Al despertarse, Ravinel reconoció una habitación de hotel, recordó que había andado mucho rato, volvió a encontrar la imagen de Mireya y suspiró. Necesitó varios minutos para decidir que aquel día era probablemente domingo. Por fuerza tenía que serlo, puesto que Luciana iba a llegar en el tren de las doce y pico. Debía estar en camino. ¿Qué hacer mientras la esperaba? ¿Qué puede hacerse el domingo? Es un día muerto, caído a través de la semana, impidiendo el paso, y Ravinel tenía prisa. ¡Sentía deseos de llegar!
¡Las nueve!
Se levantó, se vistió, apartó el raído visillo que cubría la ventana. Un cielo gris. Techos. Claraboyas, algunas de las cuales estaban aún pintadas con el azul de la defensa pasiva. ¡No tenía gracia! Descendió, pagó la nota a una vieja con rizadores. Ya en la acera, se dio cuenta de que se encontraba en el barrio del Mercado Central, a dos pasos de la casa de Germán. ¿Por qué no Germán? Esto le permitiría esperar…
El hermano de Mireya vivía en el cuarto piso y, como el encendido automático de la luz estaba estropeado, había que subir a tientas, entre los ruidos y los olores del domingo. Detrás de los delgados tabiques había personas que canturreaban, que encendían la radio, que pensaban en el partido de la tarde, en la película de la noche; la leche se vertía chisporroteando sobre un fogón, los chiquillos gritaban. Ravinel quedaba excluido de la fiesta. Era una especie de extranjero. La llave estaba en la puerta. La llave siempre estaba en la puerta. Pero Ravinel nunca la utilizaba. Llamó. Fue Germán quien abrió.
—¡Caramba, Fernando! ¿Qué tal te va?
—¿Y a ti?
—Un poco carraca… Disculpa el desorden. Acabo de levantarme. ¿Tomarás un poco de café? ¡Sí, hombre, tómalo!
Precedía a Ravinel hacia el comedor, apartaba las sillas, hacía desaparecer un salto de cama.
—¿Y Marta? —preguntó Ravinel.
—Ha ido a misa, pero no tardará en regresar… Siéntate, Fernando. No te pregunto por tu salud. Mireya me ha dicho que estabas en plena forma. ¡Tienes suerte! En tanto que yo… Por cierto, que no has visto mi última radiografía… Toma, sírvete; el café está en el fuego. Voy a buscártela.
Ravinel husmeaba con desconfianza un olorcillo a eucalipto y a farmacia. Al lado de la cafetera había una pequeña cacerola que contenía agujas y una jeringa, y Ravinel lamentó haber ido a casa de su cuñado. Germán buscaba en su habitación. De vez en cuando gritaba:
—Ya verás lo clara que es… Como ha dicho el doctor… Con cuidado…
Cuando uno se casa, uno cree unirse a una mujer, y se une a una familia. A todas las historias de una familia: Uno se casa con la cautividad de Germán, con las confidencias de Germán, con los bacilos de Germán. La vida es mentirosa. Cuando se es pequeño parece llena de maravillas, y luego… Germán regresaba con unos enormes sobres amarillos que hacían pensar en el correo de un político.
—¡Bueno, sírvete, amigo mío…! Claro que acaso ya te habrás desayunado… El doctor Leize es un hacha. ¡Saca unos clisés…! ¡Y sabe interpretarlos! Uno mira y no ve más que manchas blancas y negras; él te descifra todos estos signos como si leyese en un libro.
Levantó ante la ventana, a contraluz, la crujiente fotografía.
—Ahí, fíjate, por encima del corazón… Sí, esa mancha blanca es el corazón. A fuerza de verlo, yo mismo acabo por entenderlo… Justo por encima del corazón, esa especie de línea corta… Estás demasiado lejos. ¡Acércate!
Ravinel detestaba aquello. No deseaba saber cómo están hechos los órganos humanos. Experimentaba siempre un extraño malestar ante esos fragmentos de esqueleto que la radiografía revela y poetiza a la vez. Hay cosas que deben permanecer ocultas. Uno no tiene derecho a mostrarlas. Uno no tiene derecho a violar ciertos secretos. Germán siempre le había repugnado a causa de aquella curiosidad monstruosa.
—La cicatrización está muy adelantada —explicaba Germán—. Sólo que, desde luego, hay que tener precaución. De todos modos, es para animarse… Espera, voy a enseñarte el análisis de los esputos… ¿Dónde he metido el papel del laboratorio…? La pobre Marta lo pierde todo… A menos que lo haya enviado ya al Seguro… Pero, por otra parte, Mireya ya te contará.
—Sí, sí.
Germán, amorosamente, deslizaba la fotografía dentro del sobre y, por puro placer, sacó otra copia, que contempló inclinando la cabeza.
—¡Tres mil francos cada foto…! Afortunadamente, me van a aumentar la pensión. Pardiez, es un trabajo bien hecho. Como dice el doctor: «Es usted un caso».
La llave dio vuelta en la cerradura. Marta regresaba de misa.
—Buenos días, Fernando. Eres muy amable al haber venido. No se te ve a menudo por aquí.
Marta era un poco agridulce. Se quitaba el sombrero, cuyo velillo doblaba con precaución. Siempre llevaba luto por alguien y le gustaba el negro, por lo que tiene de digno y de distinguido. «No ha tenido suerte», murmuraba la gente a sus espaldas.
—¿Van bien los negocios? —preguntó Marta, con un deje de sospecha en la voz.
—No van mal. No puedo quejarme.
—Tienes suerte… Germán, tu medicina.
Ya se había puesto un delantal y quitaba la mesa, con ademanes vivos y precisos.
—¿Cómo sigue Mireya?
—Ha estado aquí hace un, rato —dijo Germán—. Acababas de irte a misa.
—Se ha vuelto muy madrugadora —observó Marta.
Ravinel realizaba esfuerzos para comprender.
—Perdón, perdón… —murmuró—. ¿Mireya ha venido…? ¿Cuándo?
Germán continuaba contando sus gotas, que dejaba caer en un vaso de agua
—Diez…, once…, doce… —Arrugaba la frente, rehusaba dejarse distraer…— Trece…, catorce…, quince…
—¿Cuándo? —repuso Germán con voz ausente—. Pues bien, hace una hora. Tal vez un poco más… Dieciséis…, diecisiete…, dieciocho…
—¿Mireya?
—Diecinueve, veinte.
Germán envolvió el cuentagotas en un pedazo de algodón, luego en un papel de seda, alzó la cabeza.
—Mireya, sí. ¿Qué tiene de extraño…? ¿Qué te ocurre, Fernando…? ¿Qué he dicho?
—¡Espera! —cuchicheó Ravinel—. ¡Espera…! ¿Ha entrado aquí? ¿La has visto?
—¡Pardiez! ¿Que si la he visto? Estaba aún en la cama. Ha entrado como de costumbre. Me ha dado un beso.
—¿Estás bien seguro de que te ha besado?
—Vamos, Fernando, no te entiendo.
Marta, que había entrado en el dormitorio, se acercó un momento a la puerta para observar a los dos hombres, y Ravinel sacó un cigarrillo de su pitillera para ocultar su confusión.
—No —dijo Germán—. Ya sabes, el humo… El doctor me lo ha prohibido…
—Es verdad. Discúlpame.
Ravinel daba maquinalmente vueltas al cigarrillo entre sus dedos.
—Es curioso —consiguió decir—. No me había advertido.
—Quería conocer el resultado de mi radiografía —precisó Germán.
—¿La has encontrado… normal?
—Sí.
—Cuando te ha dado el beso, su piel… En fin, ¿era como de costumbre?
—No te comprendo… Pero, bueno, ¿qué te ocurre, Fernando…? Escucha, Marta, Fernando no parece creer que Mireya haya venido.
Marta se aproximó y Ravinel comprendió en seguida que ella sabía algo. Se puso rígido, como un acusado ante su juez.
—¿Cuándo has regresado de Nantes, Fernando?
—Ayer…, ayer mañana.
—¿Y no había nadie en la casa?
Ravinel la miró. Nunca había tenido los ojos más brillantes, la boca más apretada.
—No. Mireya no estaba.
Marta asintió con la cabeza varias veces.
—¿Crees tú? —murmuró Germán.
—Seguramente es eso —afirmó Marta.
Ravinel no pudo contenerse.
—¡Hablad, maldita sea! ¿Qué sabéis vosotros…? ¿Fuisteis ayer a casa?
—¡Oh! —protestó Germán, ofendido—. ¡En el estado en que estoy!
—Sería mejor que se lo explicases —observó Marta, y desapareció silenciosamente en el dormitorio.
—¿Explicarme qué? —preguntó Ravinel—. ¿A qué viene todo este misterio?
—Cálmate —recomendó Germán—. Marta tiene razón… Es mejor que lo sepas… En realidad, hubiese debido advertírtelo cuando os casasteis. Sólo que pensé que el matrimonio precisamente lo arreglaría todo. El doctor había afirmado que…
—¡Germán! Desembucha y terminemos de una vez.
—Lamento causarte pena, mi pobre Fernando. Bueno, Mireya siente deseos de fugarse.
Marta, desde el fondo del dormitorio, vigilaba a Ravinel. Éste sentía su mirada, que lo espiaba. Completamente asombrado, repitió:
—¿Fugarse…? ¿Fugarse?
—Oh, no muy a menudo —dijo Germán—. Eso lo cogió hacia los catorce años.
—¿Y se iba con hombres?
—De ninguna manera. ¿Qué te figuras? Ya te he dicho que son fugas. ¿No sabes lo que es…? Mireya abandona bruscamente la casa. El médico nos explicó que se trataba de una perturbación del carácter. A lo que parece; es frecuente en el momento de la formación. Tomaba el tren o bien andaba hasta caer agotada… Cada vez era preciso avisar a la Policía.
—Lo que resultaba muy bonito para los vecinos —intervino Marta mientras sacudía una almohada.
Germán se encogió de hombros.
—En todas las familias hay alguna cosa. Incluso en las mejores… Después, la pobre pequeña lo sentía mucho… Pero era algo superior a ella. Cuando le daba eso, tenía que marcharse.
—¿Y qué? —dijo Ravinel.
—¿Y qué…? Tienes buenas ocurrencias, Fernando. Pues me da la impresión de que Mireya está sufriendo una crisis. Su ausencia de casa, su paso fugaz por aquí esta mañana… En todo caso, regresará dentro de pocos días, puedo asegurártelo.
—¡Pero eso es imposible! —estalló Ravinel.
Germán suspiró:
—He aquí lo que yo temía. No quiere creernos… Marta, no quiere creernos.
Marta alzó una mano, como para prestar juramento.
—Me pongo en su lugar. No es una noticia agradable. Yo, cuando he sabido que Mireya…, en fin… ¡Pobre pequeña!, no experimento nada contra ella… Sólo que si yo hubiese tenido voz y voto en el asunto, te habría advertido desde el primer día… Y aún, no puedes quejarte. No tenéis hijos. Hubieseis podido tener un rorro con el labio leporino.
—¡Marta!
—Sé lo que me digo. Una vez se lo pregunté al médico.
¡Otra vez el médico! Y las radiografías en una esquina de la mesa. El cuentagotas envuelto en su papel de seda. ¡Y Mireya que se fugaba a los catorce años! Ravinel se cogió la cabeza con ambas manos.
—¡Basta! —murmuró—. Vais a volverme loco.
—Así que he llegado me he dado cuenta de que las cosas no iban bien —proseguía Marta—. Yo no soy como Germán. Él nunca nota nada. Si hubiese estado antes aquí, yo en seguida habría visto que Mireya no se encontraba en su estado habitual.
Ravinel desmenuzaba su cigarrillo, que no formaba más que un montoncito negro y blanco encima de la mesa. Sentía tentaciones de coger a los esposos, de golpear una contra la otra sus cabezas falsamente conmiserativas. ¡Una fuga! Como si Mireya pudiese huir aún. Mireya, a quien él, con sus propias manos, había enrollado en la tela encerada. Era una confabulación. Estaban todos de acuerdo… Pero no… Germán era demasiado estúpido. Ya habría metido la pata.
—¿Cómo iba vestida?
—Aguarda… La he visto un poco a contraluz. Me parece que llevaba el abrigo gris con el cuello de piel. Sí, estoy seguro… Y el sombrero. En el primer momento he pensado que iba muy abrigada para este tiempo. Corre el peligro de pescar un constipado.
—¿Iba tal vez a coger el tren? —insinuó Marta.
—Oh, no. No me ha dado esa impresión, en absoluto. Cuanto más lo pienso, más me extraña no haberle notado un aire un poco raro. Antes, en el momento de sus crisis, se ponía nerviosa, crispada. Lloraba por cualquier tontería. En tanto que esta mañana parecía muy tranquila…
Y, como Ravinel contraía los puños, agregó:
—Es una buena muchacha, Fernando.
Marta removía las cacerolas detrás de su cuñado y repetía de vez en cuando:
—No te molestes… Puedo pasar muy bien.
Pero Ravinel debía cambiar incesantemente de sitio su silla, y cada movimiento le resultaba costoso de ejecutar. El reloj, un relojito absurdo sostenido por dos ninfas con los senos al aire, marcaba las diez y veinte. Luciana debía salir de Le Mans. La habitación se iluminaba poco a poco con una claridad triste que dejaba los rincones a oscuras y depositaba como un fino polvillo sobre las paredes, los muebles y los rostros.
—Ya sé lo que piensas —dijo Germán.
Ravinel tuvo un sobresalto.
—Crees que ella te engaña, ¿verdad?
¡Qué imbécil! No, seguramente no estaba fingiendo.
—Harías mal si te obcecaras con ideas así. Conozco bien a Mireya. Tal vez en ciertos momentos sea difícil de comprender, pero es honesta.
—¡Pobre Germán! —suspiró Marta, que mondaba patatas.
Y eso significaba claramente: «¡Pobre Germán! ¿Qué sabes tú de las mujeres?»
Germán se irguió.
—¿Mireya? ¡Vamos, vamos! No piensa más que en su casa y en sus labores. Basta verla.
—Está demasiado a menudo sola —murmuró Marta—. Oh, no es un reproche, Fernando. Tú te ves obligado a viajar, desde luego, mas para una mujer joven, imagino que no siempre resultará divertido. Me replicarás que nunca te alejas mucho. Es verdad. Pero la ausencia siempre es la ausencia.
—Yo, cuando estaba prisionero… —empezó Germán.
Era precisamente esa frase la que hubiese hecho falta evitar. Ahora, Germán, ya lanzado, iba a contar relatos veinte veces oídos. Ravinel ya no escuchaba. Tampoco reflexionaba. Se sumergió suavemente hasta el fondo de un ensueño algo doloroso. Se desdoblaba. Regresaba a Enghien, deambulaba por las habitaciones vacías. Si alguien se hubiese encontrado allí, en el mismo instante, sin duda pudiese podido ver flotar una silueta indecisa semejante a Ravinel. ¿Es que se conocen todos los misterios de la telepatía? ¡Germán afirmaba haberla visto! Pero todos los que han visto apariciones, y forman legión, han creído al principio que tenían ante ellos seres vivos y reales. Mireya, muerta, había preferido aparecerse a su hermano en el preciso instante en que éste, acababa de despertar, no era aún capaz de prestar una atención suficiente a lo que creía ver. Un caso clásico. Ravinel había leído muchos otros, todos parecidos, en la Revista Metafísica, a la que estaba suscrito antes de su matrimonio. Por otra parte, estas fugas demostraban que Mireya tenía cualidades de médium. Debía de ser extremadamente sensible a todas las sugestiones. ¡Incluso ahora! Tal vez bastaría pensar en ella con mucha intensidad, con mucho amor, para inducirla a que se materializase.
—¿Qué ha dicho ella exactamente? —preguntó Ravinel.
Germán estaba contando sus embrollos con los enfermeros del stalag. Se interrumpió, algo ofendido.
—¿Que qué ha dicho ella…? Oh, hazte cargo, no he anotado sus palabras… He sido más bien yo quien he hablado, puesto que Mireya quería saber lo de mi radiografía…
—¿Se ha quedado mucho rato?
—Unos minutos.
—Hubiese podido esperarme —gruñó Marta.
¡Precisamente! Si Marta hubiese estado en el apartamento, Mireya no se habría mostrado. También lo sobrenatural tiene su lógica.
—¿No se te ha ocurrido abrir la ventana, observar en qué dirección se marchaba?
—No. ¿Por qué tenía que hacerlo?
¡Lástima! Si Germán hubiese acechado la salida de Mireya, sin duda hubiese comprobado que su hermana no abandonaba el edificio… ¡Qué magnífica prueba!
—No te preocupes demasiado, amigo mío —recomendó Germán—. ¿Quieres un consejo…? Pues bien, regresa a «Villa Alegría». Tal vez ella esté ya allí esperándote… Y si está apenada, ya sabrás consolarla, ¿eh?
Trató de reír sonoramente, tosió, y Marta lo miró con severidad.
—Cuando era pequeña —dijo Ravinel—, ¿no fue nunca sonámbula?
Germán volvió a ponerse serio.
—Ella, no… Pero yo sí, alguna vez. No corría por los tejados al claro de luna, desde luego, aunque hablaba dormido, gesticulaba,… A veces me levantaba y me despertaba en un pasillo, en otra habitación. No sabía dónde estaba. Era necesario que me acostasen de nuevo y que me sujetasen las manos. No me atrevía a volverme a dormir.
—Cualquiera diría que eso te causa placer, Fernando —observó Marta con su voz más cáustica.
—Y ahora —prosiguió Ravinel—, ¿ya no sufres crisis?
—Dios no lo quiera… Bebe con nosotros, Fernando. No te invito a almorzar porque mi régimen es bastante especial…
—Es preciso que regrese a su casa —interrumpió Marta—. No puede dejar sola a su mujer.
Germán sacaba del aparador una botella y vasos minúsculos, con pie de plata.
—Ya sabes lo que te ha recomendado el médico —observó Marta.
—Oh, sólo una gota.
Ravinel hizo acopio de todo su valor.
—¿Y si Mireya no ha regresado esta noche? —preguntó—. ¿Qué os parece que debería hacer?
—Yo esperaría. ¿No crees tú, Marta? Al fin y al cabo, nada te obliga a salir de viaje mañana mismo. Tal vez de ello dependa tu felicidad, ¿sabes? Cuando ella regrese, si encuentra la casa vacía… Ponte en su lugar… Créeme, pide ocho días de permiso y haz averiguaciones discretas. Si verdaderamente está sufriendo una crisis, sin duda se ocultará en París. Antes, cuando huía, era siempre para ir a París. París la atraía, era formidable.
Ravinel, a su pesar, perdía pie, acababa por no saber si su mujer estaba muerta o viva. Brindaron.
—A la tuya, Germán.
—A la salud de Mireya.
—Por su pronto regreso —dijo Marta.
Ravinel se bebió de una vez el licor y se pasó la mano por encima de los ojos. No. No estaba saltando. El alcohol le calentaba la garganta. El reloj tocó las once. Seguía estando en el mismo lado de la frontera. Sabía lo que había visto con sus ojos, tocado con sus dedos… Por ejemplo, los morillos. Eso no se refuta fácilmente, unos morillos que pesan bastantes kilos.
—Y salúdala de parte nuestra.
—¿Qué…?
Era Marta, que lo acompañaba hasta la puerta. Él se había levantado sin darse cuenta.
—Y dale un beso de la mía —recomendaba Germán.
—Sí, sí.
Sentía deseos de gritarle: «Si está muerta, muerta… Lo sé bien, puesto que he sido yo quien la ha matado». Se contuvo, porque Marta se sentina demasiado dichosa…
—Adiós, Marta. No te molestes. Ya conozco el camino.
Ella lo escuchaba bajar, asomada a la barandilla de la escalera.
—¡Cuando sepas algo de nuevo, avísanos, Fernando!
Ravinel entra en la primera tasca, bebe dos vasos de aguardiente. El tiempo pasa. Da igual. Con un taxi, llegará a la hora. Lo que cuenta, lo primordial es meditar inmediatamente. «Veamos, yo, Ravinel, estoy en pie, ante un bar. No desvarío. Razono fríamente. Ya no tengo miedo. Ayer noche sí que lo tenía. Era presa de una especie de delirio. Pero ha pasado. ¡Bien! Examinemos los hechos con toda la calma posible… Mireya ha muerto. Estoy seguro de ello, porque lo estoy de Ravinel, porque no hay ni una sola laguna en mis recuerdos, porque he tocado su cadáver, porque en este momento estoy bebiendo un vaso de aguardiente y porque todo esto es la realidad… Mireya está viva. También de eso estoy seguro, porque con su propia mano ha escrito una carta que el cartero ha traído, porque Germán la ha visto. No hay motivo para poner en duda su afirmación. Sólo que, ¡ése es el problema! ¿Cómo puede estar a la vez viva y muerta…? Es preciso que esté medio viva y medio muerta… Es preciso que sea un fantasma. La lógica lo requiere así. No soy yo quien trata de tranquilizarse. Por otra parte, no es nada tranquilizador. Quizá se me aparezca pronto a mí. Yo acepto el hecho porque sé que es posible. Pero Luciana no lo aceptará. A causa de su formación universitaria. De su manera de razonar. ¿Entonces? ¿Qué vamos a decirnos?»
Bebe un tercer vaso de aguardiente porque tiene frío en su interior. Si no existiese Luciana…
Paga, busca una parada de taxis. Sólo faltaría que ahora no se encontrase con Luciana.
—¡A Montparnasse, aprisa!
Se reclina en el asiento, se abandona. Empieza a preguntarse si lo que pensaba hace un instante no es una divagación de su cerebro fatigado. Y empieza lentamente a convencerse de que se halla en una situación sin salida. De todos modos, es una presa fácil para la Policía. Se siente fatigado. Ayer hubiese querido ver a Mireya. Sentía que era posible. Ahora la teme. Adivina que va a atormentarlo. ¿Cómo podría ella haber olvidado…? ¿Por qué los muertos no han de recordar…? ¡Otra vez estos pensamientos…! Afortunadamente, el coche se detiene. Ravinel no espera el cambio. Se precipita. Tropieza con las personas, llega a los andenes. Una máquina eléctrica avanza con lentitud se detiene ante la topera y una marea de viajeros emana del tren, se esparce por los andenes. Ravinel se acerca al revisor.
—¿Es el tren de Nantes?
—Sí.
Una extraña impaciencia lo invade. Se pone de puntillas, casi se disloca el cuello, la distingue, Luciana, sobriamente vestida con un traje oscuro, tocada con una boina, tranquila en apariencia.
—¡Luciana!
Se estrechan la mano, sin duda por prudencia.
—Tienes una cara que da miedo, Fernando.
Fernando sonríe tristemente.
—Es que tengo miedo —contesta.