En el interior de la pulpería de tablas y latas, una lámpara de carburo, hedionda y de quita y pon, colgaba de un gancho encima del mostrador donde el pulpero y su mujer esperaban a la clientela, reducida por el invierno a dos arrieros desconocidos que bebían su jarra de vino tinto en el mesón. Los pulperos saludaron a Arístides con respeto, preguntándole por el A.: no tenían noticias suyas desde hacía días y se condolieron de su insatisfactoria salud. Le aconsejaron al Mocho consultar al médico —vivía a la vuelta de la esquina, no más—, o al boticario…
Cuando la mujer del pulpero se enteró de que el Mocho iba a pasar a comprar un plato de comida en la fonda, le dijo que esperara un poco: ella acababa de cocinar una carbonada con charqui de primera para esa noche, y le mandaría suficiente para los dos en una ollita. Arístides aceptó y, mientras el pulpero envolvía su pedido, acarició al gato romano que dormitaba encima de las hojas de diario que servían para envolver la mercancía. El gato era caliente; su simulación de sueño no era más que una treta para engañar al frío, para rechazar las exigencias de este valle de lágrimas. Las yemas de los dedos del Mocho disfrutaron bajo la lujuriosa pelambre dorada que envolvía su desnudez animal: la electricidad que le comunicó esta caricia se extendió por todos sus miembros bajo el hábito, a los vellos de sus brazos, y sus muslos se contrajeron con un placentero hormigueo.
La pulpera apareció con una ollita cubierta con un lienzo blanco, pero se quedó en el vano de la puerta, su vista dirigida no a Arístides sino a un punto del aire justo debajo de su hombro derecho, donde confluían la mirada de su marido y las de los dos arrieros repentinamente silenciados. El Mocho, como si obedeciera a una orden marcial, se dio media vuelta. Sus ojos quedaron abismados en la contemplación de una criatura sobrenatural que no se asemejaba a nadie jamás divisado entre los fieles de la capilla, ni durante sus recados por la ciudad a toda prisa y con los ojos gachos, y para qué decir que ni en sus sueños.
Lo primero que le llamó la atención en la mujer recién llegada fue que, pese a ser casi tan alta como él, su cara parecía extraordinariamente ancha y grande, desproporcionada para su cuerpo, como si fuera un gran enano. Su pecho majestuoso subía y bajaba, lento y acompasado con su aliento, pero era tal la atracción de la amplitud del rostro, que la mirada volvía y volvía a él pese al llamativo color violeta de su abrigo. Ése era el rostro de la luna llena: pálido, elevado, pero táctil como un pétalo; o como un globo hinchado. Esta hinchazón lo mantenía milagrosamente tenso y radiante y a flote, con su superficie tan fina y redonda. La mano del Mocho, electrificada por el gato, se había vuelto irresistiblemente audaz: la alzó para palpar esa materia y comprobar que no era una aparición, un capricho, un ánima, y se demoró en su caricia de la pálida mejilla.
—¡Déjala, mocho de mierda…! —exclamó uno de los arrieros borrachos, agarrando a Arístides.
La mano del Mocho intentó golpearlo, aunque sin fortuna, porque entre el otro arriero y el dueño de la pulpería sujetaron a Arístides, mientras la mujer, que llevaba la olla, gritaba. Entonces el borracho le pegó un bofetón al Mocho, que se desestabilizó, cayendo al suelo de tierra apisonada con el hábito revuelto. La mujer de la cara de luna llena y el abrigo violeta se hincó junto a la víctima. Le estiró el hábito para cubrirle los tobillos como si fuera un muerto. Comentó:
—No hay nada más feo en el mundo que las canillas de los curas.
El pulpero descolgó la lámpara y acudió a iluminar la escena. La mujer de gran rostro palpaba el ojo amoratado del Mocho.
—¿Duele? —preguntó ella. Arístides no contestó. La mujer le había colocado la cabeza lacia sobre su muslo.
—¿Quién es este curita?
—Es estudiante donde unos frailes españoles de por aquí —respondió la pulpera.
—Conos… —murmuró la mujer de violeta, con sorna.
Arístides la oyó. Esa palabra que no sabía dónde había oído, si es que la había oído, sonaba con malicia contenida. Esa palabra… escuchada y explicada quién sabe en qué rincón del convento español, con qué imágenes y en qué contexto. Se encogió en posición fetal para disimular el efecto que la palabra tenía sobre él, esa palabra hecha de intimidades desconocidas y que al instante lo hizo enrojecer de curiosidad indebida para un hombre de Dios. Se tapó la cara, para que no se la vieran las personas perplejas que lo rodeaban: sólo los pulperos, porque los agresores se habían hecho humo.
—Godos… —murmuró el Mocho.
—No —repuso ella—: Conos. ¡No los voy a conocer yo! A ver, muéstrame cómo te dejaron el ojo esos brutos.
El Mocho se descubrió la cara. Mientras ella, con sus yemas ligeras, le palpaba el moretón, pudo observarla sentada en el suelo junto a él, bajo la luz que el pulpero sostenía en alto. El cuello desvanecido del Mocho reposaba sobre el regazo de la mujer. Ella tenía los ojos del mismo color violeta de su abrigo, de modo que era como si su benevolencia emanara no sólo de su mirada sino de su figura entera, tibio el regazo, tibia la mano, tibia la cabellera falsamente rubia bajo el guarapón guarnecido por una libertina pluma verde.
La mujer del guarapón le pidió a la pulpera un buen trozo de filete, que ella le trajo enseguida, y lo extendió sobre el ojo del Mocho. Lo ayudó a ponerse de pie. Al hacerlo dio un paso tambaleante hacia el mostrador, sosteniendo el filete sobre su ojo adolorido con una mano y afirmándose en el mesón con la otra.
—¿Cuánto le debo? —le preguntó la mujer a la pulpera.
Al Mocho el precio le pareció exorbitante. La mujer hurgueteó en su cartera.
—No traje suficiente —dijo.
—¿Quién paga, entonces? Arístides tampoco debe tener.
—¿Arístides?
—¡Sí, éste es Arístides Olea, no tiene ni para hacer cantar a un ciego!
—Póngalo en mi cuenta, entonces —dijo la mujer de violeta.
—Usted no tiene cuenta aquí y no la conocemos.
—Soy la dueña del circo «La Bambina». Acabamos de llegar en tren de Curanilahue. Voy a tener que abrir cuenta para los días que yo y mis artistas nos quedemos aquí, tres, cuatro días, depende de cómo nos vaya. Vamos a armar la carpa entre el pueblo y la caleta, ahí donde hay un descampado bien guarecido del viento. ¿Vamos, Arístides?
Y salió de la pulpería seguida por el Mocho, que sostenía el filete sobre su ojo maltrecho. Fue la última vez que se vio a Arístides Olea con pollera de fraile, porque muy rara vez vendría después a ver a su padre, y nunca al convento. Después de un tiempo, los religiosos supieron que el A. había muerto de pena cuando llegó a sus oídos la noticia de que su hijo había abandonado las regalías de la Orden, que tanto hizo por él, para seguir a los artistas de un circo de mala muerte por los lluviosos pueblos del sur.
* * *
Al principio se habló mucho de la desaparición del Mocho con el circo «La Bambina». Era como si después de que la pareja salió de la pulpería se hubieran disuelto, al parecer para siempre y sin dejar rastros, en la noche indocumentada de las provincias. Fueron los frailes los que hicieron las primeras pesquisas y dieron la voz de alarma: ¿por qué el sacristán permanecía tanto tiempo afuera sin pedir una prórroga de su permiso, ni dar explicaciones por no volver a desempeñar su oficio, tan necesario para el buen desarrollo del culto?
Las mujeres en el lavadero y los hombres en el bar se lamentaron de que el pobre A. no hubiera recibido nunca ni una sola línea del ingrato de su hijo, explicándole qué había sucedido. El hecho es que tuvieron que pasar varios años antes de que, una y otra y otra vez, inasibles como los vientos, llegaran rumores de que alguien había visto a Arístides, o a una persona parecida a él y con su mismo vozarrón, vistiendo una chafada casaca de terciopelo color púrpura, condecorada con alamares, encarnando la clásica figura del «señor Corales», empresario inagotablemente reeditado en los circos de extramuros. Anunciaba los números, dándoles el nombre correspondiente y añadiendo algún comentario de su cosecha, especialmente sabroso cuando se refería a la pruebas en que la Bambina efectuaba distintas transformaciones bajo diversos atavíos: la Princesa Malabar, la Araña Contorsionista, Na-mi-Ko (la japonesa que danza en la cuerda)… Pero su número más popular, el más moderno, el punto culminante de la función, era cuando cantaba y bailaba su célebre Bye bye Bambina. Mientras ella cambiaba su personalidad con colorete y albayalde y otro vestido, el señor Corales arrancaba aplausos de los niños y mineros haciendo que el Florín, antepasado de una ilustre progenie de ingeniosos perritos blancos del mismo nombre, sumara y restara cifras difíciles para la concurrencia, según se lo fuera ordenando la elocuente huasca del empresario.
Algunos ingeniosos sostuvieron que Arístides y la Bambina no constituían una pareja, lo que se llama verdaderamente una pareja: él, demasiado joven y con un sospechoso pasado de mocho; ella, una mujerona con la tensión de ese rostro de luna llena que se había inventado ya comenzando a aflojársele.
La Bambina, seguramente, había contratado a Arístides por su famoso vozarrón y por su improvisada —y sólo en los primeros meses titubeante— labia. Pero después de que el chisme del Mocho acariciando escandalosamente la mejilla de la Bambina fuera confirmado por los arrieros al regresar con el ganado a los pastizales del verano, en el pueblo quedaron pocas dudas sobre la verdadera naturaleza de esta relación.
Los frailecitos jamás quisieron darse por enterados del paradero y las actividades de su sacristán, afirmando con despecho que para ellos era como si Arístides Olea se hubiera muerto.
Muchos años después alguien vio a la pareja en la ciudad, de ruidosa francachela con los payasos, que ni siquiera se habían molestado en despintarse la cara después de la función. ¿Cómo no lamentar, entonces, el triste destino del pobre A., que tal vez recibió tempranas noticias de esta unión perversa, pero las calló, dejándose morir en su jergón sin el cuidado ni el consuelo de nadie? La Empresa había tenido que hacerse cargo de todo, hasta de sus modestísimas exequias.
La verdad es que el pueblo entero sintió mucho el deceso del pobre A., que era un vecino estimado por todos —estaba vivo el recuerdo de su india pehuenche y de cuánto el A. la amaba; inconscientemente, todos los mineros envidiaban la lujuria que había unido a la pareja—, y lo enterraron en silencio. Al poco tiempo, eso sí, ya nadie lo recordaba ni lloraba, y jamás nadie le llevó un ramo de lirios morados para el recuerdo a su tumba, ni le rezaron una mala avemaría. El Mocho mismo mandó a decir, desde la ciudad, que lo sentía mucho pero no le era posible hacer el viaje para asistir al entierro, porque por esos días, justamente, tenía demasiado trabajo y estaba ocupado de sol a sol. A nadie le extrañó mucho su ausencia: ya en los últimos años visitaba rarísima vez al A., como si le diera vergüenza su apariencia zaparrastrosa, con sus codos deshilachados, mal afeitado y sucio, y además le disgustaban su dicción y su vocabulario, demasiado populares y aindiados. Al poco tiempo, como casi todo el pueblo, él también había olvidado hasta el lugar donde lo enterraron.
La Elba, entonces casi una niña, no asistió al entierro. Se quedó contemplando, desde la puerta entornada de su cabaña en el Chambeque, ese funeral de cuatro deudos que desfilaron por la puntilla hasta el Pabellón y el pueblo. Pasaron bajo los fragantes magnolios del atardecer en el parque, y pronto se perdieron detrás de la ceja de la colina. Después nadie nunca más comentó qué había sido de los restos del A. Sólo la Elba rezó a medias una avemaría.
Después, como no pudieron encontrar al Mocho ni por cielo ni por tierra para que se hiciera cargo de los trabajos del Pabellón, la Empresa clausuró definitivamente el recinto. Clavaron tablas en cruz sobre las ventanas y tapiaron todas las entradas, salvo un discreto acceso trasero para que alguien, alguna vez, defendiera la construcción contra variados rapaces. ¡Les resultaba imposible encontrar a alguien que lo cuidara! Cuando unos años más tarde el último Urízar que conservó intereses en la mina hizo un sorpresivo viaje al pueblo, se le antojó visitar lo que quedaba de las ruinas del Pabellón. Encontró tan enmalezado el parque, el Pabellón tan lleno de cucarachas, telarañas y ratones, los oros de las molduras tan ajados y los cristales tan miopes, que se enfadó seriamente con el personal que iba quedando y que administraba sus asuntos. Era el colmo, exclamó. ¡El A. no podía haber sido el único cuidador en el mundo! Que encontraran a alguien para encargarlo no sólo de desmalezar y reconstituir el jardín… Lo que se necesitaba era una persona de toda confianza para poner bajo sus órdenes a cuantos jardineros hicieran falta, y que además fuera capaz de remozar siquiera un poco el interior, asearlo y, si no dejarlo habitable, por lo menos adecentar los restos de la pobre mansión torturada por el descuido.