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La Bambina estaba casi ciega. Lo poco que veía, lo veía como a través de un velo, y el Florín y la Magaly tenían que ayudarla a movilizarse. La chiquilla se había hecho grande, hacía bastante tiempo que echaba cuerpo de mujercita… un cuerpo bien utilizado por los parroquianos nocturnos de la Bambina.

Muchos chismes sombríos corrieron en esa época por la casa de la Bambina, considerada ya el prostíbulo principal de la zona. Misteriosamente, la Magaly había vuelto a ser la regalona de la dueña de la casa… y cuando cumplió dieciocho años, su madrina le ofreció lo que se le antojara. La niña le pidió que festejaran todas las mujeres de la casa con un picnic y un paseo a la playa del Chambeque, que sólo algunas conocían.

Las regocijó tanto la brillante idea de la chiquilla, que pasaron unos cuantos días aprontando el festejo, comprando sandías y melones, haciendo pan amasado, humitas y pastel de choclo, y terminaron preparando un cleri con duraznos y un borgoña con frutillas como refrescos para el día en la playa. Fueron tantos los chillidos y las órdenes de la Magaly, mandando que bajaran esto o aquello, o que cargaran esto o lo de más allá, que las mujeres se confundían y nada quedaba como ella había ordenado.

Rodeando al Mocho vigilante y protector, las mujeres —tanto las amigas como las empleadas y las putas— salieron en alegre revoltijo rumbo al mar. En el trayecto no tuvieron problemas. Habían temido que, paradas en sus umbrales, las señoras del pueblo les gritaran insultos alusivos a su profesión; en cambio, sólo le lanzaron felicitaciones a la festejada. Unos cuantos amigos, de los que en la noche solían aparecer para «ocupar» a alguna de las asiladas, las ayudaron a transportar sus bártulos a la playa. Clavando cuatro estacas en la arena, extendieron a modo de toldo la sábana blanca de la Bambina. Después los hombres se fueron para no molestarlas: que las mujeres se divirtieran a su aire, hablando cochinadas donde ellos no tenían nada que meterse. Bajo el toldo se instaló la Bambina, papal como bajo un baldaquino, la Magaly dándole aire en la cara con un soplador, como a una cortesana, para que el sol no le estropeara el cutis. En torno a ella, innecesariamente pudorosas, las mujeres se escondieron para cambiarse los vestidos por trajes de baño.

Partieron las sandías y destaparon el cleri, dando vuelta sus abundantes traseros y tirándose la pelota de cascos de color mientras comentaban las delicias de los baños de mar y de sol. Se untaban con un bronceador pegajoso. La arena se les pegoteaba, negruzca, manchando sus nalgas, y alguna pepa de sandía, negra como un escarabajo, remontaba por sus carnes sobreabundantes. Saltaban chillando para atrapar la pelota de colores, simulando así un poco de juventud y jugando a ser infantiles con su estridencia.

Alejada, y por la orilla del mar, vagaba en silencio una chinchorrera canosa y chascona, pescando el carboncillo de las olas con una tétrica red negra. Miraba los juegos con seriedad y desde lejos. Lenta y avejentada, su figura tenía una melancólica inclinación de fatiga. Nadie se preguntó quién podía ser: era una chinchorrera, nada más, de las que apenas tienen con qué comer. Sin embargo, el Mocho no pudo dejar de mirarla. Esa mujer era del mar, del carboncillo y la playa. Era todo lo que el Mocho conocía de toda su vida. No pudo dejar de mirarla y mirarla, como con un catalejo, innecesario porque la tenía tan a la mano.

La chinchorrera vagaba, chascona y desaliñada, pescando el carboncillo de las olas con su red negra como la muerte —así le pareció al Mocho—, negra como su pasado. Y en silencio y observando los juegos con seriedad y desde lontananza, se quedó con los ojos fijos en ellos.

¿Por qué tenía esta mujer, lenta y avejentada, el poder —sí, era poder, se dijo el Mocho— de fijarlo como en la redoma de su catalejo? No, no era de ella el catalejo: era suyo, suyo, y durante años lo había usado para mirar el mar y a las mujeres que pasaban por el horizonte. Ésta parecía demasiado vieja. Era una chinchorrera nada más, de las que suelen pulular durante la noche en los piques clausurados por antiguos derrumbes. Sin embargo, el Mocho no pudo rechazar un fogonazo: esa mujer le recordaba a la que viajó con él en el tren a Lota, la primera vez, y se bajó a su lado en el andén. Tenía el mismo olor a carbón, y él adivinó el mismo tacto de su ropa, como si se deshiciera entre los dedos. Se metió las manos en los bolsillos para buscar el catalejo. No estaba.

De pronto se dejó caer el chaparrón helado que se venía preparando. Las mujeres empapadas corrieron a refugiarse ineficazmente bajo el toldo transido por el agua que corría. Hacinadas, un cuerpo mojado pegado al otro, miraban llover sobre el mar y la arena, tiritando y con sus minúsculos trajes de todos colores pegados al cuerpo como otra piel floreada. Chillaban como una bandada de queltehues. Las mujeres intentaban librarse del agua que las sopeaba. Alguna se quitó el traje de baño para secarse más fácilmente. Otras salieron corriendo, con la pelota bajo el brazo, porque era de ellas, rumbo a la casa para protegerse allí. Daban diente con diente. Por sus cuerpos corría el agua. Se quejaban de la mala suerte. ¡Que se les hubiera aguado un paseo que emprendían tan rara vez! En las pozas que se formaron, navegaban trozos de cascaras de sandía. Y cuando amainó y quiso salir el sol, el Mocho se quitó el pañuelo mojado con que cubría su cabeza y se puso un pañuelo seco, muy grande, anudándolo en las cuatro esquinas, con la ayuda de la Magaly y de la Bambina.

Las mujeres fueron saliendo de debajo del toldo. La chinchorrera canosa, junto al Mocho, exhalaba un olor como a relleno mojado. ¿Era olor a relleno mojado? Lo curioso era que este olor a relleno tenía una especie de trasfondo, un peso del que no podía desligarse. ¿Era un olor a relleno o era un olor a vidrio, a cristal…? Pero ¿tienen olor los cristales? ¿Cómo era posible que esta mujer lo enfocara a él con todo el cristal de su atención? No, era olor a carboncillo.

La chinchorrera, entonces, sacó de un pliegue de su indumentaria una peineta y, para secarse las canas, comenzó a pasársela por su greñas hasta dejarlas erizadas. Las mujeres, más allá, jugaban nuevamente a la pelota o a la brisca. En la arena ya casi seca tejían, y gritaban, echando carreras en la playa, tratando de secarse con el sol recién nacido mientras otras se habían marchado a la casa, furiosas con la traición del clima que les había estropeado el paseo: aunque ya no llovía y había salido un poco de solcito, todo seguía empapado, goteando. ¿Por qué tenía olor a vidrio la chinchorrera? ¿Era posible que le hubiera robado el catalejo, su pobre catalejo que ya no veía, su catalejo ciego que ya no servía para nada, ni para observar desde lejos a las mujeres dotadas de pechos y nalgas abundantes?

El Mocho no pudo abandonar a la chinchorrera, como si su fetidez lo inscribiera, como a un prisionero, dentro de su desagradable circuito. Se acercó a ella. Las mujeres se disponían a marcharse. La observó sacudirse la melena, que parecía haber crecido poniéndose más hirsuta y fragante. Los sucesivos pases de la peineta le inflaban el pelo ya seco. Arístides fijó un minuto su vista sobre ella. Fue como si la mujer, mágicamente, le hubiera transferido la posesión de su cristal a él, y esto lo hizo verla enorme de repente:

—¡Eres la Elba! ¡Elba!

—¿Quién? —preguntó la Magaly.

—¡Elba! ¿Tú eres la Elba?

—Sí, soy la Elba.

—¡Qué vieja estás, chiquilla!

—Claro que es la Elba —dijo la Bambina.

Y abrazándose los tres, porque habían pasado años sin verse, se sentaron en la arena, enhebrando largas charlas de pura nostalgia: que la Cuca… que el Vicente Norambuena… que el Santito… y claro, el pobre A. había muerto hacía tanto tiempo —mucho antes que Antonio y que tu suegro, Elba—, pero estaba tan enfermo que ya ni pena daba.

Todos teníamos algo de que quejarnos, pese a que yo no me quejé mucho porque todo mi dolor está inscrito en mis facciones apagadas, en mi miseria, en el secreto de mis canas que han aumentado… Elba, por Dios, estás hecha una vieja, tienes que venir a la casa, yo te tiño las canas para que te veas un poco menos anciana, que con tus canas me echas a mí muchos años encima.

El Mocho la veía enorme, como si no quisiera ni supiera desprenderse del cristal del catalejo que la tenía prisionera. Junto a ellas, aspiraba y resoplaba para no sentir el olor de la Elba, ese mismo olor a carboncillo de todos los habitantes del pueblo, con su polvo mineral que lo impregnaba todo. La Elba dijo que ella, quién sabe cómo, no sólo sabía de la muerte del A., ocurrida hacía tanto, sino también de la muerte de casi toda la gente que ella, de chiquilla, había conocido en el pueblo.

El Mocho era un hombre distinto ahora. Después de tantos años con los artistas, y luego trabajando para los señores en el Pabellón, se había pasado un tiempo organizando desfiles, marchas, protestas. Su corazón no pudo soportar los asesinatos perpetrados por los militares. Cuando supo que habían apresado a Vicente Norambuena y lo tenían en la cárcel, y que después, amarrándole un riel al cogote, lo fondearon en lo más hondo del mar, no pudo soportarlo. ¡Fuera, abajo, malditos sean!, gritaba el Mocho. Claro, comentó él, comentó ella, comentó la Bambina, quiso comentar la Magaly pero la hicieron callar. Nadie tenía qué comer en aquellos tiempos, se estaba terminando lo poco que los milicos dejaron del pobre pueblo. ¿Cómo soportar que al Nelson Villagrán lo hayan llevado al fondo de un viejo pique y lo fusilaran allí, dejando su cuerpo para que se pudriera o se secara o se lo comieran las alimañas?

Hacía un buen tiempo va que el Mocho no era hombre de la Empresa. Durante años la Bambina estuvo convenciéndolo del odio contra los ricos. Hasta que el Mocho desdeñó su propio pasado en el convento: las misas, las bendiciones, las campanillas, las vinajeras. Sí, ella había pasado demasiados años convenciéndolo del odio contra los ricos, y fue tan eficaz que el Mocho no sólo abandonó la religión, sino que le quedó un odio parido por la Empresa, por los culpables de haberles quitado el circo. Todos los artistas estaban dispersos ahora. ¿Por qué obedecer a los señores, ellos que habían tenido trabajo, un trabajo de burros, es cierto, pero en su propio circo, donde él y la Bambina eran por lo menos los empresarios? Somos independientes, no queremos, la Bambina y yo, darles plata a los ricachones, deslomándonos para que ellos junten millones mientras el resto del pueblo nos hacemos más y más pobres.

De vez en cuando nos comemos un conejo cazado en el monte o un manojo de uvas robado en una parra cualquiera. Sí, el pueblo se fue para abajo. ¿Cómo impedir que una chiquilla como la Magaly se enamoriscara de barbones y peludos como los que veía en el cine ahora, como los chiquillos que veía corretear con el pelo en el aire alrededor de la plaza? ¿Cómo no odiar a los que matan a la gente como uno, si no tienen la suerte de alcanzar a huir a otro lado, donde otros milicos pueden atraparlos, encarcelarlos, matarlos? La Bambina recordó a la Elba con su gran mata de pelo negro, como era antes, en los tiempos cuando la Bambina no necesitaba ni a la Magaly ni al Florín para que la condujeran por los vericuetos del pueblo.

Eran otros tiempos y corrían otros aires. Ella sentía las faldas agitarse con el viento entre sus piernas, cuando podía moverlas libremente: estropajo era ahora, pordiosera, flaca, pálida y con aire hambriento, y casi con lágrimas en los ojos de pura rabia y compasión.

Le preguntó a la Elba:

—¿Viven en la misma choza del Chambeque donde vivían antes, con el abuelo y con el Toño?

La vista del Mocho se nubló. Quería el catalejo.

El catalejo, para poder mirarlas, para poder verlas como las veía antes. ¡Ahora las veía poco!

—El Toño… Hace mucho tiempo que no sé nada de él.

—¡Tan delicado ese niño! Tú, tanto que lo cuidaste y te preocupaste de él. ¿No te acuerdas, Elba, de que fue por el asunto de los murciélagos que te largó a la muerte de Antonio? No quiso volver al Hogar después de que falleció su padre, el Antonio. ¿Te acuerdas de él, Elba, te acuerdas, tan hombronazo que era, cómo hacía gritar a las mujeres en la cama?

—A mí jamás me hizo gritar, sólo de miedo. En todo caso, recuerdo que fue por los murciélagos, cuando falleció el abuelo y nos quedamos solos, solos, abandonados, sin nadie a quien recurrir… Arístides era nuestra única compañía: nos miraba con su catalejo desde la puntilla del parque y era una especie de amigo. ¡Amigo! ¡En fin, no sé si amigo!

—¿Dónde se fue el Mocho Chico?

La memoria del Mocho Grande se extraviaba definitivamente en busca del catalejo, se perdía entre las rocas, entre los montones de carboncillo, buscando obsesivamente ese instrumento que había olvidado un día en la playa.

—¿Dónde está el Toñito ahora? —insistió la Bambina.

—En el convento. Después de que murió el abuelo, no quiso salir de ahí nunca más. No quiere salir. No le gusta afuera, dice. No quiere saber nada ni de la mina ni de la pesca. Quiere quedarse para siempre con los curitas.

—Yo tampoco quise tener nada más que ver con los curitas… Ni con el pobre A. —dijo el Mocho, acercándose—. Cuando uno es joven, no tiene corazón: uno va adquiriéndolo poco a poco mientras se va haciendo viejo y le van pasando cosas, y el corazón ya no se aguanta y uno quiere exclamar «ay, ayúdenme», pero no lo exclama porque uno es tonto cuando chico y tiene orgullo. Después va aprendiendo otras cosas. ¿Le dicen el Mocho Chico? Qué divertido… Hace los mismos trabajos que hacía yo cuando era mocho, antes de que tú me conocieras, Bambina. Y ahora me acuerdo: una vez que quise ir a traerlo para que viviera conmigo, me preguntó si estaba loco, cómo quería que yo viviera con él en este pueblo inmundo, con olor a carbón y a pescado. Al Toño lo que le gusta son las casullas, el dorado, las campanillas y los cantos. Y me dijo, cuando lo fui a ver, que yo le daba vergüenza, que todos los del pueblo andrajoso le damos vergüenza y que no quiere volver a vernos nunca más, ni saber nada de nosotros. Que me fuera, me dijo.

—¡Qué pena!

—¿Cómo, qué pena? ¡Chiquillo de mierda, mal agradecido! ¡Después de todo lo que has hecho por él! ¡A él debiera darle vergüenza! ¡Habráse visto! ¿Te acuerdas, Elba, de cómo te hacía sufrir armando esas peleas terribles entre tú y Antonio…?

Se quedaron rememorando los cerros, la bahía, la playa, Chivilingo, el famoso catalejo y los paseos por las calles mal iluminadas del otoño, y el pan amasado y las empanadas de horno de las comadres y la figura prócer del abuelo, que no temía gritar, llamar, coalicionar, reunir, empuñar viejas escopetas, preparar bombas con el material robado de los estallidos de las minas. Y los murciélagos en enjambres peligrosos y los largos paseos en tren a Curanilahue cuando estaba a punto de llover. Las chiquillas —que no habían conocido esto, sobre todo la Magaly—. Va más secas, habían vuelto a jugar a la pelota en la arena. Otras se habían tendido en la playa, escuchando en la radio las canciones de moda de esa temporada.

—¿Vamos a tomar un tecito a la casa? —invitó la Bambina a la Elba.

—Vamos.