CAPÍTULO I

—¡Fernando, te lo suplico, cesa de pasearte!

Ravinel se detuvo ante la ventana y apartó el visillo. La niebla se espesaba. Era amarillenta alrededor de los faroles que iluminaban el muelle, verdosa bajo las luces de gas de la calle. A veces se hinchaba en forma de humareda y otras se convertía en polvillo de agua, en lluvia muy fina cuyas gotitas brillaban en el aire. El castillo de proa del Smoelen aparecía confusamente por los agujeros de la niebla, con sus ventanillos iluminados. Cuando Ravinel permanecía inmóvil, se escuchaba a rachas la música de un gramófono. Se adivinaba que era un gramófono porque cada pieza duraba unos tres minutos. Luego se sucedía un silencio muy breve. El tiempo de cambiar el disco. Y la música se reanudaba. Procedía del mercante.

—¡Peligroso! —observó Ravinel—. Supón que alguien del barco vea entrar aquí a Mireya.

—¡Qué va! —exclamó Luciana—. No va a rodearse de tantas precauciones… Y además, son extranjeros. ¿Qué podrían contar ellos?

Con el dorso de la mano, él limpió el cristal, que su respiración empañaba. Su mirada, pasando por encima de la verja del minúsculo jardincillo, descubría a la izquierda un punteado de luces pálidas y de extrañas constelaciones rojas y verdes. Unas, parecidas a ruedecitas dentadas, como llamas de cirios en el fondo de una iglesia, las otras casi fosforescentes como luciérnagas. Ravinel reconocía sin dificultad la curva del muelle de la Fosse, el semáforo de la antigua estación de la Bolsa y la farola del paso a nivel, la linterna suspendida de las cadenas que por la noche impiden el acceso al puente transbordador, y las luces de posición del Cantal, del Cassard y del Smoelen. A la derecha empezaba el muelle Ernest Renaud. El resplandor de un farol de gas proyectaba sus pálidos reflejos sobre las vías, descubría el húmedo adoquinado. A bordo del Smoelen, el gramófono tocaba valses vieneses.

—Tal vez coja un taxi, por lo menos hasta la esquina —dijo Luciana.

Ravinel soltó el visillo y se volvió.

—Es demasiado ahorradora —murmuró.

El silencio se hizo de nuevo. Ravinel reemprendió sus paseos. Once pasos de la ventana a la puerta. Luciana se limaba las uñas y, de vez en cuando, alzaba la mano hacia la lámpara, y la hacía girar lentamente como si se tratase de un objeto de valor. Conservaba puesto el abrigo, pero había insistido en que él se pusiese el batín, se quitase el cuello y la corbata y se calzara las zapatillas.

—Acabas de llegar. Estás cansado. Ponte cómodo antes de comer… ¿Comprendes?

Ravinel comprendía perfectamente. E incluso comprendía demasiado bien, con una especie de lucidez desesperada. Luciana lo había previsto todo. Al ver que él se disponía a sacar un mantel del cajón del bufete, ella lo había detenido con su voz ronca, acostumbrada a mandar.

—No, nada de mantel. Acabas de llegar. Estás solo. Come rápidamente sobre el hule.

Ella ya había dispuesto su cubierto: la loncha de jamón, en su bolsa, había sido echada descuidadamente entre la botella de vino y el jarro. La naranja estaba colocada sobre la caja de camembert.

«Una bonita naturaleza muerta», había pensado Ravinel. Y se había quedado helado durante un largo momento, incapaz de moverse, con las manos llenas de sudor.

—Falta algo —había dicho Luciana—. Veamos. Te desvistes… Te dispones a comer… solo… No tienes puesta la radio… ¡Ya caigo! Echas una ojeada a los pedidos del día. ¡Es normal!

—Pero te aseguro…

—¡Dame la cartera!

Había esparcido sobre una esquina de la mesa las hojas mecanografiadas cuya cabecera representaba una caña de pescar y un salabardo cruzado como unas espadas.

Maison Blanche et Lehuédé 145,
Boulevard de Magenta - París.

En aquel momento eran las nueve y veinte. Ravinel hubiese podido relatar minuto a minuto todo lo que habían hecho desde las ocho. Ante todo, habían inspeccionado el cuarto de baño, se habían asegurado de que todo funcionaba bien, que no existía el riesgo de que algo fallase en el último momento. Fernando hubiese incluso querido llenar en seguida la bañera, pero Luciana se había opuesto.

—Reflexiona… Ella querrá visitarlo todo. Se preguntará a qué viene tanta agua…

Habían estado a punto de pelearse. Luciana estaba de mal humor. Pese a toda su sangre fría se la notaba tensa, inquieta.

—Cualquiera diría que no la conoces… Hace cinco años, mi pobre Fernando.

Pero, justamente, él no estaba muy seguro de conocerla bien. ¡Una esposa! Se la encuentra a la hora de las comidas. Se duerme con ella. Los domingos se la lleva al cine. Se hacen economías para comprar una casita en los arrabales. Buenos días, Fernando. Buenas noches, Mireya. Tiene los labios frescos y diminutas pecas junto a la nariz. Sólo se las ve al darle un beso. No pesa gran cosa cuando se la coge en brazos. Delgaducha pero robusta, nerviosa. Una amable mujercita, insignificante. ¿Por qué se ha casado con ella? ¿Acaso uno sabe por qué se casa? La edad que se echa encima. Se tienen treinta y tres años. Uno está cansado de los hoteles, de las tascas y de los restaurantes. No es agradable ser representante de comercio. Cuatro días por esos mundos. Cuando llega el sábado, uno se alegra de volver a encontrar la casita de Enghien y a Mireya, sonriente, que cose en la cocina. Once pasos desde la puerta a la ventana. Los ventanillos del Smoelen, tres discos dorados que descendían poco a poco, porque la marea bajaba. Procedente de Chantenay, un tren de mercancías desfiló lentamente. Las ruedas chirriaban sobre los rieles, los techos de los vagones se deslizaban con un movimiento suave, pasaban bajo el semáforo en medio de un halo de lluvia. Un viejo vagón alemán, con garita, se alejó en último término, con un farol rojo colgado por encima de los topes. La música del gramófono volvió a hacerse perceptible.

A las nueve menos cuarto habían bebido un vasito de coñac para darse ánimos. A continuación, Ravinel se había descalzado, se había puesto el viejo batín, agujereado por delante a causa de las chispas desprendidas de su pipa. Luciana había dispuesto la mesa. No habían encontrado nada más que decirse. El autovía de Rennes había pasado a las nueve y dieciséis, haciendo correr por el techo del comedor un rosario de luces, y durante mucho rato se había oído el traqueteo preciso de sus ruedas.

El tren de París no llegaba hasta las diez y treinta y un minutos. ¡Todavía una hora! Luciana manejaba sin ruido la lima. El despertador, sobre la chimenea, latía precipitadamente y, a veces, su ritmo se alteraba, el mecanismo parecía dar un paso en falso, luego se reanudaba el latido con una sonoridad algo distinta. Ambos alzaban la vista, se miraban. Ravinel se sacaba las manos de los bolsillos, se las juntaba por la espalda, continuaba andando, llevándose la imagen de una Luciana desconocida, de rasgos tensos, de frente preocupada. Estaban cometiendo una locura. ¡Una locura…! ¿Y si la carta de Luciana no hubiese sido entregada…? Si Mireya estuviese enferma… Si…

Ravinel se dejó caer en una silla, junto a Luciana.

—No puedo más.

—¿Tienes miedo?

Él se irguió inmediatamente.

—¡Miedo! ¡Miedo! No más que tú.

—Ojalá.

—Es esta espera. Me crispa los nervios.

Ella le palpó la muñeca con su mano dura, experta, hizo una mueca.

—Es como te digo —prosiguió él—. Como veras, estoy enfermando. Estaríamos apañados.

—Todavía estamos a tiempo —dijo Luciana.

Se levantó. Se abrochó lentamente el abrigo, se pasó el peine por sus cabellos morenos, rizados, muy cortos.

—¿Qué haces? —balbució Ravinel.

—Me marcho.

—¡No!

—Entonces, domínate un poco más… ¿De qué tienes miedo?

La eterna discusión iba a reanudarse. ¡Ah!, se sabía de memoria los argumentos de Luciana. Él los había examinado, estudiado uno por uno durante días y más días. Por algo había vacilado tanto antes de decidirse. Le parecía estar viendo a Mireya, en la cocina. Se hallaba planchando y, de vez en cuando, iba a dar unas vueltas a una salsa que preparaba en una cacerola. ¡Qué bien había sabido mentir! Casi sin esfuerzo.

—Me he encontrado con Gradére, un antiguo camarada de regimiento. Ya te he hablado de él alguna vez, ¿verdad…? Está metido en seguros. Parece que gana mucho.

Mireya planchaba unos calzoncillos. La brillante punta de la plancha se introducía delicadamente entre los botones dejando tras de ella como una pista blanca de la que se desprendía un ligero vapor.

—Me ha estado hablando largo y tendido sobre un seguro de vida… Oh, te confieso que, al principio, me sentía más bien escéptico… Ya te puedes imaginar que los conozco bien. En lo primero que piensan es en su comisión. ¡Es natural! Pero, de todos modos, reflexionando bien…

Ella dejaba la plancha en el soporte y desenchufaba el cordón.

—En mi profesión, no hay retiro para las viudas. Ahora bien, yo circulo mucho y voy en toda clase de vehículos… Un accidente llega cuando menos se piensa. ¿Qué sería de ti? No tenemos dinero… Gradére me ha presentado un proyecto… La prima no es enorme y las ventajas son verdaderamente atractivas… Si yo llegase a desaparecer… ¡Caramba, nunca se sabe quién puede sobrevivir, y quién morirse…! Cobrarías dos millones.

Aquello constituía una prueba de amor. Mireya se había conmovido.

—¡Qué bueno eres, Fernando!

Quedaba ahora la parte difícil: hacer firmar a Mireya una póliza análoga a beneficio de él. Pero ¿cómo abordar este tema delicado?

Y fue la pobre Mireya quien una semana más tarde, espontáneamente, lo propuso.

—¡Cariño! Yo también quiero suscribir un seguro. Como muy bien dices, nunca se sabe quién puede morirse antes de los dos… E imagínate completamente solo, sin criada, sin nadie…

Él había protestado. Sólo lo justo. Y Mireya había firmado. Y de eso hacía ya un poco más de dos años.

¡Dos años! El plazo exigido por las compañías para asegurar el fallecimiento por suicidio. Pues Luciana no había dejado nada a la casualidad. ¿Quién sabía a qué conclusión podían llegar los investigadores? Ahora bien, era preciso que la compañía de seguros no tuviera dónde cogerse.

Todos los demás detalles habían sido perfilados con el mismo cuidado exquisito. En dos años se tiene tiempo para reflexionar, para pesar los pros y los contras. No, no había nada que temer.

Las diez.

Ravinel se levantó a su vez, colocóse junto a Luciana, ante la ventana. La calle estaba vacía, reluciente. Cogió a su amante por el brazo.

—Es más de lo que puedo resistir. Se trata de los nervios. Cuando pienso…

—Pues no pienses.

Permanecieron inmóviles, el uno junto al otro, con el enorme silencio de la casa pesando sobre sus hombros y, detrás de ellos, el febril tictac del despertador. Los ventanillos del Smoelen flotaban como lunas blanquecinas, cada vez más pálidas. La niebla se iba espesando. La música del gramófono se hacía brumosa a su vez, se asemejaba a la gangosidad de un teléfono. Ravinel acababa por no saber ya si estaba vivo. Cuando era pequeño se imaginaba de esta manera el limbo: una larga espera en medio de la niebla. Una larga y aterrorizada espera. Cerraba los ojos y, siempre, tenía la impresión de que se caía. Era vertiginoso, terrible, y, sin embargo, bastante agradable. Su madre lo sacudía:

—¿Qué haces, tonto?

—Estoy jugando.

Abría los ojos, atontado, desencajado. Se sentía vagamente culpable. Más tarde, en el momento de su primera comunión, cuando el abate Jousseaume le había interrogado: «¿Ningún mal pensamiento? ¿Ninguna acción contra la pureza?», él había pensado inmediatamente en el juego de la niebla. Sí, ciertamente era algo impuro, prohibido, y, sin embargo, nunca había renunciado. El juego se había incluso perfeccionado con los años. Ravinel tenía la sensación de hacerse invisible, de evaporarse como una nube. El día en que había enterrado a su padre, por ejemplo… Aquel día había una niebla verdadera, tan densa, que el coche fúnebre parecía los restos de un naufragio que se hundiesen sin sacudidas a través de pegajosas espesuras. Se vivía ya en otro mundo… No era ni triste ni alegre… Una gran paz… El otro lado de una frontera prohibida.

—Las diez y veinte.

—¿Qué?

Ravinel volvió a encontrarse en una habitación mal iluminada, pobremente amueblada, junto a una mujer que llevaba un abrigo negro, que sacaba de su bolsillo un frasquito. ¡Luciana! ¡Mireya! Respiró profundamente y volvió a vivir.

—¡Vamos, Fernando! Despabílate. Trae el jarro.

Ella le hablaba como a un niño. Por eso precisamente amaba a la doctora Luciana Mogard. Otro pensamiento extraño, desplazado. ¡La doctora era su amante! Había momentos en que esto le parecía casi increíble, monstruoso. Luciana vació el contenido del frasquito en el agua del jarro y agitó un poco la mezcla.

—Compruébalo tú mismo. Ningún olor.

Ravinel olfateó la garrafa. En efecto: ningún olor. La interrogó:

—¿Estás segura de que la dosis no es demasiado fuerte?

Luciana se encogió de hombros.

—Si se bebiese toda el agua, no digo que no. Y aun así y todo… Pero se contentará con uno o dos vasos. ¡Imagínate si conoceré los efectos! Se dormirá en seguida, puedes creerme.

—Y… en caso de autopsia, no se encontrará ninguna traza de…

—No se trata de un veneno, mi pobre Fernando. Es sólo un soporífero. Se digiere rápidamente… Ponte a la mesa. ¡Toma!

—Tal vez podríamos esperar un poco más.

Miraron el despertador. Las diez y veinticinco. El tren de París debía de estar cruzando la estación distribuidora de Blottereau. Al cabo de cinco minutos se detendría en la estación de Nantes. Mireya andaría aprisa. No necesitaría más de veinte minutos. Algo menos si cogía el tranvía hasta la plaza del Comercio.

Ravinel sé sentó, desenvolvió el jamón. Experimentó náuseas al ver aquella carne de color rosado enfermizo. Luciana le sirvió vino y echó una última ojeada a su alrededor. Pareció satisfecha.

—Ya es hora de que te deje… No te alteres; muéstrate natural y todo saldrá bien. Ya verás.

Apoyó las manos en los hombros de Ravinel y rozó su frente con un rápido beso. Lo miró de nuevo antes de abrir la puerta. Resueltamente, él cortó un pedazo de jamón y se puso a masticarlo. No oyó salir a Luciana, pero, por cierta calidad del silencio, supo que estaba solo y la angustia volvió a invadirlo. Era inútil que Ravinel repitiese sus ademanes de todos los días, desmigase el pan, tamborilease sobre el hule con la punta del cuchillo y contemplase distraídamente las hojas mecanografiadas:

Molinetes Luxor (10) ................................. 30.000 francos»
Botas, modelo «Sologne» (20 pares) .... 31.500»
Cuñas «Flexor» (6) ................................... 22.300»

Era incapaz de tragar un bocado. Un tren silbó a lo lejos, tal vez hacia el lado de Chantenay. Quizás hacia el puente de Vendée. Imposible estar seguro con aquella niebla. ¿Huir? Luciana debía de estar esperando en algún lugar del muelle. Era demasiado tarde. Nada podía salvar ya a Mireya.

¡Y todo por dos millones! Todo para satisfacer la ambición de Luciana, que quería establecerse por su cuenta en Antibes. Los planos de la instalación estaban listos. Ella tenía un cerebro de negociante, semejante a un fichero ultra perfeccionado. Todos sus proyectos estaban ordenados impecablemente en su cabeza. Nunca se producía ni el menor error. Entrecerraba los ojos y murmuraba: «¡Cuidado, no nos confundamos!», y el mecanismo funcionaba, los engranajes giraban, la respuesta surgía completa, precisa. En tanto que él… Se confundía en sus cuentas, debía pasar horas ordenando y seleccionando sus papeles, sin saber ya quién había encargado cartuchos y quién los bambúes japoneses. Estaba harto de su profesión. Mientras que en Antibes…

Ravinel contemplaba el brillante jarro a través del cual su rebanada de pan se deformaba semejando una esponja… ¡Antibes! Una tienda elegante… En el escaparate, fusiles de aire comprimido para la pesca submarina, gafas, máscaras, escafandras ligeras… Una clientela de ricos aficionados… Y el mar enfrente, el sol… Sólo pensamientos ligeros, fáciles, de los que uno no puede avergonzarse. Terminadas las nieblas del Loira, del Vilaine… ¡Terminado el juego de la niebla! Otro hombre. Luciana lo había prometido. El porvenir aparecía en la bola de cristal. Ravinel se veía con unos pantalones de franela y una camisa deportiva. Estaba bronceado. Atraía las miradas…

El tren silbó casi bajo la ventana, y Ravinel se frotó los ojos y fue a levantar una punta del visillo. Era desde luego el Paris-Quimper que se dirigía hacia Redon tras una parada de cinco minutos. Mireya había viajado en uno de aquellos vagones iluminados que hacían correr por la calzada una hilera de grandes rectángulos claros. Había compartimientos vacíos, con encajes, espejos, fotografías por encima de los asientos. Había compartimientos llenos de marineros que comían. Las imágenes se sucedían, apenas reales, sin relación con Mireya. En el último compartimiento, un hombre dormía con un diario desdoblado sobre la cabeza. El furgón de cola desapareció, y Ravinel notó que la música había cesado a bordo del Smoelen. Ya no se veían los ventanillos. Mireya estaba sola, sin duda no muy lejos de allí, en la calle desierta, andando rápidamente sobre sus altos tacones. ¿Llevaría tal vez en su bolso un revólver, el que él le dejaba cuando salía de viaje? Pero ella no sabía utilizarlo. Y tampoco tendría motivo para hacerlo. Ravinel cogió la garrafa por el cuello, la levantó hacia la luz. El agua era límpida; la droga no había dejado ningún poso. Mojó el dedo, lo acercó a la lengua. El agua tenía un débil regusto. ¡Pero tan débil! Para notarlo había que saberlo.

Las diez y cuarenta.

Ravinel se obligó a comer algunos bocados de jamón. Ahora no se atrevía a moverse. Mireya debía sorprenderlo así, cenando en un extremo de la mesa, solo, triste, cansado.

Y de repente la oyó andar por la acera. Imposible equivocarse. Sus pasos eran casi imperceptibles. Sin embargo, los hubiese reconocido entre otros mil: un paso ligero, desigual, entorpecido por la estrecha falda del traje sastre. La verja apenas chirrió. Luego, el silencio. Mireya atravesaba de puntillas el diminuto jardín, daba vuelta al pomo de la puerta. Ravinel se olvidaba de comer. Volvió a coger jamón. A su pesar, se mantenía un poco de lado en la silla. Tenía miedo de la puerta, que quedaba a su espalda. Mireya estaba ciertamente junto a ella, con la oreja pegada a la madera, espiando. Ravinel carraspeó, hizo chocar el gollete de la botella de vino contra el borde de su vaso, arrugó unos papeles. Si ella esperaba oír ruido de besos…

La puerta se abrió con fuerza, Ravinel se volvió.

—¿Tú?

Dentro de su traje sastre azul marino, con su abrigo de viaje completamente abierto, Mireya aparecía esbelta como un muchachito. Llevaba bajo el brazo su gran bolso negro marcado con sus dos iniciales: M. R., y retorcía los guantes entre sus delgados dedos. No miraba a su esposo, sino al aparador, las sillas, la ventana cerrada, luego el cubierto, la naranja en equilibrio sobre la caja del queso, el jarro. Avanzó dos pasos, levantó su velillo, sobre el que quedaban presas unas gotitas de agua, como en una tela de araña.

—¿Dónde está? ¿Quieres decirme dónde está ella?

Ravinel se levantó lentamente, con aire sorprendido.

—¿Quién?

—Esa mujer… Lo sé todo… Es inútil mentirme.

Maquinalmente, él adelantó su silla y, con los hombros algo inclinados y una arruga de sorpresa en la frente, las manos colgantes, con las palmas hacia arriba, se oyó decir:

—Mi pequeña Mireya… ¿Qué te ocurre? ¿Qué significa todo esto?

Entonces ella se dejó caer en la silla y con el rostro apoyado en su brazo doblado, sus cabellos rubios cayendo sobre el plato de jamón, se puso a sollozar. Y Ravinel, cogido de sorpresa, muy conmovido, le daba palmaditas en el hombro.

—¡Ea! ¡Ea! Cálmate, vamos. ¿Qué es esa historia sobre una mujer? Creías que te engañaba… ¡Mi pobre pequeña! Bueno, ven a verlo… ¡Sí, sí! Insisto. Después ya te explicarás…

La hacía levantarse, la sostenía por el talle, la obligaba a andar mientras ella lloraba con la cabeza apoyada en el pecho de él.

—Mira bien por todas partes. No tengas miedo.

Con el pie abrió la puerta del dormitorio y palpó para encontrar el interruptor. Hablaba en voz alta, con una especie de amistosidad burlona.

—Reconoces la habitación, ¿verdad? Sólo la cama y el armario. Nadie bajo el lecho, ni nadie en el armario. ¡Huele! Olfatea con más fuerza… Sí, huele a tabaco, porque fumo antes de dormirme. Pero es inútil que trates de descubrir un rastro de perfume. Ahora, el cuarto de baño… Y la cocina, sí, insisto.

Abrió la alacena. Mireya se enjugaba los ojos, empezaba a sonreír a través de sus lágrimas. Le hizo dar media vuelta y le cuchicheó junto a la oreja:

—¡Qué! ¿Convencida? ¡Chiquilla! En el fondo no me desagrada que seas celosa. Pero hacer un viaje así. ¡En noviembre! ¡Te habrán contado cosas horribles!

Habían regresado al comedor.

—¡Caramba! ¡Nos olvidábamos del garaje!

—Haces mal en burlarte —balbució Mireya.

Y, de nuevo, estuvo a punto de echarse a llorar.

—Bueno, ven a contarme ese gran drama. Acomódate en la butaca mientras yo enchufo el radiador. ¿Muy cansada? Ya noto que no puedes más. Por lo menos, ponte cómoda.

Acercó el radiador a las piernas de su esposa, la desembarazó de su sombrero y se sentó en el brazo de su butaca.

—Una carta anónima, ¿eh?

—¡Si sólo se tratase de una carta anónima! Es Luciana quien me ha escrito.

—¡Luciana…! ¿Tienes la carta?

—Ya lo creo.

Abrió el bolso y sacó un sobre. Él se lo arrancó de las manos.

—Es desde luego su escritura. ¡Caramba, qué raro!

—¡Oh! Y no ha tenido inconveniente en firmar.

Él fingió que leía. Se las sabía de memoria aquellas tres páginas que Luciana había escrito la antevíspera en su presencia: «… una mecanógrafa del "Crédit Lyonnais", una pelirroja muy joven, que va a verlo todas las noches. He vacilado mucho tiempo antes de decidirme a advertirte, pero…».

Ravinel andaba de un lado para otro, agitando las manos.

—¡Es inimaginable! Luciana debe haberse vuelto repentinamente loca…

Deslizó la carta en su bolsillo, con un ademán que quería ser maquinal, y consultó el despertador.

—Evidentemente es un poco tarde… y además, miércoles; ella debe de estar en el Hospital… ¡Lástima! Habríamos aclarado inmediatamente este embrollo. En todo caso, nada perdemos con esperar.

Se detuvo bruscamente y abrió los brazos en señal de perplejidad.

—Una mujer que se titula amiga nuestra… Que consideramos como de la familia… ¿Por qué? ¿Por qué?

Se sirvió un vaso de vino y lo bebió de un trago.

—¿Quieres comer algo? De todos modos, no es una razón que porque Luciana…

—No, gracias.

—Entonces, ¿un poco de vino?

—No. Sólo un vaso de agua.

—Como quieras.

Cogió el jarro, sin temblar, llenó el vaso y lo dejó ante Mireya.

—¿Y si alguien hubiese imitado su escritura, su firma?

—¡Vamos, vamos! La conozco demasiado bien. ¿Y este papel? En fin, la carta ha sido enviada desde aquí. Fíjate en el matasellos: Nantes. Fue depositada ayer. La he recibido por el correo de las cuatro. ¡Oh, qué sorpresa!

Se pasó el pañuelo por las mejillas y alargó la mano hacia el vaso.

—¡Ah! No he vacilado ni un momento.

—En eso te reconozco bien.

Ravinel le acarició suavemente el cabello.

—En el fondo, tal vez Luciana esté sencillamente celosa —murmuró—. Ve que estamos unidos… Hay personas que no pueden soportar la felicidad de los demás. Al fin y al cabo, ¿sabemos lo que ella piensa? Te cuidó admirablemente hace tres años. Oh, de eso no puede haber duda. Incluso puede afirmarse que te salvó la vida. Porque estabas bastante enferma, ¿sabes? Pero, en fin, su oficio es salvar a la gente. Y luego, tal vez se tratase de un caso de suerte. No todas las fiebres tifoideas son mortales.

—Sí, pero recuerda lo amable que fue… Hasta hizo que me llevaran a París en la ambulancia del hospital.

—¡De acuerdo! Pero ¿quién podría asegurar que ya desde entonces no pensara en interponerse entre nosotros? Ahora que medito en ello, me ha hecho algunas insinuaciones. Me sorprendía encontrármela tan a menudo… Oye, Mireya, ¿y si estuviese enamorada de mí?

Por primera vez, el rostro de Mireya se iluminó.

—¿De ti? —dijo—. ¿De un vejestorio? ¿Quién te crees que eres?

Bebió a pequeños sorbos, dejó el vaso vacío y, al ver a Ravinel muy pálido y con los ojos brillantes, agregó mientras le cogía la mano:

—¡No te enfades, cariño! He dicho eso para hacerte rabiar. ¡Ahora me tocaba a mí!