Se arrimaron a la barandilla del Metro para escapar a las apreturas…
—No he tenido tiempo de reservar una habitación —se disculpó Ravinel—. Pero no tendremos dificultad.
—¡Una habitación! Pero si es absolutamente preciso que me marche a las seis. Tengo servicio esta noche.
—¡Oh! No irás a…
—¿Qué es lo que no voy a hacer…? ¿A abandonarte? Es lo que quieres decir. Te crees en peligro… Veamos, ¿no hay por aquí un café tranquilo donde poder hablar libremente? Porque he venido sobre todo para hablar, ¿sabes? Para ver si no estas enfermo.
Se quitó un guante, cogió la muñeca de Ravinel, lo hizo sin hacer caso de los transeúntes, le palpó el rostro, le pellizcó una mejilla.
—Has adelgazado, palabra. Tienes la piel amarillenta, blanda, los ojos preocupados.
Ésa era la fuerza de Luciana. No se preocupaba nunca de la opinión de los otros. Se burlaba de lo que podían pensar de ella. En medio de los vendedores de periódicos que vociferaban su mercancía, era capaz de contar los latidos de su corazón, de examinar su lengua o de palpar sus ganglios. Y ya Ravinel se sentía seguro. Luciana, cómo decir… Era la antítesis de la blandura, de la nebulosidad. Luciana era decidida, incisiva, casi agresiva. Su voz era firme, nunca vacilaba. Algunas veces hubiese deseado ser Luciana… Y otras la detestaba por los mismos motivos… Porque hacía pensar en un instrumento quirúrgico, frío, pulido, niquelado, insólito. De todos modos, hoy le sería difícil explicar…
—Vayamos a la calle de Rennes —propuso él—. Seguramente encontraremos allí alguna tasca desierta.
Cruzaron la plaza. Era ella quien lo sostenía por el brazo, como para guiarlo o impedirle que se cayese.
—No he entendido en absoluto tus dos llamadas telefónicas. Ante todo, se oía mal. Y luego, hablabas demasiado aprisa. Procedamos con orden. Cuando ayer mañana regresaste a tu casa, el cadáver de Mireya había desaparecido. ¿Es eso?
—Eso es, exactamente.
Él la acechaba de reojo, preguntándose cómo resolvería el problema ella, que siempre repetía: «No nos precipitemos… Con un poco de sentido común…» Andaban sin dejarse distraer, sin dejar que sus miradas vagasen por la profunda perspectiva de la calle que se volvía azulada hacia la plaza Saint-Germain, como el fondo de un valle. Ravinel se tranquilizaba. Ahora le tocaba a ella llevar la carga.
—No existen muchas soluciones —dijo Luciana—. ¿Ha podido la corriente arrastrar el cuerpo?
Ravinel sonrió.
—¡Imposible! Ante todo, casi no hay corriente, lo sabes tan bien como yo. E incluso admitiéndolo, el cadáver hubiese quedado encallado después del rebosadero. Lo hubiesen descubierto a la primera mirada. Ya puedes figurarte que he buscado por todas partes antes de telefonearte.
—Me lo figuro, sí.
Empezaba a fruncir las cejas, y él, pese a su inquietud mal disimulada, experimentaba una verdadera alegría al notar que se quedaba sin saber qué decir, como un candidato sorprendido por una pregunta fuera de programa.
—Quizás alguien ha robado el cuerpo para hacerte un chantaje —sugirió Luciana sin convicción.
—¡Imposible!
Dejaba caer la palabra con una ligera condescendencia, para humillar a Luciana.
—¡Imposible! He examinado con lupa tal hipótesis; puedo asegurarlo. He llegado incluso a interrogar a la hija del cartero, una chiquilla que cada mañana lleva su cabra a pacer al prado que queda frente al lavadero.
—¿Eso has hecho…? ¿No ha sospechado nada, por lo menos?
—He tomado precauciones. Por lo demás, la pequeña es medio idiota… En resumen, la hipótesis carece de base. ¿Por qué tenía nadie que robar el cadáver? Para hacerme chantaje, como dices, o sencillamente para perjudicarme. Ahora bien, nadie se preocupa de mí… Y luego, date cuenta, robar un cadáver… Mira, ahí hay un pequeño café que nos vendrá de perlas…
Dos macetas con hortensias, una barra minúscula, tres mesas agrupadas alrededor de una estufa. El dueño leía un diario deportivo ante la caja.
—No. No servimos almuerzos… Pero si desean ustedes bocadillos… ¡Muy bien! Y dos dobles.
El hombre penetró en la trastienda, que se adivinaba exigua. Ravinel apartó una mesa para que Luciana pudiera sentarse. Los autobuses se detenían chirriando ante el café, soltaban dos o tres viajeros y reemprendían la marcha. Su masa producía una sombra rápida. Luciana se había destocado y apoyaba los codos en el velador.
—Y ahora, ¿qué es esa historia del sobre?
Avanzaba ya la mano. Él meneó la cabeza.
—Se ha quedado allí. No he vuelto a acercarme a casa. Pero me sé de memoria el contenido. Escucha: Me veo obligada a ausentarme por dos o tres días. Pero no te inquietes. No es nada grave… ¡Ejem…! Encontrarás provisiones en el armario… Termina el tarro de mermelada empezado…
—¿Cómo?
—Sé bien lo que digo: Termina el tarro de mermelada empezado antes de abrir otro, y no te olvides de cerrar bien la espita del gas cuando no necesites ya el fogón. Siempre se te olvida. Hasta pronto. Recibe un fuerte beso…
Luciana dirigió a su amante una aguda mirada. Después de un momento de silencio, interrogó:
—Naturalmente, habrás reconocido la letra.
—Naturalmente.
—Eso puede imitarse a la perfección.
—Ya sé. Pero no es sólo la letra, es el tono. Estoy seguro de que esa carta procede de Mireya.
—¿Y el matasellos? ¿Es verdadero?
Ravinel se encogió de hombros.
—Puestos a preguntar, pregúntame si el cartero era un verdadero cartero.
—En tal caso, sólo se me ocurre una explicación. Mireya te había escrito antes de marcharse a Mantés.
—Te olvidas de la fecha del matasellos. El sobre ha sido depositado en París el mismo día. ¿Quién lo hubiese echado al correo?
El dueño regresó con bocadillos amontonados en un plato. Sirvió los dos dobles y volvió a sumergirse en la lectura de su diario. Ravinel bajó la voz.
—Y además, si Mireya hubiera sentido el más pequeño temor, nos habría denunciado. No se hubiese contentado con comunicarme que quedaba un tarro de mermelada abierto.
—Para empezar, no hubiese ido a Nantes —observó Luciana—. No, conforme a todas las evidencias no ha podido ser escrita… antes.
Pegó un mordisco a un bocadillo. Ravinel se bebió la mitad de su cerveza. Nunca había comprendido tan claramente lo absurdo de su situación. Y sentía que Luciana perdía poco a poco su seguridad. Ella dejó el bocadillo y empujó el plato.
—No tengo hambre. Es tan… inesperado eso que me explicas… Porque, en fin, si esa carta no ha podido ser escrita antes, aún menos la ha podido escribir… después. Y no contiene ninguna amenaza, como si quien la ha redactado estuviese privado de memoria.
—Muy bien —cuchicheó Ravinel—. Llegas a ello.
—¿Cómo?
—Yo ya me entiendo. Prosigue.
—Es que precisamente… no lo comprendo.
Se miraron largamente, profundamente. Luciana volvió por último la cabeza y aventuró:
—Tal vez es un error de identidad.
Esta vez, Luciana se confesaba vencida. ¡Un error de identidad! ¡Habían ahogado a otra persona!
—No —prosiguió ella inmediatamente—. ¡Es ridículo…! Suponiendo que una mujer pueda parecerse extraordinariamente a Mireya, ¿cómo podrías tú haberte confundido…? E incluso, yo, cuando la he visto muerta… ¡Y esa mujer hubiese acudido a ofrecerse a nuestros golpes!
Ravinel le dejó aún un poco de tiempo para que reflexionase. Los autobuses rozaban la acera, se alejaban con su carga de viajeros, suavemente balanceados en la plataforma. De vez en cuando entraba un hombre, pedía una bebida, lanzaba una ojeada hacia aquella pareja inmóvil, que no comía, que no bebía, que no parecía estar jugando al ajedrez.
—Aún no te lo he dicho todo —prosiguió bruscamente Ravinel—. Esta mañana Mireya ha visitado a su hermano.
Una expresión de estupor, luego de miedo, pasó por los ojos de Luciana. ¡La orgullosa Luciana! Ahora la camisa no le llegaba al cuerpo.
—Ha subido; le ha dado un beso; han charlado un momento.
—Evidentemente —convino Luciana, pensativa—, la mujer que se le parece podía ser la otra, la segunda. Pero Germán, lo mismo que nosotros, no se hubiese engañado con una sustitución. Dices que le ha hablado, que lo ha besado… ¿Es que otra mujer podría tener la misma voz, la misma entonación, los mismos ademanes…? ¡No! Es increíble. Las personas tan idénticas que se confunden son cosas que solamente suceden en las novelas.
—Habría aún una solución —dijo Ravinel—. ¡La catalepsia! Mireya habría presentado todos los síntomas de la muerte… y habría recuperado el conocimiento en el lavadero.
Y como ella no parecía comprenderlo:
—La catalepsia existe —prosiguió—. Hace tiempo leí unos artículos sobre ella.
—¡La catalepsia, después de cuarenta y ocho horas bajo el agua!
Ravinel presintió que Luciana iba a enfadarse, y, con la mano, le hizo señas para que no alzara la voz.
—Escucha —dijo Luciana—. Si se tratase de un caso de catalepsia, yo dejaría inmediatamente de ejercer, ¿me entiendes? Porque la medicina no sería ya una ciencia, porque…
Parecía herida en lo vivo. Su boca temblaba.
—Nosotros los médicos sabemos reconocer la muerte. ¿Quieres que te dé pruebas? ¿Que te explique cómo he comprobado…? De modo que ¿te imaginas que firmamos permisos de inhumación así, de cualquier modo?
—Cálmate, te lo ruego, Luciana. Se callaron, con los ojos brillantes. Luciana se sentía orgullosa de sus conocimientos, de su posición. Sabía que lo dominaba desde toda la altura de su profesión. Siempre había tenido necesidad de la admiración de él. Y helo aquí que se permitía… Ella lo vigilaba, en espera de una palabra o de un ademán de disculpa.
—No hay necesidad de discutir —prosiguió con su voz de hospital—. Mireya está muerta. El resto, explícalo como quieras.
—Mireya está muerta. Y sin embargo, Mireya está viva.
—Hablo en serio.
—Yo también. Creo que Mireya…
¿Debía confesárselo a Luciana…? Nunca le había revelado sus pensamientos más secretos, pero sabía que ella lo conocía a fondo, sin duda de una manera algo novelesca, pero muy segura. Se decidió.
—Mireya es un fantasma —susurró.
—¿Qué?
—Lo que oyes: un fantasma. Aparece donde quiere, cuando quiere… Se materializa.
Luciana le cogió otra vez la muñeca y él se ruborizó.
—Nunca me atrevería a decir una cosa así a según quién. Te confío un presentimiento, una suposición… A mí me parece plausible.
—Será preciso que te examine con detenimiento —murmuró Luciana—. Empiezo a creer que tienes un complejo. ¿No me explicaste un día que tu padre…?
Su rostro se endureció de repente y sus dedos apretaron la muñeca de Ravinel hasta hacerle daño.
—¡Fernando, mírame…! ¿No estarás, por ventura, representando una comedia?
Rió nerviosamente, cruzó los brazos, se inclinó hacia delante. Desde la calle habría podido creerse que ofrecía la boca a su amante.
—¿No me tomarás por una estúpida…? ¿Tienes intención de engañarme por mucho rato? Mireya está muerta. Lo sé. Y querrías hacerme creer que su cadáver ha sido robado, que ha resucitado, que se pasea por París… Y yo, porque…, sí, bien puedo confesarlo, porque te amo…, me estoy torturando el cerebro.
—Más bajo, Luciana, te lo ruego.
—Empiezo a entenderlo… En suma, puedes explicarme lo que quieras. ¡Yo no estaba presente! Pero, de todos modos, hay límites que no se pueden sobrepasar. ¡Vamos! Por una vez, sé franco, ¿qué te propones con esto?
Ravinel no la había visto nunca tan alterada. Casi tartamudeaba de ira, y una mancha pálida se extendía alrededor de las aletas de su nariz.
—¡Luciana! Te juro que no te engaño.
—Ah, no. No insistas. Estoy dispuesta a aceptar muchas cosas, pero no a creer que un círculo es cuadrado, que un muerto está vivo, que lo imposible es posible.
El dueño del bar leía, indiferente. ¡Había visto tantas parejas! ¡Había escuchado tantas conversaciones estrambóticas! Pero Ravinel, inquieto al sentir aquella presencia detrás de él, agitó un billete.
—Oiga, por favor…
Estuvo a punto de disculparse por no haber tocado los bocadillos. Luciana se empolvaba, con el rostro oculto detrás del bolso. Se levantó la primera; salió sin mirar si él la seguía.
—Escucha, Luciana… Te juro que he dicho la verdad.
Ella andaba con la cabeza vuelta hacia los escaparates, y él no se atrevía a levantar la voz, a causa de los transeúntes.
—¡Escúchame, Luciana!
Resultaba demasiado estúpida esta escena que no había sabido prever. Y el tiempo transcurría, transcurría. Muy pronto, ella regresaría a la estación, abandonándolo a todas las amenazas, todos los peligros… Desesperado, le cogió un brazo.
—Luciana…, sabes de sobra que no tengo interés…
—¿No? ¿Y el seguro?
—¿Qué quieres decir?
—Es bien sencillo. Sin cadáver no hay seguro.
Entonces me explicarás que la compañía aseguradora no ha pagado. Que tú no has cobrado nada.
Un hombre los contempló con insistencia. ¿Habría tal vez oído la frase de Luciana? Ravinel miró a su alrededor con ojos atemorizados. Aquella discusión en la calle… ¡Era lo peor de todo!
—¡Luciana! ¡Te lo suplico! Si pudieses imaginar todo lo que he soportado ya… Entremos ahí.
Acababan de cruzar la plaza de Saint-Germain y pasaban junto al jardincillo pegado a la iglesia. Los bancos estaban mojados. Una luz triste penetraba a través de las ramas desnudas de los árboles.
Sin cadáver no había indemnización. Ravinel no había considerado ni un solo instante este aspecto del problema. Se sentó en el extremo de un banco. Esta vez era el final. Luciana permanecía de pie junto a él, y con la punta del zapato apartaba las hojas muertas. Los pitidos de los guardias, el deslizamiento de los vehículos, tenues melodías de órganos que se filtraban a través de la puerta acolchada de la iglesia… ¡La vida de los demás! ¡Ah! ¡No ser más que Ravinel!
—¿Me abandonas, Luciana?
—Perdón, creo que eres tú quien…
Ravinel extendió sobre el banco un faldón de su impermeable.
—Ven aquí… ¿No iremos a pelearnos precisamente ahora?
Luciana se sentó a su vez. Unas mujeres que cruzaban el jardincillo los observaron con desconfianza. No, aquellos dos no eran unos enamorados como los otros.
—Para mí, esto nunca ha sido una cuestión de dinero, y tú lo sabes bien —prosiguió él con cansancio—. Y luego, reflexiona un poco… Admitamos que quiera engañarte. ¿Podría esperar en serio que tú no te enterases nunca de la verdad…? No tendrías más que venir a Enghien para informarte y lo sabrías en seguida.
Luciana se encogió rabiosamente de hombros.
—Dejemos lo del seguro. ¿Y si hubieses tenido miedo de llegar hasta el final? ¿Y si hubieses flaqueado, si hubieses preferido ocultar el cuerpo, enterrarlo?
—Pero eso sería aún más peligroso para mí. Ya no podría tratarse de un accidente y en seguida se sospecharía de mí… En fin, ¿por qué habría inventado el sobre o la visita a Germán?
Los escaparates se iluminaban ante la creciente oscuridad. Las luces de posición de los vehículos empezaban a brillar, pero aún había claridad en el jardincillo. Era la hora indecisa que él temía siempre, la hora que, antaño, ponía punto final a sus juegos en la habitación estrecha donde su madre hacía calceta, junto a la ventana que se oscurecía lentamente, hasta convertirse en un perfil negro cuyas manos de sombra parecían jugar con cuchillos. Comprendía bruscamente que ya no podría huir. ¡Estaba listo lo de Antibes!
—Es que no te das cuenta —murmuró él—. Si la compañía de seguros no paga, nunca tendré el valor de…, de…
—Siempre estás pensando en ti, mi pobre amigo —dijo ella—. ¡Si por lo menos hicieses algo! Pero no. Te refugias en no sé qué ensueños fantásticos. Estoy dispuesta a admitir que el cuerpo ha desaparecido. ¿Qué has hecho para encontrarlo? Un cadáver no se pasea solo.
—Mireya ha sido siempre propensa a las fugas.
—¿Cómo? ¡Te estás burlando de mí!
Desde luego, él comprendía lo absurdo de su observación. Y sin embargo, adivinaba que aquella historia de las fugas tenía importancia, se relacionaba en cierto modo con la desaparición del cadáver. Repitió las palabras de Germán, y Luciana se encogió nuevamente de hombros.
—¡Sea! Mireya tenía tendencia a huir cuando estaba viva. Pero siempre olvidas que está muerta. Prescindamos de la carta, de la visita a su hermano…
Era una expresión muy de Luciana: «¡Prescindamos!» Fácil de decir.
—Lo que importa es el cuerpo. Forzosamente está en algún sitio.
—Germán no está loco.
—Lo ignoro. Y no quiero saberlo. Me limito a los hechos. Mireya está muerta. Su cadáver ha desaparecido. Todo lo demás no significa nada. Así, pues, es preciso buscar y encontrar ese cadáver. Si tú no lo buscas, eso demuestra que nuestros proyectos no te interesan. En ese caso…
El tono significaba claramente que Luciana proseguiría por sí sola aquellos proyectos, que se marcharía sola. Pasó un sacerdote, envuelto en una larga manta. Desapareció por una puertecilla como un conjurado.
—Si lo hubiese sabido —dijo Luciana—, habría preparado mis planes de otra manera.
—Está bien. Volveré a buscar.
Ella pegó una patada en el suelo.
—No se trata de buscar sin convicción, Fernando. Pareces no comprender que esta desaparición es muy peligrosa. Será preciso que te resignes a avisar a la Policía, un día u otro.
—La Policía —repitió él, asustado.
—¡Caramba! Tu mujer no da señales de vida…
—Pero ¿y la carta?
—¡La carta…! Sí, en rigor, puede proporcionarte un pretexto para esperar… Lo mismo que esa historia de las fugas. Pero, en definitiva, el resultado será siempre el mismo. Una sencilla cuestión de tiempo. Habrá que decidirse.
—¡La Policía!
—Sí, la Policía… No hay medio de evitarlo. De modo que, créeme, no esperes, Fernando, busca. Busca en serio. Ah, si yo no viviese tan lejos, te aseguro que la encontraría.
Se levantó, se estiró el abrigo, se metió el bolso bajo el brazo con un ademán seco.
—Es la hora y no me interesa viajar de pie.
Ravinel se levantó pesadamente. ¡Bueno! No se podía contar ya con Luciana. ¿No había estado a punto de abandonarlo cuando la avería de la carretera…? En suma, era normal. No, nunca habían sido más que dos asociados, dos cómplices.
—Naturalmente, me tendrás al corriente.
—Desde luego —suspiró Ravinel.
No habían hablado más que de Mireya y el tema parecía agotado, de modo que no tenían nada más que decirse. Ascendieron por la calle de Rennes en silencio. En realidad, ya no estaban juntos. Bastaba mirarla para comprender que ella siempre conseguiría escabullirse. Si la Policía se volvía demasiado curiosa, sería él solo quien pagaría, y le constaba. Estaba acostumbrado. ¡Pagaba desde hacía tanto tiempo!
—También desearía que te cuidases —dijo Luciana.
—Oh, sabes…
—No bromeo.
¡Exacto! Luciana no bromeaba nunca. ¿Cuándo la había visto tranquila, sonriente, confiada? Vivía a largo plazo, a semanas y meses de distancia. El porvenir era su refugio, como, para la mayoría de los otros, el pasado. ¿Qué esperaba del porvenir? Él nunca se lo había preguntado, por una especie de temor supersticioso. No estaba muy seguro de ocupar un lugar importante en ese porvenir.
—Lo que me has dicho antes me inquieta —prosiguió ella.
Ravinel comprendió a lo que se refería y, bajando la voz, aseguró:
—Sin embargo, eso lo explicaría todo.
Luciana le cogió el brazo y se le aproximó un poco.
—Has creído ver la carta, ¿no es cierto? Sí, cariño, empiezo a comprender lo que te ocurre. He hecho mal en excitarme. Siempre debería razonar como médico… Los mentirosos no existen. Sólo hay personas enfermas. De momento he creído que querías hacerme una jugarreta. Hubiese debido pensar que el viaje de la otra noche… Y todo lo que precedió ha agotado tu resistencia.
—Pero, puesto que Germán, por su parte…
—Deja a Germán. Su testimonio es de lo más dudoso, y tú serías el primero en reconocerlo si estuvieses en estado de reflexionar. Tendré que enviarte a que te vea Brichet. Te hará un psicoanálisis.
—¿Y si hablo? ¿Y si lo cuento todo?
Luciana alzó la cabeza con un movimiento brusco que hizo sobresalir su barbilla. Desafiaba a Brichet y a todos los confesores; desafiaba al bien y al mal.
—Si tienes miedo de Brichet, no lo tendrás de mí. Yo misma te examinaré. Y te prometo que no verás más fantasmas. Entretanto, voy a darte una receta.
Se detuvo bajo un farol, sacó una libreta de su bolso y se puso a escribir. Ravinel sentía confusamente lo chocante y falsa que era aquella escena. Luciana intentaba tranquilizarlo. Pero sin duda pensaba ya en que no regresaría, que no lo vería más y que él estaba perdido sin remedio, como un soldado a quien se abandona en su puesto, en la tierra de nadie, mientras se le afirma que el relevo no tardará en llegar.
—¡Toma…! Receto casi únicamente calmantes. Trata de dormir, cariño. Desde hace cinco días vives con los nervios de punta. Eso puede acabar mal, ¿sabes?
Llegaban a la estación. El «Dupont» estaba iluminado. Los vendedores de diarios, los taxis, la muchedumbre… De segundo en segundo, Luciana se convertía en una extraña. Compró unas cuantas revistas. ¡Se veía capaz de leer!
—¿Y si yo también me marchase?
—Fernando, ¿estás loco? Tienes que desempeñar tu papel.
Y pronunció esta asombrosa frase:
—Al fin y al cabo, Mireya era tu mujer.
Cualquiera creería que ella no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad. Él había deseado que su mujer desapareciese. Luciana le había prestado su inteligencia, su iniciativa, a cambio de una participación en los beneficios. Su responsabilidad no pasaba de ahí. Allá se las arreglara él. Pensó —lo que no era menos asombroso— que Mireya y él estaban muy solos.
Sacó un billete de andén y siguió a Luciana.
—¿Vas a regresar a Enghien? —preguntó ella—. Sería preferible. Y desde mañana, empieza a buscar a fondo.
—A fondo —repitió él con ironía dolorosa.
Pasaron junto a una hilera de vagones desiertos y franquearon por un puente una larga avenida balizada con luces que parecían unirse, muy lejos, bajo un cielo gris de hinchazones pálidas.
—No te olvides de pasar por tu casa. Pídeles un permiso. No te lo negarán… Y luego, lee los diarios. Es posible que te enteres de algo.
Todo eso no eran más que consuelos. Palabras vacías. Una manera de llenar el silencio, de lanzar entre ambos una pasarela frágil que se hundiría al cabo de unos pocos minutos para caer en un profundo abismo. Ravinel hizo cuestión de honor el jugar el juego hasta el final. Buscó un compartimiento; encontró un rincón en un vagón nuevo que olía a barniz. Y Luciana insistió en permanecer en el andén todo el tiempo posible. Fue preciso que un empleado le hiciese un ademán. Besó a Ravinel con una violencia que lo dejó sorprendido.
—Ten valor, cariño. ¡Telefonéame!
El tren arrancó muy lentamente. El rostro de Luciana se alejaba: no era más que una mancha blanca. Otros rostros, en las ventanillas, pasaban, y todos los ojos miraban a Ravinel. Se subió el cuello del abrigo. Se sentía mal. El tren se precipitaba hacia una lejanía agujereada por señales policromas. Ravinel dio media vuelta e irguió la cabeza.