Antes de dormirse, Ravinel pensó durante mucho rato en las palabras de Luciana: «Un cadáver no se pasea solo». A la mañana siguiente, tras las primeras vacilaciones del despertar, descubrió de repente un detalle que hasta entonces se le había escapado. Algo tan sencillo que le hizo permanecer inmóvil, con el rostro crispado y la cabeza llena de tumulto. Los documentos de identidad de Mireya estaban en su bolso, y éste se encontraba en Enghien, en la casa. Así, pues, no había nada que permitiese identificar el cuerpo. Si los ladrones se habían desembarazado de su fardo comprometedor, si se le hubiese descubierto… ¡Pardiez! ¿Y adónde van los cadáveres anónimos? ¡Al depósito!
Ravinel se arregló apresuradamente y luego telefoneó al bulevar de Magenta para solicitar varios días de permiso. Ninguna dificultad. A continuación buscó en el listín telefónico la dirección del depósito, y recordó a tiempo que se llama oficialmente Instituto Médico-Legal… En la plaza Mazas, es decir, en el muelle de La Rapé, a dos pasos del puente de Austerlitz. ¡Por fin! Iba a saber…
Había dormido en el hotel de Bretaña y al salir volvió a encontrar la explanada de la estación Montparnasse, pero tuvo dificultad en orientarse. Una espesa niebla verdosa transformaba la plaza en una especie de meseta submarina, surcada de formas extrañamente luminosas. El «Dupont» se asemejaba a un trasatlántico hundido con todas las luces encendidas: Brillaba muy lejos, en el fondo de las aguas, y Ravinel debió andar mucho rato para alcanzarlo. Se bebió un café, en pie junto al mostrador, al lado de un empleado de ferrocarriles que explicaba al camarero que todos los trenes llevaban retraso y que el 602, procedente de Le Mans, había descarrilado en las proximidades de Versalles.
—Y el servicio meteorológico afirma que esta basura va a durar varios días. A lo que parece, en Londres los transeúntes han de circular con linternas eléctricas.
Ravinel experimentó una inquietud sorda. ¿Por qué la niebla? ¿Por qué precisamente hoy? ¿Cómo reconocer, entre las siluetas que nos rozan, las que pertenecen a los vivos y las que…? ¡Absurdo! Pero ¿cómo hacer para impedir que esta bruma viscosa penetre en el pecho, dé vueltas lentamente en el interior de la cabeza como una nube de opio? Alternativamente, todo se vuelve falso o verdadero.
Echó un billete en el mostrador, se aventuró sobre la acera. Ya a sus espaldas las luces perdían todo el vigor, cesaban de ser protectoras. Junto al paso de peatones empezaba el vacío húmedo, la extensión indistinta donde yacían mezclados los motores, los faros blancos como ojos sin mirada, los ruidos de pasos, ruidos de pasos hasta el infinito, sin que hubiera medio de saber quién andaba. Un taxi se detuvo ante el «Dupont» y Ravinel se apresuró. No se atrevió a decir:
—¡Al depósito de cadáveres! —y balbuceo explicaciones confusas que el taxista escuchó con aire de aburrimiento.
—Bueno, mejor será que se decida. ¿A dónde quiere ir?
—Al muelle de La Rapée.
El taxi arrancó tan brutalmente que Ravinel cayó de espaldas sobre al asiento. Lamentó en seguida su decisión. ¿Qué iba a hacer en el depósito? ¿Qué diría? ¿En qué trampa iría a caer? Porque había una trampa en algún sitio. Una trampa cebada con un cadáver. De repente le pareció ver los garlitos, los extraños mecanismos de alambre cuyo manejo explicaba a sus clientes. «Ahí ata usted un pedazo de carne o de tripa de gallina… Lo sumerge de cara a la corriente, entre las hierbas… El pez ni siquiera nota que está preso». Había una trampa en alguna parte.
Un frenazo hizo chirriar los neumáticos, y Ravinel casi cayó de bruces. El taxista, asomado a la portezuela, lanzaba invectivas contra la niebla, contra el transeúnte invisible. Reemprendió la marcha con una sacudida. De vez en cuando limpiaba el parabrisas, ante sus ojos, con el canto de la mano, sin cesar de murmurar. Ravinel no reconocía el bulevar. No sabía ya en qué barrio estaban. ¿Acaso el propio taxista formaba parte de la trampa? Porque Luciana tenía razón: un cuerpo no se volatiliza. Mireya era tal vez capaz de manifestarse, de reaparecer, pero era un problema aparte, un asunto entre Mireya y él. Mientras que el cuerpo… ¿Por qué tenían que haberlo robado y luego abandonado? ¿Qué se proponían? ¿La amenaza procedía de Mireya, del cuerpo de Mireya, o de ambos a la vez? Planteada así, la pregunta tenía algo de alucinante, pero ¿cómo plantearla de otra forma?
Unas luces desfilaron por la derecha, confusas, temblorosas, sin duda la estación de Austerlitz. El taxi viró y se sumergió en una especie de algodón donde la luz de los faros quedaba ahogada. El Sena debía discurrir muy próximo, pero por la portezuela no se veía más que una nube inmóvil y, cuando el taxi se detuvo, un gran silencio, apenas turbado por el motor a marcha lenta, rodeó a Ravinel, un silencio de bodega, de subterráneo, un silencio que adquiría el valor de un aviso. El auto, oculto por la bruma, se alejó lentamente y Ravinel distinguió el ruido del agua, el de las gotas que caían de los aleros, los chapoteos de la tierra empapada, el murmullo de un arroyo, rumores vagos, fluidos como los de un pantano. Recordó el lavadero y su mano se dirigió al revólver. Era el único objeto duro en el que podía apoyarse, en medio de la descomposición universal del espacio. Tanteó a lo largo del parapeto. La niebla le rozaba los pies, se enrollaba alrededor de sus tobillos como una hilacha fría. Levantaba las piernas instintivamente, como un pescador que se aventura sobre un fondo movedizo. El edificio se irguió de repente ante él como surgido de la tierra. Ascendió los escalones, entrevió al fondo de un vestíbulo una camilla con ruedas de goma y empujó una puerta.
Un escritorio, unos archivadores y una lámpara verde que formaba en el suelo un gran círculo luminoso. Un radiador sobre el que ronroneaba una cacerola llena de agua. Había vapor, humo de tabaco y niebla. La pieza olía a humedad y a desinfectante. El empleado estaba sentado detrás de la mesa, con su gorra, provista de un escudo de plata, echada hacia la nuca. Un hombre hacía como que se calentaba ante el radiador. Llevaba un abrigo remendado y brillante a la altura de los riñones, pero tenía zapatos nuevos que crujían cuando andaba. Los dos observaron a Ravinel, que se adelantó con desconfianza.
—¿Qué desea? —preguntó el empleado mientras se balanceaba en su silla.
Era exasperante sentir la presencia del otro, detrás, escuchar el ligero chirrido de sus zapatos.
—Vengo por mi mujer —dijo Ravinel—. He regresado de un viaje y no está en casa. Su ausencia me inquieta.
El empleado echó una ojeada al hombre, y Ravinel tuvo la impresión de que se esforzaba para no sonreír.
—Habrá dado parte a la comisaría… ¿Dónde vive usted?
—En Enghien… No. Todavía no he avisado a nadie.
—Ha hecho usted mal.
—No lo sabía.
—La próxima vez lo sabrá.
Desconcertado, Ravinel se volvió hacia el hombre. Éste, con las manos muy próximas al radiador, paseaba distraídamente su mirada por el vacío. Era grueso, con bolsas bajo los ojos y una papada color de cera que casi ocultaba el cuello de la camisa.
—¿Cuánto hace que ha regresado usted de viaje?
—Dos días.
—¿Es la primera vez que su esposa se ausenta?
—Sí… Es decir, no… Cuando era muy joven alguna vez se fugaba. Pero hace años que…
—¿Qué teme usted exactamente…? ¿Un suicidio?
—No lo sé.
—¿Cómo se llama usted?
Aquello se parecía cada vez más a un interrogatorio. Ravinel estuvo a punto de protestar, de poner en su sitio a aquel individuo que lo examinaba de arriba abajo, mientras se pasaba la lengua por los dientes. Pero tenía que enterarse a cualquier precio.
—Ravinel… Fernando Ravinel. —¿Cómo es su esposa…? ¿Qué edad tiene?
—Veintinueve años.
—¿Alta…? ¿Baja?
—Mediana. Aproximadamente un metro sesenta.
—¿Cabello, de qué color?
—Rubio.
El empleado seguía balanceándose con las manos apoyadas en el borde de la mesa. Sus uñas aparecían mordidas, y Ravinel se volvió hacia la ventana, cuyos cristales eran opacos.
—¿Cómo va vestida?
—Lleva un traje sastre azul marino. En fin, lo supongo.
Era tal vez un error, pues el empleado miró hacia el radiador, como si tomase al desconocido por testigo.
—¿No sabe cómo va vestida su esposa?
—No. En general lleva un traje sastre azul, pero a veces se pone encima un abrigo con cuello de piel.
—Debería haberlo comprobado. El empleado se alzó la gorra, se rascó el cráneo, volvió a ponérsela.
—La única que veo es la ahogada del puente de Bercy…
—¡Ah! Han encontrado…
—Todos los diarios de anteayer hablaron de ello. ¿Es que usted no los lee?
Ravinel tenía la impresión de que el hombre que estaba a su espalda no dejaba de mirarlo.
—Espérese —dijo el empleado.
Dio un cuarto de vuelta apoyado en una pata de la silla, se levantó y desapareció por una puerta junto a la que había dos percheros. Ravinel, algo perdido, no se atrevía a moverse. El otro seguía examinándolo, estaba seguro. A veces chirriaba un zapato, casi imperceptiblemente. La espera se hacía horrible. Ravinel imaginaba hileras de cuerpos en las estanterías. El sujeto de la gorra debía pasearse ante esas estanterías como un bodeguero que busca un «Haut-Brion 1939» o un champaña de etiqueta dorada. La puerta se abrió.
—¿Quiere usted pasar?
Había un corredor y se desembocaba en una sala con mosaicos en las paredes, dividida en dos por un cristal inmenso. El menor ruido despertaba un eco interminable. De la lámpara que colgaba del techo descendía una luz cruda, que se multiplicaba en reflejos lívidos. Hacía pensar en una pescadería después de la hora de mercado. Ravinel sentía casi tentaciones de buscar por el suelo restos de algas y pedazos de hielo. Distinguió a un guardián que empujaba un carrito.
—Acerqúese. No tenga miedo.
Ravinel se apoyó en el cristal. El cuerpo se deslizaba hacia él, y creyó ver a Mireya saliendo de la bañera, con los cabellos pegados y su ropa mojada dibujándole los muslos. Reprimió una especie de hipo; sus manos se posaron sobre el cristal; su aliento empañó la pared transparente.
—¡Bueno, qué! ¡Examínela! —dijo el empleado jovialmente.
No. No era Mireya. Y era aún más terrible.
—¿Qué?
—No.
El empleado hizo un ademán, y el carrito desapareció remolcado por el guardián. Ravinel se secó el sudor de su rostro.
—La primera vez impresiona un poco —comentó el de la gorra—. Pero puesto que no es su esposa…
Volvió a conducir a Ravinel al despacho y se sentó.
—Lo lamento. En fin, es una manera de hablar. Si tenemos algo nuevo, ya le avisaremos. ¿Su dirección?
—«Villa Alegría», en Enghien.
La pluma raspaba. El otro seguía junto al radiador, inmóvil.
—En su lugar, yo avisaría a la Policía.
—Muy agradecido —balbució Ravinel.
—Oh, no hay de qué.
Se encontró fuera, con las piernas fláccidas y los oídos silbantes. La niebla continuaba siendo igualmente espesa, pero un resplandor rojizo la penetraba, la teñía, le confería una consistencia de muselina, de tela mojada. Ravinel pensó en el Metro, muy cercano. Se orientó, cruzó la calle. Los vehículos ya no circulaban. Los ruidos, deformados, parecían bogar en el silencio, caminando a lo largo de complicadas pistas. Algunos procedían de muy lejos; otros morían en seguida, y uno tenía la impresión de ir escoltado por presencias, formar parte de un mundo en marcha, de una especie de entierro solemne y secreto. De vez en cuando, un farol brillaba tenuemente, velado por un crespón grisáceo y flotante. Mireya no estaba en el depósito. ¿Qué diría Luciana…? ¿Y la compañía de seguros? ¿Había que avisarla…? Ravinel se detuvo. Se sentía ahogar. Entonces oyó chirriar unos zapatos cerca de él. Tosió. Los pasos se detuvieron. ¿Dónde? ¿A la derecha? ¿A la izquierda…? Ravinel reemprendió la marcha. El chirrido volvió a oírse, algunos metros más atrás. ¡Ah! Eran muy listos. ¡Qué bien habían sabido atraerlo al depósito…! Pero no… Nadie podía saber… Ravinel tropezó con un bordillo. Vislumbró una silueta que se apartaba y se sumergía en la bruma. La boca del Metro debía abrirse a poca distancia. Ravinel corrió, cruzándose con otras siluetas, sorprendiendo rostros que parecían modelarse en aquel mismo lugar, en la propia materia de la niebla, para luego deformarse y derretirse como cera. El chirrido seguía siendo perceptible. ¿Querría tal vez matarlo el hombre? Un cuchillo que surge de la bruma, un dolor agudo, nunca: experimentado… Pero ¿por qué? ¿Por qué? Ravinel no tenía enemigos…, exceptuada Mireya. ¿Cómo podía ser Mireya su enemiga? No, no era eso.
El Metro… Y de repente los cuerpos volvían a ser visibles, hombres y mujeres que se recomponían, que brillaban a causa de las mil gotitas adheridas a sus abrigos, a sus cabellos, a sus cejas. Ravinel esperó al hombre al pie de la escalera. Vio sus zapatos en el borde del escalón más alto, su abrigo de bolsillos abultados. Pasó al andén. El hombre lo seguía. ¿Sería tal vez él quien había robado el cadáver? Y ahora se disponía a dictar sus condiciones.
Ravinel subió en el coche delantero; adivinó el abrigo que se metía dos puertas más atrás. Al lado de Ravinel, un guardia leía L’Equipe. Estuvo a punto de tirarle de la manga, de decirle: «Me siguen. Estoy en peligro». Pero ¿no se burlarían de él? ¿Y si por casualidad lo tomaban en serio y le pedían explicaciones? No. No había nada que hacer. Nada.
Las estaciones desfilaban con sus anuncios gigantescos. Las curvas apretaban el cuerpo de Ravinel contra el del guardia, que contemplaba la airosa silueta de un saltador de pértiga. ¿Despistar el perseguidor? Esto representaba demasiados esfuerzos, astucia, fintas. Era preferible esperar. ¿Merecía la vida ser defendida con tanta aspereza?
Ravinel se apeó en la estación del Norte. No tenía necesidad de volverse. El hombre seguía detrás. Así que la muchedumbre se hacía menos densa, se alargaba por los corredores, el chirrido se reanudaba, obstinado. «¡Quieren azararme!», pensó Ravinel. Llegó al vestíbulo de la estación, adquirió su billete delante del desconocido, que igualmente pidió uno para Enghien. El reloj de la estación señalaba las diez y cinco. Ravinel buscó un coche desocupado. El hombre se vería obligado a descubrirse a mostrar su juego. Ravinel se instaló, colocó un diario frente a él, sobre el asiento, como para reservar el sitio. Y el hombre apareció. Señaló el rincón.
—¿Me permite?
—Le estaba esperando —dijo Ravinel.
El hombre se sentó pesadamente, después de haber apartado el diario.
—Deseado Merlin —murmuró—. Inspector de Policía retirado.
—¿Retirado?
Ravinel no había podido reprimir la pregunta. Comprendía cada vez menos.
—Sí —afirmó Merlin—. Le pido perdón por haberle seguido.
Tenía ojos azules, muy pálidos, muy vivos, que contrastaban con el abotargamiento de su rostro. Parecía bonachón, con los codos apoyados en sus enormes muslos y la cadena del reloj cruzándole el chaleco. Miró a su alrededor y luego, inclinándose hacia delante, habló:
—Hace un rato, por una verdadera casualidad, he escuchado su conversación y he pensado que podría serle útil. Dispongo de muchas horas libres y de veinticinco años de experiencia. En fin, me he encontrado con docenas de casos como el suyo. Una mujer desaparece, su marido la cree muerta, y luego, el día menos pensado… Créame, querido señor, a menudo es preferible esperar antes de poner en movimiento a la Policía oficial.
El tren arrancó, arrancó lentamente por un paisaje sin contornos en el que se desplazaban manchas luminosas. Merlin tocó la rodilla de Ravinel y prosiguió con voz de confesor:
—Estoy muy bien situado para efectuar ciertas investigaciones y puedo indagar sin ruido, sin alboroto, discretamente… Desde luego, no haría nada ilegal, pero no existe motivo alguno para suponer…
Ravinel pensó en los zapatos chirriantes y se tranquilizó. Aquel Merlin tenía cara de buena persona. Debía estar al acecho de pequeños asuntillos, lo que explicaba su presencia en el Instituto Médico-Legal. La jubilación de un inspector no debía de ser muy importante. Pues bien, llegaba a tiempo el tal Merlin. Tal vez él conseguiría encontrar…
—En efecto, creo que podría usted ayudarme —asintió Ravinel—. Soy viajante de comercio, y en general regreso a mi casa todos los sábados.
Pues bien, anteayer no encontré a mi esposa en casa. He tenido paciencia durante dos días, y esta mañana…
—Permítame ante todo que le haga unas preguntas —cuchicheó Merlin tras una nueva mirada circular—. ¿Cuánto tiempo llevan ustedes casados?
—Cinco años. Mi mujer se ha mostrado siempre muy formal y no creo que… Merlin levantó su mano rolliza.
—¡Aguarde! ¿Tienen hijos?
—No.
—¿Y los padres de usted?
—Han muerto. Pero no relaciono…
—Déjeme hablar. Estoy acostumbrado. ¿Y los de su esposa?
—También han muerto. Mireya no tiene más familia que un hermano, casado, que vive en París. —Bien. Ya veo… Una mujer joven, que vive sola… ¿Alguna enfermedad importante?
—Ninguna. Hace tres años padeció fiebre tifoidea. Es muy robusta. Con toda seguridad mucho más que yo.
—Allí en el depósito ha hablado usted de fugas. ¿Las ha observado personalmente?
—No. Mireya siempre me ha parecido muy equilibrada. A menudo estaba nerviosa, irritable. Pero, en el fondo, no más de lo corriente.
—¡Habrá que verlo! De momento, trato de hacerme una idea… ¿Se ha llevado algún arma?
—No. Y sin embargo había un revólver en la casa.
—¿Ha cogido dinero?
—No. Incluso olvidó su bolso. Contiene varios billetes de mil. Guardamos poco dinero en efectivo.
—Era… Quiero decir: ¿es ahorradora?
—Sí, bastante.
—Observe que, a espaldas de usted, muy bien ha podido hacer economías importantes. Recuerdo un caso ocurrido en mil novecientos cuarenta y siete…
Ravinel escuchaba cortésmente. Miraba el cristal rayado por las gotas, la vía descendente, poco a poco visible entre la niebla, que se aclaraba en ciertos puntos. ¿Tenía razón? ¿Estaba equivocado? Ya no lo sabía. Desde el punto de vista de Luciana, procedía sensatamente, sin duda alguna. Pero ¿y desde el punto de vista de Mireya…? Se sobresaltó. Aquella reflexión era estúpida. Y no obstante… ¿Soportaría Mireya la intrusión de aquel policía? Merlin hablaba, volcaba con nostalgia sus recuerdos, y Ravinel se esforzaba en no pensar más, en no prever más. Ya se vería. Las circunstancias indicarían la decisión que había que tomar.
—¿Qué?
—Le pregunto si su esposa no se ha llevado en realidad ningún documento.
—No. Tanto su tarjeta de identidad como su tarjeta electoral están en el bolso.
El vagón traqueteó al pasar un desvío y aminoró la marcha.
—Estamos llegando —dijo Ravinel.
Merlin se levantó y buscó su billete entre los papeluchos que se amontonaban en sus bolsillos.
—Evidentemente, la primera hipótesis que a uno se le ocurre es la de su fuga. Si su esposa se hubiese suicidado, se habría encontrado el cadáver. ¡Imagínese! Al cabo de dos días…
Sin embargo, era ese cuerpo lo que había que encontrar. Pero ¿cómo explicárselo a Merlin? La pesadilla empezaba de nuevo. Ravinel sintió deseos de pedir al hombretón sus documentos de identidad. Pero el otro debía de haber adoptado sus precauciones. La petición no lo cogería por sorpresa. Aparte que, ¿por qué dudar? ¿No era lo más verosímil que se tratase de verdad de un inspector? No, no había nada que hacer. Merlin saltaba ya al andén y esperaba a Ravinel. Imposible huir.
—¡Vamos! —dijo Ravinel con un suspiro—. La casa está a unos minutos de camino.
Anduvieron entre la niebla, que los aislaba mejor que una pared. Los zapatos chirriaban con más fuerza, y Ravinel debía hacer acopio de toda su fuerza y voluntad para no ceder al pánico. ¡La trampa! Estaba en la trampa, Merlin…
—¿Es usted verdaderamente…?
—¿Qué?
—No, nada… Mire, ésta es la entrada de la calle. La casa queda al fondo.
—Es usted afortunado al poderse orientar en medio de esta negrura.
—Es la costumbre, inspector. Regresaría a mi casa con los ojos cerrados.
Sus pasos resonaron sobre el cemento, ante la verja, y Ravinel sacó las llaves.
—Nunca se sabe… Tal vez haya algo en el buzón del correo —dijo Merlin.
Ravinel abrió la portezuela, y el policía deslizó la mano en el buzón.
—Nada.
—Me hubiese sorprendido —gruñó Ravinel. Abrió la puerta de la casita y entró rápidamente en la cocina, donde escamoteó la carta que había quedado encima de la mesa, y quitó el cuchillo hundido en la puerta.
—Es una casita agradable —comentó Merlin—. Un diminuto hogar como éste fue mi sueño en otro tiempo.
Se frotó las manos y se quitó el sombrero, descubriendo un cráneo casi calvo, donde el sombrero había dejado una señal roja.
—Enséñemela, ¿quiere?
Ravinel lo introdujo en el comedor, después de haber apagado la luz de la cocina, por costumbre.
—¡Ah! ¡He aquí el bolso! —exclamó Merlin.
Lo abrió y, sacudiéndolo boca abajo, vació el contenido sobre la mesa.
—¿No hay llaves? —preguntó mientras esparcía con un dedo la polvera, el mechero, el pañuelo, la barrita de carmín y un paquete empezado de cigarrillos «High-Life».
¿Las llaves? Ravinel había olvidado completamente ese detalle.
—¡No! —negó para zanjar el asunto—. La escalera está por aquí.
Subieron al piso. En el dormitorio, la cama mostraba aún las huellas del cuerpo de Ravinel.
—¡Ya veo! —dijo Merlin—. ¿Qué es esa puerta?
—El armario empotrado.
Ravinel lo abrió y apartó los vestidos.
—No falta nada, a excepción de un abrigo con el cuello de piel, pero mi mujer tenía intención de hacerlo teñir y es muy posible…
—¿Y el traje sastre azul? Usted ha dicho en el depósito…
—Sí, sí… El traje sastre falta también.
—¿Zapatos?
—Están todos aquí, por lo menos los nuevos. Mireya regalaba sus prendas usadas. De modo que, ¿cómo saberlo?
—¿Y esa habitación?
—Mi despacho. Entre, inspector. Disculpe el desorden,… Siéntese en esta butaca. Tengo ahí una botella de licor. Eso nos reconfortará.
Sacó de un archivador una botella que contenía todavía un poco de coñac. Pero no había más que un vaso.
—Siéntese. Ahora vuelvo. Voy a buscar otro vaso.
La presencia de Merlin lo tranquilizaba un poco, le permitía sentirse confiado en la casa. Bajó la escalera, atravesó el comedor, entró en la cocina y se detuvo bruscamente ante la ventana. Allí, detrás de la verja, aquella silueta…
—¡Merlin!
El grito debió de ser espantoso, pues el inspector se precipitó, bajó dando tumbos y compareció, muy pálido.
—¿Qué? ¿Sucede algo?
—¡Allí…! ¡Mireya!