No había nadie en la calle. Ravinel sabía ya que Merlin perdía el tiempo, que era inútil correr, buscar.
—En fin, ¿está usted seguro, Ravinel?
El policía regresaba sin aliento. Había ido hasta el extremo de la calle.
No. Ravinel no estaba seguro. Había creído… se esforzaba por revivir su impresión exacta, pero hubiese necesitado calma, silencio, y el otro acababa de aturdirlo con sus preguntas, sus idas y venidas, sus amplios ademanes. La casa resultaba demasiado pequeña, demasiado frágil para un hombre como Merlin.
—Veamos, Ravinel —había suprimido espontáneamente el «señor»—, ¿me distingue usted?
El inspector se había alejado, se había colocado detrás de la verja y debía gritar para hacerse oír. Era ridículo. Parecía que estuviesen jugando al escondite.
—Venga… Contésteme.
—No. No veo nada.
—¿Y aquí?
—Tampoco.
Merlin regresó a la cocina.
—Vamos, Ravinel. Confiéselo. No ha visto usted nada. Está alterado. Tontamente, ha confundido el poste con…
¿El poste? Al fin y al cabo, quizás era la explicación sensata… Y sin embargo, no. Ravinel recordaba que la sombra se había movido. Se dejó caer en una silla. Merlin, a su vez, pegaba el rostro al cristal de la ventana.
—En todo caso, no podía usted reconocer… ¿Por qué ha gritado Mireya?
El inspector se volvió. Aplastaba su papada contra el pecho y miraba a Ravinel con aire suspicaz.
—¡Oiga! ¿No estará tratando de engañarme?
—¡Se lo juro, inspector!
Ya ayer había jurado a Luciana. ¿Qué les ocurría a todos que desconfiaban de él?
—Bueno, reflexione un poco. Si hubiese habido alguien en la calle, forzosamente habría oído sus pasos. No he tardado ni diez segundos en llegar a la verja.
—No es seguro. Usted mismo hacía mucho ruido.
—¡Eso es! Ahora resultará que la culpa es mía. Merlin respiraba ruidosamente y sus mejillas temblaban. Para calmarse trató de liar un cigarrillo.
—Y además, me he detenido un instante en la acera para escuchar.
—¿Y qué?
—¿Qué? No creo que la niebla impida oír los pasos.
¿De qué servía insistir, discutir, explicarle que Mireya se había vuelto silenciosa como la noche, impalpable, inalcanzable como el aire? Tal vez ella estuviese allí, muy próxima a ellos, esperando la marcha del importuno para manifestarse de nuevo. ¡Hacer buscar un alma por un inspector de Policía! ¡Grotesco! ¿Cómo había podido esperar en serio que aquel Merlin…?
—No existen demasiadas soluciones —prosiguió el policía—. Ha sufrido usted una alucinación. Yo, en su lugar, iría a ver un médico. Se lo explicaría todo…: mis sospechas, mis temores, mis visiones…
Pasó la lengua por el cigarrillo, dejó vagar lentamente la mirada por las paredes, por el techo, como si quisiera impregnarse bien de la atmósfera de la casa.
—No debía de ser muy agradable para su esposa estar siempre aquí —observó—. Y además, un marido… Hum…
Volvió a ponerse el sombrero, se abrochó con calma el abrigo, dominando con su estructura a Ravinel, que permanecía sentado.
—Su esposa se ha marchado, sencillamente y tengo la impresión de que no toda la culpa es de ella.
He aquí lo que pensaría la gente, puesto que no era posible decirles: «He matado a mi mujer. Está muerta». No podía ya contar con nadie. Estaba bien listo.
—¿Cuánto le debo, inspector?
Merlin dio un respingo.
—Pero… Perdón. Yo no quería… En fin, si está usted seguro de haber visto algo…
¡Ah, no! No iban a empezar de nuevo. Ravinel sacó su billetero.
—¿Tres mil? ¿Cuatro mil?
Merlin aplastó su cigarrillo en el suelo. De repente pareció muy viejo, necesitado, lastimoso.
—Lo que le parezca —murmuró, y miró hacia otra parte, mientras su mano palpaba la mesa y se cerraba sobre los billetes.
—Hubiese deseado serle útil, señor Ravinel… En fin, si se produce algún nuevo acontecimiento, desde luego estoy a su disposición. Aquí tiene mi tarjeta.
Ravinel lo acompañó hasta la verja. El inspector desapareció inmediatamente entre la bruma. Pero el chirrido de sus zapatos continuó siendo audible mucho rato. Desde su punto de vista, tenía razón. La niebla no impide oír los pasos de alguien que ande.
Ravinel regresó a la casa, cerró la puerta, y el silencio se abatió sobre él. Estuvo a punto de gemir y se apoyó en la pared del recibidor. Esta vez, estaba seguro, algo se había movido. Tanto daba que todos lo creyesen enfermo. Él sabía que lo había visto. Y también Germán afirmaba haber visto. ¿Pero y Luciana? Ella no sólo había visto. Había tocado, palpado la carne helada. Había hecho la prueba. ¿Entonces?
Ravinel se pellizcó, se miró las manos. No había error posible. Un hecho es un hecho. Regresó a la cocina y se dio cuenta de que el reloj estaba parado. Experimentó una especie de satisfacción amarga. Si se encontrase enfermo, ¿se habría fijado en aquel detalle? Se detuvo ante la ventana para revivir la experiencia. ¡Ah! El buzón. Había una mancha blanca detrás de la reja del mismo. Ravinel salió, se acercó con pasos lentos, como para sorprender una bestia dormida… ¡Una carta! Y aquel idiota de Merlin no había visto nada. Ravinel abrió el buzón. No era una carta, sino un pedazo de papel doblado por la mitad.
Cariño:
Lamento muchísimo no podértelo explicar aún… Pero sin duda regresaré esta tarde o esta noche. Besos.
¡La letra de Mireya…! La nota estaba escrita con lápiz, pero no había duda posible. ¿Cuándo la había escrito? ¿Dónde? ¿Apoyando el papel en su rodilla? ¿Contra la pared…? ¡Como si Mireya tuviese una rodilla! ¡Como si las paredes pudiesen ofrecer resistencia a su mano! No obstante, el papel era verdadero papel, rasgado apresuradamente. Quedaba incluso un fragmento del membrete, impreso con letras azules: … Calle Saint-Benoit… ¿Qué quería significar calle Saint-Benoit?
Ravinel deja el papel en la mesa de la cocina, lo alisa con la mano. Calle Saint-Benoit. Le arde la frente pero resistirá. Tiene que resistir. ¡Con calma! Nada de crispaciones. Retener su pensamiento, que trata de escapar, como el vapor demasiado comprimido en la caldera. Ante todo, beber. En el aparador hay una botella de coñac. La coge, busca el sacacorchos. ¡Tanto da! No hay tiempo. Rompe el gollete con un golpe seco contra el borde del fregadero, y el alcohol salpica un poco por todas partes, pegajoso como la sangre. Llena un vaso del que se bebe la mitad. Arde, se hincha. Rebosa de lava, como un volcán. Calle Saint-Benoit. La dirección de un hotel. La hoja parece haber sido arrancada apresuradamente de un bloc de notas. Así, pues, es preciso encontrar ese hotel. ¿Y luego, qué…? Luego, ya verá. Mireya no ha podido alquilar una habitación, de acuerdo. Pero sin duda quiere que él se informe, que descubra ese hotel. ¿Se reserva acaso ese momento para hacerle el signo decisivo, para atraerlo junto a ella?
Se sirve más licor, lo vierte sobre el linóleo. No tiene importancia. Ahora nota claramente que se adelanta hacia una especie de iniciación religiosa. Lamento muchísimo no podértelo explicar aún… Hay secretos que no pueden transmitirse sin precauciones, es evidente. ¡Y hace tan poco tiempo que Mireya está al corriente! Sin duda, aún no sabe muy bien cómo hacerlo. Regresará esta tarde o esta noche. ¡Bien! Pero de todos modos se ha tomado la molestia de venir a dejar aquella nota. Así, pues, significa algo, algo esencial. Significa que cada uno debe hacer un esfuerzo para reunirse con el otro. Van a tientas, cada uno por un lado del cristal, como allá, en el depósito, donde una pared de vidrio separa a los vivos de los muertos. ¡Pobre Mireya! ¡Qué bien comprende el tono de sus dos cartas! Ella no está nada enfadada. Se siente feliz en ese mundo desconocido en el que lo espera. No piensa más que en hacerle compartir su dicha. ¡Y él que tenía miedo! ¡Y Luciana que hablaba del cuerpo! El cuerpo no cuenta. El cuerpo es un pensamiento, una preocupación de los vivos. Luciana es materialista, impermeable al misterio. Por lo demás, todo el mundo se ha vuelto materialista… Bien mirado, es curioso que Merlin no haya descubierto la carta. Pero, precisamente, las personas como él no pueden ver ciertas cosas. ¡En marcha!
Son más de las dos. Ravinel entra en el garaje y sube la puerta metálica. Ya almorzará más tarde. También los alimentos son algo despreciable. Pone en marcha el motor de la furgoneta y saca el vehículo. La niebla ha cambiado de color. Es de un gris azulado, como si la noche empezase a empaparla. Los faros trazan en esa ceniza en suspensión como una especie de surco líquido de luz grasienta. Ravinel cierra el garaje, por hábito, y se instala tras el volante.
¡Extraño, viaje! Ya no hay ni tierra, ni carretera, ni casas, sino sólo luces errantes, constelaciones vagabundas, aerolitos que gravitan en un infinito de niebla fría. Únicamente las ruedas transmiten indicaciones útiles, señalan mediante ruidos familiares la cuneta con su grava, el adoquinado, los rieles, luego un bulevar por el que uno parece deslizarse sobre una sustancia encerada. Hay que inclinarse, vigilar la opacidad inmaterial de las fachadas para distinguir el hueco de una avenida, semejante a la entrada de un fiordo. Ravinel está pesado, entumecido, dolorido interiormente. Se detiene al tuntún, después de la plaza Saint-Germain.
¡La calle Saint-Benoit! Afortunadamente, no es larga. Ravinel sigue la acera izquierda, encuentra en seguida el primer hotel, un pequeño hotel para clientes fijos, con un tablero donde sólo hay colgadas una veintena de llaves.
—¿Puede decirme si la señora Ravinel se aloja aquí?
Se le quedan mirando. Va vestido de cualquier modo y no está afeitado. Su aspecto debe ser ligeramente inquietante. Sin embargo, se consulta por fin el fichero.
—No. No la encuentro. Debe usted equivocarse.
—Gracias.
Segundo hotel, de aspecto modesto. Nadie en la recepción. Entra en un saloncito, junto a la caja. Algunas butacas de mimbre, una planta, guías arrugadas sobre una mesita baja.
—¿Hay alguien?
La voz de Ravinel resuena, irreconocible. De repente se pregunta lo que viene a hacer a aquel hotel donde no hay nadie. Cualquiera podría registrar los cajones de la caja, o bien deslizarse por la escalera que conduce a las habitaciones.
—¿Hay alguien?
Unos zapatos que se arrastran. Un viejo de ojos lacrimosos sale por una puertecilla. Un gato negro se mueve entre sus piernas, con la cola vertical y vibrante.
—¿Puede decirme si la señora Ravinel se aloja aquí?
El hombre coloca la mano junto a su oreja, formando pantalla, y adelanta la cabeza…
—¡La señora Ravinel!
—Sí, sí. Ya lo he oído.
Camina a pasos menudos hasta la recepción. El gato salta sobre la caja, entorna sus ojos verdes y observa a Ravinel. El viejo abre un libro y se pone unas gafas metálicas.
—Ravinel… Bueno, debería estar aquí.
Los ojos del gato no forman más que una estrecha rendija. Recoge frioleramente la cola y la apoya sobre sus patas manchadas de blanco. Ravinel se desabrocha el impermeable, la americana, se pasa un dedo por el cuello de la camisa.
—¡Digo la señora Ravinel!
—Sí, sí. No soy sordo. La señora Ravinel. ¡Desde luego!
—¿Está?
El hombre se quita las gafas. Sus acuosas pupilas se fijan en los casilleros en donde se cuelgan las llaves y se deposita la correspondencia de los clientes.
—Ha salido. Ahí está su llave.
¿A qué casillero está mirando?
—¿Hace mucho que ha salido?
El viejo se encoge de hombros.
—Si cree que dispongo de tiempo para contemplar cómo los clientes pasan… Van y vienen. Es asunto de ellos.
—¿Ha visto usted a la señora Ravinel?
El vejete acaricia maquinalmente la cabeza del gato. Alrededor de sus ojos se dibujan unas arrugas, mientras reflexiona.
—¡Espere…! ¿No es una rubia…, joven…, con un abrigo de cuello de piel?
—¿Ha hablado usted con ella?
—No. Yo no. Es mi mujer quien la ha inscrito.
—Pero… ¿la ha oído hablar?
El viejo se suena, se seca los ojos.
—¿Es usted de la Policía?
—No, no —tartamudea Ravinel—. Se trata de una amiga… Hace varios días que la busco. ¿Lleva equipaje?
—No.
El tono se ha vuelto seco. Ravinel arriesga la última pregunta.
—¿Sabe cuándo regresará?
El viejo cierra de golpe su libro, desliza las gafas en un estuche verdoso.
—Ésa… Nunca se sabe. Se la cree fuera y está dentro. Se la cree dentro y está fuera… No puedo precisárselo.
Se aleja, encorvado, renqueante, y el gato le sigue, enarcando el lomo a lo largo de la pared.
—¡Aguarde! —grita Ravinel.
Saca de su cartera una tarjeta de visita.
—De todos modos, voy a dejarle esto.
—Oh, como usted guste.
Y el viejo pone de través la tarjeta en un casillero. Numero 19. Ravinel sale y se mete en un café vecino. Tiene la sensación de que su boca es de cuero. Se sienta en un rincón.
—¡Coñac! —pide.
¿Está ella allí verdaderamente? ¿Ha parecido el viejo estar completamente seguro de su existencia? Y ningún equipaje, ni siquiera un maletín. Se la cree dentro y está fuera. Se la cree fuera y está dentro. Es eso exactamente. Si el pobre vejete supiese qué clase de ser aloja… Tal vez hubiese sido conveniente hablar con su esposa, la única persona que ha conversado con la huésped del abrigo con cuello de piel. Pero precisamente no estaba. De esa manera existían una serie de testimonios que parecían incontrovertibles y que, no obstante, así que se los examinaba, perdían fuerza, densidad.
Ravinel echa un billete encima de la mesa y se precipita hacia la calle. La niebla le humedece el rostro, una niebla que huele a sebo, a arroyo, a rancio. Ravinel camina tres pasos. El vestíbulo del hotel se halla vacío. Empuja la puerta, que un muelle cierra suavemente… La llave yace bajo el número de cobre, y la tarjeta no se ha movido. Avanza de puntillas. Apenas si respira. Descuelga la llave, sin hacer tintinear la placa que va unida a ella. El 19 debe de estar en el segundo piso, o quizás en el tercero. La alfombra que cubre los peldaños de la escalera brilla de tan gastada, pero la madera no cruje. Sólo que no hay luz. ¡Es curioso este hotel dormido! He aquí el descansillo del primer piso. Está negro como boca de lobo. Ravinel busca su encendedor, lo alza por encima de su cabeza. Una alfombra oscura se hunde en la penumbra de un corredor. Probablemente, no hay más de cuatro o cinco habitaciones a cada lado. Ravinel prosigue la ascensión. De vez en cuando se asoma por la barandilla y distingue, allá abajo, en una repugnante e insegura luz, algo que podría ser una bicicleta. Mireya sabía lo que hacía al venir a buscar refugio aquí. Pero ¿por qué pensar que ella busca refugio? Es más bien él quien, si tuviese valor…
El descansillo del segundo. A la luz del encendedor, Ravinel ilumina las luces de las habitaciones. 15…, 17…, 19… Lo apaga, escucha. En algún sitio, un lavabo se vacía. ¿Debe entrar? ¿No va a descubrir encima de la cama un cadáver aún empapado de agua? ¡No! Tiene que rechazar tales ideas… Ravinel trata de contar, de fijar su atención en un objeto cualquiera. Tiembla. Desde el interior debe oírsele.
Vuelve a encender el mechero y descubre la cerradura. Introduce la llave, espera. Nada se mueve. Es estúpido ese terror sin nombre, puesto que no tiene nada qué temer, puesto que ahora Mireya es una amiga. Da vuelta al pomo de la puerta y se desliza en la habitación.
La pieza está vacía, oscura. Entonces reúne todas sus fuerzas, la atraviesa, descorre las cortinas y enciende la lámpara. Una luz amarillenta ilumina pobremente la cama de hierro, la mesa cubierta con un tapete manchado, el armario pintado, la butaca deslucida. Sin embargo, hay algo que revela una presencia: el perfume de Mireya, Imposible equivocarse. Ravinel da media vuelta, aspira delicadamente el aire. Es desde luego su perfume, tan pronto apenas perceptible, tan pronto concentrado, casi penetrante. Un perfume económico de la casa «City». Muchas mujeres lo utilizan. ¿Se trata de una sencilla coincidencia? Pero ¿y ese peine, en el estante del lavabo?
Ravinel lo tiene en la mano, lo sospesa. ¿Es esto una coincidencia? Él lo ha comprado en Nantes, en un almacén de la calle de la Fosse. Y la última púa está rota por la mitad. En todo París no hay otro peine semejante. ¡Y los cabellos dorados, enrollados aún en torno al mango! Y esa caja de «bi-oxyne», cuya tapadera, utilizada como cenicero, sostiene un cigarrillo apenas quemado, un «High-Life». Porque Mireya se obstinaba en fumar cigarrillos «High-Life». No le gustan, pero encuentra bonito su nombre. Ravinel se ve obligado a sentarse en la cama. Querría llorar, sollozar, con la cabeza hundida en la almohada, como hacía antaño, cuando no había sabido contestar alguna de las preguntas de su padre. Tampoco hoy sabe contestar. Repite en voz baja: «Mireya…, Mireya…», mientras contempla el peine y los cabellos que brillan. Sino estuviesen esos cabellos, tal vez sería menos desdichado. Vuelve a ver los cabellos, los otros, los que el agua había oscurecido y que se pegaban a la piel del rostro como un tatuaje. Y ahora sólo queda ese peine y ese cigarrillo manchado de carmín. Es preciso que descifre tal indicio, que comprenda lo que Mireya espera de él.
Se levanta. Abre el armario, los cajones. Nada. Se guarda el peine en el bolsillo. Al principio de su matrimonio, a veces peinaba a Mireya por la mañana. ¡Cuánto amaba aquellos cabellos que caían sobre los hombros desnudos! A veces los acercaba a sus labios para aspirar su olor de hierba cortada, de tierra salvaje. ¡Ése es el indicio! Mireya no ha querido dejar ese peine allá, en la casa, donde hubiese quedado desprovisto de todo significado, y ha venido a depositarlo en esta habitación anónima para recordar el tiempo de su amor. Está claro, ella no podía explicar nada. Era preciso que él se adentrase paso a paso, por el camino sombrío, que tratase de alcanzarla. Y la nota le da una cita: «Sin duda regresaré esta tarde o esta noche».
Ahora no puede dudar ya; verá a Mireya. Ella se volverá visible a sus ojos. La iniciación casi ha terminado. La fiesta es para esa noche. Tiene fiebre, y de repente se queda tranquilo. Se lleva el cigarrillo a los labios. No quiere saber qué labios lo han sujetado y reprime la náusea que le hincha la garganta en el instante en que él lo chupa a su vez. Mireya encendía a menudo los cigarrillos antes de dárselos. Prende el encendedor, aspira la primera bocanada de humo. Está dispuesto. Una última mirada a aquella habitación donde acaba de adoptar, a pesar suyo, una resolución que no se atreve a formular.
Sale, cierra con llave, distingue dos puntos fosforescentes en el extremo del pasillo. Unos minutos antes, sin duda hubiera perdido el sentido, tan grande era su tensión nerviosa. Ahora se adelanta hacia aquellos dos ojos inmensos que le observan desde el fondo de la noche, y distingue el gato negro sentado frente a la escalera. El gato desciende con él, se vuelve, y las dos lunas pálidas permanecen inmóviles un segundo. Ravinel ni siquiera procura ahogar el ruido de sus pasos sobre los peldaños. Llega a la planta baja, y el gato maúlla una vez, una sola, de una manera que llega al corazón. El viejo aparece por la puertecilla.
—¿No está arriba? —se limita a murmurar.
—Sí —dice Ravinel, volviendo a colgar la llave.
—Ya se lo había advertido —prosigue el viejo—. Se la cree fuera y está dentro. Es su esposa, ¿verdad?
—Sí —dice Ravinel—. Es mi mujer.
El viejo menea la cabeza, cual si hubiese previsto lo que ocurre. Como hablando consigo mismo, agrega:
—Con las mujeres hay que tener mucha paciencia.
Da media vuelta, seguido por el gato. Ravinel ya no se sorprende. Se da bien cuenta de que acaba de entrar en un mundo donde las leyes de la existencia vulgar ya no se aplican de la misma manera. Cruza el vestíbulo. Su corazón late muy aprisa, como ocurre cuando se han bebido varias tazas de café muy cargado. La niebla se ha espesado. Su frescor llega hasta el fondo de los pulmones. La niebla es fraternal. Uno desearía impregnarse de ella y borrarse poco a poco. Un indicio más. Empezó en Nantes, la noche en que… Está allí, como una barrera protectora. Sólo que es necesario conocer el sentido de todo eso.
Ravinel busca su vehículo. Se verá obligado a correr en segunda hasta Enghien. Arranca, oprime la bocina. Los faros, colocados a la altura de los ejes, esparcen una luz enfermiza sobre la calzada. Acaban de dar las cinco.
Este regreso es apacible. Ravinel tiene la impresión de estar libre. No de una carga, sino del aburrimiento que se arrastra por todo su pasado como una niebla tenaz. Esa profesión absurda, esa vida imposible, de cliente en cliente, de aperitivo en aperitivo. Piensa en Luciana, pero sin el menor afecto. Luciana está lejos. Se vuelve borrosa. Sólo ha servido para aproximarlo a la verdad. Y si no la hubiese encontrado, de todos modos, a la larga, habría acabado por comprender.
El limpiaparabrisas zumba y acelera sus rígidos vaivenes. Ravinel sabe que circula por el buen camino. Un sentido de orientación infalible lo guía en medio de la bruma. Por otra parte, es casi el único que circula. Los otros tienen miedo. Necesitan mucha luz, los itinerarios bien marcados, los guardias en los cruces. Ravinel, por primera vez, se arriesga por caminos poco frecuentados, adopta una decisión de hombre. Evita pensar en lo que le espera allí, en la cita de Enghien, pero está lleno de suavidad y casi de misericordia. Acelera un poco en la carretera. Uno de los cilindros falla. Normalmente, debería acudir al mecánico. Pero ya nada es normal. Y todas esas pequeñas preocupaciones materiales quedan sobrepasadas a partir de entonces.
Un vehículo lo deslumbra, lo roza, y él experimenta una oleada de pavor, inmediatamente amortiguada. Pero frena. Sería muy estúpido sufrir un accidente esa noche. Le interesa llegar a su casa consciente y resuelto. Aborda el último viraje con precaución, descubre las primeras luces de Enghien, pálidas como luciérnagas. Cambia de marcha; he aquí su calle. Siente un poco de frío. El auto corre por inercia. Frena ante la verja. A pesar de la bruma, distingue luz detrás de las persianas.