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Las cosas que sucedieron, sucedieron antes de la muerte del abuelo y la desaparición de la Elba. Varios años habían transcurrido desde el tranquilo deceso de la María Paine Guala, que fue como si la anciana hubiera llegado, durante su caquexia, a un entendimiento místico con el más allá, a efecto de que aquéllos que gozaban de la bienaventuranza la trataran con los miramientos debidos —de «doña», de «señora», de «usted» (no de «tú»)—, ya que con esta condición le había ofrecido a la divinidad los hombres de su descendencia, y sobre todo su nieto Arístides. Lo encerró en un convento de frailes españoles con los que tenía tratos en la ciudad; allí lo prepararían para la tonsura y para cantar misa, y así la fama de su piedad sanaría el estigma infamante que llevaba su nombre: «la María Paine Guala».

Pero, tal como sucedieron las cosas, sería el pobre Toño el que muchos años después iba a terminar por desempeñarse definitivamente como hermano lego, sirviendo como sacristán y ayudante a los mismos frailes españoles con que mantuvo tan buena amistad la María Paine Guala.

La Elba había desaparecido del mundo de las minas. El terror la hizo abandonar todo y ya nunca nadie volvió a verla. Algunos dicen que se fue al norte, donde trabajaba de empleada en una casa particular o en un restaurante; alguien dijo haberla divisado en la capital pidiendo limosna, zaparrastrosa, flaca, harapienta, tan avejentada que era como otra persona. Ninguna suposición dio un resultado más o menos claro.

Se tejieron muchas leyendas alrededor de ella, pero sobre todo se comentó mucho que el Toñito la hubiera abandonado después de la muerte del abuelo. Entretanto, Arístides Olea fue el único que se pudo acercar a él: le consiguió trabajo en el convento donde él mismo había sido mocho durante tantos y tantos años que ya era como si formara parte del convento mismo. Toñito, igual que Arístides, se encantó con el oropel religioso, y no tardó en hacerse dueño y señor de la capilla. Lo llamaban el Mocho Chico.

Fue tanta la fascinación del Mocho Chico por el mundo de la capilla, que ya no quiso salir de ahí. Para él, fue como si el mundo de Lota y de las minas hubiera desaparecido. Como si algo se hubiera tragado definitivamente a las personas y al pueblo entero, y el cerro de tosca, sin que nadie se diera cuenta… algo que hubiera avanzado con todo sigilo hasta avasallar el Pabellón y los jardines, el recuerdo de los Urízar, la playa del Chambeque, el minarete y toda huella de una existencia previa donde bullían el trabajo, el mercado, la pesca, la vida de la caleta.

Quedaban, eso sí, los esqueletos de estas mismas cosas que la gente ya ni siquiera se detenía a mirar: desprovistos hasta de recuerdos, no valía la pena ni siquiera preguntarse qué podían haber sido en otra época esas ruinas. Tal como nadie se preguntaba por Toñito ni por la familia de Arístides, que parecía ser la única familia que le quedaba al niño, aunque parientes se decía que no eran.

Arístides, por su parte, nunca había logrado la sacralidad reivindicada por su abuela, y tampoco llegó jamás a la tonsura ni a cantar misa. A duras penas pudo llegar a mocho, porque con el paso de los años fue quedando claro que no había nacido para el claustro ni para los transportes místicos. Se concentraba muy escasamente en sus lecturas pías, o en lecturas de cualquier clase (hasta las vidas de santos más entretenidas se le caían de las manos), y su lengua era tan poco dotada para los latines —aunque se tratara de las más simples declinaciones— como la de los mismos frailes españoles que le enseñaban de todo.

Todo esto, claro, se tomó en cuenta a la hora en que debía ser promovido de un grupo de estudiantes a otro más adelantado: sus profesores objetaron una y otra vez el pase, y su confesor movía negativamente la cabeza, alegando que en el caso de Arístides no se trataba de una vocación religiosa verdadera, sino que, al contrario, lo único que poblaba la cabeza del muchacho era el mundo.

Al principio se había revelado como un monaguillo de primera, dueño de una voz viril y retumbante para contestarle al cura cuando estaba ayudando en misa. Mantenía las vinajeras siempre limpias y llenas, los copones y custodias perfectamente bruñidos y bajo llave, y las casullas dispuestas para las fechas correspondientes sin que nadie tuviera que advertírselo: negra para Viernes Santo, blanca para Navidad, dorada para Pascua, celeste para la Asunción de la Virgen, y correctamente plegadas junto a las estolas y las albas almidonadas e impolutas.

Pero debido a que se trataba de un adolescente sin malicia ni pecado, y puesto que su pobre abuela lo había dejado en sus manos, frente al desengaño de su vocación no cumplida los frailes fomentaron en él otra vocación, menor, es cierto, pero vocación al fin: su amor por los objetos de la liturgia, por el chisporroteo y el tintineo que para él no representaban las tradiciones sacras sino que eran, en sí, el objeto final de su veneración. Cuando la salud del anciano mocho encargado de estos menesteres se quebrantó definitivamente, Arístides se hizo cargo de las llaves de la sacristía, y de útil y entrometido monaguillo pasó a ser un sacristán oficial que daba satisfacciones a todos los frailes del coro. Con el propósito de dotar de cierta alcurnia a este oficio, el Superior llamó a los profesores del nuevo sacristán para rogarles que hicieran la vista gorda y consintieran en promover al muchacho a un curso en que tuviera expectativas de ordenación. Pero su confesor se opuso:

—Arístides es un estupendo sacristán, quién puede dudarlo… Pero no nos confundamos: él está involucrado solamente con las apariencias. No le interesan los abismos insondables de la eucaristía y de la humillación asumida en la confesión, que todos sabemos que lava el alma. No le pidáis ningún sentido de la trascendencia: el muchacho es sano y bueno… pero nunca será más de lo que veis.

Arístides, ya asegurado como sacristán, guardaba todo con el mayor celo, de modo que no se extraviara ni una hilacha de oro para zurcir las casullas, ni un recorte de hostia. Le encantaba la autoridad inapelable de las llaves sonoras colgando de su cinto de cuero: a los diecisiete años se había constituido en guardián absoluto de la capilla, celador máximo de todo lo que fuera pertinente a la religión… pero carente de una relación directa con la fe, la esperanza y la caridad, cuyas iluminaciones Arístides parecía desconocer. En todo caso, era pulcro, preciso para hacer sus cuentas de los haberes litúrgicos, cumplidor y muy serio, además de fortachón, apto para cualquier defensa, para cualquier faena. Así, lo dejaron para simple mocho, y él nunca pareció ambicionar un oficio más enaltecido que ése.

En los escasos días del año en que su trabajo le dejaba tiempo para hacerlo, y casi más que nada para complacer a los frailes que lo conminaban a emprender el viaje, tomaba el tren de Curanilahue para ir a visitar a su padre en el Pabellón, viudo de su adorada india pehuenche desde hacía tanto tiempo que Arístides ni se acordaba de cómo era el rostro de su madre; en realidad, lo había sustituido casi completamente por el rostro de su abuela, la María Paine Guala.

Que no abandonara a su padre, le rogaba su confesor. Que no lo dejara viviendo así, sola su alma, en uno de los cuartos para sirvientes de lo que quedaba del Pabellón de los Urízar, lo urgía su Superior… Pero a él no le gustaba volver al pueblo, porque su padre —el pobre A., como le decían por allá, porque «Arístides» era un nombre que le quedaba ridículamente grande a un ser así de manso— se sentía tan aplastado por los residuos de las viejas murmuraciones sobre su origen, que se le hacía un mundo salir del Pabellón y del parque que cuidaba.

En ese tiempo Arístides Olea era un mocetón de casi veinte años. Atlético, alto, ancho de hombros, estrecho de caderas, de poderosos muslos y brazos pese a no haber entrenado jamás para ningún deporte, su tranco largo pero sigiloso lo hacía cimbrear el hábito, la gran cabeza aindiada colgando un poco hacia adelante mientras sus ojos de raso miraban siempre modestamente la punta de sus zapatos, tan inmaculadamente limpios como sus custodias. Frente a una minúscula fogata en el parque, alimentada por las ramitas que acababa de recoger, el hijo se inclinaba junto al padre sobre la llama vacilante, escuchando lo que el pobre A. le contaba de su madre. Estas conversaciones eran una de las causas del alejamiento de Arístides de su padre: sentía cierta repugnancia, como si se tratara de una materia pegajosa y viscosa, cuando su padre le hablaba de su madre, la india pehuenche, que había sido su compañera de treinta años. Por ella el A. seguía suspirando y llorando. No existía nadie en el mundo como ella, repetía. Y Arístides recordaba que de chico sus padres, que dormían en una cama en la misma pieza que él, daban gritos de placer en la oscuridad cuando se unían en un poderoso abrazo del que parecía imposible que alguien como el A. fuera capaz. Estos regocijados alaridos, estos ruidos de la carne contra la carne, esta presencia de la pasión tan cerca de él, lo habían horrorizado: Arístides se juró que jamás se vería involucrado en una relación parecida.

Su madre, la india pehuenche, era una cocinera excepcional. Trabajaba en la casa para y por el A., como si fuera su esclava, y el parque estaba un poco bajo su férula. Arístides la recordaba con sus mechas duras y tiesas, con sus ojos lagrimosos, y jamás le conoció más que dos dientes en una boca amarillenta que, sin embargo, estaba capacitada para dar y recibir tanta pasión.

A veces, antes de entrar al convento, de niño y sin saber qué hacía ni por qué, el Mocho seguía a su pariente la Canarito por los vericuetos del pueblo, y terminaba escondiéndose detrás de una lancha volcada en la playa de piedras para contemplar desde allí cómo esta mujer soltaba toda la fuerza de su pelo rubio, de origen misterioso, para que se lo acariciara el viento. Era una cabellera inexplicable, única en toda la región. Su misterio, suponía el niño, podría llegar a esclarecerse si él la tocaba. También contemplaba sus axilas y su pecho y toda la figura de la Canarito, que seguía iluminando, ahora que él estaba crecido, sus crudas noches conventuales.

Un día en que el Mocho, cumplidos ya los veinte años, hizo su visita habitual al A., lo encontró en cama, muy desmejorado. Se veía desaseado, sin afeitar —en contraste con la piel sonrosada, la limpieza y la buena alimentación de los frailes—, con fiebre y con la cara manchada, yaciendo sobre el jergón de su desmantelado cuarto. El A. le confesó que era bien poco lo que había comido en los últimos días, porque ni al parque se atrevía a salir ahora. Hasta los jardineros, que antes solían traerle comida de la pulpería, se reían de él, de su flacura, de su fatiga, de su voz entrecortada incapaz de mandar, ni siquiera de pedir un favor, como si temiera que, al exponerse, la sangre que no corrió en su tiempo pudiera correr ahora. No podían quedar cuentas pendientes que quién sabe cuándo y dónde le tocaría saldar.

—Usted no tiene ninguna cuenta pendiente —le aseguró Arístides, irritado por su permanente depresión—. No se caliente la cabeza. Lo que necesita es alimentarse. Voy a la pulpería a buscarle algo para que coma esta noche, y una botella de vino para que se anime.

—Pero ni tú ni nadie, hijo, me podrán traer de vuelta a la pehuenche. Si ella está en el infierno, yo preferiría estar en el infierno, con ella, y no en el cielo.

—No diga barbaridades —Arístides lo arropó, meditando que ésa sería su última visita. Al inclinarse sobre él, el A. le tomó la mano y con el aliento frío murmuró en su mejilla:

—Hace tanto tiempo que no como algo cocinado por la mano de una mujer…

—Entonces, a la bajada voy a pasar por la fonda para traerle algún guiso que la señora tenga listo.

Qué gusto diferente podía tener la comida preparada por una mujer, se preguntaba el Mocho corriendo colina arriba hasta el pueblo. Él, después de que su «mamita» lo encerrara en el convento para saldar sus propias cuentas, jamás había comido alimento preparado por una mano femenina.