Hay luz detrás de las persianas. Ravinel vacila un poco. Si se sintiese menos cansado, tal vez en el último momento no entraría. Es posible que incluso huyera gritando. Toca el peine, que yace en su bolsillo, mira hacia lo alto de la calle. Nadie puede verlo ya, e incluso si le viesen, únicamente pensarían: «¡Caramba! El señor Ravinel regresa», sin preocuparse ya más por el hecho. Se ha apeado de la camioneta y está ante la verja. Todo ocurre exactamente como de costumbre. Encontrará a Mireya en el comedor, cosiendo. Ella levantará la cabeza.
—Hola, cariño, ¿has tenido buen viaje?
Y él se descalzará para no ensuciar la escalera cuando suba a cambiarse. Sus zapatillas estarán colocadas en el primer peldaño. Luego…
Ravinel mete la llave en la cerradura. Regresa. Todo se ha borrado. Él no ha matado nunca. Ama a Mireya. Siempre la ha amado. A causa de la rutina de la vida, se había imaginado… Pero no. Es a Mireya a quien ama. Nunca volverá a ver a Luciana. Entra.
El recibidor está iluminado. En la cocina, la bombilla luce encima del fregadero. Cierra la puerta y dice maquinalmente:
—¡Soy yo…, Fernando!
Olfatea. Huele a estofado. Penetra en la cocina. Sobre el fogón hay dos cacerolas que humean. La llama ha sido graduada por una mano diestra y ahorradora. Apenas si forma una gotita azulada alrededor de cada agujero. El mosaico ha sido lavado. Han dado cuerda al reloj. Señala las siete y diez. Todo aparece limpio, reluciente, y el olor a estofado embalsama la pieza. A su pesar, Ravinel levanta la tapadera de una cacerola. Cordero con habichuelas, su plato preferido. Mas ¿por qué precisamente cordero? Todo eso es demasiado íntimo, demasiado… amable. Tanta paz suave, de calma ambigua… Preferiría un poco de drama. Se apoya un instante en el aparador. La cabeza le da vueltas. Tendrá que pedir un remedio a Luciana. ¿A Luciana? Pero entonces… Inspira con fuerza, como un buceador que asciende de Dios sabe qué profundidades.
La puerta del comedor se halla entornada. Ravinel distingue una silla, una esquina de la mesa, un fragmento de la tapicería azul. Una tapicería sembrada de pequeñas carrozas y de minúsculos torreones. Es Mireya quien ha escogido este dibujo, que recuerda los cuentos de hadas. La mayor parte del tiempo, ella se instala junto a la chimenea, donde enciende el fuego cuando hay humedad. Ravinel permanece ante la puerta, con la cabeza gacha, como un culpable. Y sin embargo, no, fió busca palabras, no trata de hallar una excusa. Espera que su cuerpo obedezca, y su cuerpo se pone rígido, se rebela, se aferra al suelo, suplica, se debate en una luz inmóvil y silenciosa. De repente existen dos Ravinel, como existen dos Mireyas. Hay dos espíritus que se buscan y dos cuerpos que se repelen. Hay algo que cruje y chisporrotea en el comedor. El fuego. La chimenea está encendida. ¡Pobre Mireya! ¡Debe de tener tanto frío! Instantáneamente, surge la imagen de la bañera. ¡No! ¡No! ¡Es falso!
Tembloroso, Ravinel empuja ligeramente la puerta. Distingue mejor la mesa. Está dispuesta. Reconoce su servilleta por el servilletero de madera. La luz de la araña relampaguea sobre la panza del jarro. Cada objeto es acogedor y temible.
—¡Mireya!
Es él quien murmura, quien pide permiso para entrar. ¿Qué aspecto ha escogido ella? El que tenía antes de… o el de después…, con los cabellos pegados, la nariz contraída… O tal vez otro distinto, el aspecto fluido y blanquecino de los ectoplasmas. ¡Veamos! No hay que dejarse aplanar. No perder… Es el mecánico quien dice esto: «No perder los pedales».
Acaba de empujar la puerta, la abre de par en par hasta que da contra la pared. El sillón está vacío, junto al fuego que arde tras el parachispas de cobre. En la mesa hay dos cubiertos. ¿Por qué dos? Pero ¿por qué no? Se quita el impermeable y lo deja sobre el sillón. ¡Ah! Una nota en el plato de Mireya. Esta vez, ella ha utilizado el papel de cartas de la casa.
Cariño mío:
Decididamente, no estamos de suerte. Cena sin mí. En seguida vuelvo.
¡En seguida vuelvo! ¡Qué palabra más extraña! Ella no lo ha hecho adrede, y, sin embargo, eso lo explica todo. Examina otra vez la escritura, como si pudiese dudar. Pero ¿por qué Mireya no ha firmado sus dos últimas misivas? Tal vez, allí donde se encuentra ahora, ya no tiene una personalidad definida. Lo que la individualizaba se ha atenuado… ¡Si fuese cierto! ¡Si uno pudiese soltar de golpe toda su carga, pasado, destino y hasta el nombre! No ser ya Ravinel. No llevar más el apellido ridículo de aquel profesorcillo maniático que aterrorizó su infancia. ¡Ah, Mireya, qué esperanza!
Cae pesadamente en el sillón, y sus manos, tranquilizadas ya, desabrochan los zapatos y luego atizan el fuego. Se está calentito junto al hogar. Como en una incubadora. Cuando Mireya llegue, deberá explicárselo todo… Tendrá que hablarle de Brest, pues fue en Brest donde todo empezó… Nunca se han atrevido a contarse su infancia. ¿Qué sabe él de Mireya? Ella ha entrado en su vida a los veinticuatro años, como una desconocida. ¿Qué hacía diez años antes, cuando no era más que una muchachita con trenzas? ¿Sabía jugar sola? ¿A qué juegos secretos? Tal vez también al juego de la niebla. ¿Tenía miedo por las noches? ¿Se veía perseguida en sueños por una especie de ogro que empuñaba unas tijeras parecidas a dos hoces cruzadas? ¿Qué se contaban entre ellas las jovencitas? ¿Por qué se sentía Mireya de repente obligada a marcharse, a irse muy lejos, quién sabe si hasta Antibes? El uno junto al otro han vivido ignorando que padecían la misma enfermedad sin nombre. Habitaban allí, en aquella casa demasiado silenciosa, y hubiesen deseado encontrarse en otro sitio, no importaba dónde, con tal de que hubiese sol, flores, de que fuese un paraíso. Ravinel sigue creyendo en el paraíso. Recuerda a sor Magdalena, que le enseñaba el catecismo. Hablaba del pecado con un aire feroz. Bajo su toca puntiaguda, se la veía muy vieja y, a veces, parecía mala. Pero cuando hablaba del paraíso, uno se veía obligado a creerla. Lo describía como si lo conociera: un gran parque deslumbrante de luz…, con bestias por todas partes, dóciles bestias de ojos tiernos y extrañas flores azules y blancas. Y agregaba, posando la mirada en sus viejas manos desgastadas y ennegrecidas en las arrugas: «Y no se trabajará más, nunca más». Y. él se sentía a la vez triste y dichoso. Estaba ya seguro de que sería muy difícil entrar en el paraíso.
Se levanta, lleva los zapatos a la cocina. Los deja en su sitio, encima de una tabla inmediata al aparador. Sus zapatillas lo aguardan al pie de la escalera, unas zapatillas que ha comprado en Nantes, cerca de la Plaza Real. Es absurdo recordar todos esos detalles, pero su memoria está sobreexcitada. Tiene la cabeza llena de imágenes. Apaga el gas. No tiene apetito. Mireya tampoco lo tendrá. Por lo demás, ella no puede ya tenerlo. Asciende los escalones lentamente, con una mano oprimida sobre el costado. La lámpara de la escalera está encendida. También en el dormitorio hay luz, así como en el despacho. Eso imprime a la casa un aire de fiesta. Cuando fueron a vivir a ella, él había tenido la precaución de iluminarla por completo para que la sorpresa fuese aún más total y conmovedora. Y Mireya palmeteaba, tocaba los muebles, las paredes, como para persuadirse de que no soñaba. Va y viene, desorientado, con una ligera jaqueca detrás de la sien. La cama ha sido rehecha. La botella vacía ya no está bajo el armario. También el despacho ha sido ordenado. Se sienta ante la mesa, donde se amontonan carpetas multicolores. En «Blache et Lehuédé» le han pedido un informe… ¿Un informe sobre qué? Lo ha olvidado. ¡Todo esto queda tan lejos, es tan inútil! Fuera se oye un ligero ruido. Cruza el despacho, luego el dormitorio, y escucha junto a la ventana que da a la calle. Se oye un paso de hombre, luego una puerta se cierra. Es el empleado de ferrocarriles que vuelve a su casa.
Ravinel regresa al despacho. Ha dejado todas las puertas abiertas para no ser sorprendido. Probablemente, reconocerá la presencia de Mireya por un deslizamiento, por un roce. ¿Por qué registra los cajones de su escritorio? ¿Por necesidad de recapitular su existencia, de hacer un balance? ¿O por necesidad de distraer la espera, de remover papeluchos para fijar una atención que se desvía dolorosamente? Abajo, el reloj desgrana sordamente los segundos. Acaban de dar las siete y media. Los cajones están llenos de papeles. Prospectos, borradores de informes, anuncios de cebos, de molinetes, de cañas, de anzuelos… Fotografías de pescadores, al borde de un canal, de un estanque, de un río… Recortes de prensa: «El concurso de pesca de Nort-sur-Erdre… Un pescador de la Gaule ha capturado un lucio de doce libras. Ha utilizado el sedal Ariane». ¡Tantas futilidades para llegar a esta velada! ¡Una vida sin importancia!
En el cajón de la izquierda, el material para fabricar las moscas. Ravinel experimenta un pesar fugaz. De todos modos, a su manera, ha sido un artista. Ha inventado moscas artificiales como otros inventan nuevas flores. En el catálogo de la casa hay una página en colores dedicada a las moscas Ravinel. Los compartimientos del cajón aparecen llenos de pelos, de vellos, de plumas, de cuerpecillos temblorosos que se amontonan, como un enjambre friolero, como una eclosión de efímeras que el frescor de la noche derriba a montones al pie de una pared. Resulta un poco repugnante este amontonamiento de bestezuelas velludas. Aunque se sepa que están hechas de hilo, de plumas y de metal. Hacen pensar, sobre todo las verdes, en las cantáridas sobre un despojo sangriento.
Ravinel cierra el cajón. No tendrá ya tiempo para escribir el libro que meditaba sobre las moscas. Va a perderse algo que hubiese podido… ¡Vamos! Nada de debilidades. Escucha. El silencio es tan profundo, tan uniforme, que le parece oír el murmullo del arroyuelo, junto al lavadero. Evidentemente, es una ilusión: Una ilusión desagradable, que hay que rechazar por todos los medios. Mete la mano en otro cajón, saca papeles mecanografiados, copias, encuentra en el fondo un montón de recetas. ¡Ah, sí! ¡Qué antiguo es! Es anterior a su nacimiento. Se había imaginado que tenía un cáncer porque no podía comer, y permanecía noches enteras despierto, estremecido, con un gusto de sangre en la boca. Y luego comprendió que se daba miedo con una palabra, que se imponía una especie de castigo, como si hubiese sido justo que una enfermedad le royese las entrañas día tras día. Se representaba el cáncer bajo la forma de una araña, porque de muy pequeño desfallecía a la vista de tales insectos, que abundaban en la casa de Brest, abundaban increíblemente. Quién sabe incluso si no se ha interesado por las moscas porque…
La escalera ha crujido, y Ravinel se queda inmóvil, al acecho. Un crujido seco, y luego nada más, excepto el tictac del reloj. Es probablemente el roble que hace algún movimiento. Todas esas lámparas encendidas adquieren de repente un aspecto lúgubre. Y si Mireya apareciese ahí, en el umbral del despacho, siente que algo se rompería también en su interior, crujiría con un sonido claro, y él se derrumbaría, fulminado. Siente, pero esto no quiere decir nada. Bien que sentía el cáncer, y no obstante sigue estando vivo. No se muere tan fácilmente. La prueba es que han sido preciso dos morillos… ¡Basta! ¡Basta!
Se levanta, echa el sillón hacia atrás para hacer ruido y romper el encantamiento. Anda de un lado para otro, luego entra en el dormitorio, abre el armario. Los vestidos están allí colgando de sus perchas, envueltos en el acre olor de la naftalina. Otro ademán estúpido. ¿Qué esperaba descubrir? Cierra la puerta de una patada, baja la escalera. ¡Tanta calma…! Por lo general, se oyen pasar los trenes, pero la niebla ha extinguido cualquier forma de vida. ¡No hay más que ese reloj maldito! Las nueve menos cuarto. ¡Ella nunca ha regresado tan tarde! Es decir, que… Se encoge de hombros. Se ve moverse. Se oye hablar y, al mismo tiempo, ideas absurdas estallan en su cerebro. Seguramente le ha ocurrido algo a Mireya… ¡Un accidente! Ideas de antes que se mezclan con las de después… Y todo eso zumba, gira, oprime las paredes de su cráneo. Pasa por el comedor. El fuego se apaga. Tendría que ir a buscar más leña al sótano. Pero le falta valor para bajar al sótano. ¿Estará tal vez la trampa preparada allí? ¿Qué trampa? No existe ninguna trampa.
Se escancia un poco de vino, que bebe a sorbitos parsimoniosos. ¡Cuánto tarda Mireya! Vuelve a subir. Se siente pesado, pesado. ¿Y si ella no viene? ¿Deberá esperarla hasta la mañana y, de nuevo, hasta la noche, y aún más, y más…? Llega al límite de toda resistencia posible. Si Mireya no viene, él irá a su encuentro. Saca el revólver, tibio por el contacto de su cuerpo. Está en su mano, como un juguete brillante e inofensivo. Con el pulgar levanta la palanca de seguridad. No consigue entender ya el mecanismo del percutor, la explosión. No se imagina en absoluto arrimando este cañón azul a su pecho o a su sien. ¡No! Según todas las evidencias, no es así como han de ocurrir las cosas.
Vuelve a meter el arma en el bolsillo, se instala otra vez ante su escritorio. ¿Sería tal vez conveniente escribir a Luciana? Pero ella no le creería. Pensaría que miente. ¿Qué piensa de él, exactamente? ¡Vamos! Hay que desengañarse. Luciana lo considera como un pobre diablo. Son cosas que se adivinan a primera vista. Ella no lo desprecia, no. Aunque… Pero no es desprecio. Más bien lo considera un… Ha utilizado una palabra extraña… Un abúlico. Un hombre sin nervio, vaya. Y en el fondo, es eso precisamente. Se ha pensado, se ha actuado demasiado en su lugar. Demasiado a menudo se ha dispuesto de él sin consultarle. La misma Mireya… ¡Un abúlico! No obstante, Luciana se ha sentido siempre atraída por… ¿Por qué? Él bien veía que ella lo estudiaba sin cesar, que trataba de definir su carácter y, a veces, la doctora tenía un impulso de verdadera ternura. Sus ojos parecían decir: ¡Valor! O bien ella le hablaba amablemente del porvenir, sin precisar nada, pero a pesar de todo era mucho más que una promesa. Verdad es que también se mostraba amable con Mireya. Tal vez es fraternal con todas sus enfermas cuando van a morir. ¡Adiós, Luciana!
Distraídamente remueve los papeles esparcidos. Y helo aquí que saca a la luz otras fotografías. Fotos de Mireya, tomadas con la «Kodak» que le regaló él precisamente pocos días antes de que cayese enferma de tifus. Hay también fotos de Luciana, que datan casi de la misma época. Alinea las cartulinas heladas, de bordes irregulares, las compara. ¡Qué fina es Mireya! Delgada como un muchachito, atractiva, con sus grandes ojos cándidos, fijos en el objetivo, pero que miran más lejos, mucho más lejos, más allá de la espalda de él, como si hubiese ocultado sin querer la imagen de la felicidad. Como si se hubiese interpuesto torpemente entre Mireya y algo que Mireya esperaba desde hacía mucho tiempo. Luciana no está tal como siempre la ha visto. Severa, impersonal, con los hombros casi cuadrados, la barbilla algo abultada, hermosa a pesar de todo, con una especie de belleza fría y peligrosa. En cuanto a él… No, no hay ninguna foto suya. Mireya nunca ha tenido la ocurrencia de coger el aparato para fotografiarlo. Luciana tampoco. Revuelve la espesa capa de papeles, de sobres. Acaba por encontrar una foto de carnet, amarillenta. Se la sacó para el permiso de conducir. ¿Qué edad tenía entonces? ¿Veinticinco, veintidós años? Entonces no era calvo. Su rostro era delgado, ávido y decepcionado a la vez. El rostro aparece confuso. No queda de él más que ese vestigio medio borrado. Sueña ante las fotos que, así aproximadas, contienen una historia que nadie sabrá jamás. Debe de ser tarde. ¿Las diez? ¿Las diez y media? La humedad exterior se infiltra lentamente por las paredes demasiado delgadas. Siente frío. Se amodorra en su butaca. No le queda la energía suficiente para dirigir sus pensamientos. Está como preso en una gelatina de silencio y de luz cruda. ¿Va a dormirse allí? ¿Se propone Mireya aprovechar ese sueño? Abre desesperadamente los ojos, se levanta gimiendo. El despacho le parece insólito, irreal. Ha debido dormir unos segundos. No hay que dormir. A ningún precio. Arrastrando los pies, desciende la escalera, regresa a la cocina. El reloj señala las diez menos diez. La fatiga cae ahora sobre Ravinel, lo aplasta. Hace noches y noches que no duerme. Sus manos tiemblan sin cesar, como las de los alcohólicos, y tiene sed, está seco, árido, se siente interiormente requemado. Pero renuncia a buscar el bote de café, el triturador. Tardaría demasiado. Se limita a ponerse el abrigo y a subirse el cuello. Con su barba, sus zapatillas, ¿qué aspecto debe de tener? Hace un rato, con el gas encendido y la mesa puesta, todo le ha parecido fantástico y terrible. Ahora tiene la impresión de andar en sueños por una casa que ya no es completamente suya. Se han invertido los papeles. El fantasma es él. Mireya es la que está viva, la que goza de buena salud. Bastará que ella entre para que Ravinel se vea rechazado hacia la nada.
Anda en torno a la mesa, cada vez menos aprisa. Va con la cabeza desnuda, pero le parece que un sombrero demasiado estrecho le oprime la frente. Por fin, agotado, apaga la luz de la planta baja y sube al piso. En el dormitorio reina también la oscuridad, por lo que se refugia en el despacho, cuya puerta cierra. No volverá a bajar. No tendría fuerzas para afrontar las tinieblas de la escalera y de la cocina. De todos modos, ya oirá…
Transcurre el tiempo. Acurrucado en su sillón, Ravinel se ve invadido poco a poco por un entumecimiento angustiado. Recuerdos incoherentes desfilan por su mente. Pero no duerme. Espía el silencio enorme que, en ciertos momentos, se convierte en zumbido, en ronquido. Está solo en el centro de una isla de claridad, como un náufrago. Es un náufrago. Va a ahogarse, a descender al mundo pálido, traicionero y viscoso de los peces. Un sueño vivido muchas veces. También ha soñado a menudo que era invisible, que atravesaba las paredes, que veía sin ser visto. Era incluso un sistema de escapar a la preocupación de los deberes, de los exámenes. Desaparecía. Se le creía ausente, pero él lo observaba todo. Tal vez, gracias a su contacto, Mireya haya conseguido la facultad de estar en varios sitios a la vez. Algo se ha movido.
Se arranca a la somnolencia que le quema los ojos y le hiela la epidermis como una película de la que se hubiese momentáneamente alejado. ¿Ha sido un ruido? Ha tenido la impresión de que procedía del jardín. Del jardín, o tal vez del porche.
A lo lejos se oye un pitido. Los trenes vuelven a circular. Sin duda, la niebla se disipa.
Esta vez lo oye. La puerta acaba de cerrarse. Alguien tantea. El clic del conmutador…
Ravinel jadea suavemente, como un moribundo. El aire silba en su garganta, se la desgarra.
La puerta de la cocina es a su vez empujada. Y de repente se escucha el paso ligero, desigual, entorpecido por la falda estrecha del traje sastre. Es Mireya. Los tacones golpean el mosaico. Luego el interruptor da un chasquido, y él crispa dolorosamente el rostro, como si la luz de la cocina lo deslumbrara. Un silencio. Ella debe quitarse el sombrero. Todo ocurre como de costumbre, como antes… Ella se dirige hacia el comedor.
Ravinel gime, se siente ahogar, se retuerce para ponerse en pie… ¡Mireya…! No. Ella está a punto de entrar… No hay que…
El atizador vibra. Los troncos se derrumban, luego tintinean los platos. Un líquido llena un vaso. Los objetos se ponen a hablar, a moverse. Los zapatos caen uno tras otro. Las zapatillas bajan de su tabla y hacen flip-flap a través de la cocina, en dirección a la escalera. Flip en el primer peldaño, flap en el segundo.
Ravinel llora, doblado sobre sí mismo. No podrá levantarse, andar hasta la puerta para dar vuelta a la llave. Sabe que está vivo, que es culpable, que va a morir.
Flip en el tercero, flap en el siguiente. Flip-flap. Flip-flap. Se acerca, sube, sube hasta el descansillo. Hay que huir, franquear el límite, perforar la delgada pared de la vida. Se palpa. Sus dedos se ponen nerviosos, se azaran.
Al otro lado del pasillo, unos pies se deslizan por el mosaico del dormitorio. La lámpara se enciende. La parte baja de la puerta del despacho se ilumina. Ella está detrás, exactamente detrás, y sin embargo es imposible que haya alguien. A través del obstáculo, el vivo y el muerto se escuchan. Pero ¿de qué lado está el vivo y de qué lado el muerto?
Y luego, el pomo de la puerta empieza a girar, lentamente, y Ravinel se relaja. Toda su vida ha estado esperando ese instante. Ahora debe convertirse otra vez en una sombra. Ser hombre es demasiado difícil. Ya no quiere saber. La propia Mireya ya no le interesa. Cierra la boca en torno al cañón del revólver para aspirar la muerte como un bebedizo. Para olvidar. Aprieta con fuerza el gatillo.