Ravinel bajó lentamente la escalinata de la estación de Montparnasse, compró un paquete de tabaco a la entrada del vestíbulo y se dirigió a casa Dupont. En casa Dupont todo es bueno. El letrero luminoso tenía un color rosado anémico en la humedad del alba. A través de los amplios cristales se distinguía una hilera de espaldas junto al bar, y una enorme cafetera, con volantes, manecillas y cuadrantes que un camarero pulía mientras bostezaba. Ravinel se sentó detrás de una puerta, se puso cómodo. ¿Cuántas veces, a aquella misma hora se había detenido de igual manera? Daba un rodeo por París para no llegar demasiado temprano, para no despertar a Mireya. Una mañana semejante a las otras…
—Un café… y tres croissants.
Es muy sencillo: él era como un convaleciente. Tenía conciencia de sus costillas, de sus codos, de sus rodillas, de cada uno de sus músculos.
Al menor movimiento, una ola de fatiga lo recorría. Había en su cabeza una sustancia ardiente que latía, que le oprimía los ojos, que resecaba la piel de su rostro y la tensaba dolorosamente sobre los pómulos y las mandíbulas. Poco le hubiese costado dormirse en aquella silla, en la ruidosa tibieza del café. Y sin embargo, lo más difícil quedaba por hacer. Le era preciso descubrir el cadáver. Pero tenía tanto sueño… Todo el mundo se lo imaginaría abatido por el dolor. En un sentido, su agotamiento le serviría.
Echó dinero sobre la mesa, mojó un croissant. Encontró que el café tenía gusto a bilis. Reflexionando, el incidente del gendarme perdía toda su importancia, incluso si el hombre recordaba la presencia de una mujer en el vehículo. Tal mujer era una desconocida que hacía autostop. La había encontrado a la salida de Angers. Se había apeado en Versalles. Ninguna relación con la muerte de Mireya… Y luego, ¿quién pensaría en investigar acerca de su viaje de regreso? Admitiendo incluso que se sospechase de él por un momento, lo único que tratarían de comprobar sería su coartada. Ravinel no había abandonado la región de Nantes. Treinta testigos lo afirmarían. Podría comprobarse su empleo del tiempo hora por hora, o casi. Ni un fallo. El miércoles, cuatro —pues la autopsia permitiría precisar la fecha, ya que no la hora precisa de la muerte—, ¿el miércoles, cuatro…? ¡Aguarden! Pasé la velada en la «Cervecería de la Fosse». Estuve allí hasta después de medianoche. Interroguen a Fermín, el camarero, seguramente lo recordará. Y el cinco por la mañana charlé con… Pero ¿por qué remover de nuevo todos esos pensamientos? Luciana se lo había vuelto a repetir antes de subir al tren. La versión del accidente se impondrá. Un vahído, la caída en el arroyuelo, la asfixia inmediata… Esto ocurre todos los días. Evidentemente, Mireya llevaba vestidos de calle. Así, pues, ¿qué había ido a hacer al lavadero? Unas prendas que debía de haber olvidado, o un pedazo de jabón. Por lo demás, nadie se haría tales preguntas. Y si alguien prefiere el suicidio, a su gusto. Ya han transcurrido los dos años, estos dos años antes de los cuales la compañía de seguros no acepta…
Las siete menos diez. ¡En pie! Debía irse. Ravinel no pudo resolverse á comer el último croissant. Los otros dos formaban aún en su boca una pasta grasienta, repugnante, que no conseguía tragar. Vaciló al borde de la acera. Los autobuses y los taxis circulaban en todos los sentidos. Una muchedumbre de empleados, de habitantes de los arrabales, salía corriendo de la estación. Ruido de neumáticos, ruido de pies. Un día cubierto, grisáceo, enfermizo. Toda la desolación de París al amanecer. ¡En marcha! Debía irse.
La camioneta se hallaba aparcada muy cerca de las taquillas de la estación. En una especie de escaparate había un gran mapa de Francia semejante a una mano abierta con líneas de arriba abajo. París-Burdeos, París-Toulouse, París-Niza… Líneas de suerte, líneas de vida. ¡La fortuna! ¡El destino! Ravinel salió en marcha atrás. Habría que avisar a la compañía lo antes posible. Enviar un telegrama a Germán. Habría que arreglar la cuestión del funeral. Mireya hubiese deseado algo digno y la ceremonia en la iglesia, sin duda alguna… Ravinel conducía como un autómata. Se sabía de memoria las calles, los bulevares…, y la circulación no era aún muy abundante… Mireya no era creyente, pero de todos modos iba a misa. De preferencia, a la misa mayor, a causa de los órganos, del canto, del vestuario de los feligreses. Y nunca se dejaba escapar un sermón del padre Riquet, por la radio, durante la cuaresma. No siempre comprendía, pero sí que el orador hablaba bien. Y además, ¡un deportado…! La puerta de Clignancourt. Algo rosado trataba de horadar el cielo… ¿Y si el alma existiese, sin embargo? Dicen que los muertos nos ven. Quizá Mireya lo estaba viendo en aquel mismo momento. Entonces, sabría que él no había actuado por maldad. ¡Ridículo…! Y ninguna prenda negra que ponerse. Tendría que correr a la tintorería, pedirle a una vecina que le cosiese un brazal. En cuanto a Luciana, aguardaría muy tranquila en Nantes. ¡No era justo!
Ravinel dejó de pensar porque ante él había un viejo «Peugeot» que rehusaba dejarse adelantar. Por último lo pasó, un poco antes de Epinay, pero aminoró la marcha inmediatamente. «¡Veamos! Llego de Nantes. Ignoro que mi mujer ha muerto». Eso era lo más difícil. Ignoro…
Enghien. Se detuvo ante un estanco.
—Buenos días, Morin.
—Buenos días, señor Ravinel… ¡Va usted más bien retrasado! Tengo la impresión de que, por lo general, le veo pasar más pronto.
—Es la niebla que me ha entretenido. ¡Una niebla condenada! Sobre todo hacia Angers.
—¡Si yo tuviese necesidad de conducir toda una noche…!
—Es una sencilla cuestión de entrenamiento. Deme cerillas… ¿Nada nuevo por aquí?
—No, nada… ¿Qué quiere usted que ocurra de nuevo en este lugar?
Ravinel salió. Ya no podía retrasarse más. Si por lo menos no estuviese solo, ¡cuánto más sencillo y menos temible parecería todo! Y luego, sería magnífico que alguien confirmase… ¡Ah! ¡Caramba! El tío Goutre. ¡Vaya oportunidad!
—¿Cómo está usted, señor Ravinel?
—Voy tirando… Me alegro mucho de encontrarle. Precisamente deseaba verle.
—¿En qué puedo servirle?
—Mi cobertizo apenas se aguanta. Uno de estos días nos caerá encima. Como dice mi mujer: «Deberías hablar con el tío Goutre».
—¡Ah! El pequeño lavadero del fondo.
—Sí. ¿Dispone de un minuto…? ¡Vamos! Nos tomaremos un vasito para empezar bien el día.
—Es que… tengo qué ir al taller.
—Un moscatel de «Basse-Goulaine». Comprado directamente al propietario. Ya verá usted lo que es bueno.
Goutre se dejó meter en el auto.
—Sólo un minuto, ¿eh? Tailhade me espera.
Recorrieron en silencio algunos centenares de metros, entre lujosos hotelitos. Ravinel frenó ante la verja adornada con un rótulo esmaltado: «Villa Alegría». Tocó prolongadamente la bocina.
—No, no. No se apee. Mi mujer nos abrirá.
—Tal vez no esté levantada todavía —dijo Goutre.
—¿A esta hora? Usted bromea. Y sobre todo en sábado.
Trató de sonreír y oprimió de nuevo la bocina.
—Las persianas están aún cerradas —observó Goutre.
Ravinel salió de la camioneta y llamó:
—¡Mireya!
Goutre, a su vez, se apeó.
—Tal vez esté ya en el mercado.
—Me sorprendería. Tanto más cuanto que le he anunciado mi regreso. Siempre que puedo se lo advierto.
Ravinel abrió. Las nubes se desflecaban, descubriendo el azul del cielo a través de agujeros cambiantes.
—El veranillo de San Martín —comentó Goutre. Y agregó—: Su reja se está estropeando, señor Ravinel. Necesitaría una buena mano de minio.
Por el buzón asomaba a medias un diario. Ravinel lo sacó, arrastrando con él una tarjeta postal, una de cuyas esquinas se había metido entre la faja y el periódico.
—Mi tarjeta —murmuró—. Mireya no está. Ha debido de ir a casa de su hermano. Con tal de que no le haya ocurrido nada a Germán… Desde la guerra, siempre está algo delicado.
Se dirigió hacia la casa.
—Voy a desabrigarme y en seguida le alcanzo. Ya conoce usted el camino.
La casa olía a cerrado. A humedad. Ravinel encendió la lámpara del pasillo, una lámpara provista de una pantalla de seda rosa, con colgaduras. Mireya la había confeccionado ella misma de acuerdo con un modelo encontrado en «Modas y Pasatiempos». Goutre permanecía plantado ante la puerta.
—¡Camine! ¡Camine! —exclamó Ravinel—. En seguida estoy con usted.
Se entretenía en la cocina, dejaba que Goutre se adelantase, y el otro, desde lejos, decía:
—Tiene unas escarolas preciosas. Ha sido usted muy afortunado.
Ravinel salió, dejando la puerta abierta. Encendió un cigarrillo para dominar sus nervios. Goutre llegaba al lavadero. Entró y Ravinel se detuvo en mitad del camino, incapaz de dar otro paso, incapaz incluso de respirar, mientras un poco de humo le salía por la nariz.
—¡Oh! ¡Señor Ravinel!
Goutre lo llamaba, y Ravinel ordenaba inútilmente a sus piernas que se pusieran en marcha. ¿Sería preciso gritar, llorar? ¿O bien agarrarse a Goutre, como un hombre abrumado? Goutre compareció en la entrada del lavadero.
—Oiga, ¿ha visto usted?
Ravinel se dio cuenta de que estaba corriendo.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
—¡Oh! No vale la pena poner esa cara. Es reparable. ¡Mire!
Señalaba un punto del maderamen y, con el extremo de su metro plegable, hurgaba en él.
—¡Podrida! Completamente podrida. Esa viga ha de cambiarse en toda su longitud.
Ravinel, de espaldas al arroyuelo, no se atrevía a volverse.
—Sí, sí… Ya veo… Completamente… podrida…
Tartamudeaba.
—Hay también… la tabla… junto al agua…
Goutre dio media vuelta, y Ravinel cesó de ver la viga. Todo el conjunto, con sus macizos pilares, se puso a girar como una rueda, lentamente, de una manera mareante. «Voy a desvanecerme», pensó.
—El cemento es bueno —observaba Goutre con su voz más natural—. La tabla evidentemente… ¿Qué quiere usted? ¡Todo se gasta!
«¡El muy imbécil!» Al precio de un esfuerzo agotador, Ravinel miró decididamente y soltó su cigarrillo. El arroyuelo se remansaba ante el lavadero. Se distinguían claramente los guijarros del fondo, un arco de barril, oxidado, delgadas hierbas estiradas y el borde del rebosadero, donde el agua se llenaba de luz antes de derramarse. Goutre palpaba la tabla, se enderezaba, dirigía una mirada circular al lavadero, y Ravinel miraba.
—Un momento, tío Goutre. Bajo a la bodega.
Maldito fuese, tendría al cabo su moscatel, y a continuación se largaría, o de lo contrario… Ravinel apretaba los puños. Un trastorno indescriptible lo sacudía, como un espasmo. A la puerta de la bodega, se detuvo. ¡La bodega…! Pero ¿por qué tenía que encontrar a Mireya en la bodega? ¿A qué venía ese estúpido terror? Encendió la luz. La bodega estaba desierta, desde luego. Sin embargo, Ravinel no se entretuvo. Cogió una botella y volvió a subir precipitadamente. No podía evitar el hacer ruido, golpeando las puertas del aparador al coger los vasos, tropezando en el borde de la mesa con la botella. Sus movimientos carecían de seguridad. Estuvo a punto de romper el gollete al quitar el tapón.
—Sirva usted, tío Goutre. Mis manos tiemblan… Ocho horas de coche…
—Sería una lástima desperdiciarlo —convino Goutre con la mirada brillante.
Llenó lentamente los dos vasos, como un experto, y se levantó para hacer honor al moscatel.
—A su salud, señor Ravinel. Y a la de su esposa… Espero que su cuñado no esté enfermo. Aunque con esta humedad… A mí me ataca en la pierna.
Ravinel vació de golpe su vaso, volvió a llenarlo, lo vació, dos veces, tres veces.
—Vaya —dijo Goutre—, buen provecho. Se ve que está usted acostumbrado.
—Cuando siento mucha fatiga, esto me reanima.
—Oh, esto —convino Goutre—. Esto reanimaría a un muerto.
Ravinel se agarró a la mesa. En aquel momento la cabeza le daba vueltas en serio.
—Tío Goutre, discúlpeme, pero es preciso…
Tengo el tiempo justo… No me aburro con usted, pero ya sabe lo que ocurre…
Goutre se encasquetó la gorra.
—¡Bien, bien! Me marcho. Por otra parte, en el taller me esperan para empezar.
Inclinó la botella para leer la etiqueta: Moscatel superior Basse-Goulaine.
—Felicite usted a quien ha recolectado este vinillo, señor Ravinel. No es un ignorante, puede usted creerme.
En el umbral hubo aún otro intercambio de saludos; luego Ravinel cerró la puerta, dio la vuelta a la llave, se arrastró hasta la cocina y vació el resto del vino. «¡Imposible!», murmuraba. Estaba perfectamente lúcido, pero lúcido como un hombre dormido: ve una puerta, la toca, sabe que existe y sin embargo pasa a través de ella, siente que pasa por ella, experimenta en el interior del cuerpo la dureza de las fibras de la madera y encuentra eso completamente natural. El reloj, sobre la chimenea, seguía con su tictac, recordándole el ruido de otro reloj allá en el comedor de Nantes.
—¡Imposible!
Ravinel se enderezó, entró en el comedor. El bolso de Mireya continuaba allí. Y tampoco se habían movido del recibidor el abrigo ni el sombrero. Seguían colgando del perchero. Subió al primer piso. La casita estaba vacía, rigurosa, totalmente vacía y silenciosa. Entonces Ravinel notó que empuñaba la botella vacía por el gollete como si fuese una maza. Estaba asustado hasta el tuétano. Dejó la botella en el suelo, suavemente, como si el menor ruido estuviese prohibido a partir de entonces. Abrió su escritorio, evitando los chirridos. El revólver seguía allí, envuelto en un trapo grasiento. Lo secó, tiró de la culata para meter una bala en la recámara. Se oyó un clic y Ravinel dio media vuelta. Fue algo superior a sus fuerzas. ¿Qué iba a imaginar? Y aquel revólver, ¿para qué serviría? ¿Es que puede matarse a tiros a un resucitado? Suspiró y deslizó el arma en el bolsillo del pantalón. Era tal vez ridículo, pero se sentía un poco tranquilizado. Se sentó en el borde de la cama, con las manos cruzadas entre las rodillas. ¿Por dónde empezar? El cuerpo de Mireya no estaba ya en el arroyuelo. Eso era todo. La evidencia del hecho empezaba a penetrar en su cerebro. Ni en el arroyuelo, ni en el lavadero, ni en la casa. ¡Maldición! Había olvidado examinar el garaje.
Ravinel bajó los escalones de dos en dos, cruzó el patio, y abrió el garaje. ¡Nada! ¡Era incluso cómico! El garaje sólo contenía tres o cuatro latas de aceite y unos trapos llenos de mugre. Otra idea se le ocurrió a Ravinel. Recorrió lentamente el camino. Sus huellas y las de Goutre aparecían claramente visibles. Pero no había ninguna otra. Por lo demás, Ravinel no sabía exactamente lo que buscaba, lo que pensaba. Cedía a bruscos impulsos porque era preciso actuar. Hacer algo. Desesperado, miró a su alrededor. Tanto a derecha como a izquierda se extendían terrenos no edificados. Sus vecinos más inmediatos únicamente podían ver, desde la calle; la fachada de «Villa Alegre». Ravinel regresó a la cocina. ¿Buscar por los alrededores? Decir: «He matado a mi mujer… ¿No ha encontrado su cadáver?» ¡Era grotesco! ¿Luciana…? Pero Luciana estaba en el tren. Imposible telefonearle antes del mediodía. ¿Regresar a Nantes? ¿Bajo qué pretexto? ¿Y si el cuerpo fuese hallado en algún sitio durante aquel día? ¿Cómo justificar su marcha, su fuga?
¡El círculo! El círculo infernal. Imposible moverse. Imposible saber. Ravinel consultó el reloj. ¡Las diez! Tenía que pasar por el bulevar de Magenta, por casa Blache y Lehuédé. Ravinel cerró cuidadosamente la puerta de la casa, sacó el coche, reemprendió el camino hacia París. El ambiente era suave, ligero. Aquel principio de noviembre tenía calidades primaverales. Un «203» se cruzó con Ravinel. Sus pasajeros habían plegado la capota. Reían, con los cabellos al viento, y Ravinel se sintió débil, viejo, culpable. Sentía rabia contra Mireya. Acababa de traicionarlo de mala manera. Había tenido éxito a la primera intentona en lo que él siempre había fracasado: había franqueado la misteriosa frontera; estaba al otro lado, invisible, inalcanzable, como un fantasma, como uno de aquellos jirones de niebla que ascendían de la carretera. Se puede estar a la vez muerto y vivo. A menudo había sentido aquello. Sí, pero ¿y el cuerpo?
Sus ideas se entremezclaban. Tenía sueño. Un extraño manejaba los mandos, maniobraba infaliblemente, reconocía las calles, los cruces. La camioneta pareció detenerse por sí sola ante el almacén.
Desde el bulevar de Magenta, el auto lo condujo hacia el centro, hacia el Louvre. Un lugar al que no iba casi nunca. Sólo que aquel día no era completamente dueño de sus decisiones. Calculaba, se confundía con las cifras… Veamos, el tren llegaba a las once y veinte…, o a las once y cuarenta… El viaje dura cinco horas…, es decir, las once y diez… Y el hospital está a cinco minutos de la estación. Luciana debería haber llegado ya.
Se detuvo ante un pequeño café restaurante.
—¿El señor almuerza?
—Sí, si le parece.
—¿Cómo? Si a mí…
El camarero contempló a aquel cliente mal afeitado que se pasaba la mano por encima de los ojos. Bien mirado, los hay que tienen una pinta bien extraña…
—¿El teléfono?
—En el fondo, a la derecha.
—¿Puedo pedir una conferencia?
—Diríjase a la cajera.
La puerta de la cocina se movía sin cesar detrás de Ravinel. «¡Tres entremeses…! ¡Y enviad un solomillo!» La línea hacía ruido. Apenas si podía reconocer la voz de Luciana. Procedía de lejos, de tan lejos que era abrumador. E imposible entenderse bien en medio de aquel alboroto.
—¿Oye…? ¿Oye, Luciana…? Sí, soy yo, Fernando… Ella ha desaparecido… ¡No! Nadie ha venido a buscarla… Ella ha desaparecido… Esta mañana ya no estaba allí…
A su espalda, alguien quiere telefonear y que se entretiene peinándose ante el espejo del lavabo.
—¡Luciana! ¿Me oyes bien…? Es preciso que regreses… ¿Un parto? Me importa un bledo… No, no estoy enfermo… y no he bebido… Sé lo que me digo… ¡No! Ni rastro… ¿Cómo…? Bueno, no imaginarás que invento una historia así para hacerte regresar… ¿Qué…? Claro que lo hubiese preferido. En fin, si te es completamente imposible marcharte esta noche… Entonces, hasta mañana, a las doce y cuarenta… ¿Eh? ¿Que vuelva allí…? ¿A mirar…? ¿Y dónde quieres que mire…? Yo tampoco lo entiendo… ¡Sí! De acuerdo. Hasta mañana.
Ravinel colgó y se fue a sentar junto a una ventana. Era comprensible la actitud de Luciana. Si alguien le hubiese telefoneado la noticia a él, Ravinel, ¿la hubiese creído? Comió maquinalmente y volvió a subir al auto. De nuevo la puerta de Clignancourt, la carretera de Enghien. Luciana tenía razón. Más valía regresar allí, buscar de nuevo y a falta de otra cosa, dejarse ver por los vecinos. Ganar tiempo. Sobre todo, aparentar un aspecto normal, como si no tuviese nada que reprocharse.
Ravinel abrió la puerta. Seguía cerrada con llave. Quedó vagamente decepcionado. ¿Qué esperaba? A decir verdad, ya no esperaba nada. Deseaba la calma, la paz, el olvido. Se tragó una píldora, subió al dormitorio, se encerró, colocó el revólver sobre la mesita de noche y se durmió sin ni siquiera desnudarse. Se sumergió inmediatamente en un sueño embrutecido.