CAPITULO VI

Ravinel se despertó hacia las cinco, anquilosado, con el estómago pesado, el rostro abotargado, las manos húmedas. Pero cuando se planteó la pregunta: «¿Qué se ha hecho del cuerpo?», la respuesta llegó, inmediata, evidente: «El cuerpo ha volado». Y, por el momento, Ravinel se sintió algo tranquilizado. Se levantó, se lavó cuidadosamente con agua fría, se afeitó sin demasiado nerviosismo. ¡Lo habían robado, pardiez! Era grave, muy grave, pero, en fin, el peligro cambiaba de naturaleza. Con un ladrón es posible arreglarse. Basta con fijar el precio.

Las últimas brumas del sueño acababan de disiparse en su cabeza. Volvía a establecer contacto con el dormitorio, los muebles, la vida. Comprobaba sus piernas: se mostraban firmes. La casa lo rodeaba, familiar, amistosa, sin misterio. Veamos, con un poco de sangre fría, mucha casualidad sería que… ¡Lo habían robado, caramba…! ¡No había que darle vueltas! Pero a medida que examinaba esta idea más detenidamente, surgían las dudas, cada vez más numerosas. ¿Robar un cadáver? ¿Para qué? ¡Y qué riesgos para el ladrón! Conocía bien a sus vecinos inmediatos: a la derecha, según se sale, Bigaux, empleado de los ferrocarriles, cincuenta años, un tipejo sin ninguna personalidad. Su trabajo, su jardín, su partida de cartas. Nunca una palabra más alta que otra. ¡Bigaux escondiendo un cadáver! Era grotesco. Y su mujer tenía una úlcera de estómago. Se la hubiese podido ahogar con un cabello… A la izquierda, Poniatowski, contable en una fábrica de muebles, divorciado, casi siempre ausente. Incluso se susurraba que tenía intención de vender su casita… Por lo demás, ni Bigaux ni el contable hubiesen podido ser testigos de la escena del lavadero. ¿Era posible que descubriesen el cuerpo más tarde? Pero no había acceso al arroyuelo. A menos de cruzar los terrenos en barbecho o la pradera de enfrente. Además, ¿para qué apoderarse del cadáver, si se ignoraba el crimen…? Pues sólo existía un motivo que explicase el robo: el chantaje. Pero nadie estaba al corriente de la póliza de seguro. ¿Entonces? ¿Qué se puede sacar de un viajante de comercio? Todo el mundo sabe que Ravinel se gana honradamente la vida, sin más… Verdad es que ciertos chantajistas se conforman con poco. Una pequeña cantidad fija…, una renta. ¡A pesar de todo…! Sin hablar del valor necesario. Quién sabe si el primer venido es capaz de convertirse en ladrón de cadáveres. Ravinel, ciertamente, no hubiese tenido las agallas suficientes.

Barajaba todas estas hipótesis sin formar un razonamiento concreto, y el sentimiento de su impotencia lo abrumaba de nuevo. No, el cadáver no había sido robado. Y sin embargo ya no estaba allí. Por lo tanto, lo habían robado. Pero no existía razón alguna para que lo robasen. Ravinel sintió un dolorcillo en la sien izquierda y se frotó la frente. No podía en absoluto caer enfermo en un momento así. Pero ¿qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Daba vueltas por el dormitorio, mordiéndose los labios, apabullado por la soledad. Ni siquiera tuvo fuerzas para alisar el cubrecama, completamente arrugado, para vaciar el lavabo lleno, de agua grisácea, para recoger la botella olvidaba, que se contentó con empujar bajo un armario con la punta del pie. Cogió el revólver, bajó la escalera. ¿A dónde ir? ¿A quién dirigirse? Abrió la puerta. La noche empezaba a caer. Largas pinceladas rosadas se extendían por el cielo y un avión zumbaba a lo lejos. Un crepúsculo vulgar y solemne, que hinchaba el corazón de pena, de rencor, de remordimientos. Un crepúsculo como el de su primer encuentro con Mireya, en el mundo de los Grands-Augustins, muy cerca de la plaza Saint-Michel. Él hurgaba en el puesto de un librero. Ella estaba allí hojeando un volumen… Las luces se encendían alrededor de ellos y podía oírse el silbato del urbano, ante el puente. ¡Qué estupidez recordar aquellas cosas! ¡Hacen daño!

Ravinel anduvo hacia el lavadero. El arroyuelo espumaba un poco, bajo el rebosadero, removiendo reflejos rojizos. Una cabra baló en el prado, en la otra orilla; la cabra del cartero. Ravinel experimentó una pequeña sacudida. La cabra del cartero… Cada mañana, la pequeña la traía, la ataba a una estaca mediante una larga cuerda. Todas las noches volvía a recogerla. ¿Y si…?

El cartero era viudo. No tenía ningún otro hijo. La pequeña se llamaba Enriqueta. En general, se quedaba en la casa, porque era un poco atrasada mental. Se cuidaba de la cocina, de la limpieza. Se las arreglaba bien para sus doce años.

—Quisiera un informe, señorita.

Nadie la llamaba señorita. Intimidada, no se atrevía a hacer entrar a Ravinel, y él, incómodo, trataba de sosegar su respiración, porque había corrido, y no sabía por dónde empezar.

—¿Ha sido usted quien ha llevado la cabra al prado esta mañana?

La pequeña se ruborizó, inmediatamente alarmada.

—¿Qué ha hecho?

—Vivo enfrente… «Villa Alegría»… El pequeño lavadero me pertenece.

Como ella bizqueaba un poco, Ravinel le miraba ambos ojos sucesivamente, tratando de adivinar una posible mentira.

—Mi mujer había dejado unos pañuelos para que se secasen… Una ráfaga de aire ha debido llevárselos…

Era un pretexto absurdo, ridículo, pero estaba demasiado agotado para mostrarse sutil.

—Esta mañana… ¿No ha visto nada que flotase delante del lavadero?

La niña tenía una carita larga y estrecha, entre dos trenzas rígidas, y los dientes le asomaban, pese a que tenía la boca cerrada. Ravinel sentía vagamente que había algo patético en aquel encuentro.

—Usted ata su cabra muy cerca del arroyuelo. ¿Nunca se le ha ocurrido mirar hacia el lavadero?

—Sí.

—Pues bien, trate de acordarse. Esta mañana…

—No… No he visto nada.

—¿A qué hora ha ido usted al prado?

—No lo sé.

Del fondo del pasillo llegó una especie de chisporroteo. Ella se puso más colorada y retorció su delantal.

—Es la sopa —aclaró la pequeña—. ¿Puedo ir a ver?

—Desde luego… Dése prisa…

Ella salió corriendo, y Ravinel penetró en el pasillo para hurtarse a las miradas de los Vecinos. Distinguía un rincón de la cocina y unas servilletas extendidas en una cuerda. Más le valdría marcharse. No era nada bonito interrogar así a aquella chiquilla.

—Era la sopa —confirmó Enriqueta—. Se ha escapado.

—¿Mucho?

—No. Un poco… Tal vez papá no lo note.

Las aletas de su nariz se habían contraído. Tenía pequeñas pecas alrededor de aquélla, como Mireya.

—¿La riñe? —preguntó Ravinel.

Inmediatamente lamentó haber dicho aquello, comprendiendo que la pequeña, no obstante sus doce años, debía tener una experiencia de vieja.

—¿A qué hora se levanta usted?

Ella fruncía el ceño, se estiraba las trenzas. Tal vez buscaba las palabras.

—Cuando se levanta, ¿es todavía de noche?

—Sí.

—¿Y va en seguida a llevar la cabra?

—Sí.

—¿No se pasea un poco por el prado?

—No.

—¿Por qué?

La muchachita se secó los labios con el dorso de la mano y balbució algo mientras volvía la cabeza.

—¿Eh?

—Tengo miedo.

A los doce años, él también tenía miedo cuando se dirigía a la escuela. La húmeda oscuridad, el barrillo, las calles estrechas y obstruidas por los cubos de la basura… Siempre tenía la impresión de que alguien andaba detrás de él. Entonces, si hubiese debido llevar una cabra a un prado… Contemplaba la vieja carita, ya corroída por los escrúpulos y el temor. Veía de repente al pequeño Ravinel, aquel desconocido del que nadie le había hablado nunca, en el que no le gustaba pensar, pero que siempre lo acompañaba, como un testigo, y no encontraba nada más que decir. Si él hubiese visto flotar algo sobre el agua…

Imposible saberlo. Era como un secreto entre ellos.

—¿No había nadie en el prado?

—No… No lo creo.

—Y en el lavadero… ¿Ha visto a alguien?

—No.

Encontró en su bolsillo una moneda de diez francos y abrió la mano de la pequeña.

—Para usted.

—Él me la quitará.

—No. Ya encontrará algún lugar donde esconderla.

La niña sacudió pensativamente la cabeza, luego cerró los dedos sin convicción.

—Ya volveré a verla —prometió Ravinel.

Era preciso despedirse con una frase de confianza, con una impresión de optimismo, hacer como si no existiese la cabra ni el lavadero. Ravinel salió, tropezó con el cartero, un hombrecillo seco que llevaba una cartera por delante, como una mujer encinta.

—Buenos días, señor… ¿Deseaba verme? —dijo el cartero—. Supongo que es por el sobre.

—No. Es…, espero una carta certificada… ¿Ha traído un sobre?

El otro le observaba por debajo de la rota visera de su gorra.

—Sí. He llamado, pero nadie me ha abierto. Entonces lo he dejado en el buzón. ¿Está ausente la patrona?

—Ha ido a París.

Nada le obligaba a responder, pero ahora se sentía humilde. Debía reconciliarse con demasiadas personas.

—¡Hasta la vista! —se despidió el cartero, quien entró y cerró de un portazo.

¿Un certificado? Sin duda no procedía de Blache y Lehuédé, pues había estado allí hacía poco. ¿De Germán, acaso? Muy poco probable. A menos que el certificado viniese dirigido a Mireya.

Ravinel regresaba a su casa siguiendo las calles iluminadas. De repente se había puesto a hacer frío, y los pensamientos circulaban más aprisa en su cabeza. La hija del cartero no había visto nada, o si había distinguido algo no lo había entendido, y si incluso lo había entendido, se callaría. Todo el mundo conocía a Mireya. Si alguien hubiese descubierto su cuerpo, sin duda alguna lo habrían avisado.

Pero estaba el mensaje certificado. Tal vez era el ladrón quien escribía para dictar sus condiciones.

El sobre estaba en el buzón, caído de través. Ravinel fue a examinarlo bajo la lámpara de la cocina. Señor Fernando Ravinel. ¡Aquella escritura…! Cerró los ojos, contó hasta diez, pensó que tal vez estaba enfermo, muy enfermo. Volvió u abrir los ojos, los fijó en la dirección. Alteraciones de la memoria…, de la personalidad. Antaño había aprendido esto en filosofía, en el viejo libro de Malapert… Las personalidades alternativas, la esquizofrenia… No, era la escritura de Mireya. ¡Válgame Dios! ¡No podía ser su escritura!

El sobre estaba cuidadosamente pegado. Ravinel buscó en el cajón del aparador, extrajo el cuchillo de trinchar. Lo sujetaba como un arma mientras se acercaba a la mesa sobre la que descansaba el sobre malva, entre los reflejos del linóleo. La punta del cuchillo buscó vanamente una grieta. Entonces Ravinel destripó la carta, con un ademán salvaje, la leyó una vez, de un tirón, sin entenderlo:

Cariño:
Me veo obligada a ausentarme por dos o tres días. Pero no te inquietes. No es nada grave. Ya te explicaré. Encontrarás provisiones en el armario de la bodega. Termina el tarro de mermelada empezado antes de abrir otro, y no te olvides de cerrar bien la espita del gas cuando ya no necesites el fogón. Siempre se te olvida. ¡Hasta pronto!
Recibe un fuerte abrazo de tu

Mireya.

Ravinel volvió a leer, más lentamente, luego empezó de nuevo. Un error postal. Mireya había debido ausentarse a principios de la semana. Buscó el matasellos en el sobre. Parts 7 de noviembre, 16 horas. El 7 de noviembre era… ¡Es hoy! Pardiez. ¿Por qué no? Mireya estaba en París, con toda evidencia. ¡Era bien lógico! Algo se anudó en su garganta. Reía, reía como quien vomita. Las lágrimas le oscurecían la mirada y de repente, con toda su fuerza, lanzó el cuchillo a través de la cocina. La hoja se hundió profundamente en la puerta, vibrante como una flecha, y Ravinel permaneció atónito, con la boca abierta, el rostro torcido; luego el suelo pareció alzarse, su cabeza golpeó contra él y permaneció inmóvil, entre la mesa y el fogón, con una saliva espesa en la comisura de los labios.

Su primer pensamiento, al cabo de un espacio de tiempo probablemente muy largo, fue que iba a morir. Reflexionando, le pareció incluso que debía estar muerto. Emergía poco a poco de una especie de fatiga confusa, flotaba; era ligero, como desprovisto de densidad. Se dividía como una mezcla de aceite y de agua que se separa en dos capas. En una parte de sí mismo experimentaba una liberación, un alivio infinito, y en la otra se sentía aún pesado, caótico, espeso, pegajoso. Un pequeño esfuerzo; iba a horadar una delgada pared, abrió los ojos en otro sitio. Pero sus ojos ya no le pertenecían. Había una transmisión que no llegaba a funcionar. Y luego, de repente, tuvo conciencia de una extensión incolora. El limbo. Por fin estaba liberado. Se encontraba intacto; su cerebro no estaba bien despejado… Se asemejaba a una materia muy fluida que puede adoptar cualquier forma… Un alma… Se había convertido en un alma… Podría empezar de nuevo… ¿Empezar qué? La pregunta no tenía de momento ninguna importancia. Lo esencial era vigilar aquella blancura, impregnarse de ella, sentirse luminoso, como un agua animada hasta el fondo por un reflejo. Ser agua, agua pura. La blancura, allí delante, se teñía de dorado. No era un espacio cualquiera. Comprendía zonas más sombrías y, sobre todo, una gran playa opaca de donde llegaba un ruido regular, mecánico, tal vez el ruido de la vida anterior. Algo se movió en medio de la blancura, un punto negro, giratorio. Bastaba con una palabra para saber. Una sola palabra y la frontera sería franqueada definitivamente. El sentimiento de esta gran paz cesaría de ser precario. Se trocaría en una alegría tranquila, algo melancólica. La palabra se formaba en alguna parte. Nacía muy lejos. Acudía durmiendo. Disimulaba una amenaza que iba a estallar: ¡mosca! Mosca. Era una mosca. En el techo había una mosca… La gran mancha negra del rincón era el aparador. Todo volvía a empezar en el silencio y el frío.

«Palpo el mosaico a mi alrededor. Estoy helado. Estoy tendido. Soy Ravinel. Hay una carta encima de la mesa…»

Sobre todo, no comprenderlo. No interrogarse. Mantener todo el tiempo posible esta especie de indiferencia desesperada. Es difícil. Es agotador. Pero no hay que pensar. Hay que contentarse con mover un músculo después del otro… Los músculos obedecen bien. Los brazos se alzan si uno lo desea. Los dedos se doblan. Los ojos miran objetos agradables de ver. Uno desearía deletrear estos objetos: E-l f-o-g-ó-n… El m-o-s-a-i-c-o… Eso no miente. En tanto que sobre la mesa, ese papel malva, ese sobre abierto… ¡Peligro! Hay que pasar bien apartado, arrimado a la pared, abrir la puerta a tientas, cerrarla de un solo impulso, aherrojarla, una vuelta, dos vueltas. Ahora uno ya no sabe lo que ocurre detrás de esta puerta. Más vale no saberlo. Tal vez vería cómo las palabras de la carta se hinchan, se separan, se dividen en trozos que, colocados unos detrás de otros, formarían una silueta terrible.

Al llegar al extremo de la calle, Ravinel se vuelve. Allí abajo, la casa parece habitada, a causa de las luces que han quedado encendidas. A menudo, por la noche, veía pasar detrás de las persianas la sombra de Mireya cuando él regresaba. Pero ahora está demasiado lejos. Incluso si la sombra pasa, no podrá verla. Se dirige a la estación. Lleva la cabeza descubierta. Se bebe dos cervezas en el café vecino. Víctor, el camarero del mostrador, está muy ocupado; de lo contrario, sin duda, entablaría una conversación. Guiña un ojo, sonríe. ¿Cómo explicar que una cerveza tan fresca pueda quemar el pecho como si fuera alcohol? ¿Huir? Eso ya no significaba nada. Otra carta malva puede llegar a la comisaría de Policía y descubrir el crimen. Mireya puede quejarse de haber sido asesinada. ¡Alto! ¡Pensamiento prohibido! Hay mucha gente en el andén. Los colores dañan la vista. La señal roja es demasiado roja y la señal verde es dulzona como un jarabe. Los diarios del quiosco huelen a tinta fresca. La propia gente se pone a exhalar un olor de bestia salvaje y el tren apesta como el Metro. ¡Ya está! Aquello debía terminar de esa manera. Un día u otro, fatalmente, debía percibir lo que permanece oculto a los demás. Los vivos, los muertos, son siempre la misma gente. Porque nuestros sentidos son groseros, imaginamos corrientemente que los muertos están en otra parte, creemos que hay dos mundos. ¡En absoluto! Están ahí, invisibles, mezclados a nuestra vida, prosiguiendo sus pequeñas tareas. No te olvides de cerrar bien la espita del gas. Hablan con su boca de sombras; escriben con sus manos de humo. Todo eso no es perceptible para las gentes distraídas, pero se hace evidente en ciertas ocasiones. Basta sin duda con no haber nacido del todo, no haberse sumergido por completo en la vida ruidosa, colorida, en la tempestad de sonidos, de colores, de formas… Esta carta no es más que el principio de una iniciación. ¿Por qué asustarse?

—Los billetes, por favor.

El revisor. Es rubicundo, con dos pliegues en la nuca. Aparta los viajeros con un ademán impaciente. No sospecha que aparta también una muchedumbre de sombras mezcladas con los vivos. No todo el mundo puede vivir bien limitado. Ahora Mireya no tardará en mostrarse. Esa carta es una advertencia. No ha querido venir por sí misma. Se ha ausentado dos o tres días, por una especie de discreción. Me veo obligada a ausentarme; la argucia es infantil. No es nada grave. Ya te explicaré. La muerte no es nada grave, en suma, la vida sin el frío, sin la preocupación, sin la angustia de estar en una situación falsa. ¡Mireya no es desdichada! Ella explicará todo esto. ¡Oh! No tendrá que explicar muchas cosas. Ravinel lo sabe. De la misma manera que, repentinamente, comprende bien su pasado. Los otros, padre, madre, amigos, siempre han intentado ligarlo, enraizarlo, distraerlo de lo esencial. Exámenes, ofició, otras tantas trampas. Incluso Luciana no comprende. ¡El dinero, el dinero! No piensa más que en eso. Como si el dinero no fuese el principio de la pesadez. ¿No ha sido ella quien ha hablado en primer lugar de Antibes?

Si hubiese sol, mucho sol, todo cambiaría. Mireya no se manifestaría más. ¿No son las estrellas borradas por la luz? Y sin embargo, las estrellas siguen existiendo. ¡Antibes! La única manera de matar a Mireya. Es decir, de borrarla. Luciana sabía bien lo que se hacía. Pero ahora él ha comprendido y ya no siente deseos de huir, de evadirse hacia la luminosidad del Sur. Un miedo atroz que sólo espera una ocasión favorable para saltar. Será difícil acostumbrarse. Tal vez será preciso pensar, sin estremecerse, en la bañera, en Mireya muerta, rígida, fría, con los cabellos pegados por el agua.

Los rieles se anudan y desanudan a toda velocidad a lo largo del tren. Convoyes, estaciones, puentes, almacenes, desaparecen rápidamente. El vagón se balancea suavemente, iluminado por lámparas azuladas. Uno tiene la sensación de que ha emprendido un viaje muy largo. De hecho, uno ha salido hace mucho tiempo y no llegará a ninguna parte, puesto que desembocará entre los vivos.

Llueve. Las humaredas de las locomotoras se abaten, se esparcen, y los faquines entorpecen el paso. Hombres y mujeres corren, se hacen signos, se reúnen, se abrazan. Recibe un fuerte abrazo de tu Mireya. Pero Mireya aún no puede estar ahí. Su hora no ha llegado. El departamento de teléfonos.

—¡Quisiera hablar con Nantes!

En las paredes hay infinitos borrones, números, dibujos obscenos.

—¿Oiga? ¿Nantes…? El hospital… La doctora Luciana Mogard.

Alrededor de la cabina no se oye más que el rumor de la muchedumbre, como el de un río que se divide ante el pilar de un puente.

—¿Oiga…? ¿Eres tú…? Ella me ha escrito. Regresará dentro de algunos días… ¡Pues Mireya! Es Mireya quien me ha escrito… Un sobre… Te afirmo que es ella… No, no. Estoy completamente cuerdo… No trato en absoluto de atormentarte, pero prefiero que lo sepas… Sí, me doy cuenta. Pero yo empiezo a comprender bastantes cosas… ¡Oh! Sería demasiado largo de explicar… ¿Lo que voy a hacer? ¿Acaso por ventura lo sé…? Sí, entendido. ¡Hasta mañana!

¡Pobre Luciana! Esta necesidad de querer siempre razonar… Ya lo comprobará, como ha hecho él… Tocará el misterio con la mano. Verá la carta.

Pero ¿podrá ver la carta? Evidentemente, puesto que el cartero la ha traído, que un empleado de correos la ha sellado, que otro empleado la ha recogido de un buzón. La carta es bien real. Es sólo su significado lo que no está adaptado al entendimiento de cualquiera. Es necesario saber pensar en los dos mundos a la vez.

El bulevar de Denain. Los dardos luminosos de la lluvia. El rebaño reluciente de los autos. La ronda de las apariencias. Los cafés son como grandes cuevas rutilantes, de profundidades multiplicadas hasta el infinito mediante espejos invisibles. La frontera pasa por aquí, separando las imágenes y los reflejos sin que nadie preste atención.

La noche llena el bulevar como un líquido agitado por remolinos, como un agua fangosa que transporta mezclados los olores, las luces y los hombres. ¡Vamos! Sé franco. Has soñado innumerables veces que eres un ahogado perdido en el fondo de estas grandes fosas que son las calles. O bien eras un pez y te divertías en topar con la nariz contra las vitrinas, en contemplar estas nasas que las iglesias, colocadas en plena corriente, estos herbarios que las plazas, donde las formas se buscan, se persiguen, se devoran entre las redes de sombras. Si has aceptado la idea de la bañera, es a causa del agua, ¿no es cierto? De esa superficie brillante y lisa por debajo de la cual ocurre algo que te da vértigo. Has querido que Mireya participe en el juego. Y ahora te sientes a tu vez tentado.

¿Es que quizá la envidias?

Ravinel ha caminado al azar, mucho rato, mucho. Y helo aquí que llega al borde del Sena. Bordea un parapeto de piedra que se alza casi hasta su hombro. Más adelante hay un puente, un gran arco que abriga un hormiguero de reflejos grasientos. La ciudad parece abandonada. Sopla un viento persistente que huele a exclusa y abrevadero. Mireya está ahí, en algún sitio, mezclada con la noche. Los dos existen, cada uno sumergido en un elemento distinto, e incapaces de reunirse. Viven en planos cuyas características difieren. Pero las interferencias son posibles, los cruces, las señales que intercambian, como los pasajeros de los barcos que se alejan.

¡Mireya!

Pronuncia la palabra suavemente. No puede dejarlo para más tarde. Tiene necesidad de huir a su vez, de romper el espejo.