un lado a otro, levantando muros enteros y colocándolos en su sitio, y los remolinos de sus rotores se agitaban entre los espejismos desparramando luz y colores en el cielo.

Tomando relación desde los grandes edificios de El Centro, Tavernor estuvo en condiciones de calcular que aquella actividad estaba teniendo lugar en un sitio próximo a donde se hallaba su casa dos días antes. Más tarde descubriría si había sido reducida a cadenas de polisacáridos disociados y pectinas de libre flujo junto con el resto del bosque o si había sido elevada y transportada fuera del camino en que estorbaba. La casa tenía poca importancia; pero millones de pequeñas criaturas habrían perecido con la operación. Su mente volvió hacia el rostro de la mujer que había encontrado en Masonia mirando fijamente hacia arriba desde su prisión de ámbar. «Una desgracia», habían dicho, «pero nosotros avisamos a las guerrillas que se marcharan de allí».

Diez minutos bastaron para llevar a Tavernor hacia una amplia entrada en las vallas. Estaba completa con todos los distintivos militares, barreras, puntos de control y guardias armados. Una carretera recién hecha conducía desde la llanura y, cortando recta a través del terreno del parque, a una de las avenidas principales, de El Centro… Ya había comenzado a funcionar una doble fila de vehículos de tierra y sobre cojines de aire. La fabulosa cantidad del equipo asombró a Tavernor, teniendo en cuenta que había que haberlo bajado de la estación en órbita translunar y a través de la pantalla de fragmentos lunares, lo que, debía de haber costado muchos millones. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando en Mnemosyne, era algo grande. Algo muy bien planeado previamente.

Tavernor pudo haber tenido razón cuando había supuesto que la guerra estaba llegando de aquella forma. El estallido de la estrella Neilson estaba saturando enteramente aquella zona con partículas cargadas, creando un volumen de espacio en donde las grandes naves podían alcanzar la máxima velocidad. La operación fantásticamente costosa de destruir la estrella, se había realizado tras siete años de previa preparación; por lo que estaba viendo como testigo ocular, podía ser la culminación de los planes de siete años de duración del COMSAC… ¿qué interés podía tener el CQMSAC en Mnemosyne? ¿Por qué debía el ejército invadir un mundo remansado a trescientos años luz de distancia de la zona más próxima de combate?

Tavernor alcanzó el camino y se aproximó a la entrada.

—Oiga, amigo…

Un joven centinela salió de la garita más próxima. Sonreía protectoramente por debajo del casco.

—¿Está usted buscando algo?

—Información. ¿Qué diablos está sucediendo aquí?

La cara del centinela permaneció inalterable.

—Lárguese de aquí.

—¿No hay información?

—Ya me ha oído.

—Entonces voy a pasar; mi casa está por allí.

Tavernor apuntó a un lugar a través de la llanura, mientras que al propio tiempo comenzaba a caminar. El centinela deslizó el rifle del hombro; pero lo hizo demasiado lentamente. Tavernor agarró el rifle y le retorció cerrando como un dogal el portafusil alrededor de la muñeca del soldado. El guardia intentó coger a Tavernor con la otra mano; pero éste comenzó a realizar una serie de movimientos de un lado a otro con el arma.

—Con calma, amigo ¿O es que quiere que le convierta el codo en una junta universal?

La cara del centinela se volvió gris.

—Esto le costará caro.

—¿Lo hace usted por dinero? —le preguntó Tavernor, poniendo una nota de fingido asombro en su voz, mientras que sentía cómo la bilis se le removía en su interior.

Empezaba, á gozar humillando a los hombres, lo cual era un pobre sustituto para matar a los pitsicanos.

—Tengo treinta años, joven, y soy especialista en armas. Poseo además cuatro estrellas Electrum.

El centinela no hizo el menor signo de reconocer aquellas palabras cómo una forma de excusa.

—¿Qué es lo que realmente desea?

Tavernor soltó el rifle.

—Quiero hablar con cualquiera que sea el Comandante de esto.

—Le dije que se largara de aquí —repuso el guardia.

Al mismo tiempo le golpeó con el rifle. Tavernor pudo amortiguar la fuerza del golpe; pero a pesar de ello se dañó la mano izquierda. Dirigió toda la fuerza de su hombro contra la axila del centinela, levantándole del suelo y arrojándole como un trapo al polvo. El centinela rodó rápidamente sobre sí mismo utilizando el rifle.

Tavernor pudo haberle pateado, pero permaneció perfectamente en calma.

«Vamos, adelante», —pensó.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

Un sargento y dos hombres más salieron fuera de la garita de guardia a la luz del sol. El casco del sargento estaba ladeado, mostrando que apenas acababa de ponérselo. Parecía un poco mayor para su graduación, ya barrigudo y con los pelos del bigote rojizos y encanecidos en la barbilla.

—Soy el propietario de una parcela de este terreno —dijo Tavernor rápidamente—. Y quiero llegar hasta ella como sea.

El sargento se le aproximó.

—¿Es usted Tanner?

—Tavernor.

—Bien, tengo noticias para usted, Tanner. Usted tenía una parcela de tierra allí.

Su propiedad ha sido conferida por la Federación al 73º Ejército.

—¿Y qué ha sido de mi casa? ¿La han cambiado de lugar?

—No ha habido tiempo. Los muchachos lo aplanaron todo.

El sargento parecía divertido dando aquellas noticias. Tras él el centinela seguía en pie, pero el sargento le hizo señas de que se retirase atrás. Aquello iba a ser una lección para el personal civil que se creía valiente.

—Bien, ¿y del contenido?

—Ha desaparecido todo. Se hizo un inventario y fue enviado al oficial del servicio de compensación de la ciudad. Le pagarán a usted lo que valía.

Tavernor eligió el lugar al que iba a dirigirle un puñetazo con todas sus fuerzas. En principio le llamó la atención la empinada barbilla; pero la zona del cuarto botón de la camisa, allí donde le sobresalía más el vientre, tenía que ser más efectiva.

—¿Estaba usted allí, sargento, cuando registraron la casa?

—Sí, pues claro que estaba.

—¿Sabe usted si alguien dejó a mis alas de cuero afuera antes de que mi casa fuese destruida?

—¿Se refiere usted a esos condenados bichos que se parecen a los murciélagos? —repuso el sargento perplejo. Si los quiere tendrá que buscarlos entre la celulosa que quedó después de que el ejército lo destruyera todo. Allí tienen que estar todavía.

Los otros guardias sonrieron sarcásticamente. El corazón de Tavernor comenzó a latirle con fuerza alimentado por una fuerte carga de adrenalina. Los alas de cuero, pensó Mack como si un resplandor rojo le envolviese, jamás habían consentido en ser enjaulados. Tres o cuatro veces diarias tenía que sentarse junto a ellos, proyectando telepáticamente sentimientos de ternura y de seguridad hasta que los movimientos nerviosos de aquellas criaturas cesaran. ¿Cómo podía explicarse a aquellos ojos plateados y expectantes que su facilidad telepática era muy rara y por consecuencia tenía que ser estudiada? ¿Cómo habrían reaccionado cuando los soldados se, les hubieran aproximado, mirándoles con asco y repugnancia, rodeados por un aura de muerte? Los alas de cuero tuvieron que haber sufrido y sentido qué iba a ocurrirles y tal vez habrían estado en condiciones de haber comunicado su conocimiento anticipado a los millones de otras criaturas del bosque en donde también encontraron la muerte.

El golpe no fue nada más que una sencilla expresión de la angustia de Tavernor; en aquel instante hubiera sido capaz de golpear una pared de granito que tuviera frente a sí; pero, así y todo, el sargento cayó como un hombre muerto. Un silbato se oyó en las inmediaciones y los otros guardias cercaron a Tavernor. Sus caras tenían una expresión despiadada; pero Tavernor estaba comprometido en una lucha ritual.

Tropezando con el hombre caído, sintió que su cuerpo era como una estatua de hierro sólido, cuyos miembros recibieran toda clase de culatazos, golpes y puntapiés. Veía y sentía la salvajada que estaban cometiendo con él; pero sin sufrir físicamente. Sólo apreciaba una obnubilación creciente y la sensación de ir cayendo en una oscuridad en cuyos límites las caras que le circundaban eran como unas máscaras de dos dimensiones, hostiles, pero insignificantes.

¡Mack!

La voz le llegó a través de un golfo de luz amarilla. La asustada cara de Lissa le suplicaba desde la puerta abierta de su rojo vehículo sobre cojines de aire, que súbitamente comenzó a inclinarse, mientras esparcía una nube de polvo y pedruscos a su alrededor. Tavernor se subió a un asiento del vehículo, el motor rugió con fuerza y salió disparado como un caballo loco a poca altura sobre el suelo, por la gran pradera.

De pie en la ventana, Tavernor podía contemplar la bahía y ver un promontorio tras otro definirse hacia el distante sur. Un sol ya moribundo suavizaba la serie de escarpados con una luz rojo-dorada que le hizo pensar en la riqueza de los viejos cuadros de la pintura clásica. Los trozos de luna que formaban un cinturón alrededor del planeta eran demasiado finos para ser vistos a la luz del día; pero algunos de los fragmentos mayores aún resultaban visibles en la profunda bóveda azul de los cielos Tavernor, respondiendo a aquel casi palpable sentido de paz, llenó su pipa y la encendió. Se inclinaba ligeramente a cada movimiento de sus brazos arañados y heridos; pero la propia fragancia del tabaco parecía ser un lenitivo para el dolor y fumó con placer hasta que se abrió tras él la puerta, que en realidad, era todo un panel tan grande como el muro que tenía a la espalda.

Lissa y su padre entraron en la estancia. Howard Grenoble sólo tenía diez años más de edad que Tavernor; pero aparentemente era una de esas raras personas en quien los nutricios y cuidados cosméticos hacían poco efecto. El cabello aparecía teatralmente rayado con líneas grises y la piel de su largo y digno rostro, profundamente arrugada. Las solas facciones que habían retenido su juventud eran las de la boca, de labios carnosos y rojos, con una movilidad casi femenina. Con su esbelta estatura y su traje inmaculado, era el perfecto hombre de Estado, ya mayor; y, durante unos instantes, Tavernor se preguntó si Grenoble no emplearía los nutricios cosméticos deliberadamente.

Luciendo un vestido de color naranja llameante, Lissa tenía un aspecto casi infantil junto a su padre. Su rostro mostró inmediatamente una grave preocupación al ver a Tavernor puesto en pie, en lugar de seguir sentado en el sofá, muelle y cómodo, en que le había dejado.

—Bien, me las compuse para arreglarlo todo, joven —dijo Grenoble moviendo los labios en la misma forma que Lissa—. Debo añadir que no sin grandes dificultades.

—Muchas gracias, señor —repuso Tavernor, sintiendo una genuina gratitud al pensar en un retorno a la prisión clínica de la que había escapado. Creo que le he proporcionado muchas dificultades.

—Pues sí, así ha sido. No me dijo usted, querido joven, que fue coronel en el ejército…

Tavernor miró de reojo a Lissa. Ella tenía los ojos muy abiertos.

—Cuando me retiré, lo hice para siempre.

—Entonces, su negocio de reparaciones, ¿es sólo una afición, una forma de distraerse?

—Más o menos. Me gusta trabajar con las máquinas.

Tavernor se abstuvo de hacer mención de que había cobrado su pensión y que todo lo había fundido en dos años de francachelas interestelares, cosa que terminó sólo cuando oyó hablar de las leyendas de Mnemosyne, el planeta de los poetas.

Se sintió tan nervioso como un pretendiente ante un futuro suegro preguntón.

—Interesante. Supongo que algún día extenderá su negocio, tomando una plantilla de hombres adecuados…

—Pues creo que así tendrá que hacerse —repuso Tavernor complaciente.

Grenoble hizo un signo afirmativo.

—Bien, tengo que dejarle ahora, he de asistir esta noche a una cena en la Casa de la Federación con el nuevo Comandante General, el general Martínez. Tendrá usted que quedarse aquí hasta que encuentre un nuevo acomodo; mientras, mi secretaria está preocupándose de que le arreglen una habitación.

Tavernor intentó protestar; pero Grenoble desapareció por el umbral de entrada con una mano levantada suplicándole silencio. En la quietud que siguió, Tavernor decidió que debería haberse quedado en el sofá, después de todo. Se dirigió hacia él y se tumbó, recordando súbitamente una vieja lección aprendida en el pasado, que para la persona débil, el descanso es más importante que el alimento; la bebida, el amor e incluso la libertad. Lissa se sentó a su lado y le subió la manta hasta la barbilla. Tavernor la miró, apreciando la gran belleza de su rostro, pareciéndole que de repente había de ser una jovencita.

—¡Oh, Mack! —murmuró la joven suspirando. Casi lo consigues…

—Conseguir, ¿qué?

—Matarte tú mismo… y me llevó demasiado el quitarte de en medio.

—¿Tú ya sabías lo de la ley marcial y demás cosas por anticipado? —preguntó Tavernor comenzando a sentirse amodorrado.

—Sí, papá me lo dijo.

—Por eso me pediste que hiciéramos aquel viaje…

—Sí, pero no imaginé que tú te comportarías con toda moral respecto a mí, y así tuve que disponer… el otro método.

—Un poco drástico, ¿no te parece?

Los ojos grises de Lissa se llenaron de ansiedad.

—Yo no tenía idea,… Pero al menos estás vivo. ¿Acaso hubieras dejado tranquilamente tú casa cuando los ingenieros lo hubieran ordenado?

—Seguramente que no.

Sintió una sensación angustiosa que se removía en su interior.

—Pero ellos no me habrían matado.

—Eso es lo que tú piensas. Mataron a Jin Vejvoda.

¡Cómo!

—Jin rehusó dejar su estudio, ya sabes que habían estado trabajando en un mural durante dos años. No sé exactamente qué fue lo que ocurrió; he oído que Jin les amenazó con una vieja pistola o algo parecido; pero está muerto. Resulta todo tan horrible…

Tavernor se apoyó sobre un codo.

—Pero ¡ellos no pueden hacer eso! El ejército no puede comportase de esa forma en su propio suelo. ¡Habrá un consejo de Guerra!

—Papá dice que no lo habrá. El proyecto tiene diez puntos de prioridad.

—¡Diez! Eso es el…

—Lo sé. El máximum. —Lissa hizo la afirmación con la seguridad de un nuevo conocimiento adquirido. Papá dice que cuando un proyecto tiene diez puntos de prioridad, cualquiera que se oponga a él, aunque sea solo un minuto, puede ser tiroteado.

Lissa aproximó el rostro a Tavernor. Éste sintió la presión de sus pechos; pero de repente sintió también la impaciencia de su capacidad de mujer para provocar el desastre, derramar lágrimas sobre la muerte y al mismo tiempo retener todas sus propias certezas y sus universales ocupaciones típicas de una hembra.

—¿Te dijo tu padre de qué proyecto se trata?

Lissa sacudió la cabeza.

—El Presidente todavía no ha enviado nada en la valija diplomática y papá ha estado tan ocupado arreglando las funciones oficiales que ni siquiera ha tenido la menor oportunidad de investigar sobre el particular. Tal vez el general Martínez dirá algo durante la cena.

Tavernor dejó escapar un profundo suspiro y se echó de nuevo. Funciones oficiales. Cenas. Lissa había heredado más de su padre que unas cuantas expresiones faciales. Howard Grenoble jugaba a cosas infantiles, llamando comunicador taquiónico a la valija diplomática, ostentando sus cabellos grises y dirigiéndose a Tavernor como «joven» aunque ambos eran de la misma generación.

Lissa jugaba igualmente de forma similar. Tenía que faltar algo en una persona, si la sola forma en que ella podía afrontar la riqueza era pretendiendo ser pobre y si no era capaz de mirar más allá de los muros de mármol de la residencia del Administrador y reconocer el final de su propio mundo.

—La guerra llega de esta forma, Lissa —dijo cansadamente—. ¿No habéis descubierto ni tú ni tu padre el por qué? ¿De qué forma va a desaparecer Mnemosyne, de un golpe o de un estallido?

—Intenta dormir un poco —le susurró Lissa—. Te estás poniendo en una completa tensión por nada.

—¡Oh, Cristo…! —dijo Tavernor con desamparo.

Minutos más tarde, pareció que era despertado por una peculiar sensación en los pies. Tavernor se quedó quieto unos instantes antes de abrir los ojos, dudando si no habría estado soñando. Se hallaba en una cama, vistiendo un pijama oscuro, en lugar de la chaqueta, manchada de sangre y los pantalones. El segmento de cama que pudo ver estaba bañado con la luz de la mañana de color limón, y se encontraba descansando. Pero sus pies se hallaban todavía bajo una extraña impresión, como inmovilizados por una insistente y cálida presión. Levantó el cuerpo y descubrió que los músculos que habían recibido tan doloroso castigo el día anterior, los tenía rígidos como una piel animal expuesta y secada al sol. Tavernor se dejó caer; después lo intentó de nuevo, con más precaución, y consiguió elevar la cabeza por encima del pecho.

—¡Hola! —le saludó la chiquilla.

—¡Hola! —repuso Tavernor, y desde una posición más baja de la almohada continuó. Tú tienes que ser Bethia.

Lissa raramente mencionaba a Bethia; pero él sabía que eran primas y que la criatura había vivido con Howard Grenoble siempre, desde que sus padres habían muerto en un accidente.

—¿Cómo lo has sabido? —expresó la vocecita simpática de Bethia un tanto decepcionada.

—Mueve mis pies y te lo diré.

Y esperó a que Bethia los hubiese movido hacia un lado, soportando estoicamente el dolor de sus piernas malheridas.

—¿Y bien?

—Lissa me lo dijo. Lo sé todo respecto a ti, Bethia. Tú eres prima de Lissa, vives aquí y tienes tres años.

—Tres y medio —repuso Bethia triunfalmente—. Eso demuestra todo lo que sabes.

—¡De veras que tienes tres años y medio! ¿Cómo pudo Lissa cometer semejante error?

—Lissa suele cometer muchos errores. Temo por ella.

Tanto la forma de expresarse como su contenido, dejaron asombrado a Tavernor.

Incluso el timbre de su voz, era distinto al que pudiera esperarse de una niña de tres años, sutil pero inequívoca, como los ecos de un teatro difieren de los de una catedral. Decidió mirar a la chiquilla con más atención y luchó hasta ponerse en una posición sentada, quejándose conforme sus ateridos músculos entraban en función.

—Tú sientes dolor.

—Sí, siento dolor —convino Tavernor, mirando a la niña con verdadera curiosidad. Era delgadita, pero con un saludable aspecto y con un cutis que resplandecía como una perla. Tenía unos grandes ojos grises, como Lissa, que le miraban fijamente desde una carita redonda, que ya anunciaba una perfección de formas en el futuro. Los cabellos eran del color del roble pulido. El conjunto era resaltado por una simple túnica verde.

—Deja que sienta el dolor —dijo Bethia acercándose a la cabecera de la cama y poniendo sus diminutos dedos sobre el brazo de Tavernor.

—El dolor no se siente de esa forma —dijo Tavernor riéndose—. Yo puedo sentirlo; pero tú no.

—Eso es lo que dice Lissa pero no tiene razón. Tú tienes daño aquí, y aquí, y aquí… —y los dedos rápidos de Bethia comenzaron a moverse por el dorso de Tavernor bajo las sábanas y hasta sus piernas laceradas.

—¡Eh! —Exclamó Mack, cogiéndola por las muñecas—. Las niñas bonitas como tú no se conducen así con hombres extraños.

Parte de su mente registró el curioso hecho de que aunque sus heridas superficiales estaban recubiertas por el pijama, a cada toque, los dedos de la chiquilla se habían situado en el lugar de mayor dolor, en su mismo centro.

—¡Bien! Pues quítatelo tú mismo.

Y Bethia disgustada, con una aparente ferocidad infantil, se alejó de la cama corriendo.

—¡Vuelve, Bethia!

Ella se volvió hacia Tavernor; pero se quedó en el lado opuesto de la habitación.

Mirando a aquel diminuto pedacito de vida humana, frágil pero ya como una nave indómita, sin perturbar aún por la infinita vastedad del océano del espacio-tiempo que apenas si había comenzado a cruzar, sintió un raro anhelo por haber tenido un hijo propio.

«Demasiado tarde ya para eso», —pensó para sí mismo—. «Ahora que se hace tan obvio que los pitsicanos van a venir».

Tavernor le dirigió su mejor sonrisa.

—Lissa no me dijo que tuvieses tan mal genio.

—Lissa lo hace todo equivocado —dijo respirando tan fuerte con la nariz como se lo permitía su naricita respingona.

—¿Tú crees que a ella le gustaría oírte decir eso?

—No puede.

—Quiero decir que no deberías decirlo.

—¿Aunque sea verdad?

—No deberías decirlo, porque no es verdad. —Tavernor sintió hundirse más profundamente en un gran agujero—. Lissa es una mujer y tú eres todavía una niña.

Bethia adoptó un aire serio en forma acusatoria.

—¡Bah! Tú eres exactamente como todo el mundo.

Y desapareció de la habitación con pasos rápidos, dejando a Tavernor con una aplastante sensación de ineptitud.

«Te has chasqueado amiguito», pensó con cierto mal humor, saltando por fin de la cama. Una ojeada por la estancia le reveló que sus propias ropas estaban colgadas en un armario. Su ropa interior había sido lavada y secada. Otra puerta daba acceso a un amplio y hermoso cuarto de baño. Tavernor abrió el grifo del agua caliente, la comprobó, se despojó del pijama y se introdujo con gusto bajo el cono del agua tibia. Estuvo enjabonándose bastante tiempo hasta comprobar que su brazo izquierdo, que era el que más le había hecho sufrir, había dejado de dolerle. Los negros puntos de las contusiones estaban allí; pero el dolor había desaparecido. A pesar de todo, ramalazos de dolor le sacudían todavía el cuerpo en algunas zonas.

—¡Bien, me fastidiaré! —dijo en voz alta.

—Sí, te tendrás que fastidiar —gritó alegremente la voz de Bethia desde la entrada. Su cara redondita aparecía sonriente conforme miraba al cuarto de baño, con un pie dispuesto para salir corriendo.

—No te vayas, bonita —dijo Tavernor, determinado esta vez a no pisar terreno equivocado.

»¿Hiciste tú esto? —dijo, mientras salía del cuarto de baño, flexionando el brazo izquierdo con toda soltura.

—Pues claro que sí.

—Es maravilloso. Eres un hada que cura los dolores, Bethia.

Ella le miró agradecida y se alejó un poco más en la habitación.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

—¿Cómo? —repuso la chiquilla aparentemente desconcertada—. No es ningún milagro.

Ella se aproximó, con expresión solemne. Tavernor se arrodilló y permitió que las manecitas de Bethia pasaran dulcemente por todo su cuerpo mojado, sin sentir embarazo alguno, incluso cuando sus dedos de muñeca rozaron brevemente sus genitales. Cuando se puso nuevamente en pie, le había desaparecido toda traza de dolor y su mente parecía repleta de un sentido de comunión diferente a cuanto hubiera sentido antes en su vida. Bethia le sonreía y de repente casi sintió miedo de ella. Se secó lo más rápidamente posible y se vistió. Bethia le seguía todos sus movimientos, observándole con ojos intencionados.

—¿Mack?

—Entonces, ¿conoces mi nombre?

—Pues claro que sí. ¿Eres soldado?

—No.

—Pero tú estuviste luchando.

—Si no te importa, Bethia, yo preferiría hablar de cualquier otra cosa.

—No me importa. ¿Mack?

—Sí.

—¿Es que los pitsicanos vendrán por aquí?

—No. Al menos penso hasta que seas mucho mayor.

—¿Estás seguro?

—Bethia…, ni siquiera saben dónde está este planeta. Estoy seguro.

—Supongo que eso lo explica.

—¿Explicar, qué?

Tavernor miró hacia abajo, a los luminosos ojos de la chiquilla con un singular sentido de premonición; pero Bethia sacudió la cabeza y se alejó de él. Sus ojos, brillantes sólo un segundo antes, se oscurecieron como dos discos de plomo. Se volvió y abandonó la habitación, lentamente, como el vilano de un cardo[1] transportado por la ligera brisa de la mañana.

Tavernor la llamó; pero la chiquilla pareció no oírle. Tavernor decidió saber de ella cuanto pudiera durante el desayuno. Pero la comida había apenas comenzado, cuando supo, por Lisa, la increíble razón para la urgente invasión del ejército.

Mnemosyne, el planeta de los poetas, iba a convertirse en el centro de operaciones y planes para la guerra contra los pitsicanos.