Mucho tiempo después, dicen, se podía ver en la capital a un cuchepo —que podía ser el Mocho— pidiendo limosna en la calle. Se movía apenas, impulsándose con las manos y dándole un gran movimiento de vaivén a su cuerpo. Llevaba siempre unos cuantos pesos mendigados sonándole en el bolsillo.
Los transeúntes lo veían con los ojos blancos, como de pescado, mirando el cielo de vez en cuando y escudriñando el aire y el viento, y se preguntaban por qué el cuchepo aquél —mágico, hechicero, brujo— tendría visiones de las que a nadie hacía partícipe… porque decía ver figuras, objetos, cosas inscritas en el cielo. Sí, era un cuchepo mágico, reflexionaban los transeúntes que lo conocían de vista. Algunos lo saludaban de lejos, pero no se atrevían a acercarse porque les daba miedo; sobre todo, los niños. ¿Sería verdad lo que se murmuraba, que el cuchepo andaba detrás de una mujer maldita que le había cortado las piernas, y que buscaba vengarse de ella? En todo caso, arrastrándose con las manos, sus palmas ensangrentadas, dándose impulso con el vaivén del cuerpo, no parecía que pudiera llegar muy lejos.
En la esquina de Pedro de Valdivia con Providencia, en Santiago, el cuchepo se había convertido en una figura muy popular. A veces la gente se detenía, un poco desde lejos, para observarlo: cómo se movía, cómo se desplazaba, cómo se subía o se bajaba de una micro, de un bus, de un colectivo. Todos sabían que se llamaba Jacinto Rojas Terán. Tenía la cara hinchada y roja, cubierta de cicatrices secas que lo deformaban y escribían una especie de notación de la desgracia en sus mejillas, en su nariz, en su boca. Sin embargo, no era un rostro desagradable: los ojos le brillaban a veces de manera picara y eran verdes, como de roto malo. Tenía todavía casi todos sus dientes, y muy blancos, y cuando una mano generosa le daba más dinero de lo esperado, Jacinto sonreía de una forma en que lucía sus dientes y hacía destellar sus pupilas.
No se sabe por qué todo el mundo le decía «el Mocho». El Mocho mágico. El Mocho maligno. De noche perseguía a las viejas en la calle, gritándoles cosas. Esperaba a los niños a la salida de la escuela. Si le tenían temor, no era porque él tuviera ciertos aires eclesiásticos —aunque lo seguía a todas partes un olorcillo a vino que siempre lo rondaba, permaneciendo adherido durante días y días a su ropa miserable—, sino porque alguien había echado a correr la especie de que en el pasado había sido cura… De eso le quedaban sólo su manera untuosa de hablar, un vocabulario más abundante que el habitual y una misteriosa elegancia al dejarles el paso a los niños mientras escudriñaba sus rostros. Pero esto lo hacía solamente para que cruzaran la calzada antes que él.
A veces acudía a hablar con él una mujerona alta y corpulenta, de grandes pechos, como inflada, vestida con colores chillones. Esta mujer lo seguía, como implorándole. Pero el cuchepo la echaba:
—¡Ándate, puta de mierda!
—Pero, Mocho…
—Lárgate, te digo, si no quieres que llame a los carabineros y les diga cualquier cosa de ti.
Después, alguien lo vio alguna vez en un circo de barrio haciendo piruetas: saltaba sin piernas, rodaba como un rodillo por el suelo, hacía imitaciones con su voz ronca, caminaba con las manos. De esa manera lucía toda su gracia: era la época en que el cuchepo, vestido con los jirones de un disfraz colorado, fue el protagonista de uno de los números preferidos del circo.
Después de la función, sosteniendo diestramente un platillo entre los dientes, recorría la galería y los balcones pidiendo limosna. Su platillo se llenaba pronto, porque todos le tenían cariño al pobre Mocho, y a veces les gustaba charlar con él y hasta hacerle bromas pesadas. La gente lo quería, o bien le hacían gracia al público sus maneras cortesanas y sus morisquetas.
La cosa es que una tarde la Bambina asistió a una función de circo para contemplarlo —aunque casi no veía— desde la platea. Después se fueron juntos, hablando. Ella no podía evitar el recuerdo de sus propias pruebas circenses, y con su corazón roto de nostalgia se sentía fuera de toda función. Pensaba que, claro, ya estaba demasiado vieja para las pruebas… pero mientras vislumbraba como entre nieblas al cuchepo que evolucionaba ágilmente sobre sus manos en el aserrín de la pista, no podía dejar de recordar, una y otra vez, sus propios triunfos profesionales: sobre todo la famosa Araña Contorsionista, rutilante de lentejuelas verdes, realizando sus bailes, anudando y desanudando su cuerpo ante los aplausos estremecidos del público, que no entendía cómo podía ser… La Bambina llevaba entonces una corona de brillos verdes en la cabeza, largos guantes verdes y brillosos, zapatillas de charol verde. Pero de todo eso hacía ya mucho tiempo. Quién sabe dónde estaban, qué se habían hecho todas esas prendas. Ahora no era más que la dueña de una modesta cocinería en los barrios de extramuros —llamada, naturalmente, «La Araña Verde»—, una cocinería que atendían la Magaly y el Mocho Chico, disfrazados de escoceses con unos trajes que la Bambina ni recordaba ya dónde los había obtenido.
La Magaly y el Mocho Chico, debido a su falta de peculio, se sentían capaces de hacer toda clase de números, lo que les pidieran, lo que les exigieran, con tal de poder refugiarse en el escuálido calor de la Bambina… que, casi ciega y todo, seguía siendo como una madre. Sabían muy bien que la Bambina no tenía mucho tiempo más para vivir; cuando muriera, «La Araña Verde» sería de ellos.
La Magaly tenía dos niños, y el Mocho Chico, ya harto, los azotaba a veces para que se callaran. Pero en la noche, con los dos niños en la cama del lado, se quedaban hablando horas y horas acerca de qué iban a hacer con la cocinería y qué destino podían darle.
Buscando que te busca, en la playa y entre las rocas, la Magaly había encontrado trozos del catalejo de Arístides. A veces, cuando el Mocho Chico estaba dormido, se lo aplicaba a un ojo para mirar por él. ¡Qué catalejo! Para qué podía servir, si no era más que una porquería. Sin embargo, no lo tiraba y lo guardaba en el fondo de un cajón. Pero en ese vidrio había un ojo, un ojo que lo veía todo, y para la Magaly era como si tuviera la fantasía de ver, casi de tocar, los pinares del sur, el palacio, las minas, a la María Paine Guala, a la Canarito, a todos los personajes que ella no conoció… y así abandonaba el mundo estrecho de la cocinería para dejarse llevar al sur. Y no tiraba el catalejo a la basura, como había sido su intención al rescatarlo del fondo del cajón, sino que lo volvía a guardar para otra noche de insomnio.
La Elba —el cuchepo se la tenía jurada, y por Dios que haría realidad su promesa— prefirió finalmente desaparecer. Pese a que sentía que su vida no valía ni un céntimo, tenía miedo. Una familia norteamericana, para la cual había empezado a trabajar como sirvienta, la lavó, la peinó, le estiró su melena… Remozada, la Elba partió con ellos a Estados Unidos: tierra, tierra, nunca habría demasiada tierra entre ella y el cuchepo. Quién sabe qué vida la esperaría allá, pero sería mejor que ésta. Acá había terminado por vivir en el terror constante de la venganza del Mocho. Y, pensándolo bien, no podía ser de otra manera: para qué habrían sucedido todas estas desgracias, por qué tuvo que quedar lisiado el pobre Mocho, que había sido un artista estupendo… Lo veía reducido ahora a pedir limosna con el platillo entre los dientes, como un perro.
Antes de partir a Estados Unidos, solía ir todavía a verlo a la calle, o a un teatro, en medio de otras personas que ella no conocía. Y escondiéndose lo seguía. ¿Y si hablara con él? ¿Qué podía decirle? ¿Podrían charlar como antes y recordar el Pabellón y la mina? ¿Sabría contestarle, sabría de qué le estaba hablando, o con el tiempo se le habría borrado el pasado completo? ¿Estaría completamente transformado en un limosnero que depende de la caridad de la gente que pasa por la calle? ¿Para esto habían muerto, entonces, el abuelo, y Antonio Alvayay, y Vicente Norambuena, y Nelson Villagrán? ¿Para esto habían quedado todos encerrados en el derrumbe negro del pique grande? No, era preferible no hablarle y recordarlo tal como había sido en otro tiempo: un ser superior —superior a ella, por lo menos—, un artista creador que imaginaba sus números a medida que los iba encarando.
Un anochecer, la Bambina fue arrollada por un auto… Había salido de «La Araña Verde» con el corazón pesado de vergüenza y de nostalgia. Ésta no era vida para ella, que había nacido para otra cosa. Ella era artista, artista de circo, amante de los brillos, las pruebas difíciles y las contorsiones más complicadas… ¿y en esto había terminado todo?
Parada en la esquina, estuvo esperando por si pasaba la micro que la acercaría a su casa. Cientos o miles le parecían los agresivos vehículos que la rodeaban por todas partes y se obstinaban en pasar antes que ella. Pero ella estaba todavía envuelta en la luz verde de sus mostacillas, que reflejaban el mundo entero con un esplendoroso sol verde. ¿Por qué los autos iban a pasar antes, si ella era verde… con un vestido precioso que por desgracia ya no existía? Estaba tan embebida en sus sueños, tan torpe en su ceguera, tan abstraída en sus recuerdos —eran lo único que le importaba—, que sin darse cuenta de lo que hacía intentó cruzar la calle entre el enjambre de autos que no veía porque estaba ciega… Un auto pasó demasiado cerca de ella, rozándola. ¿La perseguía el auto a ella o ella al auto? ¿Quién era el enemigo de quién? La Bambina estaba demasiado ciega para equilibrarse, y el roce del auto la volcó sobre el pavimento.
La gente se arremolinó para ayudarla a ponerse de pie. Un cuchepo gritaba pidiendo auxilio, por favor, auxilio. ¿Quién era ese cuchepo?, se preguntaba la gente, ¿qué tenía que meterse en una cosa así? Y la contorsionista quedó tirada en medio de la calle, oyendo los gritos del cuchepo, rodeada de gente, con todos sus huesos rotos —sus huesos, que habían sido su instrumento de trabajo y de creación— y pensando, si es que podía pensar, que todo era por la culpa del Mocho. Él había venido siguiéndola —así como la Elba lo seguía a él— tras verla salir de la cocinería, y en una esquina presenció cómo el auto atropellaba a la Bambina: era una venganza, un ajuste de cuentas… ¿Sería ésta su manera de hacerle pagar todas las cosas malas que ella le había hecho… robarle plata, irse con otros hombres por temporadas enteras, en fin, todos los errores de su vida? Pero se puso a gritar desesperado, pidiendo auxilio, aullando… y como era chico y deforme, la gente no le hizo caso.
A las pocas semanas, apenas la Bambina fue capaz de discernir alguna idea —los huesos todos quebrados por la fragilidad de su vejez—, lo primero que pensó fue: no voy a poder ser artista nunca más. Ya no me van a aplaudir, ya no voy a poder ser contorsionista, ya no voy a poder bailar como la procaz Bambina. Sí, ya nunca más podría oír los vítores, ni sentir el suspiro de asombro en la galería, ese sobrecogimiento de suspenso durante el mágico momento de creación, cuando grandes y chicos se abisman ante las proezas del artista: tendría que dejar para siempre de ser la Bambina.