CAPÍTULO II

—Por supuesto, no habrás ido a contárselo a tu hermano…

—¡Figúrate! Hubiese tenido demasiada vergüenza. Aparte que apenas si he tenido tiempo para correr a la estación.

—En resumen, nadie está al corriente de tu viaje.

—Nadie. No tengo por qué dar explicaciones.

Ravinel alargó la mano hacia el jarro.

—¿Otro poquito de agua?

Llenó el vaso sin apresurarse, luego recogió las hojas mecanografiadas esparcidas por la mesa: Maison Bláche el Lehuédé… Durante un momento permaneció pensativo:

—No obstante, no se me ocurre otra explicación. Luciana quiere separarnos. Acuérdate… Ahora hace justamente un año, cuando pasó unos días en París. Confiesa que hubiese podido encontrar alojamiento en el hospital o en el hotel. Pero no. Quiso instalarse en nuestra casa.

—Para corresponder a todas las atenciones que había tenido conmigo, era imprescindible invitarla.

—No digo lo contrario. Pero ¿por qué se quedó tanto tiempo? Y por un poco más se hubiese puesto a mangonearlo todo. Tú acabaste obedeciéndola como si fueras una criada.

—Oh, vaya quién habla. ¿Acaso no te hacía bailar también a ti al son que quería?

—De todos modos, no era yo quien le cocinaba sus platos favoritos.

—No. Pero le escribías a máquina su correspondencia.

—Es una mujer extraña —dijo Ravinel—. ¿Qué puede proponerse al enviarte esta carta? Bien ha debido pensar que tú vendrías en seguida… y sabía que me encontrarías solo. ¿Entonces? Su falsedad se ponía inmediatamente en evidencia.

Mireya pareció alterarse y Ravinel experimentó un áspero placer. No podía aceptar que ella confiase más en Luciana que en él.

—¿Por qué? —murmuró Mireya—. Sí, ¿por qué…? Sin embargo, ella es buena.

—¡Buena…! Bien se ve que no la conoces.

—¡La conozco tan bien como tú!

—¡Mi pobre pequeña! Yo la he visto en su ambiente. Pero tú no tienes idea. Por ejemplo, sus enfermeras. Si supieses de qué manera las trata…

—¡No te creo!

Quiso levantarse, debió agarrarse al sillón; luego volvió a caer y se pasó el dorso de la mano por la frente.

—¿Qué te sucede?

—Nada… Un vahído.

—Sólo te faltaba eso. Si caes enferma… En todo caso, no será Luciana quien te cuidará.

Mireya bostezó y se recogió los cabellos con un ademán lánguido.

—Ayúdame, por favor, voy a tenderme un poco.

De repente me ha entrado un sueño terrible.

Ravinel la cogió por los sobacos. Ella estuvo a punto de caer de bruces y se agarró al borde de la mesa.

—¡Querida! ¡Mira que ponerte en este estado!

La llevó hacia el dormitorio. Las piernas de Mireya se doblaban, se le quedaban flácidas. Sus pies se arrastraron por el parquet y perdió un zapato. Ravinel, casi sin aliento, la dejó caer en la cama. Ella estaba lívida y parecía respirar con dificultad.

—Creo que… he hecho mal…

Su voz era un cuchicheo, pero sus ojos conservaban una pequeña llama de vida.

—¿No debías ver uno de estos días a Germán o a Marta? —preguntó Ravinel.

—No… Hasta la semana próxima, no.

Colocó el cubrecama por encima de las piernas de su mujer. Los ojos de Mireya no cesaban de mirarle. Unos ojos de repente angustiados, en el fondo de los cuales se adivinaba la oscura elaboración de un pensamiento a punto de desfallecer.

—¡Fernando!

—¿Qué más quieres? Descansa de una vez.

—… el vaso…

No valía la pena mentir. Ravinel quiso apartarse de la cama. Los ojos le seguían, implorantes.

—¡Duerme! —exclamó.

Los párpados de Mireya se movieron una vez, dos veces. No se vislumbraba más que un minúsculo punto de claridad en el centro de las pupilas, luego aquel brillo se apagó y los ojos se cerraron lentamente. Ravinel se pasó la mano por el rostro, con un ademán brusco, como un hombre que siente sobre la piel una telaraña. Mireya ya no se movía. Entre sus pintados labios aparecía la nacarada línea de los dientes.

Ravinel salió del dormitorio y avanzó a tientas por el vestíbulo. La cabeza le vacilaba un poco y tenía pegada a la retina la imagen de los ojos de Mireya, una imagen amarilla, tan pronto brillante como confusa, que se colocaba ante él en todas partes, como una mariposa de pesadilla.

Atravesó el jardincillo en tres zancadas. Empujó la verja que Mireya había dejado entreabierta y llamó a media voz:

—¡Luciana!

Ésta salió inmediatamente de entre las sombras.

—¡Ven! —dijo él—. Ya está hecho. Ella le precedió para entrar en la casa.

—Ocúpate de la bañera.

Pero él la siguió al dormitorio, al pasar recogió el zapato y lo colocó sobre la chimenea, en la que debió apoyarse. Luciana levantaba los párpados de Mireya uno tras de otro. Se veía el globo blanquecino del ojo, la pupila inerte y como pintada sobre la esclerótica. Y Ravinel, fascinado, no podía volver la cabeza. Sentía que cada gesto de Luciana penetraba en su memoria y se imprimía en ella como un tatuaje horrible. Había leído en revistas, artículos y reportajes sobre el suero de la verdad. Si la Policía… Tembló, unió las manos; luego, asustado por aquel suplicante ademán, las colocó a su espalda. Luciana examinaba con atención el pulso de Mireya. Sus dedos largos y nerviosos corrían a lo largo de la muñeca blanca como una ágil bestia que busca la arteria antes de picar o de morder. Se detuvieron, se juntaron. Luciana, sin moverse, ordenó:

—La bañera. ¡Aprisa!

Había adoptado su voz profesional de doctora, una voz un poco seca que tenía la costumbre de pronunciar frases indiscutibles, la voz que tranquilizaba a Ravinel cuando se quejaba del corazón. Se arrastró hasta el cuarto de baño, abrió el grifo y el agua crepitó con gran ruido contra el fondo de la bañera. Temeroso, lo cerró a medias.

—Y bien —gritó Luciana—, ¿qué es lo que no marcha?

Y como Ravinel no contestaba, ella se acercó hasta la puerta.

—El ruido —dijo él—. Vamos a despertarla.

Luciana ni se molestó en contestar, pero a manera de desafío abrió al máximo el grifo del agua fría, luego el del agua caliente. Después volvió al dormitorio. El agua subía lentamente en la bañera, un agua un poco verde, atravesada por burbujas, y un vaho ligero se formaba por encima de la superficie, se condensaba en gotitas bien redondas, apretadas las unas junto a las otras sobre las paredes de esmalte blanco, sobre la pared y hasta el estante de vidrio del lavabo. El espejo, empañado, sólo mostraba a Ravinel una silueta confusa, irreconocible. Tocó el agua, como si se hubiese tratado de un verdadero baño y, de repente, se enderezó, mientras las sienes le latían con fuerza. Una vez más, la verdad acababa de golpearle, pues era un verdadero golpe. Un golpe y al mismo tiempo una iluminación. Comprendía lo que estaba haciendo y temblaba de pies a cabeza… Afortunadamente, esta impresión no duró. Muy pronto dejó de comprender que él, Ravinel, era culpable. Mireya había bebido un soporífero. Una bañera se llenaba. Nada de esto se parecía a un crimen. Nada de esto era terrible. Había echado agua en un vaso, llevado a su mujer hasta la cama… Ademanes de todos los días. Mireya moriría, por así decir, por su propia culpa, como de una enfermedad contraída a causa de una imprudencia. No había ningún responsable. Nadie odiaba a aquella pobre Mireya. Era demasiado insignificante… Y sin embargo, cuando Ravinel hubo regresado al dormitorio… Era una especie de sueño absurdo. Ya no estaba muy seguro de si no soñaba. No. No soñaba. El agua caía pesadamente en la bañera. El cuerpo seguía allí sobre la cama, y en la chimenea había un zapato de mujer. Luciana registraba tranquilamente el bolso de Mireya.

—¿Qué haces? —preguntó Ravinel.

—Busco su billete —explicó Luciana—. Supón que haya cogido uno de ida y vuelta. Hay que preverlo todo… ¿Y mi carta? ¿La has recuperado?

—Sí. La tengo en el bolsillo.

—Quémala. En seguida. Serías capaz de olvidarlo. Coge el cenicero que hay en la mesilla de noche.

Ravinel encendió una esquina del sobre con su encendedor y no dejó la carta hasta que las llamas le lamieron los dedos. El papel se torció en el cenicero, se contrajo, bordeado de un hilillo rojizo que parecía moverse.

—¿No ha hablado a nadie de este viaje?

—A nadie.

—¿Ni siquiera a Germán?

—No.

—Dame su zapato.

Ravinel cogió el zapato de la chimenea y se lo entregó; una especie de sollozo le hinchó la garganta.

Luciana calzó diestramente el pie de Mireya.

—El agua —ordenó—. Ya debe de haber bastante.

Ravinel andaba ahora como un sonámbulo.

Cerró los grifos y el brusco silencio lo atolondró. Vio el reflejo de su rostro, deformado por las ligeras ondulaciones. Un cráneo calvo, cejas espesas, tiesas, vagamente rojizas, y un bigote en forma de cepillo bajo la nariz irregular. El rostro de un hombre enérgico, casi brutal. Una sencilla máscara que acostumbraba engañar a la gente, que había engañado al propio Ravinel durante años, pero que ni por un segundo había confundido a Luciana.

—Date prisa —dijo ésta.

Èl se sobresaltó y regresó junto a la cama. Luciana había levantado el busto de Mireya y se esforzaba en quitarle el abrigo. La cabeza de Mireya se bamboleaba, doblándose ya sobre un hombro, ya sobre el otro.

—¡Sujétala!

Ravinel debió apretar los dientes, en tanto que Luciana, con precisión, hacía resbalar las mangas de la prenda.

—¡Enderézala!

Ravinel sujetaba a su esposa contra sí, en una especie de abrazo amoroso que lo atemorizó. Volvió a dejarla caer sobre la almohada, se enjugó las manos, respiró pesadamente, Luciana doblaba el abrigo con esmero, lo llevaba al comedor, donde había quedado el sombrero de Mireya. Ravinel tuvo que sentarse. Había llegado el momento. Ahora era imposible pensar: «¡Aún hay tiempo para detenerse, para cambiar de opinión!» este pensamiento, en varias ocasiones, se le había presentado, lo había incluso alentado. Se había dicho que, tal vez, en el último momento… Siempre lo dejaba para más tarde, porque un acontecimiento que se imagina conserva una fluidez tranquilizadora. Se le puede dominar. No es auténtico. Esta vez, el acontecimiento estaba allí. Luciana regresó, palpó la mano de Ravinel.

—Esto no marcha… —murmuró él—. Sin embargo, hago lo que puedo.

—Yo la cogeré por los hombros —dijo ella—. Tú sólo tendrás que sostenerle las piernas.

Esto se convertía en una cuestión de amor propio. Casi de dignidad. Ravinel se decidió. Rodeó con sus dedos los tobillos de Mireya. Frases absurdas le cruzaban por la cabeza: «Te aseguro que no sentirás nada, mi pobre Mireya… Ya ves… Estoy obligado… Sin embargo, te juro que no te deseo ningún mal… Yo también estoy enfermo… Uno de estos días reventaré… Un síncope cardíaco». Sentía ganas de llorar. De un taconazo, Luciana abrió la puerta del cuarto de baño. Era vigorosa como un hombre y estaba acostumbrada a transportar enfermos.

—Apóyala en el borde… Así… Ya basta. Déjame hacer.

Ravinel retrocedió tan precipitadamente, que golpeó con el codo el estante de encima del lavabo y estuvo a punto de romper el vaso para lavarse los dientes. Luciana empujó primero las piernas de Mireya, luego dejó resbalar todo el cuerpo; saltaron unas salpicaduras que cayeron sobre el mosaico.

—Bueno —dijo Luciana—, date prisa… Ve a buscar los morillos de la chimenea. Los del comedor, sí.

Ravinel se alejó. «Ya está listo…, listo… Está muerta». Las palabras le golpeaban el cráneo. No conseguía andar derecho y bebió un gran vaso de vino cuando llegó al comedor. Un tren silbó bajo la ventana. El ómnibus de Rennes, sin duda… En los morillos había un poco de grasa. ¿Era preciso limpiarlos? Aunque nadie lo sabría nunca.

Cogió los morillos, se detuvo en el dormitorio, sin atreverse a avanzar más. Luciana estaba inclinada sobre la bañera, inmóvil. No se veía su brazo izquierdo, que permanecía sumergido en el agua.

—Déjalos ahí —ordenó ella.

Ravinel no reconoció su voz. Abandonó los morillos junto a la puerta del cuarto de baño y Luciana se agachó, los cogió uno tras otro con la mano libre. Pese a su turbación, no hacía ningún ademán inútil. Los morillos iban a mantener como un lastre, el cadáver en el fondo del agua. Ravinel, con pasos vacilantes, se acercó a la cama, hundió la cabeza en la almohada y dejó estallar su congoja. Ante sus ojos, desfilaban las imágenes de otros tiempos: Mireya visitando la casita de Enghien: «Pondremos la radio en el dormitorio, ¿verdad, cariño?». Mireya palmoteando cuando él compró el coche: «Podríamos incluso dormir en él; es bastante grande», y también otras imágenes, algo menos límpidas: una barca con motor, en Antibes, un jardín lleno de flores, una palmera…

Luciana hacía correr el agua en el lavabo. Luego Ravinel oyó el tintineo de la botella del agua de Colonia. Ella se limpiaba las manos, los brazos, metódicamente, como después de una operación. ¡De todos modos, Luciana había tenido miedo! Las teorías son muy bonitas. Se finge menospreciar la vida humana. Se exponen opiniones atrevidas. Quien persigue un propósito… Sí, desde luego. Pero cuando la muerte está allí, incluso la muerte dulce, la eutanasia, como ella dice, pues bien, las cosas son distintas. No, no olvidaría la mirada de Luciana en el momento en el momento que recogía los morillos, una mirada turbada, extraviada… Una mirada que tranquilizó a Ravinel. Ahora eran cómplices. Ella no podría dejarlo. Al cabo de unos meses, se casarían. En fin, eso estaba por ver. No habían adoptado ninguna decisión definitiva.

Ravinel se secó los ojos, sorprendido al comprobar que había llorado tanto. Se sentó en la cama.

—¿Luciana?

—¿Qué hay?

Ella había vuelto a hallar su voz habitual. En aquel momento él hubiese jurado que Luciana se empolvaba y se ponía un poco de carmín en los labios.

—¿Y si terminásemos esta noche?

De repente, ella salió del cuarto de baño, con la barrita de carmín en los dedos.

—¿Y si nos la llevásemos? —prosiguió Ravinel.

—Oh, ya vuelves a perder la cabeza. Entonces no hubiese valido la pena de preparar un plan semejante.

—Tengo tanta prisa de que… todo haya terminado.

Luciana echó una última ojeada a la bañera. Apagó la luz y cerró la puerta muy suavemente.

—¿Y tu coartada…? La Policía puede muy bien sospechar de ti, y sobre todo la compañía de seguros. Es preciso que haya testigos que te vean esta noche. Y mañana… y pasado.

—Desde luego —dijo él, abrumado.

—¡Vamos! Cariño mío, lo más difícil ya ha pasado. No irás a flaquear ahora.

Le acarició las mejillas. Sus dedos olían a agua de Colonia. Ravinel se levantó y se apoyó en el hombro de su amiga.

—Tienes razón. Así, pues, no volveré a verte antes del… viernes.

—Por desdicha. Bien lo sabes…, tengo el hospital… Y además, ¿dónde nos encontraríamos? Aquí no, desde luego.

—¡Oh, no!

Habló literalmente a gritos.

—Hazte cargo… No es el momento más oportuno para que nos vean juntos. Sería estúpido comprometerlo todo por una chiquillada.

—Entonces, ¿hasta pasado mañana a las ocho?

—A las ocho, en el muelle de l’Île-Gloriette, según lo acordado. Esperemos que la noche sea oscura, como hoy.

Fue a buscar los zapatos y la corbata de Ravinel y le ayudó a ponerse el abrigo.

—¿Qué vas a hacer durante estos dos días, Fernando?

—No lo sé.

—Aún deben de quedarte algunos clientes que visitar por estos alrededores.

—Oh, en cuanto a eso, siempre los tengo.

—¿Tú maleta está en el auto? ¿Tu maquinilla de afeitar? ¿El cepillo de dientes?

—Sí. Todo está listo.

—Entonces, larguémonos. Me dejarás en la plaza del Comercio.

Luciana cerró tranquilamente las puertas, dio dos vueltas con llave a la cancela mientras él iba a abrir el garaje. Los faroles parecían brillar a través de unas telas. La niebla era tibia; olía a moho. Un motor ronroneaba en algún sitio, hacia el lado del río, un «Diesel» que tenía fallos. Luciana montó en la camioneta, al lado de Ravinel, que manejaba nerviosamente el cambio de marchas. Dejó el vehículo de cualquier modo, junto a la acera, bajó la puerta ondulada del garaje, manipuló la cerradura; luego, alzando la cabeza, miró la casa y se subió el cuello del abrigo.

—¡En marcha!

El auto avanzó pesadamente, cortando una sustancia blanduzca que se apartaba en forma de velos amarillentos, se pegaba al parabrisas, pese a los movimientos de los limpiadores. Se cruzaron con una locomotora que desapareció en seguida, formando en la bruma una avenida más clara en la que brillaron los rieles, los desvíos.

—Nadie me verá bajar —cuchicheó Luciana.

Un farol rojo les indicó el edificio de la Bolsa y al mismo tiempo distinguieron las luces de los tranvías alineados alrededor de la plaza del Comercio.

—Déjame aquí.

Luciana se inclinó y besó a Ravinel en la sien.

—Nada de imprudencias. Ten mucha calma. Te consta que era inevitable, cariño.

Cerró de golpe la portezuela y se hundió en el muro grisáceo en el que su paso hizo nacer lentas volutas de humo. Ravinel se quedó solo, con las manos crispadas sobre el volante. Entonces tuvo la certidumbre de que aquella niebla… ¡No! No era una casualidad, aquella niebla tenía un significado preciso. Él, Ravinel, estaba allí, en aquella caja de metal, como en el umbral del juicio postrero… Ravinel… Un pobre diablo que en el fondo no era malo. Se veía con sus gruesas y frondosas cejas… Fernando Ravinel…, atravesando la existencia con las manos extendidas, como un ciego… ¡Siempre la niebla…! Apenas algunas siluetas entrevistas…, siluetas engañosas… Mireya… Y el sol no surgía nunca. Estaba seguro. No escaparía de aquel país sin fronteras. Un alma en pena. ¡Un fantasma! No era la primera vez que esta idea atormentaba a Ravinel. ¿Y si, pese a todo, no era más que un fantasma?

Embragó, dio la vuelta a la plaza en primera. Detrás de los cristales empañados de los cafés se distinguían sombras chinescas, una nariz, una gran pipa, una mano abierta que, bruscamente, aumentaba de volumen, se asemejaba a una rotura, y luces, luces… Ravinel tenía necesidad de ver luces, de llenar de luz aquel envoltorio de carne, de repente demasiado grande para él. Se detuvo ante la «Cervecería de la Fosse», franqueó la puerta giratoria siguiendo los pasos de una muchacha alta y rubia, que se reía. Se encontró envuelto en otra humareda, la de las pipas y los cigarrillos, que se esparcía entre los rostros, se aferraba a las botellas que un camarero paseaba sobre una bandeja. Las cabezas se alzaban. Los dedos chasqueaban.

—¡Fermín! ¿Y mi aguardiente?

Las monedas tintineaban en el mostrador, sobre las mesas, y una máquina registradora trituraba cifras entre el tumulto de los encargos.

—¡Y tres cafés, tres!

Las bolas rodaban sobre el billar, entrechocaban con un ruido discreto. ¡El ruido! El ruido de la vida. Ravinel se dejó caer en la esquina de una banqueta, y relajó todos sus músculos.

«Ya he llegado», pensó.

Tenía las manos ante su vista, sobre el velador, junto al cenicero cuadrado que llevaba en cada uno de sus lados la palabra Byrrh en letras oscuras.

Era agradable al tacto.

—¿Qué tomará el señor?

El camarero se inclinaba con una deferencia llena de cordialidad. Entonces, Ravinel tuvo una inspiración.

—Un ponche, Fermín —dijo—. ¡Un ponche bien grande!

—Bien, señor.

Ravinel olvidaba lentamente la noche y la casa de allá abajo. Tenía calor. Fumaba un cigarrillo que olía bien. El camarero actuaba con movimientos cuidadosos y glotones. El azúcar, el ron… Y muy pronto el licor ardía. Una hermosa llama que parecía nacer espontáneamente en el aire, por encima del líquido. Una llama al principio azul, luego anaranjada, con temblores y pequeños rastros de color de fuego. Los ojos se animaban. Ravinel recordó un calendario que había contemplado largamente cuando era pequeño: una negra arrodillada en un bosquecillo de árboles exóticos, junto a una playa dorada que bañaba un mar azul. Volvía a encontrar las mismas tonalidades exaltadas en la llama del ponche. Y cuando bebió trago a trago el ardiente brebaje, fue como si vertiese oro en su interior, como un sol tranquilo que rechazaba los temores, los escrúpulos, la angustia. Él también tenía derecho a vivir plenamente, poderosamente, sin rendir cuentas a nadie. Se sentía liberado de algo que le ahogaba desde hacía tiempo. Por primera vez miró sin temor al otro Ravinel, al que se le enfrentaba desde el espejo. Treinta y ocho años. Un rostro de viejo y sin embargo todavía no había empezado a vivir. Era contemporáneo del chiquillo que contemplaba a la negra y al mar azul. Pero aún no era demasiado tarde.

—¡Fermín! ¡Otro! Y una guía de ferrocarriles.

—Bien, señor.

Ravinel sacó del bolsillo una tarjeta postal. Naturalmente, era Luciana quien había tenido aquella idea de enviar unas palabras a Mireya. «Llegare el sábado por la mañana…» Sacudió su estilográfica. El camarero regresaba.

—Dime, Fermín. ¿A cuánto estamos hoy?

—Pues… a cuatro, señor.

—A cuatro… ¡Es verdad! A cuatro. Y eso que lo he estado escribiendo todo el día. ¿No tendrías por casualidad un sello?

La guía estaba grasienta, manchada por las esquinas. Pero Ravinel ya no era sensible a tales detalles. Buscó el cuadro de los trenes que iban al Mediterráneo. Evidentemente, saldrían de París. ¡Y por tren! ¡Ni hablar de la camioneta! Estaba fascinado con los nombres que su dedo descubría: Dijon, Lyon, todas las ciudades del valle del Ródano… Número 35 —Riviera-Express - Primera y segunda clase - Antibes— 7,44… Había rápidos, como aquél que llegaba hasta Ventimiglia, oíros que pasaban directamente a Italia por Módena. Había trenes con vagón restaurante, otros con coches-camas… Los largos coches-camas azules… Los veía en la humareda de sus cigarrillos. Imaginaba su lento balanceo y la noche en las portezuelas, una noche clara, llena de estrellas, una noche a la que puede mirarse de frente.

El alcohol le llenaba la boca de un gusto de caramelo. En su cabeza había como un rumor de viaje. La puerta giratoria hacía dar vueltas a ramilletes de luz.

—Vamos a cerrar, señor.

Ravinel echa a su vez dinero sobre el velador, desprecia el cambio. Con un ademán, aparta a Fermín, aparta a la cajera, que lo está mirando, aparta el pasado. La puerta lo engulle, lo lanza a la acera. Vacila, se apoya un instante en la pared. Sus pensamientos se oscurecen. Una palabra le acude a los labios, sin motivo: Tipperary. No sabe lo que quiere decir Tipperary. Sonríe con cansancio.