—¿Falta mucho para Antibes? —preguntó la viajera.
—Cinco minutos —contestó el revisor.
Al otro lado de los cristales rayados por la lluvia no se veían más que luces errantes, y de vez en cuando, mientras el expreso corría a lo largo de un terraplén, la línea temblorosa de sus vagones iluminados. No se sabía ya si el mar quedaba a la derecha o a la izquierda, si el tren avanzaba hacia Italia o regresaba a Marsella. Una ráfaga brutal azotó los cristales.
—Granizo —murmuró alguien—. Compadezco a los turistas que este año vengan a la Costa.
¿No habría alguna intención oculta en aquella observación? La viajera volvió a abrir los ojos, se fijó en el hombre sentado ante ella. Éste la miraba. Ella hundió más profundamente las manos en los bolsillos de su abrigo, pero ¿cómo impedir que temblasen? Debía notarse que tenía fiebre, que estaba enferma, enferma… Siempre había sabido que caería enferma, que no tendría fuerzas para resistir hasta el final. Aquel hombre, sentado allí delante desde hacía tanto rato…, desde Lyón a Dijon…, tal vez desde París… Ya no se acordaba… Le costaba un trabajo infinito concentrar sus ideas… Pero estaba convencida de una cosa: de que basta reflexionar un instante para comprender que una mujer que tose, que tirita de fiebre, ha cogido frío. Y si ha cogido frío es que ha estado mojada… A partir de ahí el primer curioso que se presentase podría comprender todo el resto, hasta la noche pasada bajo la tela encerada… No hubiese tenido que caer enferma. Era estúpido. Era injusto. Y era tal vez peligroso, pues ahora ya no se trataba de un constipado mal cuidado.
Tosió. Le dolía la espalda. Recordó a una antigua compañera que se había vuelto tuberculosa porque había cogido frío al salir de un baile. Todo el mundo decía: «¡La pobre chica! ¡Qué cruz para su marido! Una mujer siempre en cama no tiene nada de agradable…».
El tren traqueteó sobre diversos desvíos, y el hombre se levantó. Guiñó un ojo… ¿Había verdaderamente guiñado un ojo? ¿Era tal vez una mota de polvo que trataba de eliminar?
—¡Antibes! —murmuró el individuo.
El vagón se deslizaba a lo largo de un andén cubierto por una sustancia rojiza. Había que permanecer en el tren, esperar… «Una mujer siempre en cama no tiene nada de agradable». Esa frase iba a volverse obsesionante. Lo era ya. ¿Quién la estaba recitando con una voz baja, tan baja, tan baja, tan llena de aprensión? La viajera cogió su maleta, perdió el equilibrio, se agarró al portaequipajes. Más valía apearse, realizar un último esfuerzo, luchar contra el vértigo. ¡Ah! ¡Dormir, dormir…!
La lluvia era fría. El andén se alargaba, interminable, con su cemento rojizo. ¿Cuánto rato debería andar para alcanzar la silueta inmóvil de allí lejos, que ni siquiera alargaba los brazos? El hombre había desaparecido. En el mundo no quedaban más que dos mujeres, aquel pavimento color de sangre seca y la lluvia que brillaba sobre los rieles. Diez metros todavía… Otros diez pasos…
—¡Mireya…! ¡Pero si estás enferma…! ¿Lloras…?
Luciana es fuerte. Una puede apoyarse en ella, dejarse conducir. Ella sabe dónde hay que ir y lo que hay que hacer. Sí, Mireya llora… La fatiga, la angustia… No oye bien lo que dice Luciana, a causa del ruido que produce el viento.
—¿Me escuchas? —pregunta Mireya—. ¿Nos sigue él?
Pierde un poco la noción de las cosas, pero tiene perfecta conciencia de que es palpada por una mano nerviosa, sostenida por un brazo que le impide caerse.
—Ayúdeme… La portezuela…
Es Luciana quien acaba de hablar, y después sólo hay un agujero negro. Y sin embargo, Mireya comprende que viajan en taxi, luego que un ascensor se la lleva. Sigue habiendo ese ruido de viento que ahoga las palabras de Luciana. Luciana no comprende que todo se ha perdido. Es preciso explicarle, es preciso…
—¡Estáte quieta, Mireya!
Mireya no se mueve. Pero siente que debe hablar, que debe explicar a Luciana cosas de una importancia primordial. Ese hombre…
—Acuéstate, querida. Te aseguro que nadie te seguía… Nadie se preocupaba de ti.
El viento es menos fuerte. Y por lo demás, ¿cómo podría haber viento en esa habitación apacible, iluminada por una mariposa? Luciana prepara una jeringuilla. ¡No! ¡Sobre, todo, nada de jeringuillas! ¡Nada de inyecciones! ¡Mireya ha absorbido ya tantas drogas!
Luciana aparta las sábanas. La aguja penetra. Apenas si se siente como un pellizco rápido. La sábana vuelve a cubrirla. Está fresca, y Mireya se acuerda de la bañera en la que ha debido hundirse la primera vez cuando Fernando la creía narcotizada, y luego, una segunda vez, cuando Fernando la creía ahogada, muerta desde días antes. De repente vuelve a ver todos los detalles. Ella se mantenía estirada y rígida. Tenía miedo…, miedo de parecer demasiado viva. Pero Luciana había preparado la tela encerada… Fernando no había visto más que un cuerpo chorreante que debía ser envuelto con la máxima rapidez. La noche terrible había empezado un poco más tarde…: el frío, los calambres y, para terminar, el resbalón oblicuo hacia el arroyuelo; ya en el lavadero, el pecho que se oprime, el agua que penetra por la nariz… Tan pronto como Fernando se hubo alejado, hubiese sido preciso seguir las prescripciones de Luciana, en lugar de dejarlas para más tarde… Mireya se jura que va a ser dócil. Empieza ya a experimentar una sensación de bienestar y de seguridad. Le parece que su frente está menos ardiente. ¡Si hubiese obedecido siempre las recomendaciones de Luciana…! ¿Acaso Luciana no sabe, a cada instante, de una manera infalible, lo que conviene hacer? ¿No había previsto, hasta el menor ademán, todas las reacciones de Fernando? Él no podía entretenerse en el cuarto de baño…, él no podía contemplar por última vez a la que estaba muerta…, él no podía comprender el misterio, incluso razonando, sobre todo razonando… Luciana velaba, dispuesta a intervenir, dispuesta a encarrilar la fatalidad por el buen camino. Y si, a pesar de todo, Fernando hubiese descubierto… ¿Qué arriesgaban ellas? El asesino era él. Esa noche Luciana sigue velando. Se inclina sobre la cama. Mireya cierra los ojos. Se siente bien. Perdón, Luciana, por haberte desobedecido… Perdón, Luciana, por haber ido a visitar a mi hermano sin tu permiso, a riesgo de comprometerlo todo… Perdón por haber dudado de ti alguna vez… Eres dura, Luciana. Nunca se sabe si obras impulsada por el amor o el interés…
—¡Cállate! —murmura Luciana.
¿De modo que ella lo oye todo, incluso los pensamientos más secretos, o bien Mireya ha hablado en voz alta, aturdida por el sueño que se aproxima? Mireya vuelve a abrir los ojos. Muy próximo a ella distingue confusamente el rostro de Luciana. Entonces trata de reaccionar. Ha olvidado lo esencial… Su misión aún no ha terminado. Se aferra a las sábanas, se incorpora.
—Luciana… Ya lo he dejado todo en orden…, en el comedor…, en la cocina… Nadie puede sospechar que…
—¿Y las notas en que le anunciabas tu regreso?
—Se las he sacado de los bolsillos.
Luciana no sabrá nunca lo que tal acción le ha costado a Mireya. Había sangre por todas partes. ¡Pobre Fernando! Luciana coloca la mano sobre la frente de Mireya.
—Duerme… No pienses más en él… Estaba condenado. Un día u otro hubiese ocurrido. No podía vivir más.
¡Qué segura estaba de sí misma! Mireya se agita. Hay algo que la atormenta aún… Una idea algo vaga… Se duerme, pero, en un postrer relámpago de lucidez, tiene tiempo de pensar: «Puesto que él no ha sospechado nada… Puesto que él nunca ha vuelto a pensar en la primera póliza de seguro, la que había suscrito en mi beneficio, para inducirme a que firmase la otra…». Sus párpados se cierran; su respiración se hace uniforme. Siempre ignorará que el remordimiento la ha rozado.
Ahora hay sol. Ahora la vida vuelve a emprender su curso al cabo de horas y horas de inconsciencia. Mireya gira la cabeza, a derecha e izquierda. Está muy fatigada, pero sonríe porque distingue una palmera en un jardín, una gran palmera cuyo tronco está cubierto de una estopa negruzca. Agita sobre las cortinas un abanico de sombras. Sus hojas crujen suavemente. Da una impresión de lujo. Mireya no piensa ya en las preocupaciones de la víspera. Es rica. Son ricas. ¡Dos millones! La compañía de seguros no pondrá ninguna dificultad. ¿No ha sido respetado el plazo de dos años previsto para el suicidio? Todo está perfectamente en regla. Sólo falta restablecerse.
Una frase zumba de repente en el cerebro de Mireya. «Una mujer siempre en cama no tiene nada de agradable». Un ligero rubor le sube a las mejillas. ¡No! No tiene nada de agradable para nadie. Pero ella no estará siempre en cama. Luciana debe conocer remedios eficaces. Es su oficio. A su pesar vuelve a ver la casa del muelle «de la Fosse» y a Fernando levantando el jarro… «Una mujer siempre en cama no tiene nada de agradable…». En la mesilla de noche hay una botella de agua. Mireya la contempla. La botella se irisa con luces delicadas, como esas bolas de cristal en que las adivinas distinguen la silueta del porvenir. Mireya no sabe leer el porvenir en el cristal, se estremece y, cuando la puerta se abre, aparta rápidamente la mirada, como cogida en falta.
—Buenos días, Mireya… ¿Has dormido bien?
Luciana va vestida de negro. Sonríe, se acerca con su paso hombruno, firme. Coge la muñeca de Mireya.
—¿Qué tengo? —cuchichea Mireya.
Luciana la contempla fijamente, como si calculara sus probabilidades de vivir o de morir. Se calla.
—¿Es grave?
La arteria late bajo los dedos que rodean la muñeca.
—Será cosa larga —suspira finalmente Luciana.
—¡Dime lo que es!
—¡Chitón!
Luciana coge la botella y se la lleva para cambiar el agua. Mireya se incorpora sobre los codos, vuelve su carita curiosa hacia la puerta entreabierta, que descubre la clara alfombra del vestíbulo. Por los ruidos, sigue todos los movimientos de Luciana. El último gorgoteo en el lavabo, la ligera modulación del chorro que cae dentro de la botella y cuyo tono cambia bruscamente cuando el agua llega al gollete. ¿Tanto tiempo hace falta para llenar una botella? Con una risa forzada, que termina en un arrebató de tos, grita:
—¡Es igual! Ha hecho falta que tuviese mucha confianza en ti… Porque, en fin, hasta el último segundo, podías escoger.
Luciana cierra el grifo y seca lentamente la botella con el trapo que cuelga de la pared. Entre dientes, en tono muy bajo, murmura:
—¿Quién te dice que no vacilé?