LA CELDA tenía ocho pies cuadrados, sin ventanas y tan completamente nueva que Tavernor pudo con relativa facilidad encontrar pequeñas virutas espirales de metal en el rincón tras la instalación del servicio, brillantes y casi recién sacadas. El conjunto olía a resina y a plástico y daba toda la impresión de no haber tenido nunca un ocupante anterior.
Encontró este último hecho vagamente confuso e inquietante, no había forma humana de conocer el sitio en que le tenían encerrado. Con toda seguridad, no se trataba de una celda en el bloque del edificio de la policía en El Centro ni del complejo de la Administración de la Federación al sur de la ciudad. Tavernor había visto ambas instalaciones mientras duraron los trabajos y recordaba perfectamente que todas las celdas eran mayores, más viejas y con ventanas. Además, ni los hombres de la policía ni los de la Federación le habrían dejado solo por tanto tiempo. Su reloj le mostraba que habían transcurrido casi cinco horas desde que recobró el conocimiento, encontrándose cubierto con unas ropas en un plástico oblongo y elástico de color verde que servía de cama.
Se incorporó y golpeó la puerta con el pie. El metal de que estaba hecha, sin características especiales, absorbió el golpe con un sonido que sugería una maciza solidez. Tavernor dejó escapar un sordo juramento y se echó de nuevo, mirando fijamente el plano luminiscente del techo.
Había sido, en efecto, la voz de Lissa. Ella era la que pagó al reservista para ponerle fuera de combate y hacerle perder el conocimiento. Toda la melodramática escena del bar de Jamai había sido preconcebida… pero ¿por qué razón? ¿Por qué Lissa había salido fuera de sus costumbres habituales, había bebido chispas intentando seducirle y, cuando aquello falló, había maniobrado para llevarle a un bar donde tenía dispuesta una trampa? ¿Podía ser solo una broma? Tavernor sabía que la gente que rodeaba a Shelby se había desplazado a distancias enormes cuando pensaban en encontrar alguna diversión; pero seguramente que Lissa no les habría acompañado. ¿O sí? De repente, Tavernor se dio cuenta de que había muchas cosas que ignoraba respecto de Lissa Grenoble. Y, por el momento, ni siquiera podía decir si en aquel momento era de día o de noche… Sintió que una rabia sorda se extendía por todo su ser. Dio un salto en la cama y se dirigió rápidamente hacia la puerta al ver que se abría un pequeño panel en ella. Un par de duros ojos grises le miraban con fijeza a través de la abertura.
—Abra la puerta —dijo Tavernor rudamente para encubrir su sorpresa—. Déjeme salir fuera de aquí.
Aquellos ojos le miraron sin pestañear por un momento y después el panel se cerró de un golpe seco. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió. En el umbral aparecieron tres hombres con el uniforme verde oscuro de la infantería. Uno era un sargento corpulento, bien afeitado, pero con la barbilla azulada, allí donde un rayo láser le había convertido en papilla aquella parte de su físico. Los otros dos parecían ser dos militares experimentados, llevando rifles con una soltura que no podía engañar a nadie. Los tres tenían un aspecto hostil y dispuestos a hacer frente a cualquier dificultad que Tavernor pudiera ofrecer.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Tavernor, usando deliberadamente inflexiones en la voz que para oídos experimentados dejaban claramente entender que con anterioridad había ostentado un grado militar importante.
Los grises ojos del sargento se volvieron en el acto más duros que nunca.
—El teniente Klee quiere verle ahora. Vamos. Tavernor comprendió que el sargento no se dejaba impresionar por nada y en cualquier caso, el teniente Klee podría ser, probablemente, la mejor fuente de información. La dirección en que iba estaba claramente indicada por el hecho de que los tres hombres habían tomado el corredor por la izquierda. Tavernor se encogió de hombros y siguió marchando. El corredor continuó otros cincuenta pasos más allá de las puertas que tenían el aspecto de conducir a otras celdas como aquélla en que había despertado.
Al final apareció un ascensor accionado por otro soldado de infantería armado hasta los dientes. El sargento no dio ninguna orden; tan pronto como se hubieron cerrado las puertas, el ascensor entró en funcionamiento, recorriendo hacia arriba una más bien corta distancia.
Cuando se detuvo el ascensor, salieron a otro corredor; pero éste estaba lleno de oficinas de puertas acristaladas, mostrándose como prismas de cristal que reflejasen la luz de la mañana en la continuidad de la distancia. Oficinistas uniformados se movían agitadamente de un lado a otro, brillando en el aire columnas de humo de cigarrillos como árboles fantasmagóricos e insustanciales. La abundancia de luz produjo a Tavernor un súbito dolor en los globos oculares, dándose cuenta que se hallaba débil y tembloroso. Siguió al sargento a una zona de recepción, donde aparecía una gran mesa de despacho flanqueada por más hombres uniformados.
Todo en aquel edificio tenía el aspecto de ser recién estrenado. Una mirada rápida a través de las puertas de entrada mostraba la figura geométrica de color pastel de El Centro, curvándose a lo lejos hacia el sur, siguiendo la línea de la bahía. Pero aún siendo capaz de situar el lugar en que se hallaba, el hecho no redujo en nada la sorpresa de Tavernor; estaba seguro de que un día o dos antes, allí no había existido ningún gran edificio, ni en las inmediaciones. Hubiera sido perfectamente posible, sobre cualquier otro planeta, el haber montado por parte de los ingenieros militares una gran estructura, en cuestión de horas, de requerirlo las circunstancias con la debida urgencia. Pero era preciso disponer de un equipo enorme y masivo y la sola forma de traerlo a Mnemosyne, era en naves de viejo diseño a reacción y con escalas. Tavernor encontró imposible visualizar cualquier desarrollo en Mnemosyne que pudiera justificar incluso un gasto moderado por las fuerzas armadas de la Federación. Y con todo, recordó penosamente, habían hecho estallar la estrella Neilson…
El teniente Klee salió de una oficina situada tras el enorme despacho. Era un joven de anchos y huesudos hombros y con unos cabellos tan negros y tan suaves que parecían la sedosa piel de un animal de la selva.
Teniente —dijo Tavernor inmediatamente—. Creo que usted podrá explicar todo esto.
Ignorando la pregunta, Klee consultó una hoja de papel.
—¿Es usted Mack H. Tavernor?
Sí, pero…
—He decidido no proceder más contra usted. Puede irse.
—Usted ha… ¿qué?
—Estoy dejándole marchar, Tavernor. Pero comprenda que hago esto solo porque la ley marcial ha sido declarada muy poco antes de ocurrir el incidente, y existe la oportunidad de que usted no haya oído su declaración.
—¿La ley marcial?
El cerebro de Mack parecía nublado.
—Eso es lo que he dicho. De ahora en adelante, procure alejarse de los uniformes. Procure evitar problemas. No se meta en dificultades.
—¿Quién provoca dificultades? —repuso Tavernor, pero dándose cuenta de que sus palabras sonaban a hueco y su persona tenía allí muy poca importancia—. Yo solo me preocupo de mis cosas, y…
—El soldado que le desarmó dijo que usted dio el primer golpe. Otros testigos lo han confirmado.
—Han podido hacerlo —murmuró Tavernor inadecuadamente. La cabeza le dolía, las sienes le latían dolorosamente, tenía la boca seca y sintió la fuerte necesidad de tomarse un café bien cargado seguido de algún alimento.
—¿Ha dicho usted la ley marcial? ¿Qué razón hay para ello?
—No podemos decirlo.
—Tendría usted que darme alguna razón.
La boca de Klee se retorció sardónicamente.
—Hay una guerra que continúa. ¿Le parece bien?
Uno de los soldados allí presentes soltó una risita burlona y el sargento le desautorizó con un gesto de su manaza.
Klee miró de nuevo la hoja de papel y después observó a Tavernor especulativamente.
—La señorita Grenoble estará aquí para recogerle a las 10:00, lo que quiere decir que será dentro de pocos minutos a partir de ahora.
—No estaré aquí. Dígale a ella que…
—¿Qué?
—Olvídelo.
Tavernor caminó hasta la puerta, con la cabeza hirviendo de rabia y de preguntas sin respuesta. Su atención fue captada por una cierta indefinible extrañeza en la sección de la calle que podía ver a través de la entrada. Los transeúntes seguían pareciendo una cosa normal y el tráfico discurría también en forma rutinaria, pero la escena le sorprendió como siendo algo curiosamente irreal. Había, tal vez, algo extraño y sutilmente equivocado en la calidad de la luz, como si el mundo estuviese iluminado por candilejas de teatro, que no obstante eran incapaces de simular la luz solar. Sacudió ligeramente la cabeza y empujó la puerta.
—¡Ah, Tavernor! —dijo Klee de una forma impersonal.
—¿Sí? —repuso el interpelado deteniéndose.
—Casi lo había olvidado. Vaya a la oficina de compensación civil, dos puertas más allá del bloque. Tienen allí algún dinero para usted.
—Dígale…
Tavernor estuvo a punto de dejar escapar alguna altisonante inconveniencia; pero tuvo que contentarse con un gesto ambiguo de la mano.
Abandonó el edificio y se dirigió hacia la ciudad. Visto desde el exterior, el edificio que acababa de abandonar resultaba sorprendente por lo recién fabricado que estaba. Aquel enorme cubo encristalado daba la impresión de haber sido colocado de una sola pieza, aplastando cualquier cosa que allí hubiera existido antes.
Alrededor de su perímetro estaban algunos ingenieros militares en pequeños grupos, recubriendo el borde de la excavación, aplastando la arcilla del suelo y fundiéndola con máquinas achaparradas de color verde oliva. El aire estaba saturado de olor a ozono, como consecuencia de la enorme energía empleada y un ocasional y atronador estampido cada vez que una roca rehusaba ceder su estructura molecular que había sostenido durante cientos de millones de años.
La gente que circulaba por las aceras miraban con curiosidad semejante actividad; pero continuaban su marcha. Tavernor intentó recordar qué habría existido anteriormente en el lugar que ocupaba aquel bloque; pero todo lo que obtuvo de sus recuerdos fue una vaga impresión de unos pequeños edificios arracimados y que seguramente habrían sido pequeños comercios de barrio. Ya había notado antes que a pesar de lo familiar que pudiera resultarle una calle o una intersección, tan pronto como su nueva configuración se había llevado a cabo, los recuerdos del original se desvanecían pronto de su memoria. Por todo lo que sabía, se dijo a sí mismo ilógicamente, aquello pudo haber sido uno de sus escondites favoritos antes de que el ejército lo hubiera deshecho. Su resentimiento creció ante semejante idea.
Al llegar a la esquina, torció hacia el mar y caminó durante unos minutos hasta encontrar un lugar para comer algo. Estaba haciendo funcionar el dial de la máquina del café, cuando se le ocurrió mirarse en la superficie pulida como un espejo de la máquina, observando la barba y el estado de su rostro. Tenía el pelo más largo de lo que podía haber esperado y una sospecha desagradable se originó en su mente.
—¿Qué día es hoy, por favor? —preguntó a un señor de edad sentado a poca distancia.
—Jueves —repuso el anciano señor, levantando las cejas con sorpresa.
—Gracias.
Tavernor tomó el café y ocupó un sitio vacante. Sus sospechas se vieron confirmadas, había perdido dos días. Una pistola anestésica, disparando una carga suave podía poner a un hombre fuera de combate por espacio de diez minutos; pero a él le habían disparado toda una carga completa. Haciendo un esfuerzo, procuró grabarse la cara del reservista que le había disparado, haciéndole un buen lugar en la memoria. Con la ley marcial o sin ella, tenía que pagárselo.
Con el café calentándole el estómago, decidió posponer la comida hasta haber llegado a casa, asearse convenientemente y atender a los alas de cuero. Las pobres criaturas estarían hambrientas y nerviosas tras no haberle visto en dos días.
Vaciló un momento entre telefonear pidiendo un coche de alquiler desde el local en que se hallaba o detenerlo en plena calle. Salió y por primera vez, desde que le dejaron en libertad, volvió los ojos tierra adentro hacia los bosques.
Los bosques ya no estaban allí.
En cierta forma, la sorpresa recibida en su sistema nervioso fue tan intensa como la del disparo que le hicieron con la pistola anestésica. Se quedó inmóvil como una estatua, mientras que la gente pasaba rozándole y farfullando palabras de molestia, en tanto Tavernor miraba sin pestañear el desnudo horizonte. El Centro, orillaba la bahía en una distancia de ocho millas y, por término medio, era menos de una milla de ancho; por tanto, el bosque podía verse siempre al final de la vía pública. Sus variadas tonalidades de verde y azul recubrían como un manto la llanura de cinco millas y, más allá, se elevaba en un verde oleaje que desaparecía al alcanzar la roca desnuda de la planicie continental. En los días cálidos, de los bosquecillos de gimnospermas de anchas hojas emanaban columnas de vapor de agua que se elevaban al cielo y, por la noche, las flores de los «buscadores de luna» enviaban un dulce y pesado perfume que se extendía por las quietas avenidas bajo el manto enjoyado de las mil lunas de Mnemosyne en su bóveda celeste.
Pero entonces ya no existía nada entre el borde occidental de la ciudad y los grises terraplenes de la planicie. Olvidando lo de encontrar un coche de alquiler, Tavernor caminó en dirección a los desaparecidos bosques, mientras que el resentimiento que había surgido en su interior, se convertía en una enorme y dolorosa consternación.
Aquello, pues, era la causa de la singular calidad de la luz que le había llamado antes la atención; su componente gris, procedente de los macizos de árboles, estaba ausente. Tavernor, al comenzar a salir del cinturón comercial de El Centro y pasar entre los bloques de apartamientos, vio delante de él una gran extensión de terrenos intactos que daban un aspecto de normalidad. Coches civiles lo cruzaban o yacían en el suelo como pétalos brillantes entre la hierba, mientras que grupos familiares pasaban un día de campo en las cercanías. Sintiendo que debería estar inmerso en un sueño, Tavernor continuó marchando hasta alcanzar gradualmente una pequeña cresta del terreno desde la cual podía obtener una mejor visión de la llanura.
Dos vallas separadas cercaban la llanura a corta distancia ante él. La más cercana era muy alta y dispuesta en el tope superior de forma que fuera imposible saltaría; la otra aparecía sembrada de postes rayados de blanco y rojo sugiriendo que estuviese electrificada o algo peor. Más allá de las vallas donde tenían que estar los bosques se encontraba una llanura brillante y suave como un espejo. De color de la miel y moteada de plata y verde pálido, era como un mar helado de fantasía, el piso de una sala de baile creada para las orgías de los reyes mitológicos.
Tavernor, que antes había visto tales cosas, se dejó caer de rodillas.
—¡Vosotros, bastardos! —murmuró angustiado. ¡Vosotros, piojosos, bastardos y asesinos!