22

Todas las mañanas, con el escrito en su bolsillo, visitaba el hospital para averiguar cómo había pasado la noche la paciente Irma Fonseca Petit. Siempre le contestaban que mal. No le permitían entrar a verla. Después de hablar con el médico, que usaba palabras tan complicadas para definir la patología de la enferma, el Mocho ni siquiera lograba apenarse por su estado: era más bien sobresalto, miedo, lo que sentía. Miedo por su propio destino tanto como por la vida de la Bambina. Y una mañana en que como de costumbre no tenía nada que hacer, porque el circo se había disuelto, después de bajar las gradas del hospital se encontró caminando por la ciudad, en las inmediaciones del terminal del tren de Curanilahue. Preguntó a qué hora salía. Dentro de media hora. ¿Y a qué hora regresaba? A las ocho de la noche. Esperó media hora sentado en el banco negro, de fierro colado. Igual, recordó, a los del jardín del Pabellón. En la ventanilla tomó un pasaje de tercera hasta el pueblo. Le pareció que el hombre que vendía los boletos lo miraba de una manera especial, como si lo reconociera. Huyó, subiendo al vagón en cuanto oyó el silbato de la partida, y el tren cruzó la ancha boca abierta del río, apegándose más al sur a la línea de la costa, extendiéndose después como un vertebrado sobre el perfil de los cerros de carbón y de pinos industriales. Una señora se sentó a su lado. Despeinada, un poco canosa, con aspecto revenido y destartalado, miraba frente a sí misma. Tenía olor a carboncillo, a comida añeja y pobre, y mantenía los ojos fijos e inmóviles en el paisaje que se iba desarrollando a medida que el tren avanzaba.

Bajó en la mediagua que servía de estación del pueblo, junto a un andén de cemento resquebrajado. Sólo cuando partió el tren hacia Curanilahue, dejando una nube hedionda y negra, Arístides le dio la espalda a la estación y al océano para mirar el pueblo: de aquí soy, de esta nube y de este olor; aquí todos saben de dónde salí y por qué llevo el apellido que llevo, infamante, es cierto, pero es el nombre que siempre ha guarecido a quienquiera que yo sea.

Una vez disipada la nube, Arístides se metió en la multitud del mercado aledaño a la estación, donde el complicado proyecto de sobrevivencia de cada cual se articulaba con los gestos de los demás componentes de la bulliciosa comparsa, en esa mañana de sol y de aire salino. Era probable que, si les decía su nombre a los vendedores de chuletas y jureles, a las dueñas de los baratillos y a sus clientes que se atropellaban para comprar el mejor melón y el más barato, los tomates más colorados, el ramo más grande de perejil, se distrajeran de sus empresas para asentir: sí, claro, el hijo del pobre A. y de su india pehuenche, el nieto mayor de la María Paine Guala; dicen que era mocho, pero abandonó el convento y se dedicó a artista y no volvió más al pueblo, ni cuando enterramos al pobre A. Le darían la espalda, sin juzgarlo, para proseguir con la urgencia de sus vidas particulares —espantar una mosca, increpar a una adolescente, comprar el melón, la sandía, las alpargatas—, dejando que el viejo viento de Marigüeñu se llevara su nombre hacia arriba, hacia el promontorio que se abalanza sobre el mar desde la cima del pueblo, acarreando a cuestas el parque.

La multitud abigarrada estaba a punto de acosarlo; ya estaban urgiéndolo, violándolo, por lo menos virtualmente, con la posibilidad de que todas esas personas se dieran vuelta hacia él y, rodeándolo, lo señalaran con el dedo: tú eres Arístides Olea, sabemos tu historia y la de tus progenitores, no puedes inventarte, no puedes esconderte bajo ningún otro nombre ni bajo ninguna otra historia, no vamos a permitirlo. Aquí estás condenado a ser Arístides Olea.

¿Condenado?

Tal vez; pero también protegido: en este pueblo no soy un fantasma transitorio. Soy alguien preciso, tan aclarado en su propia historia que no es necesario sustituirla por otra de mayor significación, ni invocar el nombre del señor Corales en lugar del mío. La Bambina, en cambio, no recuerda dónde nació, su vida carece de anterior. Ella no existe más que por arte de los grandes cartelones pintados del presente, que anuncian su nombre de pacotilla; o si no, lo anuncio yo desde la pista, transformándola con las palabras que pronuncio: la Princesa Malabar… la Araña Contorsionista… NamiKo. La Bambina, propietaria del circo «La Bambina», eso es ella; la Irma Fonseca Petit no es más que un cascarón deshabitado.

Arístides camina, casi corre porque no quiere que le pregunten cómo se llama. Todos tienen que saberlo. Casi galopa entre la gente atareada que no lo mira, más gibado que de costumbre, la cara y los gruesos labios y la lengua inerte caídos hacia adelante con el ánimo de disimular sus facciones. Sube por el laberinto de calles con casas de tablones y de cemento descascarillado, hacia arriba, hacia el mar, hacia el parque: allá, por encima de las ramas, se asoma el minarete. Es hueco, porque nunca trajeron las piezas para armar la escalera de caracol que debía subir hasta el mirador de la terracita. Retarda el paso al entrar al parque: los olmos y los magnolios albergan cónclaves de pájaros que cantan mientras él da una vuelta de reconocimiento alrededor del Pabellón, buscando la puerta que usaba su padre: todas las puertas y todas las ventanas están condenadas. En los charcos de sol de los prados saltan los gorriones y los chineóles; los zorzales, igual que el perro de la victrola —igual al Florín, sonríe Arístides—, inclinan la cabeza para escuchar y picotean las lombrices que se escurren bajo la tierra.

De vez en cuando, junto al sendero que me lleva hasta la punta rocosa, damas de fierro, desnudas aunque inabordables, se alzan sobre sus pedestales… Me olvidé de sus nombres que mi padre sabía de memoria, nombres de diosas paganas. Sinvergüenzas, decían los frailes, haciéndome persignarme para apartarlas, no existen, existe un solo Dios no más. La Bambina, que es hereje, se enfurece cuando yo me atrevo a discutirle. ¿Por qué no va a haber más que un solo Dios de barba blanca…? A veces, cuando me vuelven las ganas de oír siquiera un pedacito de misa, tiene que ser en un lugar donde no le lleven el cuento de fíjate, Bambina, que te haya salido beato tu cafiche, es el colmo de la mala suerte, qué risa. Por eso hace tanto tiempo que no entro a una iglesia.

En la hierba de la puntilla, a la sombra de un olmo del tiempo de don Blas, extiendo mi chaqueta y me recuesto encima. Por entre las hebras de pasto veo, hacia el sur, los cerros por donde se encarama el pueblo, y la caleta, y las lomas de Chivilingo; hacia el norte, desde el anfiteatro de hortensias, vigila un prócer cuyo nombre sí recuerdo, tallado en granito plomizo, con su levita, polainas con botoncitos, mostachos y chaleco con cadena de reloj. Mi padre me explicaba cada refinamiento de su indumentaria: es el patriarca, don Leónidas Urízar, el fundador de la dinastía. Se fue a Europa y, como no volvió nunca más, dejó aquí su forma, del doble del tamaño natural, custodiando desde este lado el imperio que allá al frente había creado. Sobre el cerro de tosca quedan la entrada a sus minas, las maestranzas, las enormes ruedas de fierro ennegrecido y el ajetreo del carbón en las huinchas, cayendo en cataratas roncas adentro de las tolvas, sin cesar ni de día ni de noche. Oigo esas cataratas negras. Oigo las olas estrellándose en las rocas debajo de la puntilla, oigo los pájaros cantando canciones que no entiendo. Y una voz que me llama:

—¡Arístides!

Se pone de pie de un salto: un señor de traje oscuro y corbata color perla se interpone entre la mirada de Arístides y el imperio de los Urízar. Su rostro es fresco, juvenil no porque sea joven sino porque está siempre alegre y bien cuidado, y una sonrisa clara flota muy cerca de sus ojos benignos y de sus labios. Arístides recoge su chaqueta y la sacude esperando a que se esfume la alucinación. Los pájaros no se resuelven a traducir lo que cantan a un idioma inteligible, igual que los médicos, y él no va a entender lo que dirá este caballero; su aparición no puede ser más que un producto de su fatiga, una prolongación espectral de su incertidumbre por la Bambina, un fantasma que intenta convencerlo de que la muerte no existe: el señor vestido del color de los gorriones le habla en incógnitas. Sólo se le entiende cuando pronuncia claramente su nombre en tono de pregunta, no de acusación:

—¿El Mocho…?

Contesta afirmativamente. Termina de sacudir su chaqueta y, por respeto a su interlocutor, se la pone: en efecto, afirma, él es. El caballero de gris se sienta en el banco de la glorieta.

—Me dijeron que andabas en el pueblo. ¡Qué suerte! En la Empresa, cuando recibieron la noticia, me encargaron que te viniera a buscar. ¡Hace tantos años que andamos siguiéndote la pista! Alguien nos contó que trabajabas en el circo «La Bambina», pero lo buscamos por cielo y tierra y nos dijeron que lo habían liquidado.

El caballero cruza una pierna sobre la otra. Arístides, de pie delante de él, se fija en el calcetín ceñido a su fino tobillo, pero se distrae con lo que le está contando: lo habían visto bajar del tren; llegaron noticias de que andaba vagando por el mercado; alguien que lo divisó subiendo al parque comentó que eso era natural, al fin y al cabo el A. había muerto allí…

La Empresa, continuó el caballero, lo necesitaba a él con urgencia: no pueden encontrar un cuidador adecuado para el Pabellón y el parque. Hasta ahora todos habían resultado un fracaso, intratables, desaseados, de honradez dudosa, ignorantes de la importancia de la familia Urízar. Pero él, conocido de toda la vida, y en cierto sentido casi como de la familia, hijo del pobre A., que con el mayor esmero había desempeñado ese trabajo durante tantos años, es la persona en quien la Empresa podrá depositar toda su confianza.

Al oírlo decir esto, Arístides entendió de golpe lo que decían los médicos y los pájaros; y las cataratas negras y el ímpetu de las olas azotando las rocas bajo el promontorio. Todo se hizo perfectamente claro con el reconocimiento contenido en las palabras del caballero. Una amplia brecha donde se alzaba el Pabellón, prístino y acogedor, pareció abrirse; pero al intentar incluir allí a la Bambina en su cama de hospital, se desvaneció esa momentánea figuración de la felicidad. ¡Si no existiera la Bambina! ¡Si él no hubiera subido justo en ese momento a comprar comida para su padre en la pulpería! Si durante este paseo ella muriera sin dolor, en un sueño, por ejemplo, él quedaría libre para vivir una existencia encantada en el parque, como siempre añoró. Pero ella le niega toda claridad, zambulléndolo en esta orquestación de cacofonías que lo amenaza con ahogarlo. Para asir algo real que lo haga reflotar y salvarse, se mete la mano en el bolsillo y aferra su documento recién firmado. Está escrito allí: no es necesario que la Bambina muera. Él es él: puede arrendar o dar en arriendo; puede formar sociedades, comprar y vender y hacerse de deudas: el poder notarial lo autoriza. Los chineóles saltan en los charcos de sol y sombra que van fluctuando, y los gorriones cantan una canción cuya métrica por fin se ilumina: no, no es necesario pasar por la muerte.

—¿Has almorzado? —le pregunta el caballero.

—No, señor…

—Ven, quiero hablar contigo.

Después, en la tarde, mientras espera el tren, baja a tomar un vaso de chacolí en el bar que le recomendó el mismo señor, frente a los rieles, en el trayecto del pueblo a la caleta, mirando el mar. Es una casa que da sobre la vereda, con una ventana a cada lado de la puerta. Abre la mampara: el pasadizo oscuro tiene una pieza a cada lado, cada una con su ventana a la calle; y pasando la cortina queda el hall, al que se abren varias piezas y de donde arranca el cañón de habitaciones que remata en el descampado. En el hall hay cinco mesas con sus sillas. Al fondo han acomodado el bar, iluminado por una ampolleta que cuelga del techo. El dueño, medio dormido porque hay poco movimiento —siempre es así antes de la noche, comenta—, coloca el vaso frente a Arístides y le pregunta si él es el Mocho. Aprovechando la ocasión para repetir su nombre en voz alta, afirma:

—Sí. Soy yo.

—En la Empresa me dijeron que te abriera cuenta. Te quieren mucho en la Empresa.

—Sí. Mi padre trabajaba…

—Claro, el A. Yo lo conocía. Siempre decía que cuando jubilara iba a comprar este bar. Pero eso era cuando joven. Después no bajaba nunca y parece que se olvidó de ese sueño de su juventud: dicen que tu mamá, que era pehuenche, era muy vergonzosa, de pocos amigos, y andaba detrás del A. como si temiera que se lo robaran. Claro que en ese tiempo no convenía vender el bar, porque había mucho más movimiento que ahora. Ahora hace falta animación, mujeres que atiendan las mesas y entusiasmen a los mineros…

Mientras lo escuchaba, buscó el catalejo en sus bolsillos y lo encontró, porque como un talismán lo acompañaba siempre: le traía suerte.

Se enzarzaron en una larga conversación vinosa acerca de costos, ganancias, impuestos. Quedó claro que el propietario estaba dispuesto a vender. Arístides pensó que a este negocio, seguramente, podría adaptarse la Bambina, que por falta de fondos y de salud iba a tener que darse a la razón y olvidar el espejismo del circo. El precio del bar no era alto; una vez liquidado el material circense y pagado el hospital, les quedaría un saldo. La casa, aunque destartalada, al fin y el cabo era un bien raíz, y se notaba espaciosa y de muros sólidos. El propietario —que resultó no ser propietario sino un palo blanco de la Empresa— le confidenció que los caballeros estaban dispuestos a darle toda clase de facilidades con tal de que ocupara el puesto que tuvo su padre. Le propuso que ahora mismo firmaran una promesa de compraventa: la Empresa, le aseguró, se daría por satisfecha con cualquier papel. Él no tenía más que poner una suma para el pie.

—¿Y de dónde saco yo esa plata?

—¿No dices que tienes los enseres del circo?

—Sí, pero la semana pasada los prometí casi todos con la persona que me iba a prestar plata para pagar el hospital. Me quedan cinco perritos amaestrados, media docena de trapecios con bastante uso, un montón de poleas, los tablones de la galería, quince sillas plegables… y pare de contar. Claro que tengo la carpa, pero es una pila de trapos con que envolvimos los palos para dejarlos en el terreno de una meica amiga de la Bambina. Es harto poca cosa, lo que va quedando…

—Lo que sea. Ya te dije que en la Empresa, donde son muy conservadores y partidarios de todo lo que sea tradición, están dispuestos a facilitarte lo que quieras con tal de arreglarte aquí. Más vale mal conocido que bien por conocer: eso es lo que siempre dicen.

Temprano al día siguiente, en la ciudad, fue a hablarle al interesado con que había comprometido los expolios del circo y legalizó la transacción de todo, incluso de los perritos —salvo el Florín, que era muy regalón de la Bambina—, mostrando el poder notarial otorgado por ella, que hasta ese momento no se había resuelto a usar.

Guardó los billetes de la venta en un sobre sellado, para no tentarse con gastarlo, y lo puso en el bolsillo interior de su chaqueta, junto al corazón, donde también llevaba el poder notarial.

Cuando el médico le dijo que dentro de poco iba a dar de alta a su familiar, tomó el primer tren al pueblo, enseñó su poder y pagó el pie, firmando al final de la operación una cantidad sorprendente de papeles. Una semana después pudo llevarse a la Bambina del hospital, pesando la mitad de lo que normalmente pesaba, traslúcida como una vela.

La instaló en la casa de la meica, tan íntima de la enferma que ésta, cuando estaba sana, se iba a pasar con ella el día de descanso de su compañía, y a la hora de la oración mantenían largas conversaciones llorosas, en voz baja, sobre asuntos ajenos al circo y a la fábrica en Chiguayante donde la dueña de casa trabajaba. Aunque la Bambina era descreída, había consentido en ser madrina de la hija de la meica, de padre desconocido. El cura la quería bautizar como María de la Piedad, pero consintió finalmente en bautizarla como Magaly, que era el nombre que le gustaba a la artista.

—A mi ahijada voy a criarla para contorsionista —decía la Bambina desde antes que la Magaly cumpliera cinco años; y cuando iba a visitar a su amiga, se pasaba buena parte de la tarde enseñándole a manejar sus músculos, a controlar su respiración como debe hacerlo un profesional, iniciándola en las pruebas más simples de una artista.

La meica vivía en una casita de tablones, en una población obrera al poniente de la ciudad. Todas las mañanas tomaba la micro a las seis para ir a trabajar en una fábrica de tejidos muy grande, cerca de Chiguayante, en el extremo opuesto del pueblo. La Magaly tenía once años cuando, por unos pocos pesos, la meica aceptó como pensionistas al Mocho y a la Bambina, para que la enferma convaleciera tranquila y tuviera fuerzas para decidir qué iba a hacer con su vida. Cuando la meica se iba a Chiguayante en la mañana, la Magaly, que era muy despierta, se encargaba de atender a la pareja. A Arístides le estaba costando mucho decidirse a obligar a la Bambina, frágil como había quedado, a encarar la realidad. Pero una mañana, cuando la meica ya había partido a su trabajo y la Magaly había salido corriendo a una feria donde, decían, los productos eran mucho más baratos que en la feria de al lado de la casa, no pudo dejar pasar la oportunidad de estar solos en la minúscula pieza de la Magaly para soltarle la verdad. La Bambina gritó tanto que una vecina se asomó para preguntar si la enferma había sufrido una recaída. Arístides corrió el ineficaz visillo para poder seguir tratando de explicarle las cosas con algo de reserva a la convaleciente. ¿Con qué quería que pagara las cuentas del medio pensionado, las transfusiones de sangre, la penicilina, los doctores, la Unidad de Tratamientos Intensivos —que era un verdadero robo—, si no liquidaban el capital invertido en el circo? ¿Con qué…? Que le dijera con qué, ella que presumía de ser tan realista. Al fin y al cabo, siguió perorando, no tenía a nadie más que a ella misma para culpar por haberse enfermado. Su íntima, la meica, le había advertido que un embarazo a sus años era no sólo una rareza como para que la estudiaran en la Escuela de Medicina, sino un verdadero milagro que no se veía desde Santa Ana, y por lo tanto ningún cuidado era suficiente. ¡Y a ella se le fue a ocurrir hacer piruetas que le tenían prohibidas! Que se dejara de leseras: pensar en armar otro circo era una locura. ¿No se daba cuenta de lo que costarían los altoparlantes, los kilómetros de maroma, los adelantos de sueldo que pedirían los cautelosos artistas antes de pensar en contratarse, para no decir nada de los distintos ajuares para cada integrante de la compañía? ¿O quería que a sus años se pusieran a hacer números en las ferias, o de noche en las esquinas de la ciudad, con el Florín y un poco de pintura para la cara, que era lo único que les iba quedando? ¿Realista ella…? ¡Que lo dejara reírse! No grites, Mocho de mierda, maldito sea el día en que te conocí… eres un macho bruto, me diste un empujón y entonces sentí ese dolor que casi me mató… tú tienes la culpa, tú, por no prohibirme hacerlo: ¿para qué te sirve tu famoso vozarrón, para qué te sirven tus músculos, si no me inmovilizaste para que no siguiera haciendo tonterías? Mira cómo estoy… cómo estamos.

Esperó a que los gritos y las acusaciones amainaran un poco: entonces pudo preguntarle, con la voz tiritona de ira y de miedo, con qué quería que siguieran viviendo. Dejó transcurrir unos minutos de silencio mientras la Bambina trataba de rehuir la respuesta, perdiendo su mirada a través de la neblina del visillo, confundiéndola con la gente que pasaba por la calle.

Fue sólo entonces que Arístides le dijo la verdad entera: que lo había vendido todo para pagar las cuentas; que lo habían contratado para cuidar el Pabellón de los Urízar; que le habían ofrecido en venta un bar muy bien ubicado frente al mar. La Bambina gritó: ¿estás loco? ¿Quieres que me vaya a enterrar en la tumba de un pueblo de mala muerte, con olor a carbón y a pescado podrido en las calles, donde a cada rato voy a tener que dar explicaciones, quién soy y de dónde vengo y con quién estoy casada, ahora que ya no puedo decir que soy artista y no tenemos cartelones y luces y altoparlantes que me anuncien…? Es lo mismo que me pidan que me vaya a vivir al desierto, sin agua y sin nadie con quien hablar. Lo que quieres es que me muera de soledad y aburrimiento…

—A mí me conocen —le gritó de vuelta Arístides para cortar sus lamentaciones—. Todos allá me conocen sin que tenga que andar diciendo nada. Fíjate qué casualidad: me andaban buscando…

Le contó que ya había firmado contrato para ir a hacerse cargo del parque y del Pabellón. Dentro de poco iba a tener que comenzar su trabajo. Si quería seguirlo, bueno, ya está, que lo siguiera, los dos estaban acostumbrados a los gritos y las pataletas. Allá al menos tendrían algo que echarle a la olla… y si no quería seguirlo, bueno también, y chao… era cuestión de que eligiera entre irse con él o morirse de hambre. Su padre había vivido en el Pabellón. Los señores querían que siguiera con el trabajo de su padre. Era lindo el parque, linda la vista y todo, y como no se podía decir que el sueldo era mucho, la Empresa misma se las había arreglado para que le vendieran el bar a muy buen precio. De repente ella dejó de lamentarse. Lo miró de arriba a abajo con sus ojos transparentes, secos:

—Me da lo mismo que sea lindo. ¿Cómo pagaste?

—Vendí las cosas del circo. Pagué el pie para el bar con lo que me sobró después de pagar la cuenta del hospital.

—¿Cómo?

Arístides entendió la pregunta y le mostró el poder notarial. Ella se puso los anteojos pero prefirió que él se lo leyera: al oírlo, lanzó un gemido tan penetrante como el que había lanzado la noche cuando hizo el número de la Araña y se enfermó. De un zarpazo le arrancó el papel y terminó de leerlo:

—¡Ladrón! ¡Hijo de puta! Esas cosas eran mías —y mientras lo increpaba a gritos, iba rajando el poder en pedacitos muy pequeños, que le tiró en la cara mientras Arístides se reía. Terminada la destrucción, él se quitó un papelito que como una mariposa se le había posado en la solapa, y dijo:

—No sacas nada con romper esa copia. El original quedó archivado en la notaría.

—Si firmé algo, firmé cuando estaba enferma, privada de discernimiento. Voy a contratar a un abogado para meterte pleito. Quiero que te sequen en la cárcel por estafador.

Pero no le metió pleito. No lo dejaba dormir en su cama, ni siquiera entrar en su cuarto, de modo que Arístides tenía que pasar la noche en un pedazo de alfombra que les había quedado del circo, en un rincón del suelo del comedor, donde la Magaly, que lo quería mucho, lo acomodó. Durante diez días la Bambina no lo dejó entrar en su dormitorio ni quiso saber nada de él. Pero mientras pasaba el tiempo, Arístides, que no era tonto, y la Bambina, que tampoco lo era, se dieron cuenta de que la meica estaba ahogada con ellos en esa casa minúscula: no tenía donde recibir a sus clientes —que muchas veces eran para callado—, más que en su propio dormitorio, ahora lleno con la cama de la Magaly. Arístides siempre estaba rondando por el comedor o despaturrado en una silla, llenándole la casa con el humo de sus cigarrillos.

Llegó el sábado en que la Magaly cumplió doce años. Se le veían dos tetitas, apenas más grandes que picadas de zancudo: así le dijo la Bambina cuando la niña entró para que la felicitara y se las mostró, dejando la puerta abierta.

—¿Qué quiere que le regale su madrina, mijita? —le preguntó la Bambina, como si dispusiera de los millones de Arlequín.

La chiquilla no titubeó en su ruego:

—Que el domingo hagamos un picnic al pueblo, y que vayamos a conocer el bar del tío Arístides.

—Es mi bar. No es de él.

—Ya, pues, madrina. Hagan las paces y vamos. No sean pesados.

La Bambina no respondió. La Magaly salió al comedor para llevarle su petición a Arístides, que pareció quedar impasible frente a sus monerías. Pero después de un rato de silencio, la Bambina oyó su carcajada:

—¡Miren qué diabla esta chiquilla! Mueve el traste igualito al Florín cuando está contento y quiere pedir algo. Hasta parece que la Magaly echara las orejitas para atrás… a ver, pichita, toma, baila… mueve el traste…

Arístides oyó a su vez la risa repentina con que, después de mucho tiempo, la Bambina acompañaba la carcajada:

—¡Qué leso! ¿La Magaly va a poder echar las orejas para atrás…?

El Mocho se paró en la puerta del dormitorio, un brazo quebrado con el codo en la jamba, la mano sosteniendo el dintel muy bajo:

—Pasa… —le dijo la Bambina con la cara todavía llena de risa.

Arístides entró. Se sentó en el borde de la cama, ambos todavía riéndose, animando al perrito y a la Magaly para que continuaran el baile y se hicieran merecedores del paseo prometido. La Bambina lo tomó de la mano. Él le contestó a la Magaly, cuando ésta le preguntó si iban a hacer las paces:

—Tú, ándate a jugar por ahí y cierra esa puerta, mira que hay corriente de aire y tu madrina se puede resfriar.

Y se quedaron toda la tarde del cumpleaños de la Magaly haciendo las paces y no hubo paseo. La Magaly no se fue: abrió la puerta un poco y por el resquicio se quedó mirando cómo hacían las paces los grandes.

Al día siguiente, de muy buen ánimo, los cuatro y el Florín tomaron el tren de la mañana para el pueblo y, en cuanto llegaron, bajaron a la playa.

Las tres mujeres —la Magaly, la meica y la Bambina— quedaron encantadas con el bar. La meica llegó a tanto que propuso arrendarles las piezas de atrás, las que formaban el cañón que se abría al descampado, porque la casa era demasiado espaciosa para ellos dos solos. Se podría instalar allí para que la Magaly creciera junto a su madrina, aprendiendo su profesión. Después del entusiasmo, claro, tuvo que echarse para atrás: Chiguayante quedaba muy lejos y no era cuestión de dejar su trabajo y perder tantos años de imposición en los Fondos de Retiro. No era mucho, pero era todo lo que tenía. La Bambina en ningún momento le había hecho caso al delirio de ese proyecto, porque estaba entusiasmada con la idea de Arístides de colocar un gran cartelón que dijera Bar «La Bambina» sobre la puerta. Le pidieron al que atendía el bar, que no era el dueño, que les mostrara hasta el último rincón de la casa, así es que no tuvieron tiempo de subir al parque, prometiéndose que al domingo siguiente volverían para conocer ese famoso palacio de tanto interés turístico.

La historia del restablecimiento de la Bambina fue larga y poco interesante. La Magaly insistió tanto en irse a vivir con su madrina, con vista al mar, que la meica tuvo que regalársela a su comadre. La Bambina la trataba como a una hija. Pero cuando un par de años después descubrió que, poco antes de cumplir los quince, con su ágil transcrito de fox-terrier y sus tetitas que no prosperaron gran cosa, había seducido al Mocho, la condenó a trabajar en el bar y se la entregó al primero que quiso acostarse con ella por unos cuantos pesos que se embolsó. Aunque el bar estaba a nombre de Arístides, lo echó de la casa: ¡que se fuera a vivir al Pabellón! Después, cuando a la Bambina se le fue pasando el rencor y quiso que volviera al bar —ya no tenía su nombre: en el acceso de rabia con ocasión de la pelea, le quitaron el cartelón y, como el bar no era bar, nunca llegaron a sustituirlo por otra enseña ni otro nombre—, el Mocho le dijo que no: la Empresa prefería que su residencia fuera en el Pabellón, y en todo caso a él le gustaba su independencia: pasaba sus noches donde la Bambina, al amanecer echaba a los últimos clientes y se volvía a dormir al Pabellón, donde se levantaba al mediodía siguiente para vigilar el trabajo.

De usar a la Magaly como cebo para captar la clientela de mineros nocturnos, la Bambina pasó a traer más mujeres, refugiadas de los topless de provincias o sirvientas que encontraban demasiado humillante esa forma de dependencia. Eran chiquillas que se arrancaban de su casa porque la madre les pegaba, o porque el padre no las quería por ser hijas de otro padre. Y para la hija de la meica fue una transición fácil, más una consecuencia necesaria que un verdadero cambio, el dejarse usar por los mineros semiborrachos que, de vez en cuando, cada vez menos —se corrió la voz de que la Magaly estaba tan flaca porque era tísica—, se la llevaban para las piezas que daban al descampado.

Pero la meica se murió antes de que la Magaly cumpliera dieciséis años, y como su amiga íntima le había prestado ciertas sumas que jamás fueron devueltas, la Magaly pronto se confundió con las mujeres transitorias de la casa, semisirvientas, semiprostitutas, lavanderas, cocineras, meseras, que servían a las órdenes de la tiránica patrona y del Mocho que, como siempre, volvió a hacer las paces con su pareja. El episodio con la Magaly quedó sepultado en la leyenda de la casa, velado por sucesos de mayor importancia en su historia.