Hace como tres meses que el Mocho Chico les dijo a los curitas que le dieran permiso para ir a pasar los domingos en la tarde en la casa de la Bambina. Se efectuó la tercera visita y se quedó. Tanto para el Mocho como para la Bambina —que siempre creyeron que el Mocho Chico los despreciaba— fue una sorpresa muy agradable este antojo del muchacho.
Tiene ahora una urgencia tan repentina y extraña, que es como si se hubieran borrado de su memoria los curitas con sus campanillas y sus paramentos. Pero, con todo, el Mocho Chico no se ha despojado del hábito. Desde que emprendió sus excursiones a la casa de la Bambina, ella se desvive por atenderlo lo mejor posible. Ya es casi un habitante de la casa: el Mocho Chico comprende que, a la muerte del Mocho y de la Bambina, quedará como dueño del prostíbulo y hará lo que quiera con él… aunque todavía no tiene pensado qué va a hacer.
A la hora en que comienza a llegar la clientela, y aparecen los borrachos y las putas, se mete en la cocina, donde está caliente, y se enzarza en largas conversaciones con las mujeres. Muy pronto se hace amigo de ellas. Ni el Mocho ni la Bambina comprenden este cambio del Mocho Chico. A todo esto, el Mocho Grande le había regalado al Mocho Chico lo que quedaba del catalejo: resortes, cristales, tornillos, ruedas, toda una confusión de piezas. Ya no tiene vidrio y no se ve nada con él: no sé sabe para qué puede servir. Sin embargo, el Mocho Chico espera poder arreglar ese instrumento alguna vez. Arístides se queda mirando un poco al hijo de la Elba y de Antonio. ¿Por qué, por qué salió tan igual a él, que ni siquiera tocó a la Elba? Pero sus cuentos, narrados en el aire humeante de las fogatas, pueden haber llevado algún hechizo. Sin embargo, ni él ni la Bambina comprenden este cambio, a no ser por un tardío despertar de sus hambres sexuales: tiene dieciocho años y ya es tiempo.
—¿Por qué será? —se pregunta Arístides.
—Por todo el asunto de la familia debe ser —dice la Bambina.
—Pero no somos una familia, tú y yo. No estamos casados por ninguna ley.
—Pero es que yo soy puta.
—No seas tonta. ¿Qué tiene que ver?
En el comedor, el Mocho Chico prende la radio. Se reclina sobre el alféizar de la ventana para mirar la lluvia que cae sobre el mar. Conversa con las putas ociosas que cosen o tejen, les pide que le remienden el hábito.
La Magaly lo tiene embrujado, eso es lo que concluyen el Mocho y la Bambina, y lo dejan pasar, pero no sin sobresalto. El Mocho Grande quisiera ser dueño del telescopio ahora, pero ya no lo tiene, para poder mirarlos y poderlos entender. En todo caso, se está allí no más, disfrutando de la pereza o dormitando. El Mocho Chico jamás reclama por nada ni exige nada: una taza de té de vez en cuando, no más, o que renueven el carbón en el brasero y le presten un poncho para sus rodillas cuando sopla el cierzo afuera.
La Elba se queda en la casa de la Bambina, viviendo allí. Lava y plancha, y anida a hacer la comida, las camas y el aseo. Barre y pasa el plumero y el trapo: soy indispensable en esta casa, tanto la Bambina como el Mocho me quieren, soy buena para conversar y recordar las cosas de antes que compartimos, nos entretenemos murmurando sobre el pasado. Dejamos que pasen los pensamientos, volando como nubes en el recuerdo. Tenemos tanta historia juntos: el pueblo, la mina, el Pabellón, Antonio…
¿Te acuerdas, Mocho, de cuando yo te pillaba mirando a la Elba por el catalejo y me daba un berrinche tan grande que agarraba todo a patadas y lo rompía todo? ¡Ah, pero entonces éramos jóvenes y teníamos el ánimo exaltado! En fin. Y murmurando sobre el pasado logramos atrapar la vaguedad de los pensamientos presentes. Aquí fue donde murió el Antonio Alvayay. Aquí había unos montones de fierro, ahora descartados, y más allá unos fierros activos que sonaban de día y de noche sin parar. Aquí se venían a bañar las chiquillas cuando eran jóvenes, aquí estaba la casa de la Empresa… Aquí tantas cosas.
A veces, durante sus gotas de charla, pasean juntos por la playa y por las dunas y visitan lo poco que va quedando del Pabellón y de las minas, y cada cual recuerda detalles que los otros han olvidado.
Un día el Mocho tiene una sensación mágica: señalando el cielo con un dedo, sigue la dirección de la nubes, del viento y del frío. Dice que miren, no se lo pierdan, el cielo está precioso, lleno de pescados plateados que navegan por el azul, agitando sus colas en el aire y luciendo entre las nubes la platería de sus escamas.
Nadie le creyó ni una palabra al Mocho —era un loco, un visionario; desde joven, cuando trabajaba en el circo, lo había sido—, pero todas quisieron ver los pescados nadando en las nubes y siguieron su dedo que señalaba como si persiguiera sus visiones por el cielo de acero. Hacía frío, el viento levantaba los vestidos de las mujeres, encumbrando las nubes platinadas, cambiando el color y la luz y sus formas, según de dónde soplara la travesía. Producía distintas formas sobre los cerros —un perro que ladra, un árbol que se cimbra, un palacio, una terraza, una torre, un techo de tejas mojado por la lluvia—, que cambiaban de aspecto y color. Negro, verde, plateado, azul, en las tardes cuando todos los colores son tan variables, inasibles, disueltos, sin nombre: no es posible fijarlos. Pero era hermoso contemplar los atardeceres de invierno aunque nadie hasta ahora hubiera hablado jamás de los jureles que navegaban por el cielo.
Esta vez, sin embargo, al mirar, más de alguien le creyó al Mocho. ¿Que no veían las nubes puntiagudas, las aletas agitadas, los ojos brillando, traficando entre las nubes? Los jureles eran comida, la de todos los días, fritanga o caldillo, y no materia de la fantasía. Las chiquillas de la casa estaban entreteniéndose con las nubes que eran pescados, y la Bambina admiraba los detalles ictiológicos que el Mocho le iba proporcionando, tan veraz su apariencia que hasta ella misma, incrédula y semiciega, se vio transportada. El Mocho, entonces, entusiasmado, quiso organizar esa misma tarde, porque era una tarde preciosa, una excursión a los cerros de Chivilingo para contemplar desde allí todo este prodigio: eran nubes móviles, atléticas, musculadas, con las aletas despiertas y los ojos tan luminosos que parecían más vivos que todo el paisaje que los rodeaba.
—Vamos, chiquillas, vamos a divertirnos a Chivilingo, que es desde donde hay mejor vista, vamos aunque tengamos frío, aunque tiritemos y estemos un poco húmedas, la Cuca siempre está un poco húmeda y todas están bastante resfriadas ya, Elba, pero estamos todas transidas y aunque tiritando con el viento no quisiéramos salir pero vamos a salir de todos modos y no hay quien resista el llamado de los jureles desde el cielo, ni el llamado del Mocho. Todas, finalmente, se pliegan felices a la excursión a los cerros de Chivilingo donde están las tumbas de los pescadores. Llevan chales y pañuelos, pero a medida que suben, exponiéndose al viento, se van arrebozando, echan mano de abrigos, y todas van volviendo, una a una, a la casa de la Bambina, que era el lugar más protegido, con sus piezas grandes, aunque cerradas.
La primera que volvió fue la Magaly, porque era flaca y friolenta.
—Me carga —exclamó, y corriendo a la casa se guareció inmediatamente debajo de su frazada, sin siquiera mirar para afuera por la ventana. No ver ni un solo rajón de luz era lo mejor, y allí se escondió tiritando.
Desde la oscuridad de la casa abandonada, cuando todavía no habían encendido las lámparas de carburo, ni habían llegado los demás, una silueta sale a encontrarla.
—¿Eres tú, Magaly?
—¿Qué haces aquí, Mochito?
—¿No reconoces mi ropa? Encendiendo la lámpara para ver mejor, la Magaly dibuja la silueta de un hombre vestido con falda.
—No. Es la primera vez que te veo vestido así…
—¿Te da miedo?
—¿Quieres un té y una hallulla caliente? —pregunta ella, sin hacerle caso.
—¿Por qué no?
La Magaly le gritó a la Cuca que preparara un té y tostadas, y se sentó al borde de su cama para conversar con el Mocho Chico del tiempo, de la lluvia, del frío maldito que estaba haciendo.
El Mocho Chico y la Magaly se quedan hablando un rato en la gran casa vacía. Ella le ofrece otra taza de té con más pan, y se sirve lo mismo para ella. Mascan al mismo ritmo, sonriendo juntos en silencio. Escuchan el crujir de los panes en sus bocas y el Mocho Chico, entonces, después de una sonrisa muy especial de la Magaly, la toma por la cintura, la besa en la boca y ella lo besa a él. El silencio de la casa se les pega a sus besos y se quedan allí, haciendo el amor —porque tienen hambre y frío y están solos— en el fondo de la casa de la Bambina, hasta que sienten abrirse y cerrarse las puertas de calle, y entonces se visten rápido y salen a acoger a las chiquillas.
De ahí en adelante, hacen el amor siempre que pueden: cuando la casa está vacía, en la mañana antes de que los demás despierten, o en la noche muy tarde, cuando la Bambina y el Mocho, que ya están viejos y se cansan, se sienten demasiado agotados para seguir mirando la televisión y prefieren apagarla y dormirse. Pero la Magaly y el Mocho Chico también terminan quedándose dormidos. Y cuando están todos dormidos, el Mocho se levanta y en la punta de los pies va hurgueteando los cajones y dando vuelta la casa a ver si encuentra el catalejo: era su visión, sus ojos, los ojos de los demás… todos los ojos.
Al cabo de unos meses de amistad, el Mocho Chico y la Magaly, después de paseos juntos, de idas al cine, de conversaciones hasta tarde en la noche y de subrepticios episodios eróticos en la playa, o entre las rocas, o en un rincón de la casa, deciden que lo que más ansían en el mundo es casarse.
No sabían muy bien qué era eso, ni para qué lo querían, ya que ni uno ni otra tenían arrestos místicos, ni conocían la experiencia de la paternidad y la maternidad, y menos la experiencia de una familia que murmura, calentándose alrededor de las brasas. Pero pese a su ignorancia, se querían casar porque sí, porque querían casarse.
Una noche se lo dijeron a la Bambina y al Mocho. Ambos se enfurecieron y agarraron a patadas las lámparas, y los arrinconaron para pegarles y castigarlos. ¿Estaban locos? ¿Con qué iban a vivir? ¿Qué era toda esta fantasía, toda esta farsa de matrimonios? ¿Era el vestido de novia lo que la tenía encandilada, y la corona de azahares? Bueno: ni una cosa ni la otra. El Mocho y la Bambina se habían pasado años de años juntos sin necesidad de certificados. La verdad es que adentro, muy adentro, de algún modo, la Bambina sentía una profunda y dolorosa envidia por la Magaly. ¿Por qué se cree más que una? Esta chiquilla se cree mejor que yo porque no es puta. ¿Por qué no tenían una guagua, por qué eso no les bastaba para estar como estaban? Mientras tanto, el Mocho alegaba de la pobreza del peculio del Mocho Chico para emprender esta aventura que significaba tantas obligaciones. Las chiquillas de la casa, en cambio, se pusieron felices. ¡Un matrimonio y probablemente un niño en la casa! ¡Cómo cuidarían el embarazo de la Magaly, con qué cuidado le harían su ropa y le pondrían sus arreos de novia a la muchacha! Pero la Bambina no quería saber nada del asunto. Era todo una farsa y sanseacabó.
Hasta que un día, acezando de deseo y amor, el Mocho Chico y la Magaly decidieron huir de la casa. Arreglaron sus pocos bártulos, se vistieron con sus mejores ropas, el Mocho Chico cambió su ropa sacerdotal por otra menos vistosa, y partieron en el tren de Curanilahue. Pasó mucho tiempo sin que nadie los viera ni supiera de ellos: la Bambina lloraba día y noche, no sólo por la Magaly, sino porque su amiga la meica había confiado en ella para que hiciera de la niña una artista, y el fracaso de todo el asunto estaba en esta manía del matrimonio y en la desaparición de la pareja. Y el Mocho alegaba que todo era una venganza contra él, que él era la víctima, que no sabía en qué sentido había hecho mal, que el Mocho Chico había hecho siempre lo que había querido y ahora desaparecía sin dejar rastro. ¡El Mocho Chico era un desgraciado y que ni pretendiera volver a la casa! ¡Si volvía le rompería el catalejo en la misma crisma y sanseacabó!