Capítulo 3

—¡VAMOS, levántate! —le gritó el vendedor de helados.

En la puerta próxima, como en otro universo, una mujer sollozaba presa de pánico. El cielo comenzó a resquebrajarse y Mack pensó que los fragmentos de estrellas caerían en limpios jardines.

—Demasiado lento, demasiado lento —decía el vendedor de helados.

Le puso encima unas manos heladas. Los dedos eran como témpanos secos frotando contra las costillas de Mack a través de su pijama.

—No quiero ningún helado —gritó Mack—. He cambiado de opinión.

—Lo siento, hijo.

La cara del vendedor de helados desapareció y de repente, al salir de su sueño, Mack advirtió el rostro de su padre. Levantó a Mack de la cama y se lo echó al hombro. La carita de Mack se golpeó contra algo duro y el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. Había sido el cañón del rifle de su padre, el que tenía para la caza y que le colgaba del hombro. El sueño que tenía, procedente aún de la tibieza del lecho, desapareció de la mente de Mack. Comenzó a sentir la excitación y el sentido de la alarma.

—Estoy dispuesta —dijo la madre.

Vestía un traje puesto a toda prisa y a medio abrochar. Sus facciones estaban impregnadas de terror. Mack deseó protegerla; pero recordó con pesar que había roto su arco y perdido la mayor parte de las flechas.

—Entonces, corre, por el amor de Dios…

Su padre descendió las escaleras en cuatro saltos. Sintiendo la fuerza de su padre, Mack tuvo la sensación de hallarse seguro y orgulloso de su progenitor. Los pitsicanos iban a lamentar el haberse acercado a Masonia. Su padre era un buen combatiente, el mejor rifle que había en todo el establecimiento agrícola. En menos de un segundo, abrieron la puerta y se encontraron, expuestos al frío de la noche, corriendo hacia la zona de aparcamiento de los helicópteros. El ondulante aullido de una sirena y del que apenas se había dado cuenta en el interior de la casa, hirió los oídos de Mack. Otras familias del establecimiento agrícola corrían desesperadamente hacia sus propias máquinas. Los destellos y estampidos de pequeñas armas alertaron las conciencias de los que ocupaban los compartimentos, en donde Mack oyó gritos y chillidos quejumbrosos procedentes, al parecer, de los árboles del norte del poblado.

—¡Dave!

Era la voz de su madre, pero apenas reconocible.

—¡Por allí! ¡Ya están dispuestos los helicópteros! Mack intuyó más bien que oyó el quejido apagado de su padre. Se sintió tirado por el suelo y después arrastrado a más velocidad que si fuese corriendo. Su padre sostenía el rifle con la mano libre y comenzó a disparar sobre algo. El familiar estampido del arma dio ánimos a Mack, ya que había visto agujerear las planchas de acero de media pulgada de espesor; pero notó que su padre juraba amargamente entre disparo y disparo. Mack comenzó realmente a sentir miedo.

A lo lejos y ante ellos, cerca de los helicópteros, unas formas de gran altura parecidas a husos se movían en la oscuridad. Unos destellos verdes se escapaban de sus miembros y el suelo temblaba. Algo se aproximó a Mack. A la incierta luz del ambiente Mack vio a los pitsicanos e intentó taparse los ojos. Milagrosamente el helicóptero surgía frente a él. Corrió y echó mano rápidamente a la manecilla de la puerta, pero sus dedos resbalaron con la humedad del metal. Su padre venía tras él, empujó a Mack hacia el aparato y le subió al asiento de control.

—¡Ponlo en marcha, hijo, en la forma que te enseñé! —le gritó el padre con voz ronca—. Puedes hacerlo.

Mack manipuló con la palma de la mano en la consola de control y el aparato arrancó poniendo en movimiento las aspas. El aparato se estremecía expectante.

—¡Vamos, papá! —gritó el muchacho al ver que su padre estaba solo—. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde se ha quedado?

—Estaré con ella… Es todo lo que puedo hacer ahora. Tienes que alejarte de aquí.

Su padre se volvió y se encaminó hacia aquellas horribles figuras en forma de huso, con el pijama flameando por el aire de los rotores del helicóptero, y con el rifle dispuesto a combatir sin esperanza. Mack medio se incorporó en el asiento; pero una alargada figura apareció en la portezuela del aparato, maullando y haciendo unos espantosos ruidos. En la mortecina luz de los instrumentos Mack apreció lo que parecía ser una horrible criatura mitad hecha de huesos y mitad de cieno y en parte también los intestinos expuestos al aire teñidos de azul. El horrible olor pestilente de aquel monstruo llenó la cabina instantáneamente.

Mack no tuvo un control real sobre lo que iba a ocurrir al momento siguiente; sus instintos y reacciones surgieron haciéndose cargo de la situación. Retorció salvajemente la palanca de arranque y el helicóptero salió disparado hacia el cielo. El guerrero de otro mundo cayó despeñado al suelo.

A los pocos segundos, el niño de ocho años Mack Tavernor había abandonado la batalla, dejando, junto a su niñez, aquel espantoso lugar lejos de sí.

Transcurrieron casi cuarenta años hasta que Tavernor volviera a visitar el planeta que había sido su hogar. Como único superviviente de aquel sigiloso ataque de los pitsicanos sobre el Establecimiento Agrícola número 82 de Masonia, había sido (aunque entonces era demasiado joven para comprenderlo) una especie de regalo para la propaganda del Departamento de Guerra. Los supervivientes de los ataques por sorpresa de los pitsicanos eran bastante raros, ya que éstos no perseguían otro discernible objetivo que matar a los humanos. No hacían el menor esfuerzo por capturar o destruir el material. Aún más extraño todavía resultaba el hecho de que las naves de línea de la Federación que habían caído en sus manos en gran número de ocasiones, habían sido dejadas tal y como fueron encontradas, sin desarmar, y, lo que era más importante desde el punto de vista de la Federación, con sus secretos técnicos sin explotar.

Los pitsicanos, llamados así arbitrariamente de acuerdo con el nombre del planeta en que habían sido encontrados, tenían una especial psicología que dejaba estupefacto al xenólogo terrestre a pesar de todos los esfuerzos que hacía para comprender algo de su extraña conducta; pero su fracaso en aprender cualquier cosa de las naves-mariposa era seguramente el mayor misterio que les rodeaba. A los pitsicanos les resultaba completamente familiar la taquiónica, la rama de la ciencia que era como un espejo de la física de Einstein, tratando con partículas que no podían desplazarse a menos velocidad que la de la luz. Habían dominado el (incluso más difícil) «método taquionico», la técnica de crear los microcontinuos dentro del cual una nave espacial compuesta de materia normal podía mostrar algunos de los atributos de los taquiones, y de esta forma, el viaje por el espacio en varios múltiplos superior a la velocidad de la luz. Pero (y en los primeros años la Federación apenas si había dado crédito a su buena suerte) los pitsicanos NO habían dado el paso próximo y lógico de los viajes espaciales.

Aquel paso había sido el desarrollo de la nave-mariposa, conocida en la Tierra por el estatorreactor interestelar Bussard. Una nave-mariposa podía pesar algo más de cien toneladas y tomó su nombre de los enormes campos magnéticos con los cuales se lanzaba a la utilización de los iones interestelares para utilizarlos como masa de reacción en vuelos de largo alcance. Extendidas a su alcance total de varios centenares de millas, las alas magnéticas capacitaban a la nave de peso ligero á dispararse por si mismas eficientemente al límite de velocidad por encima de 0.6C, en la cual el método taquionico se hacía viable. La nave-mariposa era rápida, económica de construir y de operar y altamente maniobrable y, con todo, los pitsicanos continuaban utilizando sus enormes navíos difíciles de manejar, que llevaban consigo su propia masa de reacción. Incluso con la ayuda de la física taquiónica y la eficaz conversión de la masa en energía propulsora, una nave pitsicana podía pesar sobre un millón de toneladas al comienzo del vuelo.

Lanzados al espacio en una ruta que era virtualmente inalterable, a causa de la energía cinética que tenía que malgastar, uno de aquellos navíos podía consumirse a sí mismo, sección por sección, hasta dejar exhausta su masa de reacción y quedar reducido a un simple depósito de combustible o convertirse en un armatoste inútil.

La guerra se había producido en el segundo año en que los padres de Tavernor habían muerto con sus convecinos colonizadores en Masonia. Entonces se hizo evidente para el COMSAC, el Alto Mando de la Federación, que, a despecho de la inferioridad de las naves pitsicanas, el dar buena cuenta de aquellos seres extraños sería un asunto largo y costoso. Existía el problema de que los planetas que sufrían los ataques de los pitsicanos se hallaban en los bardes de la Federación, mientras que el dinero y los recursos de la Federación para mantener la guerra se hallaban ligados a los sistemas propios, considerados como el hogar de la Federación.

Y así llegó el momento en que Tavernor, un muchacho de ocho años que había visto a sus padres asesinados por los pitsicanos, se convirtió en un único y extraordinario medio de propaganda. Su rostro y su voz quedaron grabados y difundidos por todos los medios taquiónicos, en una campaña de propaganda en la que se emplearon todos los recursos de los expertos en la materia. Para el propósito de mantener en la mente pública la imagen constante del brutal asalto, la huida en el helicóptero fue representada como su primer vuelo, aunque su padre le había permitido manejar anteriormente los controles varias veces. Más tarde hizo visitas personales a cada uno de los sistemas de la Federación. Por esas fechas, Tavernor tenía ya quince años y el potencial de su propaganda quedó agotado; pero en tal estado de cosas, ya no importaba; los pitsicanos habían comenzado a realizar incursiones más y más profundas en las regiones del espacio controladas por la Federación.

Tavernor ingresó en el ejército casi automáticamente. Durante su época de cadete y los años de joven oficial, los deseos de destruir a los pitsicanos empleando simplemente la inteligencia y una eficacia sin escrúpulos dominaron su personalidad y todas sus acciones. Consiguió en diez años delimitar claramente lo que se conocía por «área de máxima interpenetración», alcanzando el grado de mayor en un viaje donde la simple capacidad de mantenerse con vida exigía verdadero genio. Entonces nació el MACRON.

La nueva computadora, tan grande como un satélite y, con todo, tan densa como se pudo hacer con la optoelectrónica, había estado coordinando el esfuerzo de guerra de la Federación por menos de una semana cuando Tavernor fue trasladado a la Tierra. Supo entonces que las fichas y expedientes de aptitud, que habían estado empolvadas y almacenadas en oscuras oficinas de una docena de mundos, habían sido repasadas y escrutadas por MACRON. Los registros electrónicos mostraron que Tavernor tenía una extraordinaria y alta categoría y graduación en materias tales como aptitud mecánica, cerebración divergente (ingeniería), cerebración convergente (ingeniería) y teoría de armamentos. MACRON había decidido que su mejor servicio lo prestaría en el Diseño de Armas del Departamento Experimental, un puesto magnífico aun teniendo en cuenta su brillante historial de guerra.

Después de un breve cursillo de adaptación en la Tierra, fue destinado a la División MacArthur del Departamento de Armas Ligeras (Proyectiles Inertes). Durante el corto viaje, Tavernor, todavía confuso y desplazado, había centrado su mente en el problema de cómo podría contribuir a convertirse en un especialista en aquellas materias.

A la mañana siguiente se despertó en su camastro sudando y con escalofríos al mismo tiempo. Una antigua pesadilla había vuelto con renovada fuerza. Era nuevamente un niño, corriendo en aquella infernal oscuridad, dando tumbos y arrastrándose conforme su padre tiraba de él con una mano. Unas figuras horribles, altas y en forma de huso, se movían delante suyo. El rifle de su padre disparaba; pero fallaba, fallaba una y otra vez.

«Salva a mamá», —gritaba desconsolado—. «No me esperes a mí.».

Pero su padre juraba amargamente y los estampidos del rifle continuaban como las voces de un dios castrado, impotente, inútil…

Tavernor se quedó descansando entre las sábanas durante largo tiempo con los ojos inmóviles en el camastro de arriba. Estaba preso por una idea, paralizado por el sentimiento de extrema fascinación que acompaña a toda verdadera inspiración.

Tavernor necesitó un año de rutina, de diseños y de experiencia en los bancos de trabajo de las máquinas, antes de atreverse a poner en práctica su idea. Con gran sorpresa por parte suya, la idea fue acogida con simpatía. Ciertamente que se había desilusionado cuando, una vez pasado el entusiasmo inicial, la División estuvo demasiado ocupada en mil proyectos más avanzados y mejor formulados que sus ideas de aficionado. Pero un superintendente de sección escuchó su tímida presentación; se celebraron reuniones a distintos niveles y, antes de que se diese cuenta, Tavernor se encontró ascendido a la categoría de Jefe de Sección, contando no solamente con un soberbio taller a su disposición, sino con los servicios de un equipo de especialistas que estaban preparados para traducir cualquier borrosa visión en una realidad funcional.

La invención de Tavernor era un arma increíblemente fea de aspecto y que tenía algo de cruce entre un bazooka y una metralleta, y que difería de las otras armas en que solamente la culata, el gatillo y la panzuda estructura exterior estaban en contacto con el usuario de la misma. Las restantes partes en funcionamiento, el cañón, la recámara, el cargador y el punto de mira, flotaban en un campo magnético especial que evitaba toda vibración.

Otro componente no existente en cualquier otro rifle convencional era un giroscopio de estabilización y un computador analógico que analizaba la frecuencia y la intensidad de las vibraciones impuestas al sistema y que modificaba el campo magnético convenientemente. El giroscopio estabilizador no se usaba continuamente; pero estaba dispuesto en todo momento sin más que apretar un botón, cuando se había seleccionado un objetivo. Como una concesión extra en algunos modelos, se añadía un computador digital y una unidad de memoria inercial al arma para facilitar la movilidad del tirador. Aunque útiles en cierto número de aplicaciones, aquellos refinamientos fueron adaptados en su mayor parte como una concesión a Tavernor por un Departamento que, en realidad, no apreciaba la necesidad de un rifle con el cual un hombre pudiese disparar con una mano sobre un objetivo, mientras que con la otra tiraba de un niño…

El arma fue denominada oficialmente el Rifle Compensador Tavernor, una etiqueta de la cual se derivaba una menguada satisfacción. Solo él comprendía qué era lo que tenía que compensar, e incluso Mack vio muy claro cómo todos los años empleados en aquello no menguaban la culpa, ni la convicción de que su madre había muerto porque su padre solo había sido capaz de salvar a una persona. Todo lo que pudo apreciar bien, por primera vez en su vida adulta, era que podía vivir, hablar y sonreír como cualquier otro ser humano. Y que podía respirar libremente, sin que la pestilencia despedida por un guerrero pitsicano ofendiese su sentido del olfato.

Una vez que el RCT MK-1, estuvo en fase de producción, Tavernor volvió su atención a otros proyectos; pero su chispa inventiva parecía haberse apagado y el trabajo empezó a aburrirle mortalmente. Luchó contra sus inclinaciones durante tres años más y luego comenzó a hacer solicitudes para ser transferido a la zona de combate. En tal punto, incluso en tiempo de guerra, le habría sido posible retirarse, ya que no había escasez de combatientes; pero le resultó difícil imaginarse la vida fuera del ejército.

Eventualmente, y a la edad de cuarenta y dos años, el Coronel Mack H. Tavernor volvió al servicio activo, aunque no en las zonas de máxima interpenetración donde había aprendido su oficio guerrero. Descubrió con gran sorpresa que la Federación se hallaba comprometida en más de un conflicto. La guerra contra los pitsicanos se prolongaba desde hacía ya cuatro décadas, el tiempo suficiente para convertirse en un fondo permanente de los problemas internos de la Federación y de la vida política. Los problemas de otro tipo pronto comenzaron a surgir de nuevo.

Algunos sistemas, particularmente aquellos bien alejados de la frontera humano-pitsicana, comenzaron a poner reparos a pagar los tributos de una lejana guerra. El sistema de impuestos reducidos pronto exhibió su capacidad de viejo truco político para sostener a los lideres políticos de cualquier partido y la Federación e vio obligada a llevar a cabo una serie de costosas operaciones de policía.

Tavernor tuvo que soportar que su RTC fuese utilizado contra los seres humanos durante cuatro años; pero el punto de ruptura fue su propio mundo, Masonia. La frontera se había constituido en aquel sector por tres veces. Cada vez, el planeta había sido ligeramente atacado, ya que de otra forma no habría quedado ningún problema político que considerar, pero con la suficiente dureza para convencer a la población de que era estúpida en permitir que su mundo fuese utilizado como centro de adiestramiento de suministros estratégicos. Un líder político-religioso llamado Chambers llegó al poder con la teoría, absurda aunque atractiva para el populacho, de que los pitsicanos no eran un azote para nadie, excepto para lo injusto. Y reforzó su idea de una neoconciliación con los argumentos bien calculados de que lo justo en su sentido de la palabra no tenía que pagar impuestos de guerra.

Antes de que la Tierra pudiese hacer nada para evitarlo, Chambers estuvo en el poder y ordenó que se retirase todo el material de guerra de Masonia. Durante la acción de policía resultante, una población que había caído por los ataques ocasionales de los pitsicanos rehusó decididamente ser sometida a la Tierra Imperial.

Tavernor, que estaba por entonces en otra parte, conoció solamente los detalles más sobresalientes del asunto, el planeta había recibido de la Tierra la seguridad de un mínimo derramamiento de sangre. Tavernor se hallaba en el sector cuando llegó la oportunidad de una semana de permiso y aprovechó la ocasión para pasar unos cuantos días entre los escenarios de su infancia, en los bosques del Proyecto Agrario número 82. Los bosques estaban allí todavía; pero de una forma totalmente distinta. Habían servido como escondite a los combatientes de las guerrillas de Masonia y se había hecho necesario aplicarles un castigo. Tavernor empleó un día caminando a través de los lagos de celulosa de color verde y plata. Hacia el atardecer, encontró una zona donde el flujo había pasado claro y transparente. Debajo de la superficie de ámbar, la cara de una mujer muerta miraba hacia arriba, inmóvil.

Se arrodilló con respeto en la encristalada superficie, mirando fijamente el pálido y ahogado óvalo de su rostro. Los rizos negros de sus cabellos estaban helados, incorruptos, como en forma eterna, como la culpa que le atenazaba a él al pensar que la hubiera arrojado.

Aquella noche, ejerciendo su opción de los treinta años, dimitió del ejército y marchó a buscar un lugar en donde esconderse.