A DESPECHO de todos sus esfuerzos, Tavernor era incapaz de permanecer en el interior de su vivienda cuando el cielo se encolerizaba.
La tensión nerviosa le había estado haciendo un nudo en el estómago durante toda la tarde y el trabajo de reparación en la turbina de la embarcación había ido creciendo en dificultades progresivamente, aunque el bien sabía que se debía simplemente a que su concentración estaba fallando. Finalmente, dejó de lado su soldador de pistola y apagó las luces sobre el banco de trabajo.
Inmediatamente se produjo un alboroto nervioso entre los enjaulados seres de alas de cuero, en el lado opuesto de la larga habitación. Aquellas macizas criaturas parecidas a murciélagos se afectaban mucho y les disgustaba cualquier súbito cambio en la intensidad de la luz. Tavernor se aproximó a la jaula, acariciándola con las manos, sintiendo los alambres vibrar como cuerdas de arpa bajo sus dedos.
Aproximó el rostro a la jaula, aspirando el aire fresco que producía el batir de las alas de aquellas criaturas, proyectando sus pensamientos hacia aquellos mamíferos chirriantes, de ojos plateados.
«Tened calma, amiguitos. Todo va bien… Todo va bien»…
El clamor existente en el interior de la jaula cesó al instante y las criaturas de alas de cuero volvieron a sus perchas, con las gotitas de mercurio de sus brillantes ojos mirándole con atisbos casi de inteligencia.
«Eso está mejor», murmuró Tavernor, convencido de que las facultades telepáticas de aquellas criaturas habrían captado el sentimiento de su amistoso mensaje.
Cerró la puerta del taller tras él, cruzó el cuarto de estar y salió del edificio de un solo piso en que vivía, en aquella cálida noche de octubre. El año en Mnemosyne tenía casi quinientos días, no existiendo virtualmente estaciones; pero los hombres habían llevado su propio calendario al espacio. Allá en la Tierra, en el hemisferio norte, los árboles estarían cambiando sus hojas a un color de cobre y oro, y así ocurría en octubre en Mnemosyne y en otros cien mundos colonizados.
Tavernor comprobó el tiempo en su reloj de pulsera. Menos de cinco minutos para irse. Sacó la pipa del bolsillo, la cargó con unas húmedas y olorosas hebras de tabaco y la encendió. Las puntas de las hebras surgieron encendidas hacia arriba y Tavernor las presionó con la yema del dedo endurecida por el trabajo, calmándose a sí mismo con los ritos de la paciencia. Se apoyó a oscuras contra la pared de la casa, mientras que el humo se esparcía por el aire de la noche. Tavernor se imaginó la fragancia del tabaco llegando hasta los nidos y escondites de aves y animales en los bosques circundantes, tratando de pensar qué idea tendrían de ello sus habitantes. Apenas si habían tenido un centenar de años para acostumbrarse a la presencia humana en su mundo y con la excepción de los de alas de cuero habían mantenido una reserva sombría y expectante.
A los dos minutos antes de las 0:00 horas, Tavernor dedicó su atención al cielo. Los cielos del planeta Mnemosyne eran muy diferentes a los de cualquier planeta que hubiera jamás visitado. Muchas edades geológicas antes, dos grandes lunas habían orbitado por ellos acercándose una a la otra más y más hasta llegar a una colisión.
Las trazas de aquel impacto cósmico podían ser halladas por todos los cráteres; sin embargo, la mayor evidencia residía en el propio cielo. Todo un caparazón de fragmentos lunares, muchos de ellos todavía lo bastante grandes para que, con la irregularidad de su conformación, fuesen visibles a simple vista en constante deriva sobre la suave luz de las estrellas como fondo, formaban una cortina que alcanzaba de un polo a otro. La pauta de sus brillantes formaciones nunca se repetía a sí misma y como añadidura al espectáculo, se hallaba el hecho de que aquella pantalla era lo bastante densa para que se sucediera una constante serie de eclipses. Conforme la sombra del planeta Mnemosyne se desplazaba en el espacio, grupos de pequeñas lunas pasaban desde el blanco a los demás colores del espectro hasta desvanecerse en la negrura, para reaparecer después y para repetir la misma gama de colores a la inversa. El total de la luz dispensada equivalía, a una luna normal; pero como se hallaba en forma difusa, procediendo de todos los lugares del cielo, no existían sombras, sino un ambiente suavemente plateado.
En un cielo semejante, incluso una estrella de primera magnitud resultaba difícil de apreciar; pero Tavernor sabía exactamente dónde mirar. Sus ojos se dirigieron rápidamente a la bella y esplendorosa lucecita vacilante de la estrella Neilson. Casi a siete años luz de distancia, parecía perdida en el calidoscopio del cielo nocturno de Mnemosyne; pero su insignificancia iba a ser pronto una cosa del pasado.
Conforme los segundos finales iban pasando, crecía la tensión nerviosa interna de Tavernor hasta hacérsele insoportable. Después de todo, lo sucedido había tenido lugar siete años atrás.
«Estoy prestando demasiada atención a esto», —se dijo a sí mismo. Aquello había sucedido cuando el Cuerpo de Ingeniería Estelar de la Tierra (la enorme egolatría del título nunca dejaba de desalentar a Tavernor) había seleccionado la estrella Neilson, notando con aprobación que era del tipo clásico para su propósito. Una binaria próxima, habían difundido los informes popularizados al respecto. La componente principal, gigante en la secuencia del diagrama de Hertzsprung-Russell, y la secundaria, pequeña y densa; planetas, ninguno. Pronóstico para modificación, excelente. Aquello sucedió cuando las enormes naves en forma de mariposa del Cuerpo llegaron como un enjambre sobre sus alas magnéticas, rodeando aquel gigantesco cuerpo celeste condenado a ser destruido, lanzando sobre él, el terrorífico poder de los rayos láser, disparando torrentes de energía en la frecuencia de los rayos gamma, hasta que el influjo alcanzó intensidades insoportables, y hasta… Los dientes de Tavernor apretaron la pipa conforme la casa, con el mismo efecto instantáneo de una habitación a oscuras en la que se enciende una lámpara, los bosques circundantes, las cadenas montañosas de la lejanía y todo el cielo, en fin, aparecieron bañados de una terrible luz blanca. Procedía de la estrella Neilson; que entonces era un punto de luz tan cegador que obligaba a los ojos a apartarlos de ella. Incluso a la distancia de siete años luz, la furia inicial de la nova podía achicharrar la retina de un ser humano.
«Perdónanos», —pensó Tavernor—, «por favor, perdónanos.»
El bosque permaneció en calma durante unos instantes, como inmovilizado por aquel espantoso impacto intangible de la nova, para inmediatamente conmoverse hasta sus cimientos en protesta contra aquel suceso innatural. Millones de alas batieron el aire en una especie de explosión difusa. El torrente de luz que caía de arriba desde el cielo transformado, parecía oscurecido momentáneamente conforme cada criatura capaz de volar se proyectaba en el aire, en busca de una desesperada seguridad o refugio. Su desafío a la gravedad dio a Tavernor la sensación de que era él quien se estaba hundiendo, y entonces el sonido le alcanzó. Gritos, chillidos, silbidos, rugidos, todo ello combinado con el batir de millones de alas, el de las hojas de los árboles, el de las patas de los animales que huían por todas partes, seguidos por… Un total silencio.
El bosque observaba y esperaba. El propio Tavernor se encontró aprisionado por aquella quietud fantasmal, reducido al nivel de una de aquellas criaturas del bosque de Mnemosyne, virtualmente sin mente, aunque teniendo, así y todo, en aquel momento el sentido de comprender la relación de la Vida con el continuo espacio-tiempo en una forma que los hombres no habían comprendido. Los vastos y transparentes parámetros del eterno problema parecían desfilar sobre la superficie de la mente universal de la cual a él le pareció formar parte repentinamente. La Vida. La Muerte. La Eternidad.
El numen de las cosas. La panspermia. Tavernor sintió un intenso júbilo interior. La panspermia, el concepto de que la vida está diseminada por todos los rincones y componentes del Universo. La justificación para la creencia de que toda mente existente está ligada a cualquier otra mente que jamás haya existido. De ser así, entonces las novas y las supernovas eran solo bien comprendidas por los temblorosos habitantes de los oscuros escondites y refugios que le rodeaban.
¿Cuántas veces en nuestra propia Galaxia había estallado una estrella para convertirse en nova? ¿Un millón de veces? ¿Y en la eternidad de las galaxias?
¿Cuántas civilizaciones, cuántos incomputables miles de millones de vidas habían dejado de existir por el inconcebible estallido y muerte de una estrella? Y cada ser viviente, inteligente o no, en aquel último segundo, sirvió para alimentar el mismo mensaje en la mente cósmica panspérmica, haciendo posible a cada criatura que siguiera viviendo en las infinidades del oscuro continuo. Escucha, hermanito, si caminas; te arrastras, nadas en las aguas, te escondes en una madriguera o vuelas… cuando los cielos se llenan repentinamente de torrentes de luz, consigues tu paz, consigues tu paz…
Tavernor sintió aumentar su júbilo interno, parecía hallarse en el umbral de la comprensión de algo importante, y entonces, porque la emoción era un producto de su individualidad, se perdió el nebuloso contacto, con un acelerado anhelo de volver al estado normal. Y fue un momento de decepción; pero incluso aquello se desvaneció en algo menos que un recuerdo. Tavernor volvió a encender su pipa, e intentó acostumbrarse a la alterada apariencia de cuanto le rodeaba. Las declaraciones publicadas y difundidas por el Departamento de Guerra, habían expresado que la estrella Neilson durante dos semanas llegaría a ser aproximadamente un millón de veces más luminosa de lo que hasta entonces había sido, pero que aún así no llegaría a la milésima parte del brillo del propio sol del sistema del planeta Mnemosyne. El efecto era muy similar al producido por la luz de la Luna en la Tierra, según comprobó Tavernor. Solo lo repentino de su aparición había producido pavor, la sorpresa y el conocimiento de lo que pudiera suceder tras el fenómeno.
El sonido de una máquina de tierra aproximándose desde la dirección de El Centro perturbó la ensoñación de Tavernor. Prestando atención al ruido del motor, reconoció el coche costoso y de zumbar suave de Lissa Grenoble, incluso antes de que sus faros mostraran la luz de color topacio a través de los árboles. Su corazón comenzó a latir con más fuerza. Permaneció inmóvil hasta que el vehículo casi llegó a la casa, dándose entonces cuenta que estaba tratando deliberadamente de mostrar los atributos que más admiraba ella en él, su solidez temperamental, su autosuficiencia y su fuerza física.
«No hay hombre más tonto que un hombre de mediana edad presumido», —pensó Tavernor, al retirarse de la pared en que estaba apoyado.
Abrió la portezuela del vehículo en la parte destinada al pasajero y la sostuvo hasta que el vehículo tocó el suelo. Lissa le sonrió con su bella dentadura blanquísima. Como siempre, a la vista de la joven, Tavernor sintió un volcán en su interior.
Enmarcado por unos cabellos negros que le llegaban hasta los hombros, el rostro de Lissa aparecía con la nota dominante de una hermosa boca y unos enormes ojos grises. Su nariz estaba ligeramente respingada para formar el conjunto de una belleza clásica. Era un rostro que resultaba casi el arquetipo de la cálida feminidad, perfectamente armonizado con un cuerpo cuyo busto y muslos resultaban ligeramente más amplios de lo que exigía la moda corriente.
—El motor suena todavía muy bien —dijo Tavernor a falta de mejor cosa que decir.
Lissa Grenoble era la hija de Howard Grenoble, el Administrador Planetario; pero Tavernor la había conocido de la misma forma en que usualmente conocía a la gente en Mnemosyne; es decir, cuando le buscaban para reparar una máquina. El planeta se hallaba virtualmente desprovisto de depósitos de metal, y además ningún navío mariposa podía dedicarse a traer carga procedente de la Tierra fuera del cinturón de los fragmentos lunares o de cualquiera de los demás centros manufactureros. Y así, siendo la primera familia de Mnemosyne y la más rica, prefería pagar las repetidas reparaciones hechas a un vehículo que embarcarse en el fantástico costo de importar uno nuevo, sirviéndose de una nave-mariposa, una estación orbital o un reactor de línea.
—Pues claro que el motor suena bien —repuso Lissa—. Lo dejaste mejor que nuevo, ¿no es cierto?
—Sin duda has estado leyendo mi expediente de promoción —dijo Tavernor, halagado a pesar suyo.
Lissa dio la vuelta al vehículo, se aferró a un brazo de Tavernor y le atrajo hacia sí a propósito. Él la besó una vez, bebiendo en la increíble realidad de ella, en la forma en que un hombre sediento traga los primeros sorbos de agua. La lengua de Lissa estaba ardiendo, con un calor superior al que cualquier ser humano podía tener normalmente.
—¡Eh! —exclamó Tavernor apartándose de ella—. Has comenzado pronto esta noche.
—¿Qué quieres decir, Mack? —preguntó Lissa con un pícaro gesto.
—Las chispas. Has estado bebiendo chispas.
—No seas bobo. ¿Acaso huelo a chispas?
Tavernor comenzó a oliscar dudoso, echando pronto la cabeza hacia atrás al querer ella pellizcarle la punta de la nariz. El aroma volátil de los prados en verano, propio de las chispas, estaba ausente; pero él no se quedó por completo satisfecho. Tavernor no bebía jamás aquel líquido productor de sueños, prefiriendo el whisky; otra forma de recordarle que Lissa tenía diecinueve años y él treinta años más que ella. La gente ya no mostraba apenas su verdadera edad, y así casi no existía una barrera física entre ellos; pero a pesar de esto los años estaban insertos en su mente.
—Entremos —indicó Tavernor—. Vámonos fuera de la vista de esta luz fantasmal.
—¿Fantasmal? Pues a mí me parece romántica…
Tavernor frunció el ceño.
—¡Romántica! ¿Sabes lo que significa? —Y miró hacia arriba al intenso punto de luz y poco después, ya más fácilmente, al objeto en que se había convertido en el firmamento la estrella Neilson.
—Sí, por supuesto. Eso significa que están abriendo una ruta comercial de alta velocidad hacia Mnemosyne.
—No. —Tavernor sintió que volvía a sufrir una fuerte tensión—. La guerra viene por ese camino.
—Ahora eres tú el que te portas como un bobo.
Lissa le soltó el brazo y ambos entraron en la casa. Tavernor buscó el interruptor de la luz; pero ella se interponía a su mano, acercándosele de nuevo. Él respondió instintivamente y una parte de su mente que nunca dejaba la guardia, le sugirió entonces una idea en el torbellino emocional que estaba sufriendo.
«Éste es el más torpe intento de seducción que jamás haya visto».
Sintiendo algo parecido a un engaño, Tavernor se abstrajo en sí mismo lo suficiente como para estar en condiciones de pasar revista a sus relaciones con Lissa Grenoble, desde el tiempo en que se habían conocido tres meses antes, hasta el momento presente. Aunque la atracción que ambos habían sentido había sido instantánea y mutua, la amistad había sido algo difícil, principalmente a causa de la diferencia de sus respectivas posiciones en la estructura social rígida y apretada de Mnemosyne. El nombramiento y el cargo de Howard Grenoble era tal vez el menos político de su género en la Federación, gracias a las numerosas peculiaridades del planeta, pero así y todo ostentaba el rango de Administrador y no se esperaba en modo alguno que su hija llegara a implicarse con…
—Piensa en ello, Mack —estaba diciéndole Lissa en un susurro. Diez días completos para nosotros en la costa sur. Los dos juntos…
Tavernor intentó enfocar su atención en aquellas palabras.
—A tu padre no le hará mucha gracia…
—No lo sabrá… Hay una exposición de pintura que se celebrará en el sur al mismo tiempo. Le dije que iría a verla. Kris Shelby está organizando el viaje y tú sabes que es la discreción misma…
—Quieres decir que se le puede comprar como a un bastón de goma…
—¿Qué es lo que pasa con nosotros? —le dijo Lissa con un leve tono de impaciencia en la voz.
—¿Y por qué estás haciendo esto? —Tavernor usó una calculada estolidez intentando irritarla—. ¿Por qué ahora?
Ella vaciló y después habló con una firmeza que Mack encontró extrañamente desconcertante.
—Te necesito, Mack. Te necesito y hay un límite para el tiempo que puedo esperar. ¿Es eso tan difícil de comprender?
De pie junto a ella en aquella confinada oscuridad, Tavernor sintió que su despego comenzaba a derrumbarse.
¿Por qué no?
Aquella idea comenzó a martillearle las sienes.
¿Por qué no?
Dándose cuenta de su capitulación, Lissa le rodeó el cuello con sus brazos y suspiraba satisfecha conforme él bajaba su rostro hacia el de ella. Finalmente, Tavernor hizo un esfuerzo, permaneció frío por un instante y empujó a la joven lejos de sí, súbitamente afectado de una fuerte irritación.
En la boca abierta de la chica, visibles solamente por la total negrura de la habitación, él había visto revolotear las doradas y diminutas burbujas de las chispas.
—No deberías haber impedido que encendiese las luces —comentaba Tavernor momentos más tarde, mientras conducía el vehículo hacia El Centro, siguiendo la rielante superficie de un gran arroyo del bosque.
—¡Mack! ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que pasa?
—Tu puedes hacer desaparecer el olor de las chispas con bastante facilidad; la luminiscencia es más difícil…
—Yo…
—¿Por qué haces eso, Lissa?
—Ya te lo dije.
—Por supuesto. Nuestra relación tan bellamente natural. Pero debías dejar primero de beber chispas.
—No veo qué diferencia puede haber con que tome un trago de vez en cuando.
—Lissa —dijo Tavernor con impaciencia—, si no vamos a ser honestos el uno con el otro, no hablemos más del asunto.
«Escúchame a mí», —pensó—. «Al viejo Tavernor».
Se produjo un largo silencio, durante el cuál Mack se concentró en conducir el rápido vehículo por el centro de la corriente de agua. Los árboles de cada orilla aparecían por arriba bañados en una luz de plata procedente de la estrella Neilson y, en la parte baja, de oro por los potentes faros de la poderosa máquina, dándoles una visión de irrealidad. Unos árboles adornados con lentejuelas formaban una carretera de ensueño. Tavernor apretó el acelerador y el motor, tan finamente regulado, respondió inmediatamente.
Viajando casi a cien millas por hora, el vehículo salió como una flecha a la desembocadura de la corriente y hacia el mar, lamiendo el tope de las olas y convirtiéndolas en ondulantes penachos de blanca espuma que se desvanecía lejos de la popa del vehículo. El ancho y oscuro océano apareció ante sus ojos, y Tavernor sintió súbitamente la necesidad de escapar de la guerra que sabía que se le echaba encima, apretando el acelerador hasta el máximo, en línea recta, inscribiendo una brillante línea en las negras aguas del mar hasta que los motores se destruyeran, y él y lo que creía la vasta inmensidad de sus culpas…
—Esto es muy interesante —dijo Lissa con la mayor naturalidad—. La aguja del contador ha estado en el rojo todo el tiempo. Yo no he podido nunca hacerla pasar de la raya naranja.
—Eso ha sido antes de que yo pusiera el motor mejor que nuevo —contestó Tavernor agradecido, recuperando el control de sus sentidos. Entonces redujo la velocidad a una marcha más respetable y dio una fácil vuelta que les puso de cara a las luces de El Centro.
—Gracias, Lissa.
—¿Por qué cosa?
—Tal vez por nada; pero gracias, así y todo. ¿Adónde vamos?
—No estoy segura. —Lissa hizo una pausa y Tavernor permaneció pendiente de las palabras de la joven, dándole vueltas a sus propias sospechas—. ¡Ah, sí! ¡Ahora lo estoy! Me gustaría ir al bar de Jamai.
—No sé, cariño —repuso Tavernor, instintivamente en guardia—. Dudo que pueda enfrentarme con esos condenados espejos retorcidos esta noche.
—¡Oh! No seas un viejo enano. Me gustaría ir al bar de Jamai.
Tavernor captó el ligero énfasis que creyó oír en la palabra «viejo» y se dio cuenta enseguida de que estaba comprometido en un oculto duelo, luchando con espadas invisibles. Lissa estaba intentando con lo que ella sin duda alguna consideraba como una gran sutileza, presionarle. Primero había sido el intento de una principiante para seducirle, ahora maniobraba para llevarle a un bar.
—De acuerdo, vayamos al bar de Jamai.
Tavernor se preguntó por qué había cedido tan fácilmente. ¿Curiosidad? ¿O sería a causa de tener treinta años más que ella y de que era demasiado viejo y experimentado para que ella lo manejase y en consecuencia estaba fallando en cierta forma que apenas si podía comprender? Mantuvo un silencio prolongado hasta que el vehículo subió por una de las rampas de El Centro y quedó aparcado en un lugar conveniente próximo a la orilla del mar. Lissa le tomó una mano, cuando salieron del coche y caminó muy cerca de Mack, intentando refugiarse de la brisa fresca y salada del océano, hasta encontrarse en el bulevar brillantemente iluminado que rodeaba, en un amplio espacio, la bahía. Las ventanas de los grandes almacenes dejaban escapar su brillo iluminado hasta perderse en aquel océano que daba la impresión de ser una entidad viviente que desafiara la realidad de que el Hombre no era más que un forastero recién llegado a aquel mundo. Mientras caminaba; Lissa le llamaba la atención acerca de determinados vestidos o joyas que le atraían profundamente, persistiendo en su acostumbrada pretensión de que era incapaz de permitirse el lujo de adquirir lo que le gustaba.
Tavernor apenas si prestaba atención. La rara conducta de Lissa le había hecho sentirse extrañamente molesto. Parecía que, fuera de lo natural, aquella noche había demasiados uniformes militares en las calles. Mnemosyne se hallaba tan lejos de las zonas de combate como era posible, siguiendo aún dentro de la Federación; pero el conflicto con los pitsicanos duraba ya, con furia mantenida, medio siglo y podían encontrarse a los soldados en cualquier mundo. Algunos se hallaban de permiso o convalecientes, otros vagamente ocupados en el servicio de diversos organismos no combatientes que tan libremente proliferan en un estado de guerra tecnológica.
«A pesar de todo», —pensó Tavernor—, «no recuerdo haber visto tantos uniformes antes. ¿Tendrá esto algo que ver con el estallido de la estrella Neilson? ¿Tan pronto?».
Cuando llegaron al bar de Jamai, Lissa entró la primera. Tavernor la siguió hacia una larga habitación iluminada de rojo y miró de soslayo en torno suyo, ocultando su precaución, mientras que Lissa saludaba a un grupo de amigos alineados en la barra del bar. El grupo charlaba y reía, irradiando a su alrededor la alegre complacencia de unos intelectuales que habían ido a la ciudad durante la noche. Junto a ellos los espejos se agitaban y contraían.
—¡Querida! ¡Qué gusto de verte por aquí! —saludó Kris Shelby, apartando su alta e inmaculada figura de la barra con un progresivo movimiento ondulatorio que le recordó a Tavernor algo parecido a una cuerda de seda que estuviese retorciéndose.
—¡Hola, Kris! —le sonrió Lissa, teniendo aún cogido de la mano a Tavernor, a quien llevó al espacio que el grupo les había hecho en el bar.
—¡Hola, Mack! —saludó Shelby, pretendiendo haber localizado entonces a Tavernor. Sonrió ligeramente y añadió—. ¿Y cómo está mi alegre mecánico esta noche?
—No lo se… nunca me tomo gran interés en sus compañeros de juerga.
Tavernor miró tranquilamente a Shelby, observando con placer que la sonrisa del hombretón había desaparecido. Shelby era rico, tenía un reconocido talento y era como la luz conductora en el arte, dentro de la colonia que florecía en la permanente población de Mnemosyne. Todas aquellas cosas, en su propia estimación, le daban una especie de derecho natural sobre Lissa y no había sido capaz de ocultar su irritación cuando ella llevó a Tavernor a su círculo.
—¿Qué está usted dando a entender, Mack? —preguntó Shelby estirándose majestuosamente.
—Nada —repuso Tavernor serenamente—. Me ha preguntado usted cómo estaba su alegre mecánico y yo le he dicho que no conocía al caballero en cuestión. Estaba sugiriendo que podría usted ir a averiguarlo en persona. A lo mejor si llama usted a su apartamiento…
Shelby adoptó una expresión molesta.
—Tiene usted la tendencia a extralimitar las cosas.
—Lo lamento. No me había dado cuenta de que había rozado una zona sensible —repuso Tavernor tozudamente. Una chica próxima soltó una risita burlona dando por resultado que Shelby la mirase glacialmente.
—Me gustaría tomar un tragó —dijo Lissa rápidamente.
—Permíteme. —Shelby hizo señas a un camarero con un adorno de encaje—. ¿Qué va a ser, Lissa?
—Chispas.
—¿Alguna variedad especial?
—No… de las realmente relajantes.
—Yo tomaré bourbon —dijo Tavernor a renglón seguido, sin que nadie le preguntase, consciente de que así estaba poniendo de manifiesto su disgusto hacia los amigos de Lissa que estaban empujándole a una exhibición de grosería.
Cuando llegó la bebida, se tomó la mitad, dejó el vaso sobre el bar, y puso un codo a cada lado. Miró a los reflejos que surgían de uno de los espejos distorsionados que recubrían por completo las paredes del local. Los espejos eran flexibles y cambiaban su forma corporal como si actuasen teniendo tras ellos unos solenoides en una consecuencia dispuesta al azar, dictada por la cantidad de calor irradiada por los cigarrillos de los clientes, el calor propio de sus cuerpos o las bebidas. En una noche en que fuesen bien las cosas en el bar de Jamai, las paredes parecían estar atacadas de locura, convulsionándose y latiendo como las cavidades de un corazón gigantesco.
A Tavernor le disgustaba el lugar intensamente. Se inclinó hacia el bar, pensando qué podría tener Lissa en común con Shelby y su colección de pisaverdes culturales.
«Para ellos es que la guerra sencillamente no existe», —pensó quedando intrigado por la irracionalidad de sus emociones. Había venido a Mnemosyne a olvidar la guerra y lo que la guerra le había hecho, y con todo se irritaba contra la gente que tenía la suerte de permanecer intacta mientras que las grandes naves-mariposa de la Federación surcaban los jónicos vientos del espacio…
Estaba tan sumergido en sus profundos pensamientos, que una discusión que estaba produciéndose, continuó durante unos minutos antes de que se apercibiera de ella.
Un gigante con cabellos rojizos, vestido con el gris uniforme de las Divisiones Móviles Interestelares, había permanecido sombríamente bebiendo cerveza al otro extremo del bar. Tavernor había notado la presencia del individuo en cuanto llegó; pero le había pasado desapercibida la llegada de un segundo soldado que había tomado asiento en un lugar opuesto, cerca de la puerta. El último iba vestido con el uniforme gris oscuro de la Reserva Táctica. Era tan alto como el primero y con una cara pálida y desesperada.
—Reservista piojoso —estaba gruñendo el pelirrojo, ya borracho cuando Tavernor puso atención a la disputa—. No tenéis otra cosa que hacer, sino comer, beber y fornicar con las mujeres de los verdaderos soldados.
El reservista levantó los ojos de su bebida.
—Tú otra vez, Mullan. ¿Cómo puedes estar en todos los bares en donde yo entro?
Mullan repitió sus anteriores palabras, una tras otra.
—No se me había ocurrido que cualquier mujer quisiera casarse contigo comentó el reservista agriamente.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Mullan con voz ronca y aguardentosa, de forma que consiguió imponer silencio en el local.
El reservista tenía aparentemente sus trazas de imaginación.
—Dije que cualquier mujer que se hubiera casado contigo habría estado más segura en una celda llena de juerguistas.
—¿Qué estás diciendo?
—Pues decía… ¡Bah! Lo he olvidado. —Y el soldado hizo un gesto despectivo y volvió la atención hacia su bebida.
—Repite eso de nuevo.
El reservista movió los ojos hacia el techo; pero no dijo nada. Tavernor echó una mirada de reojo al camarero vestido de blanco que desapareció, en un instante, hacia una cabina telefónica al otro lado de la habitación. El pelirrojo dejó escapar un inarticulado rugido de furia y comenzó a atravesar el bar. Lo hizo poniendo una manaza en el pecho del inmediato cliente que encontró a mano, lo apartó a un lado y procedió con el siguiente en la misma forma. Pero cuando el gigante había echado a un lado a cuatro clientes del bar de Jamai fuera de su paso, los demás se olieron lo que podía suceder y se produjo un movimiento de retirada masiva lejos de la barra.
El grupo que había alrededor de Lissa y Shelby se puso fuera de la línea de acción en un movimiento de excitación, acompañado por las risitas nerviosas de las chicas.
«Esto no es mal», —pensó Tavernor—, «es parte de una mala película de cine».
Recogió su vaso y estaba preparándose para reunirse con Lissa, cuando captó una mirada triunfal en los ojos de Shelby.
—Está bien, Mack —dijo Shelby con voz dulce—. Venga aquí, donde estará seguro.
Irritado y jurando interiormente, Tavernor dejó de nuevo su vaso en el mostrador.
—No seas tonto, Mack —le rogó Lissa alarmada—. No vale la pena.
—Tiene razón, Mack —añadió Shelby—. No vale la pena.
—¡Detenedle! —gritó Lissa.
Tavernor les volvió la espalda y se inclinó sobre su whisky, mientras que una autorecriminación le caldeaba el cerebro.
«¿Qué es lo que anda mal en mí? ¿Por qué permito a gente como Shelby que…?».
Una mano como el gancho de una grúa se cerró sobre su hombro izquierdo y le dio un tirón hacia atrás. Apretó sus músculos, se pegó a la suave madera del bar y la mano resbaló de su cuerpo. El pelirrojo emitió un sordo gruñido de incredulidad y volvió a poner su tremenda manaza sobre Tavernor. Durante el primer contacto, Tavernor había calculado al individuo, juzgándole fuerte, pero no especialmente dotado como combatiente de mano a mano y se decidió por una clase de lucha en que pudiera ponerle fuera de combate rápidamente, sin que resultase lastimado. Se echó hacia un lado y su puño derecho describió un arco para ir a estrellarse en la caja torácica del gigante pelirrojo. Aquel individuo era demasiado grande y pesado para ser puesto fuera de combate tumbándole de espaldas. Se dejó caer verticalmente hasta tocar el suelo; sin embargo, rehaciéndose a los pocos instantes, se levantó y se lanzó con gran violencia sobre la garganta de Tavernor.
Tavernor se hizo hacia atrás bajo la amenaza de las convergentes manos de su enemigo Y estaba recobrando su equilibrio para lanzarle otro directo a las costillas, cuando el familiar y quejumbroso zumbido de una pistola anestésica sonó tras él. Le quedó tiempo para comprobar que había disparado contra él la pálida figura del soldado reservista. Después todo fue una completa sombra a su alrededor.
Por todo lo sucedido, Tavernor debería haber perdido el sentido inmediatamente; pero él ya había recibido la descarga de las pistolas anestésicas muchas veces en su vida y su sistema nervioso casi había aprendido a soportar el brutal choque. Casi, pero no por completo. Hubo un período inconsciente durante el cual la luz fue no direccional, produciéndose en remolinos sobre él como el sonido; y las voces, los ruidos del bar, adquirieron súbitamente polaridad, convirtiéndose en vibraciones radiales sin significado.
Eones de tiempo más tarde, notó un momento de sensibilidad. Se hallaba fuera en la calle, donde la brisa nocturna estaba impregnada de agua salada Unas manos rudas le levantaron introduciéndole en un vehículo. En el interior se advertía un olor evocador, polvo, olor a aceite de motores, cuerdas… ¿Sería un vehículo del ejército? ¿En Mnemosyne?
—¿Se encuentra él bien? —preguntó una voz de mujer.
—Sí, está bien. ¿Y qué hay del dinero?
—Aquí lo tiene. ¿Está usted seguro de que no está herido?
—Sí. No tengo esa seguridad de Mullan, sin embargo. Usted no dijo nada de que ese tipo fuese un gladiador.
—Olvídese de Mullan —dijo la mujer—. Ustedes dos fueron bien pagados.
Tavernor emitió un quejido doloroso. Había reconocido la voz de Lissa y el dolor de la traición fue algo que le produjo un insoportable sufrimiento, dando como resultado que cayese en la oscuridad misericordiosa de la noche.