CAPÍTULO IV

Ravinel viaja a menudo de noche. Por gusto… Se está solo. Uno se hunde en la oscuridad a toda marcha. No hay que frenar mientras se atraviesa los pueblos. Los faros iluminan extrañamente la carretera, que parece un canal recorrido por una ligera ondulación. Se tiene la impresión de ir en canoa. Y luego, de repente, la de deslizarse por un tobogán: los postes blancos que balizan las curvas desfilan vertiginosamente, con resplandores de piedras preciosas… Uno dirige, casi a su gusto, una fantasía turbadora; uno se convierte en una especie de mago que, con la punta de su varita, roza objetos informes en el fondo de un horizonte incierto y saca al vuelo guirnaldas de fuego, resplandores descoloridos, ramilletes de estrellas, de soles. Uno sueña. Sale lentamente de la propia piel. No se es más que un alma a la deriva, que rueda por el mundo dormido. Calles, praderas, iglesias, estaciones que se deslizan sin ruido, se desvanecen. ¿Tal vez no han existido nunca? Se es el dueño de las formas. Basta con acelerar: no se ven más que líneas horizontales, flexibles, que silban en los cristales como en las paredes de un túnel. Pero si el pie fatigado se levanta, es otra decoración, igualmente irreal, un rosario de imágenes de las que algunas permanecen en la retina, pegadas por la velocidad, como esas hojas que se adhieren al radiador o parabrisas: un pozo, una carreta, la casita de un guardabarreras o los brillantes frascos de una farmacia. Ravinel ama la noche. Angers se aleja; en el retrovisor ya no es más que una constelación de luces animada de un lento movimiento de rotación que la hace salir poco a poco del espejo. La carretera está desierta. Luciana permanece silenciosa, con las manos metidas en las mangas, la barbilla hundida en el cuello de su abrigo. Ravinel va a una velocidad moderada desde que ha salido de Mantés. Toma suavemente las curvas. Siente pena por el cuerpo, atrás, que los baches deben sacudir. No tiene necesidad de consultar el velocímetro. Sabe que circula a una media de cincuenta por hora. A esta marcha llegará a Enghien antes de que amanezca, según lo previsto. ¡Si todo sale bien…! El motor ha tenido unas toses hace un rato, durante el cruce de Angers. Un golpe de acelerador y todo se ha puesto en orden. ¡Qué estúpido ha sido de no haber hecho limpiar el carburador! Una avería esta noche los dejaría bien arreglados. No hay que distraerse. Es preciso vigilar el motor. Son como aviadores por encima del Atlántico. La avería significa…

Ravinel cierra los ojos un segundo. Hay pensamientos que atraen la mala suerte. Allá a lo lejos, una luz roja. Es un camión. Escupe una espesa humareda de aceite pesado. Se aparta a medias, dejando a la izquierda un paso estrecho por el que deben meterse, fiándose del azar. Ravinel vuelve al centro, siente que está plenamente iluminado por los faros del camión. Desde su cabina, el chófer debe distinguir el interior del vehículo. Ravinel acelera, y el motor vacila un poco. Seguramente hay polvo en el inyector. Luciana no sospecha nada. Está somnolienta. Ella no es sensible a todo lo que conmueve a Ravinel. Es curioso lo poco femenina que es Incluso cuando ama. ¿Cómo ha podido convertirse en su amante? ¿Quién de los dos ha escogido al otro? Al principio, parecía no verlo. Sólo se interesaba por Mireya. La trataba mucho menos como clienta que como camarada. Mireya tenía la misma edad que ella… ¿Comprendió que el matrimonio no era muy sólido? ¿Cedió a un impulso brusco? Pero él sabe de sobra que dista de ser guapo. Tampoco es espiritual. Como amante, es más bien mediocre. Jamás se hubiese atrevido a tocar a Luciana… Luciana pertenece a otro universo, distinguido, refinado, culto. El universo que su padre, el pequeño profesor del instituto de Brest, miraba desde lejos, con ojos de pobre. Durante algunas semanas, Ravinel ha creído que era un capricho de mujer. ¡Extraño capricho…! Breves contactos, a veces en una cama de consulta, al lado de la mesa de vidrio cubierta de instrumentos niquelados, tapados con gasas. Y en algunas ocasiones Luciana le tomaba la tensión, después, pues le inspiraba miedo su corazón. Ella temía… No. Ni siquiera eso era seguro. Pues si a menudo lo rodeaba de cuidados y parecía verdaderamente inquieta, también a veces se desembarazaba de él con una sonrisa: «No, cariño, le aseguro que no es nada». Esta incertidumbre había terminado por desquiciarlo completamente. Lo más probable… «¡Cuidado! Este cruce es malo…». Lo más probable es que desde el primer día ella hubiese mirado a lo lejos… Muy lejos. Le era necesario un cómplice. Desde el principio, desde la primera mirada, fueron cómplices… El amor no cuenta mucho, el amor tal como se le entiende normalmente… Lo que los une no es el capricho, es algo más profundo que afecta un dominio tenebroso del espíritu. ¿Es el dinero, sólo el dinero lo que atrae a Luciana? Más bien el poder que da el dinero, la autoridad, el derecho a mandar. Ella necesita reinar. Por eso él se ha sometido en seguida. Pero esto no es todo. Hay también en Luciana una especie de inquietud. Es algo fugitivo, apenas si se siente, y sin embargo no hay manera de equivocarse. La inquietud de un ser que está en falso, no del todo normal… He aquí por qué se han encontrado. Pues él tampoco es normal, normal a la manera de Larmingeat, por ejemplo. Vive como los otros, entre los otros, pasa incluso por ser un excelente representante, pero es una apariencia… «¡Condenada cuesta! Decididamente este motor no va bien…» ¿Qué estaba diciendo…? Sí, vivo en el lindero, como un evadido que trata de encontrar su hogar. Y ella también busca, sufre, carece de algo. A veces parece aferrarse a mí como si estuviese aterrorizada. A veces me mira como si se preguntase quién soy yo. ¿Podremos vivir juntos alguna vez? ¿Es que deseo vivir con ella?».

Frenazo. Dos faros deslumbradores. Un vehículo pasa con un latigazo de aire. Luego, de nuevo, la carretera libre, los árboles pintados de blanco hasta la altura de un hombre, la línea amarilla en medio de la calzada. De vez en cuando, una hoja muerta que desciende, completamente negra, parece de lejos una gran piedra o un hoyo en el alquitrán. Ravinel vuelve a repasar los mismos pensamientos. Olvida a la muerta. Olvida a Luciana. Tiene calambres en la pierna izquierda y desearía encender un cigarrillo. Se siente protegido en este vehículo bien cerrado, como antaño se sentía abrigado, cuando iba a la escuela, en su esclavina bien abrochada, bajo el capuchón, desde el que veía sin ser visto. Entonces se imaginaba que era un velero, se ordenaba a sí mismo maniobras complicadas: «¡Izad los juanetes! ¡Largad el trinquete!» Se inclinaba, obedecía al viento, se dejaba guiar hasta el colmado donde iba a comprar un litro de vino. Desde aquella época había deseado estar en otro sitio, fuera del mundo de las personas mayores que sólo predican virtudes áridas.

Luciana cruza las piernas, se cubre cuidadosamente las rodillas con el abrigo, y Ravinel debe realizar un esfuerzo para recordar que transporta un cadáver.

—Hubiéramos ido más aprisa por Tours.

Luciana ha hablado sin volver la cabeza. Ravinel tampoco se mueve, pero responde con rabia:

—La carretera está en reparación después de Angers. Y además, ¿qué importancia tiene?

Si ella insistiese, él aceptaría la disputa, sin razón. Luciana se contenta con sacar los mapas de la bolsa de la portezuela y ponerse a estudiarlos, inclinándose hacia la luz del salpicadero. También este ademán irrita a Ravinel. Los mapas son algo que le conciernen a él. ¿Acaso él mete la nariz en los cajones de ella? De hecho, nunca ha visto el apartamento de Luciana. Están los dos demasiado ocupados. Sólo disponen del tiempo para almorzar juntos, por aquí o por allí, o de encontrarse, de pasada, en el hospital, adonde él finge que acude a visitarse. Lo más corriente es que Luciana vaya a la pequeña casa del muelle. Es allí donde lo han combinado todo. ¿Qué sabe él de Luciana, de su pasado? ¡Ella no es muy propensa a las confidencias! Un día le contó que su padre había sido juez en el Tribunal de Aix. Murió durante la guerra. Las privaciones. En cuanto a su madre, nunca habla de ella. Ha sido inútil que él hiciera alguna alusión. Un fruncimiento de cejas. ¡Eso es todo! Es fácil de adivinar que Luciana ya no la ve. Sin duda, alguna pelea familiar. En todo caso, Luciana no ha vuelto nunca allí. Y sin embargo, esa región debe atraerla mucho, puesto que es en Antibes donde quiere establecerse. No tiene hermanos ni hermanas. En su consultorio hay una pequeña fotografía, o mejor dicho, la había, pues hace mucho tiempo que desapareció; la fotografía de una joven muy hermosa, rubia, de tipo escandinavo. Más adelante, Ravinel se informará. Después de su matrimonio. ¡La palabra suena rara! Ravinel no se imagina casado con Luciana. Luciana y él, es curioso, pero hay que decirlo, tienen tipos de solterones. Tienen también manías de tales. En cuanto a él, sus manías forman parte de su persona. Las quiere. Pero detesta las de Luciana. Su perfume. Un perfume acre que huele a flor, pero también a bestia. El anillo al que hace dar vueltas mientras habla; un anillo macizo que sentaría muy bien en el dedo meñique de un banquero o de un industrial. Su manera de comer, a grandes bocados, y siempre es preciso que la carne esté sangrienta. A veces, hay algo vulgar en sus movimientos, en sus expresiones. Ella se vigila a sí misma. Está perfectamente bien educada. Pero a veces ríe sonoramente o mira a las personas con una especie de insolencia canalla. Tiene muñecas gruesas, tobillos macizos, casi carece de senos. Es algo chocante. Y cuando está sola fuma unos delgados cigarros negros que apestan. A lo que parece, es una costumbre adquirida en España. ¿Qué ha estado haciendo Luciana en España? ¡Por lo menos, el pasado de Mireya carecía de misterio!

Después de La Fleche, el paisaje se vuelve ondulado. Hay concavidades en las que flota una niebla que se deposita sobre los vidrios, en forma de gotitas. Ravinel debe trepar en segunda algunas cuestas. Esta mezcla binaria es un verdadero timo. Destroza los motores y no funciona mejor que un gasógeno. El cielo está cubierto. Las diez y media. Nadie en la carretera. Si hiciesen un hoyo en el campo para enterrar el cuerpo, nadie vendría a molestarlos. Ni visto, ni conocido… ¡Pero no se trata de eso…! ¡Pobre Mireya! No merece que se piense en ella de esa forma. Ravinel la evoca con una ternura apenada. ¿Por qué no sería de la misma raza que él? ¡Una pequeña ama de casa tan segura de sí misma! Y que instintivamente prefería todo lo que era rococó: las películas en color, los almacenes de precio único, el Correo de la mujer, las plantas grasas interiores, en macetas minúsculas. Ella se juzgaba superior a él. Criticaba sus corbatas, se burlaba de su calvicie. No comprendía por qué, ciertos días, él erraba por la casa, con la frente arrugada, las manos hundidas en los bolsillos, los ojos sombríos: «¿Qué te ocurre, cariño? ¿Quieres que vayamos al cine…? Si te aburres, dilo». De ninguna manera, no se estaba aburriendo. ¡Era mucho peor! Sentía rabia contra la vida, he aquí la frase. Ahora sabe que siempre la tendrá. Es profundo, sin remedio. Mireya está muerta. ¿Qué cambio ha representado? Tal vez más tarde, cuando estén instalados en Antibes.

A ambos lados de la carretera se extiende una llanura inmensa. Se tiene la impresión de que el coche no avanza. Luciana, con su mano enguantada, frota el vidrio, contempla pasar el mismo talud monótono. Las luces de Le Mans aparecen allá abajo, en el borde del lejano horizonte.

—¿No tienes frío?

—¡No! —dice Luciana.

Tampoco con Mireya, Ravinel había tenido suerte. Lo mismo que con Luciana. O bien carece de experiencia o bien sólo tropieza con mujeres indiferentes. Era inútil que Mireya aparentase que se conmovía. Nunca lo había engañado: permanecía profundamente insensible, incluso cuando gemía y se aferraba a él, tratando de perder la cabeza. Luciana no trata de fingir. Es evidente que el amor la irrita. Pero la pobre Mireya se creía obligada a fingir la seducción, se lo tomaba en serio. Su alejamiento procedía de ahí. Él ya no toma nada en serio. Lo que habría que tomar verdaderamente en serio no tiene nombre ni forma Es un peso. Es también un vacío. Luciana lo sabe. A menudo tiene una mirada dilatada, fija, que no engaña. ¿Querría tal vez Mireya haber aprendido esto, como deseaba aprender a amar? ¿Puede el amor ser un camino hacia ese lugar interior? Ravinel piensa en el juego de la niebla. Hubiese hecho falta esmerarse más con Mireya. Ciertamente era sensible y muy femenina. Lo contrario que Luciana.

Ravinel se prohíbe estos pensamientos. ¡Pues al fin y al cabo ha matado a Mireya! Precisamente, es el punto turbador. No llega a persuadirse de que ha cometido un crimen. Un crimen le parecía monstruoso, se lo sigue pareciendo. Hay que ser salvaje, sanguinario. Y él no es en absoluto sanguinario. Hubiese sido incapaz de coger un cuchillo… o incluso de apretar el gatillo de su revólver. En Enghien, en su escritorio, hay un «Browning» cargado. Es Davril, el director, quien le ha aconsejado que vaya armado… Las carreteras…, la noche…, nunca se sabe con quién puede uno encontrarse. Al cabo de un mes ha acabado por meter en un cajón el revólver, cuya grasa manchaba los mapas. ¡Pero nunca se le hubiese ocurrido la idea de disparar contra Mireya! Su crimen es un encadenamiento de pequeñas circunstancias, de diminutas cobardías consentidas por indiferencia. Si un juez, un individuo como el padre de Luciana, le interrogase, contestaría con completa buena fe: «¡No he hecho nada!». Y como no ha hecho nada, nada lamenta. Para lamentar, habría que arrepentirse. ¿Arrepentirse de qué? Pasando de una cosa a la otra, habría que arrepentirse de ser lo que uno es. Y esto carece de sentido.

Un rótulo: Le Mans 1 Km. 500. Estaciones de servicio, todas blancas. La carretera pasa bajo un puente metálico, discurre entre casas bajas.

—¿Evitas el centro?

—No. Cojo por el camino más corto. Eso es todo.

Las once y veinticinco. La gente sale de los cines. Las aceras están mojadas. El motor despierta ecos en las calles vacías. De tarde en tarde, una taberna aún iluminada. A la izquierda, una plaza que atraviesan dos policías que empujan sus bicicletas. Luego otro barrio iluminado con faroles de gas. De nuevo casas bajas y estaciones de gasolina. Se deja atrás el adoquinado. Otro puente, que atraviesa una locomotora de maniobras. Se cruza un camión de mudanzas. Ravinel acelera un poco, corre a setenta y cinco. Al cabo de unos instantes van a llegar a la Beauce. La carretera es fácil hasta Nogent-le-Rotrou.

—Llevamos un coche detrás —dice Luciana.

—Ya lo he visto.

El reflejo de los faros parece depositar sobre el volante, sobre el salpicadero, un polvillo dorado que uno siente deseos de rechazar con la mano, y de repente la carretera, por delante, parece más negra. El auto los adelanta, un «Peugeot» que se endereza demasiado aprisa. Ravinel blasfema, deslumbrado. Ya el «Peugeot» se aleja, como una silueta que empequeñeciese en una pantalla. Luego se iza, muy lejos, contra el cielo, empujando dos cuernos luminosos. Va por lo menos a ciento diez. Precisamente en ese momento, el motor tose, jadea. Ravinel tira del botón de arranque. El motor se detiene. El vehículo sigue avanzando por inercia. Intuitivamente, Ravinel lo mete en la cuneta, frena, apaga los faros y enciende las luces de posición.

—¿Qué te sucede? —pregunta Luciana, agresiva.

—¡Una avería! ¡Tú no lo comprendes, claro! Hemos sufrido una avería. Sin duda es el carburador.

—¡Vaya gracia!

Como si él lo hubiese hecho adrede. Y muy cerca de Le Mans. En un lugar donde el tráfico es intenso, incluso de noche. Ravinel se apea del vehículo, con el pecho oprimido. Un vientecillo agrio silba entre los árboles desnudos. Todos los ruidos son claros, sorprendentemente próximos. Se oyen perfectamente los vagones que se golpean, luego un convoy que arranca. El grito de una bocina atraviesa, sin prisas, la campiña. Hay personas que viven, que se desplazan, a menos de un kilómetro, Ravinel levantó el capó del coche.

—Dame la linterna.

Luciana se la trae, se inclina sobre el motor caliente y oscuro, sobre el que resbala el destornillador.

—¡Date prisa!

Ravinel no tiene necesidad de consejos. Resopla y se esfuerza, en medio de un vapor sofocante que huele a gasolina y a aceite. La frágil pieza reposa en su mano. Será preciso desmontar el inyector, dejar en algún sitio los minúsculos tornillos. Su seguridad depende de una sola de estas pequeñas partículas metálicas. El sudor empapa la frente de Ravinel, le escuecen los ojos. Se sienta en el estribo, ordena cuidadosamente ante él los fragmentos del carburador. Luciana deja sujeta la linterna entre unos trapos y anda por la carretera.

—Harías mejor en ayudarme —observa Ravinel.

—En efecto, tal vez iríamos más aprisa. Nunca se sabe…

—¿Nunca se sabe qué?

—¿Pero no se te ocurre que el primer automovilista que pase puede preguntarnos si tenemos necesidad de algo?

—¿Y qué?

—¿Qué? Puede apearse para echarnos una mano…

Ravinel sopla en diminutos tubitos de cobre que llenan su boca de un sabor acre, ácido. Ya no oye las observaciones de Luciana. Sólo escucha su sangre que golpea, golpea, tal es su excitación. Finalmente recupera el aliento.

—¡La Policía!

¿Qué está diciendo Luciana? Ravinel se seca los ojos, la mira. Ella tiene miedo. ¡No hay duda!

¡Revienta de miedo! Saca su bolso del auto. Al instante, Ravinel se levanta, tartamudea con el inyector entre los dientes:

—¿No irás a… dejarme?

—¡Escucha, imbécil!

Un vehículo. Procede de Le Mans. Está junto a ellos antes de que hayan podido hacer un ademán. Se sienten desnudos ante la capa de claridad que los rodea con un trazo brillante. El vehículo no es más que una masa negra que se agranda y frena poco a poco.

—¿Algo grave? —grita una voz risueña.

Adivinan la forma de un gran camión. El hombre se asoma por la portezuela. La puntita roja de su cigarrillo es claramente visible.

—¡No! —exclama Ravinel—. Ya he terminado.

—Porque si la señora quiere venir conmigo…

El hombre se ríe, agita la mano al pasar. El camión se aleja entre el chirrido de las marchas cambiadas sucesivamente.

Luciana se desliza en el asiento, debilitada por la emoción. Pero Ravinel está, sobre todo, furioso. Es la primera vez que ella lo trata de imbécil.

—Vas a hacerme el favor de permanecer tranquila, ¿eh? Y de guardarte tus reflexiones. Si estamos aquí, tanta culpa tienes tú como yo.

¿Ha pensado ella verdaderamente en huir hace un rato? ¿En regresar a Le Mans? Como si no estuviesen atados el uno al otro. Como si la fuga hubiese podido ponerla a salvo a ella sola.

Luciana se calla. Por su actitud, es fácil comprender que está decidida a no moverse más. ¡Que él se las arregle! Y sin embargo, es un trabajo difícil montar un carburador casi sin luz, con una linterna colocada en equilibrio sobre los acumuladores, sobre el eje o sobre el delco. A cada instante los tornillos están a punto de caer, de rodar entre la grava. Pero la cólera da a los dedos de Ravinel una seguridad, una habilidad, un sentido de la maniobra que nunca ha poseído. Da vuelta al vehículo, acciona la puesta en marcha. ¡Ya está! El motor funciona, con sus cuatro tiempos bien marcados. Entonces, por bravata, Ravinel coge uno de los bidones y, sin darse prisa, llena el depósito de bencina.

Un camión cisterna los adelanta, ilumina violentamente el interior del vehículo, el largo paquete de un verde pegajoso. Luciana se acurruca en el asiento. ¡Tanto peor! Ravinel deja el enorme bidón sobre el entarimado, que resuena, y cierra cuidadosamente la puerta. ¡El camino! Las doce y media. Ravinel aplasta el acelerador. Está casi contento. Luciana ha tenido miedo. Se ha asustado mucho más que en el momento de la bañera, que en cualquier otro momento. ¿Por qué? El riesgo es siempre el mismo. En todo caso, entre ellos hay algo que súbitamente se ha modificado. La mujer ha estado a punto de traicionarle. Nunca volverá a hablarse de eso, pero Ravinel se promete mirarla de cierta manera, cuando ella adopte su voz cortante. La lucecilla roja del camión cisterna se aproxima. El camión es adelantado, se desliza hacia atrás. He aquí la Beauce. El cielo se ha despejado. Está lleno de estrellas que se desplazan lentamente en las portezuelas. ¿En qué pensaba Luciana cuando ha cogido su bolso? ¿En su situación, en su categoría? Ella lo desprecia un poco. ¡Viajante de Comercio? Hace mucho que Ravinel lo ha advertido. Lo considera como un infeliz y no sospecha que él, lo ha adivinado. ¡No es tan tonto como cree!

¡Nogent-le-Rotrou! Una calle que nunca termina, tortuosa, sonora, un puentecito y una superficie de agua negra que se ilumina al pasar. Precaución-Escueta. Por la noche no hay escuela. Ravinel no frena. Llega a la pendiente que sube a la meseta. El motor ronca maravillosamente.

¡Maldita sea! Gendarmes. Tres, cuatro. Un «Citroen» detenido de través, formando barrera, motocicletas en la cuneta, todo ello sin relieve, con una luz cruda que embadurna de amarillo las botas, los correajes, los rostros. Agitan los brazos. Hay que detenerse. Ravinel apaga los faros. Unas bruscas ganas de vomitar le hacen retorcerse, como allá, en el cuarto de baño. Maquinalmente, frena con fuerza, y Luciana debe sujetarse con ambas manos. Ella gime. No se ve nada, excepto el ojo redondo de una lámpara eléctrica que barre el capó. Se pasea sobre la carrocería. Un quepis surge por la portezuela. Los ojos del gendarme están muy cerca de los de Ravinel.

—¿De dónde vienen?

—De Nantes. Soy viajante de comercio.

Ravinel ha pensado que esta aclaración puede salvarlos.

—¿No han adelantado a una gran camioneta cerca de Le Mans?

—Es posible. Uno acaba por no prestar atención.

Los ojos del gendarme miran a Luciana. Ravinel pregunta con toda la naturaleza posible.

—¿Bandidos?

El otro echa una ojeada por encima del asiento y apaga su linterna.

—¡Contrabandistas! Transportan un alambique.

—Extraño oficio —dice Ravinel—. Prefiero el mío.

El gendarme se aparta y Ravinel arranca suavemente, luego pasa ante los hombres alineados. Aumenta progresivamente la velocidad.

—Esta vez sí que había creído… —murmura.

—Yo también —confiesa Luciana.

Apenas si reconoce la voz de ella.

—En todo caso, lo que no es imposible es que haya anotado nuestra matrícula.

—¿Y qué?

¡Claro, es verdad! ¿Qué importa? Ravinel no tiene intención de ocultar este viaje nocturno. En un sentido, incluso sería deseable que el gendarme hubiese anotado la matrícula. Así, en caso de necesidad, el hombre podría testimoniar… De todos modos, hay un inconveniente. La presencia de una mujer a su lado. Pero ¿cómo va a acordarse el gendarme…?

El reloj de a bordo sigue avanzando monótonamente. Las tres. Las cuatro. Chartres queda lejos, hacia el Sudoeste. Llegan a la curva de Rambouillet. La noche sigue siendo muy negra. Con esta idea han escogido el mes de noviembre. Pero ahora los vehículos se multiplican. Camiones de lecheros, carretas, una furgoneta de correos. A Ravinel ya no le queda tiempo de meditar. Vigila la carretera con mirada tensa. He aquí la entrada de Versalles. La ciudad duerme. Unos barrenderos avanzan en línea, detrás de un enorme camión con los remaches aparentes, como un tanque. La fatiga pesa sobre los hombros de Ravinel. Siente sed.

Ville d’Avray… Saint Cloud… Puteaux… Casas por todas partes. Pero aún no se distingue luz alguna detrás de las persianas bajadas. Luciana no ha movido ni la punta de los dedos desde el incidente con los gendarmes. Mas no duerme. Mira fijamente ante ella a través del parabrisas empañado.

Un agujero de sombras sin fondo. El Sena. Y pronto, las primeras casitas de Enghien. Ravinel vive no lejos del lago, al extremo de una callejuela que no conduce a parte alguna. Coge un viraje e inmediatamente desembraga, corta el contacto. El auto continúa avanzando sin ruido, por inercia. Ravinel se detiene en la especie de placita circular que forma la extremidad de la calle. Se apea. Tiene las manos tan entumecidas que no puede ni coger la llave. Por fin empuja los dos batientes de la cancela, hace entrar el coche, cierra apresuradamente. A la derecha, la sombra de la casita, a la izquierda, la del garaje, bajo y macizo, con aire de fortín. Al extremo de un camino que desciende, entre un bosquecillo, el trazo oblicuo de un cobertizo.

Luciana vacila, se coge al pomo de la portezuela. Se ve obligada a mover las piernas una después de la otra, a doblarlas, tan anquilosada está. Tiene el rostro hermético, sombrío, de los días malos. Ravinel ha levantado ya el tablero posterior de la camioneta.

—¡Ayúdame!

El paquete está intacto. Un extremo de la tela ha resbalado ligeramente y descubre un zapato arrugado por el agua. Ravinel tira hacia sí. Luciana coge el otro extremo.

—¿Vamos?

Ella asiente con la cabeza. ¡Hop! Uno tras otro, medio curvados, descienden por el camino, bordean los perales que forman una especie de verja. El cobertizo es un pequeño lavadero. Un arroyuelo, casi sin corriente, roza el borde de la tabla inclinada. Se remansa hasta llegar a un rebosadero, cae formando una cascada irrisoria y va a perderse en el lago, tras un enorme recodo.

—¡Tu linterna!

Luciana recupera el mando. Extienden el paquete sobre las piedras del lavadero. Ravinel enfoca su linterna eléctrica en tanto que Luciana empieza a desenvolver la tela. El cuerpo rueda sobre sí mismo en medio de un desorden de vestimentas arrugadas. Bajo los cabellos, que se han secado y se alborotan, el rostro de Mireya aparece gesticulante. Basta ahora con un empujón, el cuerpo se desliza sobre la tabla, forma una ola que llega hasta la orilla. Todavía otro poco. Luciana lo aparta con el pie, se hunde. Ella recoge la tela a tientas, pues ya Ravinel ha apagado su linterna. Se ve obligada a arrastrarlo. Las cinco y veinte.

—Dispongo del tiempo justo —murmura Luciana.

Entran en la casa, cuelgan en un perchero del recibidor el abrigo y el sombrero de Mireya y dejan su bolso encima de la mesa del comedor.

—¡Date prisa! —cuchichea Luciana, que recupera el ánimo—. El expreso de Nantes sale a las seis y cuatro minutos. No podemos permitir que se me escape.

Vuelven a subir a la camioneta. Ravinel siente que ahora se ha quedado viudo.